ZAFARRANCHO DE COMBATE. El estruendo del claxon junto al edificio de Homicidios, a las 10.30 en punto de la mañana, puso firmes a Pembrook. Kramer le vio echar un vistazo rápido desde la ventana antes de aparecer segundos después en la entrada principal. La puerta del coche estaba abierta. Kramer aceleró el motor del Chevrolet.
Se cerró la puerta y salieron disparados.
—¿A dónde vamos, señor?
—Al Country Club.
—¿Ha leído la declaración de Sally?
—Antes de que te despertaras, borrachín.
—¿Algo que valga la pena, señor? —insistió Pembrook, todavía un poco dolido por que su celo en el cumplimiento del deber no obtenía la recompensa merecida.
—Un montón de pamplinas, salvo cuando dice que escuchó a Boetie responderle algo a su padre, y lo que denomina como un comentario sarcástico acerca de que le ayudaría a buscarse a otra chica. Es mucho más interesante lo que le sacaste al tipo ése del coche deportivo.
—Me alegra, señor. Ideé todo el viaje con el propósito de sonsacarle algo.
—No farolees, Pembrook.
—Pero, señor…
—No hay cosa más fácil que te cuenten cosas así los mamones de Greenside. Nos habríamos enterado igual, si hubiésemos preguntado. Es lo que acabo de hacer esta mañana, después de visitar a los Jarvis.
—¿Pero qué ha ocurrido en casa de los Jarvis, señor?
—Muchas cosas.
—¿Lo tenemos todo atado?
—Casi.
—¿Ya sabe quién es la chica misteriosa?
Kramer desvió la mirada hacia el retrovisor, para captar el cambio de expresión en el rostro de Zondi.
—No es ninguna chica —dijo—. Estate ahora calladito hasta que salgamos del atasco.
NO MUY LEJOS DE ALLÍ, pero al otro lado del valle, tres sepultureros zulúes estaban acuclillados junto a un seto, compartiendo un cigarrillo; no uno de esos liados con papel de periódico, los que fuman los peones, sino un auténtico Peter Stuyvesant, que ni siquiera tuvieron que encender. Uno de los chollos del cargo era pillar el buen tabaco que dejaban los que llegaban con retraso a los entierros, sin tiempo de terminarse el cigarrillo.
Con cada calada emitían suspiros de profunda satisfacción, mientras comentaban lenta y pausadamente, casi en susurros, si cavar la fosa de un niño podía suponer menos trabajo o no. Uno, que había ido a la escuela, afirmaba que, obviamente, tenía que ser más fácil pues había menos tierra que remover. Pero el capataz consideraba que cuanto más angosto fuera el espacio más difícil sería deshacer la capa de arcilla. El tercero buscó un punto de compromiso, diciéndole a sus colegas que, al final, sería menos la tierra que habría que echar en el agujero, lo que fue aceptado por los otros, y los tres se propusieron acabar el trabajo para las doce, y así podrían almorzar pronto. El sol inmisericorde los iba adormilando. Guardaron unos pocos cigarrillos para la tarde, y se pusieron a dormitar apoyados en las palas, firmemente sostenidas entre los muslos.
Como les habían ordenado que no se dejaran ver en ningún momento, se habían desinteresado completamente del funeral una vez concluida su incursión en la zona del aparcamiento. Así que las salvas disparadas por todo el pelotón de cadetes de último curso de la escuela, ensordecedoras y al mismo tiempo mal sincronizadas, los pillaron completamente por sorpresa: los tres se precipitaron inmediatamente colina abajo, blandiendo sus palas como si fueran espadas y aullando de terror sin realmente saber por qué.
La señora Swanepoel respondió con vítores a la salva.
Lo cual dejó profundamente perplejo a todo el mundo salvo al pastor Pretorius. Acaso él sabía mejor que nadie que ella no estaba serena; pero es que, ademas, la mujer tenía un sentido muy arraigado y admirable de su herencia histórica.
Esto conmovió al pastor Pretorius más que ninguna otra cosa ese día.
PEMBROOK NO PUDO CONTENERSE. Se volvió hacia Kramer, y suplicó que dejara de martirizarlo.
—Bueno, pero que te sirva de lección —le respondió Kramer—. No olvides nunca tratar con todos aquellos que puedan estar implicados en el caso, por remota que sea la posibilidad. Ah, eso está mejor…
Habían llegado a la autovía.
—Y otra cosa, Pembrook, no olvides tampoco el error que cometió Boetie cuando intentó hacer de detective: este trabajo obliga a no hacer suposiciones basadas en prejuicios de clase, color de piel o creencia religiosa. Los prejuicios le costaron la vida al niño.
—Pero, señor…
—Quiero que esto quede claro en tu cabeza, que lo que ahora viene te va a dejar pasmado.
Zondi emitió un suspiro irónico.
—Eh, tú, el de atrás, desconecta la antena.
—Desconectada, jefe.
El Chevrolet viró hacia el carril lento y se colocó detrás de un camión maderero, que le obligó a bajar hasta 50.
—Bueno, la cosa fue así, mi querido Pembrook. Primero te dejé la nota en la oficina y luego me fui a Greenside. Mientras me acercaba por el camino privado que lleva al número 10, vi a Caroline afuera, en el jardín, cortando unas flores. Hostia, pensé, eso sí que es recuperarse pronto. Así que me paro y me acerco. Adivínalo. Era su madre.
—¡No!
—Vistas a distancia, las dos tienen esa misma silueta filiforme que no se pierde con la edad. Mismo corte de pelo… mismo color de pelo… las cejas tan depiladas que ni se ven…
—¿Edad?
—Unos 37… tuvo que desesperarse muy pronto en su caso, fuera cual fuera el sitio donde conoció a Jarvis. Pero no es ése el asunto, ¿no? Casi se cae de culo cuando me identifico y le digo que estoy investigando la muerte de Cutler. Dice: «¡Pero si fue un accidente!». «¿Y por qué está tan segura, señora?», le digo. No me da ninguna explicación, pero insiste en que estoy perdiendo el tiempo. Hubiera debido darse cuenta de que nada me detendría…
—¡No me extraña! ¿Qué hizo entonces?
—Cada cosa en su momento. En la última visita a la casa le había dicho al capitán que habíamos detenido a un ladrón chalado, que había confesado ser el autor del empujón que acabó con la vida de Andy. Y cuando le pregunto a ella por qué se aferran tanto a que fue un accidente, me contesta que no quiere que ahorquen a un inocente. No se preocupe, le digo, sabemos que no fue él. Y entonces le suelto así, con todo el aplomo del mundo: «Qué, señora Jarvis, ¿se cayó usted con Andy a la piscina, eh?».
—¡Jooooder!
Zondi soltó una exclamación sofocada.
—Y va entonces y se puso a reír como una loca, pero bajito, no te creas, y me pregunta que cómo lo sé. Hubiera sido el momento de salir pitando, pero esperé. Me pregunta entonces qué va a pasar ahora. Y yo le digo que… nada. Si ella lo dice, pues será un accidente. De nada serviría aportar pruebas que no cambiarían la sentencia. Que por eso estaba yo allí. Si vierais qué alivio para ella, algo increíble. El capitán la había amenazado con cargársela si se filtraba algo a la prensa.
—Pero espere un momento, teniente; si las dos muertes están relacionadas, ¿qué pensaba ella que estaba haciendo? —dijo Pembrook.
—Tenía remordimientos por un negro chalado al que pensaba que iban a colgar.
—¿Y desde cuándo el sentimiento de culpa es superior al instinto de supervivencia? Le convenía más quedarse al margen. Pues todo esto la implica en lo otro…
—Sólo si ella lo ha relacionado. Piénsalo un poco.
Pembrook giró la cabeza hacia Zondi. Sólo vio el borde superior de su sombrero de paja, que le tapaba los ojos.
—Sea justo, señor —rogó Pembrook—. Tuvo que hacerle otras preguntas…
—Bueno, sí, lo olvidaba. Cuando ya volvía hacia el coche, repitiéndole que no se preocupase, le digo: ¿Usa usted carmín de ese que está tan de moda cuando una quiere sentirse más joven? Y me contesta: «¿Qué mujer no lo hace?». Lo quieres más claro ¿o qué?
El camión, con su cargamento de troncos e indolentes leñadores, uno de lo cuales estaba tocando la harmónica, aminoró la marcha aún más en cuanto el terreno empezó a hacerse escarpado. Contento al ver que alguien les seguía, el músico se puso a alardear. Kramer lo encontró divertido los primeros tres compases, pero enseguida lo adelantó dejándolo un par de kilómetros atrás.
—No vaya tan rápido, teniente, quiero saber en qué punto estamos o luego no sabré desenvolverme.
—Te lo voy contando, pero tómatelo con calma. Todo esto, en gran medida, son elucubraciones, pero no tardaremos en confirmar los hechos… eso sí puedo prometértelo.
—Empecemos con el tipo, Andy… Andy «El Cachondi», según las chicas, pero que no se comía ni una rosca. Añadámosle a nuestra querida Sylvia que, como la ha descrito tu colega aquí presente, parece cojear del mismo pie. ¿Qué tenemos, pues? A un par de salidos, no hace falta mucha imaginación. ¿Me seguís?
—Seguro que el capitán…
—Qué nos dice Jackson, el cocinero zulú. Nos dice que dormían en habitaciones separadas. Caroline solía escabullirse después de las diez, con lo cual podemos imaginar a qué hora el tipo se metía en la piltra. Y a partir de esa hora, barra libre para el amor, ¿estamos? Y una noche están ahí, al lado de la piscina, probablemente llevan más de una hora dándole, se aburren, y quieren probar alguna novedad. Una amiga mía psicóloga diría incluso que Sylvia tendría ganas de una «inversión de papeles», después de dieciocho años de matrimonio con ese cretino. Como sea, la cosa está en que allí la tenemos, sentada encima de Andy, junto al borde de la piscina…
—¿Por qué?
Kramer se encogió de hombros.
—Quizá para ponerle una pizca de morbo a la cosa. ¿Jugando a empujoncitos? O quizá se fueron desplazando sin darse cuenta. Como sea, la cosa es que llegan al orgasmo y caen rodando a la piscina. Andy no se lo esperaba, el agua se le mete por la nariz y la boca, sofocándole el nervio vago y se muere. Y ahora no me vengáis con lo de la adrenalina porque, sabiendo de lo que estamos hablando, sabréis también lo pronto que te entra la soñarrera. Además, para mí, esto está comprobado científicamente.
—En Estados Unidos, seguro.
—Ajá. ¿Os imagináis lo que debió suponer para ella? El muchacho muerto en el acto. Por eso ni siquiera intentó sacarlo: estaba tan claro que sólo pudo pensar en salir corriendo en busca de ayuda. No me dijo que el capitán igual la mataba sino que la iba a matar seguro si la cosa se destapaba. Así que debió ir a buscarle, o sufrió un ataque de histeria o algo por el estilo, pero lo cierto es que él estaba al tanto de la situación. El capitán lo tapó, pero no por ella como podéis imaginar…
—Ya: el buen nombre de la familia. Recordad que al poco se emborrachó y que le quitaron el carnet justo después.
—Aprendes rápido. Y ahora dime, ¿cuándo entra en escena Boetie?
Siguió una pequeña pausa, el tiempo de preparación que necesitaba Pembrook para afrontar la prueba. Se había puesto a sudar de repente.
—Si damos por bueno lo que acaba usted de decir, señor, Boetie entra en acción cuando, agazapado detrás de la pista de tenis, espía lo que ocurre entre un hombre y una mujer tumbados en el patio. Su error de identificación nos permite deducir que sólo pudo ver unos bultos poco claros, si el pelo era corto o largo, cosas así. Y de pronto este hombre y esta mujer…
—¿Tienen un espasmo?
—Sí, y ese espasmo les hace caer a la piscina. Boetie ve que la mujer remonta a la superficie y sale huyendo.
—O también pudo sumergirse un par de veces en la piscina, aunque Boetie pensaría que tal vez estaba rematando la faena.
—Eso es, señor.
—Muy bien. Continúa.
—Boetie espera a que…
—Un momento, lamento interrumpirte un segundo pero acabo de darme cuenta de que todo viene de la idea ésa de que «rodaron». Según Jarvis, así lo había descrito Strydom; curioso, porque Strydom nunca… Bueno, no tiene importancia, venga, adelante.
—Naturalmente, Boetie espera todavía un momento, tal vez a que ella vuelva. Para cuando llega al patio, está seguro de que el hombre ha muerto. Busca alrededor alguna prenda que permita identificar a la mujer… y todo lo que puede encontrar es un cigarrillo.
—Un cigarrillo apagado en uno de los ceniceros de concha de ostra.
—¿Eh? Sí, lo coge y vuelve a toda velocidad a su casa, preguntándose si tiene que informar a la policía. Como dijo alguien: cree que lo resolverán. Pero llega el lunes, y tras la decisión del tribunal se da cuenta de que se ha cometido un error: más que eso, comprende que alguien está mintiendo, lo que significa que alguien oculta algo muy feo.
—¿Qué pruebas tiene? —preguntó Kramer.
—Hay una cosa de la que él esta completamente seguro, y es que había alguien sobre Andy cuando se cayó a la piscina.
—Presta atención ahora e intenta ponerte en la piel de Boetie… teniendo en cuenta todo lo que sabemos de él.
Pembrook, irritado por tan frecuentes interrupciones, se mordió la lengua e intentó ser cortés.
—La mentira, para Boetie, es sinónimo del «mal». Vuelve a examinar la situación. Su confianza en la policía le lleva a dudar de todo lo que ha sucedido ante sus ojos… quizás haya otra explicación. Piensa que tal vez pueda tratarse de un acto vergonzoso y de ahí el silencio, pero nunca ha oído que pudiera hacerse de esa forma. Como buen detective, investiga y se lo pregunta al pastor.
—¡De primera!
—Bastaba cotejar las fechas, teniente —dijo Pembrook muy alentado—. El pastor le quita la venda de los ojos y «le pone los puntos sobre las íes». Todos sabemos lo que eso quiere decir. Boetie termina convencido de que lo que ha presenciado no es sino un combate a muerte; y de que es muy listo, también. Pero aún le queda una duda. Si acude a la policía con el único respaldo de su propia historia, podría verse metido en problemas. Allanamiento de morada, él sabe muy bien de qué va eso…
—Yo más bien creo que lo hizo para que los Leopardos de la Medianoche se llevasen una palmada en la espalda.
—O él sólo…
—Probable. Menos mal que no hemos metido en esto a la revista… Cuanto más lo pienso, menos culpa creo que tiene. ¿Y después?
—Boetie deja a Hester, se lía con Sally e intenta identificar a la mujer. El carmín del cigarrillo convierte a Caroline en la sospechosa número uno. Sabe, teniente, creo que esa colilla debía estar aún encendida o algo así, sino no se habría emperrado tanto en eso.
—Con Boetie puedes apostarte lo que quieras. No daba puntada sin hilo, el chaval…
—Lo que vino después, teniente, lo deja claro, o eso me parece a mí. Sabemos que no había nada entre Caroline y Andy, y se encuentra con problemas cuando intenta relacionarlos. Pero sigue dándole vueltas durante todo un mes antes de decidirse a echar el resto y ver cómo reacciona ella.
Con un gesto, Kramer le indicó que se hiciese cargo del volante mientras él encendía un Lucky Strike. La salida para el Country Club estaba justo detrás de la siguiente loma.
—Sin duda, Pembrook, nuestra amiguita Sally insinuó algo sobre la moral de Andy.
—Admito que eso debió de animarle a seguir por esa vía, teniente, pero… carajo, no consigo pasar de ahí. Lo siento, señor.
—¿Por qué?
—Porque no entiendo cómo Boetie no se percató de lo mismo que usted: la similitud entre madre e hija.
—Tal vez sí se dio cuenta.
—¿Cómo? ¿Y no se olió nada?
—Era impensable. ¿Y si fuera impensable para él?
—¿Señor?
Kramer agarró el volante y el Chevrolet rechinó sobre el asfalto hasta pararse en el arcén de grava.
—¿Pero qué coño acabo de decirte? ¡Te he dicho que tuvieras muy presente cómo era Boetie! ¿Te han educado en la Iglesia Luterana Reformada Holandesa?
Con suma discreción, Zondi abrió la puerta y salió del coche, para hacer sus necesidades detrás de una caseta que había plantado entre la vegetación una cuadrilla de peones.
—Muchas gracias, jefe —exclamó una vez de vuelta, habiendo calculado al segundo cuánto había durado su ausencia.
Kramer condujo un trecho en silencio, antes de volverse hacia Pembrook, hablándole en un tono más amable:
—Parece que me toca a mí explicarlo todo punto por punto. Tienes el testimonio del pastor, según el cual Boetie asistía a misa todos los domingos e, incluso, prestaba atención a sus sermones. Tienes la prueba de que sus padres son gente buena y virtuosa, que mantiene el hogar a salvo de toda influencia nefasta. Y tienes la Trekkersburg Gazette de anteayer.
—¿Cómo, teniente?
—Tienes que aprender a leer, amigo. Si supieras leer te habrías enterado de las nuevas recomendaciones que el Sínodo le ha formulado al Gobierno; hay una lista, pero basta con estas dos: uno, pide la prohibición de los suplementos dominicales… sabes perfectamente por qué, las paginas de atrás con todas esas actrices despampanantes… Y, dos, pide que la ley persiga a todos aquellos que viven en el pecado. Y hablo sólo de esta semana, pero el pastor ha debido estar inculcando estos principios a su parroquia durante años. Años. Seguro que desde que Boetie aprendió a caminar solito. Y todo a base de oscuras alusiones, ¿me sigues?, cosas que sólo los adultos pueden entender. Así pues, ¿qué podía saber de la vida? Sólo esto: que no debes hacer nada con una chica hasta que no te hayas casado con ella y el Señor haya bendecido el matrimonio.
—Una buena visión del mundo para las generaciones que vienen subiendo, supongo…
—Boetie era muy afortunado. Pero en circunstancias excepcionales, como éstas, le costó la vida.
El Chevrolet se desvió de la carretera principal, rozó la valla que delimitaba la cerca del ganado, metiéndose entre las acacias y espantando a unas cuantas gallinas de Guinea entre las hierbas. Un Mercedes que se acercaba en la otra dirección lo dejó pasar y, a continuación, un Peugeot repitió la maniobra.
—Joder —exclamó Pembrook—, aun así no consigo creerlo. Alguna vez Boetie tuvo que oír que también las mujeres casadas tienen amantes.
—¿Pero veía él de esa manera a la señora Jarvis? Ese es el nudo del problema. ¿A quién representa la estatua que hay enfrente del Monumento al Pionero? A una madre. Los libros de texto que leen los niños en primaria rebosan de madres heroicas. Y cuando eres niño, ¿cuál es la única mujer de la que nunca sospecharías nada malo?
—¿De tu propia madre?
—¿Y quién era la señora Jarvis?
—La madre de Sally —respondió Pembrook, muy poco satisfecho de sí mismo.
—Es decir, era impensable —dijo con una risita sofocada, antes de detener el vehículo.
Había aparcado cerca del tercer y último hoyo del recorrido oficial del campo de mini-golf. Exactamente al otro lado estaban los árboles donde había aparecido el cuerpo de Boetie. A la izquierda, una hilera de abetos cegaba la visión del resto del recorrido.
—Quizá yo lo tenga delante de las narices, teniente —dijo Pembrook—, pero ¿sabe usted algo más?
—Se puede adivinar: ha pasado un mes, no hay cadáver alguno que pueda desmentir las declaraciones de Strydom, y Caroline que sigue aguantando el tipo… Como ya hemos dicho, la desafía… y termina en el despacho de Jarvis. Jarvis le lee la cartilla, le manda a paseo y le advierte de que no vuelva a poner los pies en esa casa. Ojo, Jarvis no sabe en ese momento qué le ha dicho Boetie a su hija.
»Bien, en ese momento entiendo que Boetie está hasta las narices. Los niños pueden jugar muy sucio cuando se abusa de ellos, y además a Jarvis debió de notarle su actitud paternalista hacia los afrikaners. Por otra parte, Boetie debió considerar que su investigación privada había concluido: o nos pasaba el pastel a nosotros o abandonaba la partida. ¿No es lógico pensar que se lo soltó todo a Jarvis? Es decir, le dijo lo que había visto hacer a su hija. Y seguro que también le habló de los Leopardos de la Medianoche. Y le amenazó con contarlo todo en comisaría.
Pembrook, evidentemente dolido por disentir una vez más, pasó el dedo por el polvo del salpicadero.
—De haber sido así, teniente, Jarvis hubiera hecho mucho más que leerle la cartilla.
—Correcto.
Esta vez, la excusa de Zondi para ausentarse del vehículo fue ver de cerca a una mariposa que revoloteaba sobre una distante y espigada azucena. Partió en pos de la mariposa.
—Debes aprender a apostar a dos caballos al mismo tiempo, Pembrook —dijo Kramer, con sorprendente suavidad—. Jarvis supo que Boetie se equivocaba de mujer, pero que en lo fundamental el relato era correcto. A la policía de verdad no iba a costarle mucho deshacer el enredo.
—Pero entonces, teniente, ¿por qué le dejó marcharse?
—Porque cerrarle de una vez para siempre la boca, en ese preciso momento, ahí mismo, podría levantar muchas sospechas. Este tipo fue jefe de policía, como te dijo el del coche deportivo. Por mucho que fueran de pacotilla las fuerzas a su cargo, sabe cómo funciona la mente de un detective: dos accidentes mortales casi simultáneos, es algo que… en fin…
—Pero los accidentes ocurren…
—Hasta en las mejores familias, en efecto —replicó Kramer, siguiendo en inglés—. También sabría que una investigación por violación y asesinato de niños discurre por cauces totalmente diferentes…
—No entiendo por qué Boetie no vino a decírnoslo entonces, ni cómo el capitán pudo tenerlo callado entre tanto.
—Me dio una idea lo que dijiste de que Sally había oído algo durante la conversación en el despacho. Eso de que Jarvis ayudaría a Boetie a encontrar a otra chica. ¿No lo ves todavía? Probablemente, Jarvis sacó una foto suya antigua, con su uniforme de policía, y se ofreció a echarle una mano. Puede que hasta incluso le dijese que también él había estado investigado, discretamente, por su cuenta. No debió ser difícil convencer a Boetie de que estaba equivocándose de pista. Y así pudo engatusarlo con una cita secreta en el bosque… jugando con el sentido del melodrama tan propio de un chaval de doce años, y sobre todo de este chaval.
Kramer salió del coche y con una señal le indicó a Zondi que volviera.
—Sé lo que vas a decir ahora, Pembrook. Vas a decir que era una locura hacerlo aquí en el Country Club, sobre todo disponiendo de tantos lugares en la selva.
Caminaron hacia la entrada del Club. El secretario, Pipson, abandonó la charla con uno de los socios y se metió sigilosamente dentro. Poco faltó para que se llevase consigo el felpudo con la inscripción: BIENVENIDOS.
—Creo que ya tengo la respuesta —dijo Pembrook bruscamente—. Le habían quitado el carnet de conducir. No podía ir a ninguna parte, a menos de que condujese el chofer negro.
—O su esposa. Pero ella no debía sospechar nada, y él no podía exponerse a que le viesen conduciendo… o a sufrir un accidente, al regresar de su fechoría. Esta era la solución más sencilla y la más inteligente. Sólo queda una cosa por determinar.
—¿Teniente?
—Si era factible hacerlo.
LA VISTA QUEDABA APLAZADA a petición del coronel, que se precipitó hacia la oficina de radio para llamar a Kramer. Tras varias tentativas frustradas de comunicar con él por teléfono en su despacho de la brigada criminal, su única esperanza era el coche.
—Lo siento, coronel, no hay respuesta —le informó el operador jefe.
—Quiero que se repita una llamada con él cada cinco minutos. ¿Entendido?
—Sí, coronel.
—Que sea cada dos minutos.
—A la orden, coronel.
—Dígale que he recibido informaciones relativas a la conversación que mantuvimos esta mañana a las ocho.
El operador tomó nota de todo.
—Espere a que pille a esos tarugos del Departamento de la Brigada de Robos —dijo el coronel, a propósito de no se sabía qué.
O, al menos, eso es lo que pensó el operador.
PEMBROOK MANTUVO OCUPADO al secretario del Club a base de preguntas desconcertantes —la orden era preguntar cualquier tontería que se le pasase por la cabeza— mientras Zondi localizaba al caddy africano que había llevado los palos del capitán el día que murió Boetie.
No fue difícil, pues era de todos conocido que el capitán tenía una funda al viejo estilo, de cuero resistente. Desde la terraza, Kramer los vio charlar frente a la caseta donde se guardaban los palos de golf. La vista de Trekkersburg desde allí era realmente sublime, y la atmósfera tan nítida que podía apreciarse el mosaico de blancas lápidas en la colina de enfrente. Se preguntaba si ya habría concluido el funeral, y si no habría debido mandar a alguien para ver si había algún comportamiento singular. Sólo tenía teorías, de momento.
El caddy llegó a su altura, arrastrando los pies detrás de Zondi.
—Dice que Jarvis estuvo aquí a media tarde y que hizo todo el recorrido —dijo Zondi.
—¿Jugó bien?
La pregunta fue traducida, pero más bien para la galería.
—No muy bien, jefe. Según el chico puede hacerlo mucho mejor. Cuando juega él solo es para practicar. No hay mucha gente los lunes.
—¿A qué hora terminó?
—Media cinco —contestó el caddy en inglés.
—A las cinco y media —apuntó Zondi.
—¿Fue a dejar los palos en la caseta o volvió a casa?
Siguió una larga conversación en un zulú susurrado, variante dialectal que Kramer nunca había conseguido dominar.
—No, estaba muy enfadado consigo mismo por haberlo hecho tan mal. Siguió jugando, pero en el recorrido pequeño de aquí.
—Mii-mii-miinigolf —concretó el caddy.
—¿Fuiste tú el que le llevó los palos? —preguntó Kramer.
—No señó. Jefe meningi mucho enfado. No propina.
—¡Aja!
El caddy murmuró algo y se rió.
—Dice que Jarvis nunca quiere que le lleven la funda de los palos a la caseta porque entonces todo el mundo se daría cuenta de que no deja propinas. Siempre los lleva él mismo.
—¡Mira, Zondi, no es momento de chistes! ¿Le vio él jugando en el mini golf?
Más risas.
—Al parecer, teniente, se las tuvo con el mandamás del club antes de empezar.
—¿El secretario?
Fue un alivio ahorrarse la comedia y obtener un lacónico asentimiento de cabeza.
—¡No propina! —dijo Kramer, y se alejó a paso vivo.
Pembrook se levantó de la silla de enea en la galería y alargó un generoso vaso de cerveza.
—Para usted, teniente.
—A la salud del Club —observó el secretario.
—¿Señor Pipson? Sí, nos vimos la otra noche. Sólo unas preguntas, por favor.
El hombrecillo de rasgos crispados suspiró en voz baja.
—Entiendo que el pasado lunes por la tarde jugó usted una partida de mini golf.
—Santo Dios —replicó Pipson— estoy empezando a sospechar que…
—Dígame si jugó o no —interrumpió Kramer, golpeando con el puño sobre la mesa. Su pie le hacía sufrir una barbaridad.
—Yo… ejem, bueno, siempre lo hago al atardecer, sólo un par de hoyos con un palo del 9, antes de las colas que se forman en el bar… al Comité no le importa. Sí, jugué el lunes.
—¿Había alguien más en el campo?
—Es difícil asegurarlo, quiero decir…
—¿Tuvo una disputa con alguien?
—En absoluto… Nuestros socios son… ¿Se refiere a las palabras que tuve con alguien en el primer hoyo?
—¿Con quién?
—Con el capitán Jarvis.
—¿Quién es?
—Uno de esos peces gordos militares retirados. Un tipo bastante estirado, pero un buen fichaje si uno necesita a alguien para una partidas a cuatro bandas. Viene a menudo, tiene acciones… dos hijas maravillosas… y una estupenda mujer.
—¿Por qué tuvo «unas palabras»? Sólo es curiosidad.
—Una tontería, la verdad. Estaba colocando mi «tee» cuando apareció e insistió en que le dejase jugar a él. Pero yo tenía que volver al bar, ¿entiende? Lo zanjamos enseguida.
—¿Y supongo que usted le cedió el lugar?
—Qué remedio, ¿verdad?
—¿Alguien más en el campo?
—Sólo el capitán. Tuve que esperar a que hiciese el primer hoyo, claro. Y después el segundo. Muy irritante, la verdad. La alternativa obvia era jugar de a dos, pero no me tocaba a mí sugerírselo.
—Entonces ¿le siguió usted hasta el final? —preguntó Kramer en un tono neutro, y añadió con sonrisa cómplice—: ¿pudo jugar bien con el enfado? ¿O estuvo torpe?
—Estuvo bastante bien en los dos primeros. Como ya digo, él…
—¿Y qué tal el tercero?
—No ha jugado nunca aquí por lo que veo, señor Kramer.
—No, no he tenido el gusto.
—El tercer hoyo está en la parte alta del terraplén, y atraviesa el cortavientos de abetos. No se ve ni torta desde el segundo hoyo. Yo llegué justo cuando él ya salía del «green». Di una voz invitándole a un trago —ya sabe lo importante que es mantener las buenas relaciones con los socios—, pero él me hizo un gesto con la mano y subió la escalera que lleva al aparcamiento.
—Y cuando uno está frente al cortavientos, ¿tiene a la izquierda el bosque de acacias?
—Está tocándolo, de hecho.
—¿Así que la última imagen que tuvo del capitán Jarvis desde el segundo hoyo fue caminando hacia arriba a través de los abetos?
—No, por Dios, no; estaba arrastrando esa ridícula funda que utiliza para los palos, de manera que utilizó la misma senda que usan las señoronas… ¡Militares: miren a otro lado! ¿A dónde quiere ir a parar?
Kramer presionó con la punta de su dedo derecho el chaleco ajedrezado de Pipson, para que no se levantara. Pembrook se colocó detrás.
—La cosa no va con usted, señor Pipson —dijo Kramer con voz tranquilizadora—, y eso es todo cuanto necesita saber. Hábleme ahora del camino ése de las señoras…
Pembrook hizo crujir sus nudillos espectacularmente.
—No hagas eso, es espantoso.
—Perdón, señor.
—La pendiente es más suave, sabe, señor Kramer. Hay que rodear el terraplén, por así decir. Se mete uno algunos metros entre las acacias y ya se sale en lo alto de la cuesta. Es habitual pasar por ahí cuando uno va cargado.
—¿Pudo ver al capitán Jarvis cuando entró entre las acacias?
—Imposible. Está lleno de arbolitos, es como si se te tragaran.
—Pero volvió a verle en el último «green», después de que hubiese rodeado tomando ese camino. ¿Cuánto tiempo pasó entre medias?
—Déjeme ver… tres, cuatro minutos, diría yo. El segundo es el hoyo más rápido y yo lo hice en dos golpes. Me doy un cuarto de hora para hacer todo el circuito.
—Y si es el hoyo más rápido, ¿no le llamó la atención ver que el capitán ya había terminado? Su hoyo hubiese debido llevarle más tiempo, con lo cual usted habría tenido que esperar, como en los dos anteriores…
—No, no me sorprendió. Mi «handicap» es muy bajo y él pudo tener la suerte de un golpe hasta cerca de la bandera: hoyos de un golpe son bastante habituales, por lo demás.
—Muy bien, volvamos al factor tiempo. El capitán Jarvis permaneció invisible durante al menos cuatro minutos, ¿correcto?
—Tal vez cinco.
—¿Por qué?
—Bueno, es el tiempo que yo tardé en atravesar los abetos. Aunque supongo que hubiese tardado más por el otro camino. Pongamos cuatro.
—¿Tiene un palo del 9 a mano, señor Pipson?
—Bue… Sí.
—Bien, me gustaría que me mostrase cómo hace el segundo hoyo en dos golpes. Puede intentarlo tantas veces como le plazca.
A LA CENTRALITA estaban llegando quejas de todos los coches patrulla y de todos los furgones en quince kilómetros a la redonda.
—Lo siento, mayor —se disculpaba el operador—. Son órdenes del coronel Muller. La llamada tiene que salir cada dos minutos. Enviaré la ambulancia inmediatamente.
Giró la silla y se dirigió a su subordinado.
—Dawie, te toca, yo estoy hasta el gorro de esta historia. Voy a mear.
—¿Cuál es el mensaje del coronel, señor?
—¡No te servirá eso para escabullirte! Si te ves muy apurado llama a cualquiera, se lo conocen todos de memoria. O ponte en contacto con el mayor Dorrel si prefieres oírlo en estereofonía. Ahora vuelvo.
Menudo tipo el operador jefe. Estuvo fuera hasta mucho después de que el mayor Dorrell convirtiera aquello en una afrenta personal.
LA LESIÓN DE SU PIE le daba a Kramer un derecho incuestionable para cargarle a Pembrook la responsabilidad de hacer todo el recorrido bajo el tórrido sol de mediodía. Zondi quedó eliminado de entrada por su poca zancada. Pero el que realmente sufrió fue el secretario, que siempre —confesó— jugaba espantosamente con el estómago vacío.
No obstante, pudo demostrarse al final que el secretario empleaba cinco minutos en completar el segundo hoyo bajo par, y en llegar a los árboles hasta el tercer hoyo. Y Pembrook comprobó que también eran precisos cinco minutos para alcanzar el calvero, aguardar allí dos minutos, y después llegar hasta el último «green». Sólo necesitó cuatro minutos en una ocasión, pero no servía porque fue demasiado ligero pues no tuvo en cuenta el factor peso. Muy sorprendente todo, puesto que las distancias en sí parecían considerables, hasta que Kramer recordó lo que eran cinco minutos para alcanzar una máquina expendedora de cigarrillos en una noche lluviosa.
—¿Y bien, teniente? ¿Sabemos ahora algo más? ¿Adelantamos?
—Un poco de educación, Pembrook. Muchas gracias por su colaboración, señor Pipson.
—¿Puedo irme ya?
—Es usted un hombre libre en un país libre.
El secretario quiso mostrarle a Kramer que había captado la ironía. Se estrecharon las manos con la mayor amabilidad.
—Ah, una cosa señor Pipson, le ruego que se guarde para usted esta pequeña demostración. No creo que al capitán Jarvis le gustase oír hablar de ello.
—¡No tenía intención de telefonearle ahora mismo, si es eso lo que quiere decir!
—No me refería a eso; quiero decir, la próxima vez que venga por aquí. Podría causar problemas inútiles.
Aliviado, el rostro del secretario se iluminó.
—Entiendo —exclamó—. Me alegra que sea así. El club ya ha sufrido bastante con esto. Debe venir por aquí alguna vez a echar una partida, teniente, pero de las de verdad. Saludos.
Pembrook sonrió al verlo trotar camino abajo, como impulsado por un resorte.
—Juego limpio, teniente —dijo.
—Fui sincero —replicó Kramer en tono pesaroso—. Jarvis está descartado.
—¡Jo, no! ¿Por qué? Estuvo aquí por la mañana.
Zondi se acercó al grupo.
—¿Pensabas que Jarvis usó al secretario para que le diera una coartada? —preguntó Kramer—. Yo sí. Al principio. Pero el problema es que no tuvo tiempo material para ejecutar toda la faena y volver a aparecer después. A no ser que supiera, al segundo, milimétricamente, cuánto tiempo le iba llevar matar a Boetie, mutilarlo y colocarlo en el sitio exacto para que pareciera un ritual. El que lo hizo quería que su trabajo fuera perfecto… no podía exponerse a una chapuza. ¿Estrangular, seccionar con la hoz y luego encajarlo en el árbol? Nunca lo habría intentando si no lo hubiese probado antes.
—¿Practicando, señor?
—No. Un ensayo. Un ensayo en toda regla. Y si así fuera, tendríamos ahora dos cuerpos No uno solo.