LAS COSAS LE ESTABAN SALIENDO a pedir de boca a Pembrook. Casi no había terminado de enviar la declaración a Trekkersburg, por télex, y ya estaba de regreso instalado en el asiento de un deportivo flamante y veloz.
Y todo gracias a la vieja señora Trubshaw, por supuesto: toda una dama a pesar de sus rarezas y caprichos; justificaba enteramente el apelativo de «Desfacedora de entuertos, por lo menos». Había empezado preparando su entrevista con Sally. Y lo había hecho con tanto tacto que la pavita se fue de la lengua con total confianza; después dispuso un cubierto extra para la cena, consciente de que esas cosas llevan su tiempo; tras escuchar una relación minuciosa de cómo había discurrido el vuelo, terminó por conseguir que el hijo de los vecinos se prestase a acompañar a Pembrook esa misma noche.
El tiparraco, llamado Pete Talbot, accedió tan gustoso que a Pembrook le entró una especie de flojera, por miedo a que, más que un favor, le estuvieran dando una lección de no se sabe qué… Y llevaba razón: Pete, estudiante de ingeniería en la Universidad de Durban, había accedido a ese viaje en mitad de la semana sólo para completar el rodaje del vehículo, y una vez completado, ya en el trayecto de vuelta, se pondría a darle a base de bien al acelerador. Pero Kramer ya debía andar hecho una fiera, con lo que no había más que hablar.
—¡Fan-ás-ico! —exclamó Pete, a quien el viento robaba las «tes», mientras el coche volvía a esquivar por los pelos el bordillo de otra curva cerrada.
—Cui-ao ¡ta llo-iendo! —aulló Pembrook.
El coche aminoró la velocidad y se detuvo para que Pete exhibiese sus habilidades, pues en un minuto dejó colocada la capota.
—Suave ¿eh? —dijo Pete mientras el coche arrancaba.
—Sí, lástima de lluvia… Ya empezaba a gustarme.
—¿Le gustaba? ¡Estupendo! ¡Fenómeno!
—¿Te has comprado tú el coche?
—No. Mis padres.
Para ganar esa pasta Pembrook necesitaba dos años de trabajo… o su padre, seis años de pensión. Hay gente que…
—Tendré que ponerle una radio —dijo Pete—, ayuda a no dormirse en las rectas. ¿Qué hacía usted en casa de los Trubshaw? ¿Por fin Sally se ha decidido a cometer alguna gamberrada?
—¿La conoces?
—Claro. Estuve colgado de su hermana mayor hace una temporada.
—¿Y ella?
—¿Ella qué?
—¿Se colgó también?
—Nunca logré saberlo. Su padre es un auténtico cabronazo. La conocí en casa de su abuela durante unas vacaciones, justo antes de que empezase el curso. En cuanto volví a Durban, empecé a ir a verla en mi viejo armatoste. ¡La leche!
—¿Cigarrillo? ¿Te lo enciendo?
—Gracias. En fin, para no alargar la historia, acabé mandándolo todo al carajo la segunda vez que el padre me vio volver con ella demasiado tarde. Yo esperaba una reprimenda, no que me echase encima el código penal. Y además ¿quién se cree que es ese cabrón?
—Ten.
—Texan, los del anuncio… ¡eh!, no será él, ¿verdad?
—¿Quién?
—El que tiene problemas con ustedes… El capitán Jarvis.
—¡Por Dios, no! La información de la familia nos está ayudando en un caso.
—Qué pena.
—¿Por qué?
Hay que ver la de cosas que puede pillar uno aparte de constipados…
—Tendrían que bajarle un poco los humos a este tío. No es lo que parece, ya lo creo que no… Tendría que oír lo que le cuenta a mi vieja la suegra del tipo, la vieja Trubshaw. Para empezar, los galones se los dieron sólo en principio mientras duraba la guerra. No tengo nada en contra de los que empiezan como soldado raso y, poco a poco, van ascendiendo hasta capitán, mayor o coronel; es lo mismo que llamarse uno mismo «doctor», después de mucho bregar. Pero Jarvis no era más que un simple capataz en una plantación de caucho en Malasia, hasta que llegaron los nipones. Entonces el de turno le puso al frente de unos cuantos soldados y allí empezó la cosa.
—¿Lo capturaron los japoneses?
—Prisionero de guerra un año… después, se escapó.
—Pensaba que eso era imposible.
—No es usted el único, amigo mío; la vieja Trubshaw siempre evita esa parte de la película. Mi padre, que sí fue soldado de los de verdad, dice que hay cosas que no huelen bien.
—¿Por ejemplo?
—Colaboración, con el enemigo, ¿entiende? No me sorprendería, después de las putadas que me ha hecho.
Pembrook sonrió.
—El tipo podría denunciarte por calumnias, amigo. Pero ¿qué le sucedió después de la guerra?
—Lo mismo que a todos los de su generación; dar tumbos por todas las esquinas del Imperio en decadencia; quejándose de la ingratitud de los negros y de lo mucho que se olvidan de poner hielo al brandy. Algún tiempo como inspector de distrito en Kenia, después jefe de policía en otro lugar. No me acuerdo de todo. Pero si sé que en un momento dado le tocó la lotería… una pariente se le murió en Inglaterra, y heredó unos cuantos cientos de miles de libras… Y aquí que se volvió el tipo, a terminar plácidamente sus días haciéndose servir brandys como a él le gustan.
—¿Pero por qué no volvió a Inglaterra? Me han dicho que su casa…
—¿Y los criados? ¿Y el fisco? No, no… no sería capaz de reconocer a un inglés, se lo aseguro… Yo he estado allí.
—¿Y qué pintan los…? Quiero decir: ¿cómo es que a los Trubshaw les dio por ahí?
—Sylvia se casó con él porque era el único hombre blanco al que poder tirarse en sesenta kilómetros a la redonda; eso dice mi viejo. Según cuenta, la Trubshaw llegó a buscar a un hechicero para impedir la boda.
—¿De veras?
—No. Claro que no. Pero seguro que más de una noche se la pasó de rodillas, implorando para disuadirla. Pero la Sylvia ésa también tiene lo suyo… Bueno, otra insinuación apestosa de mi viejo, pero él está pasado de vueltas. En fin, ella es mucho más joven que el capitán, por supuesto, y está bastante buena. Un día, he de reconocer que me hizo ojitos…
—O sea que ella le pone a él los…
—¡Dios mío, qué va! Sylvia le tiene pavor, pregunte por ahí; si a veces en una fiesta se relaja un poco, ¡hala!… al calabozo, cuarenta días a pan y agua, y ni una caricia.
—Te estás quedando conmigo —contestó Pembrook—. Según lo que sé, no lo habrán hecho ni un par de veces.
—No anda desencaminado —replicó Pete.
Después, Pete propuso que hicieran un descanso y se tomaran un par de cervezas en Vryheid. Pembrook calculó que aún llegaría a la oficina antes de medianoche, y dijo que invitaba él.
ESA NOCHE, LISBET NO ESPERÓ a Kramer para cenar; dejó los platos en el fregadero, para la chica de la limpieza. Cuando abrió la puerta, llevaba rulos en su pelo y un potingue oscuro en la cara.
—Sabona umfazi, ¿epi lo missus? —chapurréo Kramer en su mejor zulú.
Lisbet rió de mala gana.
—Muy gracioso. Llegas tarde.
—No dije que vendría. ¿Has dejado algo de ese vino peleón?
Caminó decidido hasta el salón y abrió el mueble-bar.
—¿Un trago?
—No, gracias.
—¿Qué demonios te pasa?
—Coño, nada. Tómate lo que quieras.
—Gracias.
Algo iba mal, pero que muy mal. Lisbet se movía nerviosa por el cuarto, como un gato en el veterinario.
—¿No te importa si dejo para más tarde el beso de saludo?
Lisbet ignoró el comentario, se dejó caer en el sofá, de forma que apenas quedase espacio a derecha e izquierda; luego cruzó las piernas, y a Kramer no le quedó más remedio que ir a buscar un taburete para poder sentarse ceca de ella.
—¿Dónde has estado Trompie?
—He ido a ver a la hija mayor de los Jarvis. Ahora sí que estoy metido en un buen follón.
Sucintamente, Kramer enumeró la conversación con la chica. Luego entró en detalles punto por punto.
Caroline fumaba Texan; pensaba que podía fumar porque su padre necesitaba un poco de apoyo moral dado el número de pitillos que se metía a diario. Caroline utilizaba, y sigue utilizando, el lápiz de labios Tasty Tangerine, cuyo color estaba de moda entre las adolescentes. Así que cuando Boetie intentó identificar al fumador de Texan que dejaba manchas de carmín Tasty Tangerine, ella era la candidata ideal en la familia. La madre, por ejemplo, también echaba una calada de vez en cuando, pero prefería un lápiz de labios color magenta. Además, Boetie había estado revolviendo los cajones del tocador de la chica, donde guardaba los cosméticos.
Estaba aclarado lo del calcetín olvidado en la cama —casi con toda seguridad Andy se lo quitó con los pantalones—, y sabemos que Boetie nunca pudo hablar con el capitán: Caroline estaba segura de que Boetie no pudo decir ni mu cuando recibió la orden de abandonar la casa tras la metedura de pata. Nadie podía nunca interrumpir al capitán cuando se ponía así. Cosa que el propio Jarvis había confirmado a Kramer cuando éste abandonó la casa.
Y a partir de ahí, las contradicciones empezaban a estrellarse unas contra otras en la mente: el testimonio de Caroline no cuadraba con lo que Boetie daba por cierto. Sólo cabía recurrir al otro denominador común.
Boetie había escrito: «sentóse sobre él», y básicamente había usado la misma expresión en relación con Caroline. No había duda de que para el chaval ella era el sujeto de la frase incompleta; pero se podía demostrar que no era así. Conclusión: Boetie había visto a alguien sentado sobre Andy en la piscina, pero no era Caroline.
—Entonces, ¿quién? —preguntó Lisbet, rompiendo momentáneamente la atmósfera de fría formalidad en que se habían instalado.
Kramer meneó la cabeza.
—Curiosamente —dijo—, no es eso lo que más me preocupa en este momento. Lo que me gustaría saber es cómo Boetie, que era un lince, pudo cometer semejante error. Otra cosa es que sólo hubiese podido echar una ojeada… pero es que se pasó un mes husmeando por Rosebank Road. Quizá lo mejor sería ponernos en su piel cuando ve a Caroline haciendo algo con Andy, y éste acaba ahogado. Obtiene la prueba de la presencia de ella gracias a una colilla en uno de esos ceniceros de concha de ostra. Pero entonces necesita conocer el motivo. Y se pregunta: ¿Qué estaba Caroline haciendo con él? La explicación sexual es obvia.
—Y sabemos que se pasó un mes dándole vueltas, ¿no? Caroline no tenía nada que ver con Andy —salvo ese incidente en la cama, que te comentó—, de manera que Boetie no iba a encontrar nada por ese lado. De hecho, podría haber seguido dándole vueltas mucho más tiempo, de no ser por lo que le ocurrió.
—Muy bien, Lisbet: yo soy Boetie, he estado un mes investigando, y no encuentro nada… ¿qué hago? Lo que hacemos los polis: soltarle al sospechoso lo que uno ya sabe, y ver qué pasa. Y eso es lo que hace cuando le habla de la pelea.
—Y todo lo que saca es la reacción esperable de cualquier chica decente.
—¿Y eso le confirma algo?
—No, pero tres días más tarde lo matan.
—Por supuesto, si Caroline no sabía a qué se refería él, alguien pudo captarlo… y ese alguien no dudó en tomar las medidas oportunas para que se llevase el secreto a la tumba.
—¡Pero eso lo explica todo!
—No, en absoluto —dijo Kramer, e hizo una pausa para llenar de nuevo el vaso—. En primer lugar, si no podía encontrar pruebas, ¿por qué se empeñaba tanto en pensar que se trataba de Caroline? No había bastante luz junto a la piscina.
—Creo que yo también me tomaré un coñac, después de todo. ¿Qué estabas diciendo? Ah, ya. Bueno, supongo que Boetie no tenía otra alternativa.
—¿Por qué?
—Quizá porque no veía qué otra chica podía ser.
—Muy lógico, pero ahora llegamos a la parte más demencial de su razonamiento. Dice que Caroline estaba desnuda y que estaba luchando con Andy ¿Es eso lo que hubiera pensado cualquier chico de su edad? Anda, se supone que tú eres la psicóloga; quiero una respuesta.
Lisbet le arrebató distraídamente el vaso a Kramer, sin darse cuenta de que se estaba derramando un poco sobre un cojín.
—Qué pregunta más curiosa, después de una noche como la de ayer.
—¿A qué te refieres?
—Es un hecho sabido y comprobado que un niño puede confundir el acto sexual con un acto de violencia. Algunos niños se quedan traumatizados de por vida porque creen que han visto a su padre zurrando a mamá.
—Joder, qué morbosa puedes ser.
—¡Es verdad!
—No lo pongo en duda… pero es la referencia a la noche de ayer lo que me da que pensar.
—¿Y qué pasa con lo de esta misma tarde?
Kramer clavó los ojos en Lisbet, y comprendió por primera vez que había estado bebiendo antes de que él llegara. No conseguía articular correctamente. Empezó a notar en las tripas punzadas de malos presentimientos.
—Suéltalo —dijo desafiante.
—¿Qué tal la comida con tu amante? Lo sé todo sobre ella… ya sé que has estado tomándome el pelo, hijo de puta. Había que darle un descanso a la servidora, claro…
—Mierda…
—No me preguntes quién me lo dijo porque no pienso decírtelo. A estas horas ya deberías saber que Trekkersburg es un lugar muy pequeño, y que enseguida se sabe todo. Dicen que estuviste tres buenas horas con ella.
—Voy a… ¡Todo eso es mentira!
—¿No estabas en el restaurante a la una?
—Sólo para hablarle de lo nuestro.
—Seguro.
—¿No me crees, Lisbet?
—¿Cómo no voy a creerte, Don juan? Seguro que te pusiste a hablarle de mí y de mi piel suave y delicada, y que pusiste tan celosa a la bruja que enseguida tú y ella…
—¿Pero tú quién te crees que soy?
Estaban de pie mirándose cara a cara, y a Kramer le faltaba muy poco para convertirse en su propio cliente.
—Para serte since… Mira, ¿pero has visto tus arrugas…? Un asqueroso viejo verde.
—¿Cómo tu padre?
Lisbet, mucho más baja, le estampó una bofetada en la garganta. Otro vaso se hizo añicos. Se quedó inmóvil.
—Los ojos en el espejo… —susurró.
—Estás borracha.
Entre risitas histéricas se cayó de bruces en el sofá, con la falda levantada hasta arriba.
—Mi imagen del padre. No me discutas… yo soy la psicóloga aquí. Y no me dejes sola ahora… que tu pequeña quieres cosquillitas.
—Miss Louw —dijo Kramer—, me gustaría poder ayudar, pero el incesto está castigado por la ley. Lo siento, espero que me comprenda.
LA SALA DONDE habían trasladado a Argyle Mslope apestaba con los efluvios procedentes de una cama infecta. Sorprendido por semejante laxismo, Zondi le interrogó.
—Lamento tener que informar que la enfermera jefe…— Argyle era de esas personas que evitaba hablar mal de sus superiores.
—¿Mbeta? ¿La tía ésa que habla igual que una monja blanca?
A Argyle le pareció una descripción tan exacta que no pudo reprimir una carcajada, a la que se sumó su vecino, un obrero al que le faltaba una pierna. Fue éste quien explicó a Zondi que la enfermera Mbeta estaba mucho más preocupada por el bienestar de los médicos que por el de los enfermos. En ese preciso instante debía de estar cascando unos huevos para que el médico de guardia disfrutase de su sándwich vegetariano en la salita de guardia. Y a menos de que se tratase de un caso de vida o muerte, era poco probable que el médico se asomase por ahí. La enfermera Mbeta podía ser muy absorbente.
—¿Pero dónde están las otras enfermeras? —preguntó Zondi.
—Apenas hay enfermeras de noche —dijo el vecino de cama. La enfermera jefe llama a las de la otra sección cuando necesita ayuda.
Zondi se apretujó para abrirse paso entre las dos camas casi pegadas y salió al pasillo, con intención de decirle cuatro cosas a esa zorra. Pero por los ruidos que escuchó dedujo que el médico de guardia había llegado pronto esa noche, y en consecuencia había que modificar los planes. Permaneció indeciso un rato, el tiempo que le costó localizar una camilla de quirófano, que acababa de quedar sin su ocupante, al que ahora estarían remendando deprisa y corriendo. Cuidadosamente, cogió una sábana.
Argyle y el obrero vieron a Zondi entrar con la sábana y dirigirse al enfermo que estaba cerca de la puerta durmiendo ruidosamente. Zondi desplegó la sábana y la colocó encima de la otra sábana, cuidando en arropar al paciente con las vueltas necesarias para que todo encajase como debía.
—Buenas noches, amiguitos —dijo Zondi—. Mañana me contáis el final de la peli.
Y se fue hacia la salida, disfrutando con la idea del susto que se iba a llevar la enfermera jefe Mbeta cuando el doctor, horripilado, le anunciase que uno de los pacientes estaba desangrándose. La sábana que había cogido de la camilla estaba espectacularmente empapada.
PARA PROVOCARSE UNA CATARSIS, Kramer imaginó con todo lujo de detalles lo que le haría a la puta varicosa y sifilítica a la que le debía el haber perdido a Lisbet. Casi le dolieron los dedos.
Acabó entrando en razón y tuvo que admitir que quizá fuese mejor así: esa chica estaba loca… debería haberse dado cuenta al ver que todo iba tan rápido, como en los libros censurados. En realidad, le habían hecho un favor inmerecido; sí, eso había sido todo.
Un par de manzanas después, seguía pensando en ella… pero ahora en términos estrictamente profesionales; los comentarios que había hecho en relación con Boetie y su insistencia en que había presenciado una lucha. Una verdadera lástima que no hubiesen seguido por ahí porque Lisbet sabía mucho sobre los chavales de doce años. Él, en cambio, no sabía casi nada, nunca había tratado con ninguno.
El Chevrolet era de otra opinión. Por su propia cuenta giró después del semáforo y se incorporó a la calle que llevaba a Hibiscus Court.
—¡Qué imbécil soy! —despertó Kramer—. ¿Por qué no he pensado antes en Marie?
Pero la viuda Fourie le reservaba una decepción: sus cuatro hijos, incluida Marie, dormían desde hacía rato. La viuda le agarró de la manga y le preguntó, muy amablemente, si no sería ésta una excusa que se había inventado para justificar la visita. Y le recordó que ella nunca le había exigido razones.
Kramer dudó un momento antes de decidirse a entrar. Pero al fin y al cabo, era madre de una niña de doce años, y podía serle muy útil. Y además, podía exponerle los hechos más destacados del asunto de Boetie Swanepoel, sin temor a que su confianza fuese traicionada.
La viuda preparó café y trajo bizcochos para mojar.
—Si quieres que te diga lo que pienso —dijo la viuda—, no creo que preguntar a Marie cómo interpreta a dos personas desnudas revolcándose pueda ser muy útil. Siempre he sido muy franca con ella en estas cuestiones. Caería enseguida en la cuenta. Pero por lo que me cuentas de este chico Boetie y de su familia, me da la impresión de que no debía de estar muy informado. Esos padres parecen de los que preferirían dar la vuelta al mundo a la pata coja antes que pronunciar la palabra «sexo». Tampoco imagino en su casa libros dudosos a los que hincarle el diente… y según dices, ni siquiera entendía los chistes verdes.
—Ya lo sé, ya lo sé —replicó Kramer, mojando encantado el bizcocho—, pero a pesar de todo me resulta incomprensible que no lo hubiese al menos intuido. No cuadra con su carácter el que estuviese tan seguro, a poco que tuviera alguna duda, por pequeña que fuera.
—Quizá le preguntase a alguien, entonces… y le informaron mal. Un compañero de escuela, quizá. A algunos niños se les ocurren las cosas más peregrinas.
—No se atrevería a tales confianzas con chicos de su misma edad.
—¿A quién podría preguntarle entonces? ¿A un adulto que conociera? ¿Se te ocurre alguien, Trompie?
—¿Qué te parece el pastor?
—Llámale a ver.
Y eso es justo lo que hizo Kramer.
Volvió del teléfono e invitó a unos pasitos de baile a la viuda Fourie, que lo empujó haciendo que aterrizaran juntos sobre el sofá.
—Venga Trompie, dime qué te ha dicho.
—Me invitó al funeral de Boetie mañana por la tarde… toda la tropa de la escuela estará allí. Los cadetes de último curso van a disparar unas salvas en su memoria.
La viuda le clavó el puño en el estómago.
—Habla o te enteras.
Menudo puñetazo, por cierto.
—Al principio mucho rodeo, muchas vueltas para acá y para allá, y después va y me dice que hace unas tres semanas Boetie fue a visitarle para hablarle de los pajaritos y las abejas. Parece muy acostumbrado a este tipo de preguntas. A lo que vamos: alecciona a Boetie en toda regla… que si los espermatozoos, los ovarios, el útero, todo eso… Entonces el pastor se calló y tuve que trabajarle bastante para que soltase el resto. Se notaba que era lo del asesinato lo que le preocupaba.
—¡Continúa!
Con directos como ése, la viuda tenía las puertas abiertas en la brigada.
—Parece que Boetie dejó escandalizó al hombre cuando le preguntó en qué posición se hacía exactamente. Tuvo que hacerle un dibujo y todo, pero asegura que lo quemó enseguida.
—Delicioso.
—Espera un poco. Va Boetie ¿y sabes qué? —cito textualmente al pastor—: «Me hace una pregunta extrañísima sobre si la mujer podía ocupar la posición dominante. ¿Será posible?». Ahí es donde noté al Pastor descompuesto al teléfono: «¡Enseguida le puse los puntos sobre las íes! ¿Quién le habría metido tan diabólica y absurda idea en su cabeza?».
La viuda Fourie se puso colorada, más guapa que nunca. Era un alma cándida, en el fondo.
—Así que era eso lo que vio Boetie: una persona sentada sobre Andy junto a la piscina.
—Eso es, y yo podría haber llegado a esta conclusión mucho antes de no ser porque pensé que esos mensajes cifrados estaban en orden… El segundo era obviamente la segunda parte del primero. Entonces la chica ésa… etcétera. Ya lo creo que tenía sus dudas el crío…
—Pero entonces, ¿cómo murió Andy?
—Me queda por hacer un pequeño experimento antes de responder a esa pregunta.
—¿O sea, que ya te vas?
—No, no… hay tiempo de sobra.
Reconciliados por obra y milagro de la impaciencia que atenazaba a Kramer, en poco menos de una hora la viuda Fourie estaba boca arriba, en posición, como un encantador conejillo de indias encima de la mesa del laboratorio.