XI

SI ALGO LE PROVOCABA auténtico espanto a Kramer eran los incendios. Cogió un ejemplar del periódico de la tarde, vio la palabra INCENDIO en titulares y lo arrojó rápidamente a la papelera.

Después se puso a pasear por la oficina, con zancadas regulares que sólo variaban de ritmo cuando pivotaba o cuando tenía que esquivar las piernas extendidas de Zondi.

Sobre su mesa de escritorio se hallaban los tres pedazos de papel calco con las tres enigmáticas inscripciones. Alrededor, hojas estrujadas de bloc, todo emborronadas con diferentes permutaciones de letras. Tres horas de trabajo habían servido únicamente para demostrar que Pembrook estaba en lo cierto al afirmar que se trataba de un código más que de un mensaje cifrado. En un mensaje cifrado, a cada letra del alfabeto debe asignársele un símbolo que lo sustituya… incluso otra letra puede servir; pero Kramer sólo había podido contabilizar doce letras, y no era posible formar palabras con un número tan limitado.

—Lo que no dejo de preguntarme —exclamó Zondi finalmente— es por qué Boetie estaba pensando en inglés cuando escribió esto.

Señaló una C en la última línea de uno de los textos que había transcrito. C es una letra que no existe en afrikaans.

—Sí, también yo me he dado cuenta de eso, amigo. Supongo que es un elemento más para la elaboración de un mensaje secreto… puestos a complicar, si uno puede hacerlo en otro idioma, tanto mejor, ¿no?

—Y otra cosa, jefe… ¿a quién iban destinados estos mensajes?

—A sí mismo, me parece. Anotaciones. Información que había recogido pero que no quería difundir hasta estar seguro. A los niños les gusta apuntar cosas. Recuerdo a un compañero de escuela que elaboraba largas listas de todos los pájaros que había visto en su vida, aunque podía recordarlos todos sin problemas.

Zondi se levantó para examinar el original en la mesa.

—¿Y Pembrook? ¿Encontró acaso en el cuarto de Boetie la superficie dura que pudo utilizar el niño para escribir?

—Nada que nos sirva.

—Boetie pudo utilizar la tapa de la caja de caramelos.

—Ya lo he intentado… no es tan lisa como parece. Para un lápiz es algo rugoso.

Kramer se acercó con un suspiro hasta la ventana. Se puso rígido de repente.

—Tráeme un trozo de papel calco y un lápiz —ordenó.

Al momento los tuvo en sus manos. Presionó el papel contra el cristal y escribió. El efecto era idéntico.

—Tan liso como el cristal —sonrió Kramer—. Boetie apoyó el papel contra el cristal de la ventana porque la luz transparentándose le facilitaba aún más el trazo al ir copiando.

—Pero este papel es finísimo, jefe.

—Puede que no resultase tan claro lo que estaba escribiendo, fuese lo que fuese. Venga, hombre, ¿qué puede ser? ¿Algo que coincida con este tamaño y con este tipo de letra?

Inútil… habían repasado ya todas las posibilidades imaginables.

—¿Qué podía contener el código? ¿Sólo palabras?

—Me imagino.

—¿Y podría ser que fuera tan complicado de entender como esos mensajes; que no significasen nada en sí mismos?

—¿Cómo un diccionario?

—Eso es, jefe. No se puede encontrar un secreto en esos libros. Allí están absolutamente seguros.

—¿Y en tal caso?

—¿Por qué iba a ocultar el código si ya había ocultado el mensaje?

—¡Mierda, tienes razón!

—Gracias, jefe.

Kramer se sentó y comió un trozo de su empanada, ya fría.

—¿Sabes, Zondi? Creo que podría haber llevado el código encima… es decir, hasta que lo mataron.

—Pero usted dijo que no había más que porquería en sus bolsillos.

—Echemos otro vistazo. Lo tengo todo en mi cajón.

Kramer liberó espacio antes de vaciar el contenido de la bolsa de plástico. La navaja golpeó ruidosamente la madera, seguido por la goma, que se cayó al suelo y se perdió entre los muebles. Después vino el pañuelo de color caqui, y luego aparecieron los tres envoltorios de chicle.

—Un tesoro… —farfulló Kramer.

Zondi recogió la goma, y después de examinarla cuidadosamente, volvió a meterla en la bolsa.

Kramer alisó distraídamente uno de los envoltorios.

—¡Jefe! —exclamó Zondi.

Pero Kramer ya se había dado cuenta de que el tamaño y la forma coincidían.

—«Gran Chicle Superglobos», leyó en inglés, antes de darle la vuelta al envoltorio. El interior era azul oscuro. Incluía un chiste, en tinta negra.

Kramer superpuso uno de los cuadrados de papel calco.

—No veo un carajo —gruñó—, probemos en la ventana.

La luz del sol al caer la tarde acentuó la transparencia de los dos trozos y permitió constatar que las letras coincidían al menos en altura y anchura. Pero resultaban ininteligibles.

—Hay muchas C en este chiste jefe, y una C al final, casi idéntica a la del calco.

Kramer lo sustituyó por el primer calco, y lo sostuvo contra el cristal.

Una vez más, nada.

El tercer calco correspondía perfectamente.

—¡Ya lo tenemos, Zondi! ¡Mira esto!

Zondi tardó un poco en comprender la argucia de Boetie. De pronto se dio cuenta de que todas las letras escritas a lápiz estaban colocadas arbitrariamente y no significaban nada… pero que algunas coincidían exactamente con la letra inicial de una palabra impresa en el chiste.

Lo que vio, de hecho, fue esto:

Sentóse un día un zapatero Malo arreglando un zapato. En esto entró un niño y vio la suela de cuero Sobre la mesa ¿Qué es eso, es piel de vaca?, le preguntó al zapatero. Y el zapatero le contestó: no, no es la piel de Él: el Vaquero.

Carcajachicle N° 113

—Pronto —dijo Kramer—, anota esto: s-m-s-é-v. ¡Mierda! ¡No significa nada! Volvamos a empezar.

Zondi miró por encima del hombro de Kramer.

—Pero si en vez de limitarse a la letra inicial toma usted la palabra entera de cada letra, tiene cierto sentido, jefe: sentóse-malo-sobre-él-vaquero.

—¡Vaquero! ¡Eso es! El malo estaba sentado sobre el… por supuesto, el vaquero, es decir, sobre el americano. Lógico, vaquero es la idea más aproximada que se le ocurrió…

—Entonces, por qué «él», y no subrayar esta palabra, y dejarlo claro diciendo «el vaquero».

—Es verdad. No funciona. ¿Qué había querido decir?

—Como dice usted: lo anota para sí mismo. No necesita los elementos intermedios.

—Aja… Probemos con otro y veamos si funciona de la misma manera. Por ejemplo, la que tiene la C hacia el final y el calco ése.

A un hombre ciego junto a un paso cebra se le acerca una Chica muy descarada y le pregunta qué está haciendo. Suspira el hombre y le dice: Esperando; ¿me ayudas a cruzar la calle? Viendo un guardia al final de la calle, la niña le contesta: Allí hay un municipal, así que Con tu bastón ve dando golpes basta que llegues a El.

Carcajachicle N° 57

—¡Vaya si funciona! «Chica-haciendo-con-él». Puedes apostar tus calcetines a que se lo hacía, amigo Boetie. Venga, acabemos con el último.

En el juzgado: un juez le dice a un reo: ¿otra vez? ¿No te da vergüenza? Por este camino, tronco, te colgarán. Y el sinvergüenza responde: Señor juez, lo que es bueno para usted será bueno para mí…

Carcajachicle N° 317

Zondi lo añadió a los otros dos y le pasó la hoja a Kramer.

—Cometiste un error en el último cuando lo leí. No, tal vez tuvieras razón, en definitiva… Estoy seguro de que eso era lo que quería decir Boetie. Una de las primeras cosas que aprendí del inglés es que muchas palabras se escriben igual pero significan cosas distintas. Es algo tan tonto que no se puede olvidar. Como «tronco». Aquí le sirvió a él para algo…

En la ficha se podía leer: «sentóse malo sobre él vaquero / chica haciendo con él / en el tronco bueno para mí».

Kramer flotaba, exultante. Quiso darle una palmadita a Zondi en el hombro pero casi se rompen mutuamente un hueso.

—¿Lo ves?, ¿qué te parece el último? Boetie estaba convencido de que ataría todas los cabos después de ese encuentro en el árbol, es decir en la plantación.

—¿Quizá el mejor momento para matarle, señor?

—No te falta razón en lo que dices. Un golpe de suerte, quizá, pero hemos conseguido descifrar la secuencia en el orden correcto, aunque no era tan difícil, después de todo.

Kramer empezó a sentirse incómodo mientras hablaba… los golpes de suerte rara vez eran de fiar.

—No debió ser fácil para Boetie encontrar los chistes apropiados.

—¿Te refieres a los textos para elaborar el mensaje? Bueno, tenía más de trescientas chorradas donde elegir… aparte de lo que pudo pillar en todas las papeleras de la escuela.

—Es una pena.

—¿Qué es una pena?

—Que no lo hubiese escrito de otra forma. ¿Se ha dado cuenta de que no hay en estos papelitos ni una sola palabra que permita conectar el caso con el chico extranjero?

—Salvo «vaquero».

—Pero jefe, usted mismo dijo que…

—Puede ser «él», el propio Andy quien podría estar sentado.

—Entonces ¿por qué dice «sentóse malo sobre él» pero luego añade «vaquero»? Es seguro que la persona mala es la que está «haciendo» algo malvado, ¿no? Le aseguro que esto no está tan claro…

Zondi tenía razón… ¡condenado!

UNA PREOCUPADA AZAFATA entró en la cabina de vuelo del Boeing 727 de la South African Airways, que viajaba a 600 km por hora en dirección noroeste.

—Estamos volando lo más bajo posible —protestó el primer oficial—. ¿Quién es el que la está armando ahí fuera? No es la primera vez que perdemos presión en cabina, no me había ocurrido nunca que…

—Es un policía.

—Pero se supone que son duros de pelar, ¿no?

—Se supone, lo que pasa es que tiene un resfriado tremendo y dice que los oídos lo atormentan y que siente mareos.

—Mira, dile a tu amigo que lo sentimos mucho, pero que si bajamos cuatro metros más nos hacemos puto picadillo; ¿vale?

—Y entonces sí que se acaban todos nuestros males —comentó el encargado de navegación, un tipo de humor agrio.

La azafata volvió hasta el asiento situado junto al ala de estribor. Pembrook parecía haberse desmayado.

LA CAMA DE ARGYLE MSLOPE estaba en el pasillo del Hospital de Peacehaven: no había sitio en los pabellones y se evitaba llevar allí a los enfermos en estado crítico. El ruido no le perturbaba; estaba bajo el efecto de unos sedantes muy fuertes.

Y entonces llegó una visita bastante inesperada. Zondi utilizó la cabeza vendada como percha para el sombrero y se instaló cómodamente en una destartalada silla de ruedas.

La sangre iba cayendo lentamente del gotero encima de él, una gota aproximadamente cada cuatro inspiraciones del enorme tórax bajo las sábanas. Saber si los tubos entraban o salían de la nariz no estaba nada claro. Había una aguja clavada al dorso de la mano sujeta con esparadrapo, preparada para la siguiente jeringuilla, y una etiqueta alrededor de la otra muñeca.

Confortaba ver que Argyle aún conservaba las dos manos.

—¿Puedo serle de alguna ayuda? —preguntó una voz femenina en un inglés brusco y afectado.

Zondi giró la silla y vio a una enfermera africana con los brazos en jarras. Debía de haber intentado blanquear la piel de su cara, y el resultado daba un color nauseabundo.

—¡Elizabeth, Elizabeth Mbeta! ¡Cuánto, cuánto tiempo! ¿Cuándo viniste de Zululand?

—¿Zondi?

—El mismo, preciosidad. ¿Cómo te va la vida?

—¿No lo ves? Soy enfermera.

—Pero tú querías ser profesora.

—No tienes vacaciones pagadas.

—Cierto, cierto.

—No hay demasiada elección para una chica con estudios. O esto o trabajar en prisiones. Aquí tenemos buenas habitaciones… y hasta una pista de tenis.

—¿Pero te gusta?

No contestó, y señaló a Argyle.

—Es fuerte el tipo.

—¿Se pondrá bien?

—Si…

—¿Si qué?

Se encogió de hombros, nada más.

A alguien menos encabronado se le habría ocurrido decir algo alentador, aunque fuese en zulú.

NO ERA CIERTO, como Lisbet pretendía, que acabase de preparar la cena cuando llegó Kramer. Flotaba en la casa el olor de una comida que llevaba demasiado tiempo recalentándose en el horno. Pero era aún un olor que despertaba el apetito, y la jarra mediada de vino del Cabo que presidía la mesa todavía apetecía más.

—¿Te sirvió para algo la carta? —preguntó Lisbet, mientras llenaba el plato de Kramer con cordero al curry—. Estaba tan entusiasmada, pero ahora me pregunto la razón…

—Llámalo intuición femenina —replicó él galantemente.

—¿Qué has averiguado entonces?

Para cuando desaparecieron los últimos restos de banana frita y se sirvió el primer café, Kramer ya la había puesto al día del estado actual de la investigación.

—¿Te importa si te digo algo, Trompie?

—No, por supuesto.

—Pues no me parece convincente tu explicación de por qué Boetie le dejó a Hennie los papeles en clave.

—¿Tienes una mejor?

—Tal vez, aunque va en la misma línea. Creo que gracias a ellos pensaba darse importancia cuando concluyese todo el asunto; al entregar esos envoltorios a Hennie y a los demás, ellos se darían cuenta por sí mismos de lo inteligente que era Boetie. Te encuentras con cosas muy parecidas cada día en clase. Sobre todo los lunes. Alguien dice que se ha pasado el fin de semana cazando ciervos con un rifle y la reacción de todos los demás es: «Jo, qué mentiroso eres». En este caso tenía que pasar un tiempo hasta que los diarios dijeran algo, y él aprovecharía entonces para enseñárselos.

Kramer entrecerró los ojos.

—Parece como si le hubieras cogido un poco de manía a Boetie.

—¿Pero tengo razón?

—¿Más que yo? Tal vez. Todo esto no son más que conjeturas. ¿Pero por qué has cambiado así de actitud respecto al chaval?

—Hoy he estado revisando sus redacciones. Boetie tenía mucha seguridad en sí mismo ¿sabes?, y una faceta casi aterradoramente correcta. Tendrías que leer su redacción sobre las vacaciones en la playa… Una diatriba impresionante contra los papeles sucios en la arena y las chicas semidesnudas. Llega a citar incluso un reglamento del Estado Libre que obliga a quienes tomen el sol en las piscinas a mantener al menos 20 centímetros de distancia entre ellos.

—¿De verdad?

—Como te lo cuento. Y luego…

—¿Sí?

—Tiene la osadía de embarcarse en eso… una investigación por cuenta propia. El carnet que le expidió el Club de los Detectives apelaba a la cooperación con la policía, pero no parece que él lo tuviese muy en cuenta…

—Todo el mundo tontea con la ley de vez en cuando.

—¡Pero él no tenía ningún derecho! Era un niño.

—Seguro. Y Boetie no fue un niño muy disciplinado en esto, pero no puedes culparlo de todo; hay que pensar también que el jefe de la comisaría lo provocó.

—¡La última vez casi lo defendías!

Qué irritante descubrir que también Lisbet razonaba como una mujer.

—El sargento puede estar tranquilo… Ya nadie mencionará su nombre, su rango o su número de placa.

Lisbet sonrió irónicamente.

—Jan se ha encargado ya de eso. De hecho, todos los niños se han pasado su ratos libres escribiendo floridas cartas para la Sección de cartas al director.

—¡Dios mío! El coronel no quiere que el Club se vea mezclado en este estúpido incidente.

—No te preocupes. Les propuse enviarlas todas juntas en un sobre grande… el sobre está detrás de ti, encima de la mesita del teléfono.

—¡Esta sí es mi chica!

—Gracias, teniente, pensé que no ibas a decírmelo nunca. ¿Más café?

Era imposible calibrar la dosis de provocación que había intentado colocar Lisbet en ese comentario. Kramer captó su potencial en términos de sutiles señales intercambiadas por los mamíferos inferiores en época de celo, pero decidió concentrarse un poco más en el trabajo antes de entregarse a la certidumbre del placer.

—¿Qué tal si echamos un vistazo a lo que realmente significan las claves del mensaje de Boetie?

—Por mí no hay inconveniente.

Kramer deslizó el papel sobre la mesa y se llenó otra taza de café. La luz de las vela rojas envolvía el rostro de Lisbet en un resplandor que daba calorcillo a los ojos de Kramer. Y para decirlo todo, no sólo a los ojos.

Había entendido de pronto que era única: era la campesina avispada que había estado buscando toda su vida. Al menos desde que tenía diez años y se encontró con el arquetipo en el calendario de un taller de reparación de vehículos: una chica alegre, un poco muchachito, y de piernas torneadas, tumbada en una montaña de heno y con una sonrisa de lo más motivante. Había reaccionado en parte con envidia (no había en la granja de su padre suficiente hierba ni para hacer un montón de heno en el que tumbarse), y en parte con la extraña intuición del niño que ve un Cadillac y se jura que conducirá uno algún día. Con los años, sin embargo, las componendas habían ido desluciendo la imagen, como unos dedos grasientos de mecánico que fueran pasando las hojas de un calendario. Los años… Un largo reguero de frivolidades en nylon que sólo escondían el miedo a que nunca llegase la chica pecosa, con camisa a cuadros y vaqueros ajustados.

Lisbet tenía pecas y usaba vaqueros para estar más cómoda; la blusa podía ser rosa, pero el mantel a cuadros era un brillante mosaico de cuadros rojos y blancos.

Mierda, lo miraba enfadada.

—¿Qué pasa? —preguntó Kramer preocupado.

—Tú me dijiste que no había ningún indicio que permitiese relacionar ambos casos. Personalmente, me parece que Boetie no pudo utilizar nada mejor que estos chistes para dejarlo todo atado.

—Demuéstramelo.

Lisbet le puso la ficha delante de los ojos.

—La palabra que viene después de «sentóse» y antes de «sobre él», es «malo» (bad), ¿no?

Por supuesto que era «bad», pero en afrikáans «bad» no significa «malo», como en inglés, sino «piscina».

—¡Ese condenado Zondi! Fue suya la idea de que había sido escrito todo en inglés, y nunca se nos ocurrió otra posibilidad. Lo comentamos antes de que supiéramos nada del código.

—¿Pero de dónde sacó esa idea?

—Porque había muchas C, que es una letra que no existe en afrikáans.

—Muy agudo, hay que reconocerlo.

—Zondi se pasa muchas veces de agudo.

—Jo, Trompie, no te enfades. Tendrías que haber caído en que Boetie usaría todos los idiomas que conociera para sacarle el máximo partido a un número tan escaso de palabras. Ahora tienes la conexión —lo contrario sería una coincidencia excesiva—, y eso prueba que vas por el camino correcto.

Kramer se levantó y caminó hacia el teléfono.

—Tengo que poner una conferencia con Pembrook en Jo’burg antes de que algo ocurra —exclamó.

—¿Qué quieres decir, Trompie?

Otra vez… Sólo un comediante de tercera fila intentaría sacar provecho de una ambigüedad verbal tan trillada, pero el tono de voz era sugerente.

—Quiero decir que… ¿Sí, centralita? Quiero hablar con Johannesburgo. Mi número es el 42 910, en Trekkersburg, y el número al que llamo es el 77 23 612. ¿Un retraso de dos horas? ¿A estas horas de la noche? ¡No me importa que tenga que transitar la llamada por Bloemfontein!

—Dile que eres de la policía.

Kramer desvió la mirada hacia Lisbet. Tras cerrar las puertas correderas de la habitación donde habían cenado, ahora estaba tumbada, sonriendo, sobre el sofá.

—¿Centralita? ¿Aún está ahí? Quiero una llamada para las once de la noche. Me llamo Kramer. Quiero hablar con Johnny Pembrook. Gracias.

—Eso sí que es curioso; no hacer valer que eres de la policía —dijo Lisbet.

—Queda vino en la botella, ¿no?

Lisbet hizo una mueca con los labios:

—¿No querrás emborracharme, verdad?

—¿Hay alguna razón por la que debiera?

—No.

Lisbet pronunció tan suavemente esa negativa, que todas las dudas de Kramer se diluyeron. Se hizo a un lado para dejar espacio a Kramer.

—Eres extraño —dijo Lisbet, acariciándole la mano—. Pareces tan duro, y sin embargo también eres amable.

—¿Por qué lo dices?

—Los Swanepoel.

—¿Qué tiene que ver?

—No has ido a verlos ni una sola vez. ¿No serías capaz, verdad, después de lo que le hicieron a Boetie?

—Pues, no… no me gusta decir lo siento por algo que no he hecho.

—¿El hombre sin emociones?

—Reducen la eficacia.

—¿También en la vida privada?

—No tengo vida privada —replicó Kramer.

—Oh, querido —dijo ella— ¿estoy perdiendo el tiempo entonces?

EL AEROPUERTO INTERNACIONAL Jan Smuts estaba conmocionado con las últimas noticias sobre una bomba detectada en un avión de Alitalia. Todos los pasajeros del vuelo habían sido conducidos a una sala de interrogatorios. Había policía por todas partes.

Así que, para consuelo de Johnny Pembrook, ninguno podía perder un solo momento en ayudar a un colega en apuros. Mostrando su documentación en cada puesto de control consiguió, a pesar de los vértigos, llegar a la parada de taxi pocos minutos después de haber aterrizado. La azafata, que había sido tan diligente con las sales, probablemente aún le andaría buscando.

Pembrook tenía un pensamiento obsesivo: hablar con Sally Jarvis y cumplir su misión, antes de desplomarse.

Se abrió la puerta del taxi; Pembrook entró.

—¿Dónde?

—Parktown.

—Eso es muy grande.

—Eh… Woodland Drive 39.

—¿Por dónde cae eso? ¿Por Woodland Avenue?

—Puede ser.

—¿No ha estado nunca?

—Limítese a conducir.

—¿Cómo?

—¡Que muevas el pandero, no tengo toda la jodida noche! —aulló Pembrook, traicionando su estado de profunda agitación.

El conductor del taxi ajustó furtivamente el espejo retrovisor. En el espejo vio a un tipo desharrapado, muy pálido, temblando.

—Un minuto, joven, déjeme que mire el mapa. ¿Acaba de llegar?

—Sí, en el vuelo de Durban, hace cinco minutos.

—Ya veo.

—¿Ha encontrado ya la dirección, conductor?

—¿Y sus maletas?

—Sólo llevo esta bolsa.

—No caben muchas cosas ahí dentro.

—¿Pero a qué vienen tantas preguntas? Déme el mapa… yo le guiaré.

—No, no… Andando que es gerundio, vamos para allá…

Pembrook se recostó en el asiento y miró al tipo, que bien se merecía esas protuberancias orejudas a lo Mickey Mouse a ambos lados de la cabeza. Ojalá le diera la lepra.

Pues, la verdad, no era el momento de chácharas ni de cuentos. Pembrook se sentía horriblemente mal; deseaba con toda su alma echarse en la cama al llegar al cuartel… o incluso ir a ver al doctor, por los dolores. Pero sabía que una decisión de ese tipo acarrearía la retirada inmediata de la misión, aparte de que no ayudaba en nada al teniente. El viejo Kramer dependía de él, joder. Por lo que fuera tenía aquí ocasión de destacar, e iba a hacer todo lo que pudiese. Eso quería decir que no iba a cometer la locura de esperar hasta mañana para intentar reponerse y llevar a cabo el cometido que le habían asignado. Había que ponerse manos a la obra sin demora. Su plan de acción cristalizó: sacarle la declaración a Sally Jarvis, telefonear a cobro revertido a Trekkersburg y encontrar un hotel barato donde poder lamerse las heridas. Con un poco de suerte, estaría mejor por la mañana. Y si no, en el peor de los casos, la investigación podría al menos continuar.

Pembrook se concentró con dificultad en las luces parpadeantes que le venían de frente. Había varios vehículos aparcados en la calzada, e incluso distinguió a un policía.

El taxi aminoró la velocidad.

—Por el amor de Dios —dijo Pembrook—, no es más que un accidente. Continúe.

—Eso es lo que tú te crees, mamón —murmuró el taxista, a la vez que daba un acelerón repentino para luego clavar el freno a fondo.

Pembrook fue proyectado violentamente contra el asiento delantero. Su frente golpeó un cenicero cromado, y se derrumbó, momentáneamente aturdido.

—¡Es un control! —gritó triunfante el taxista, al tiempo que abandonaba el asiento.

—¡Eli! ¿Qué pasa ahí? —inquirió una voz autoritaria.

—¡El terrorista! ¡Lo tengo aquí, agárrenlo pronto!

Las puertas traseras del taxi se abrieron de par en par. Pembrook fue arrastrado al exterior y después puesto en pie. Un par de fornidos agentes lo mantuvieron en esa posición, sujetándole los brazos.

—Oigan —dijo Pembrook, pero no pudo decir más.

—El tipo salió del vestíbulo del aeropuerto como un murciélago del infierno —iba diciendo el taxista—. Temblaba y estaba pálido. Muy nervioso. Dijo que lo llevara a Woodland Drive, en Parktown… ¡y no existe tal lugar! Y luego dijo que acababa de bajarse del avión de Durban, ¡cuando ese avión llega una hora antes!

—Hubo problemas con la presurización —intervino Pembrook.

—Ja, es él el que tiene problemas… ¿verdad, sargento? Me dijo que condujese a toda pastilla y que no parase, ni siquiera en el control.

—La verdad es que no parece un intelectual —dijo el sargento, abriendo las esposas.

—¡Un ejemplo de lo listo que son estos cerdos! Ayer mismo estaba yo en la parada comentando a los colegas que no se puede uno fiar de las apariencias, hoy en día. Vea si no a esos cantantes de pop, las pintas con que llegan aquí y…

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el sargento a Pembrook.

—John Pembrook. Es todo lo que…

—¿Origen?

—Trekkersburg.

—¿Papeles que lo demuestren?

Pembrook pensó rápido. En el permiso de conducir figuraba la dirección de sus padres. Bastaría para la identificación, ya se las arreglaría luego para explicar el resto de la historia sin revelar su profesión. El prudente sargento parecía algo paternalista y, por lo tanto, capaz de arruinarle sus planes intentando ayudarlo.

—Están cometiendo un gran error, sargento —dijo Pembrook con mucho aplomo—. El Boeing perdió presión en cabina y me mareé porque tengo la gripe… El avión llegó con retraso, pregunten en la torre de control. En cuanto a la dirección, cometí la estupidez de olvidarla y tuve que decirla de memoria. Donde en realidad quería ir es al 39 de Woodland Avenue, de eso sí estoy seguro.

—¿No te he preguntado si tenías papeles?

—Si me soltase el brazo, podría enseñarle mi permiso de conducir.

—Cuidado, sargento —advirtió uno de los agentes—. Noto una pistola en la chaqueta.

—¿Han oído eso? ¡Una pistola! —exclamó excitado el taxista a la multitud que se había congregado.

—Sujételo bien, que ya cojo yo lo que haga falta —dijo el sargento, a la vez que extraía un fajo de documentos del bolsillo interno de la chaqueta de Pembrook. Se volvió para leerlos a la luz de los faros del furgón antidisturbios.

La multitud estaba expectante.

—¿Un terrorista, sargento? —preguntó el taxista, que añadió también, para los recién llegados: «¡Yo lo pillé!».

—¿Es usted esta persona? —preguntó el sargento volviéndose hacia Pembrook y entregándole la credencial.

El agente en prácticas dijo adiós a sus proyectos, volvió al presente, y asintió.

—¿Quién es? —preguntaba la gente alrededor.

—¡Tengo derecho a saberlo! —gritó el taxista, agarrando al sargento por el codo.

—De la policía, caballero. ¿Quiere darme su nombre para que le demos una medalla?

Hasta Pembrook sonrió al contemplar el humillante chasco de un ciudadano cuyo celo hubiese merecido elogios de no ser porque se había comportado desde el principio como un puro buitre.

Saciada, la multitud se retiró discretamente.

Dejando a Pembrook totalmente solo.

—Vamos, no te tienes en pie, muchacho —dijo el sargento—. Dejaremos las preguntas para luego. Lo importante ahora es que te vea un médico.

KRAMER LEYÓ LA ETIQUETA del revés porque le daba pereza cambiar de postura.

Lo último en colchonería. —Nube de Verano—: El colchón que acunará tus noches.

Estaba tan bien como el montón de heno en el granero.

Con el cuerpo recostado junto a Lisbet dormida, se sentía enteramente relajado, vacío de afanes, contento tal como estaba. Experimentaba una especie de tranquila indiferencia, como si tuviese una luna en vez de cabeza.

Desde esa serenidad pasaba revista a lo que había ocurrido en la materialidad terrestre y reconoció que era más bien poca cosa. El único logro de momento consistía en haber establecido un tenue vínculo entre el asesinato de Boetie y la muerte del estudiante americano. Sólo eso, ya que sus teorías se habían basado hasta ahora en suposiciones más que en deducciones. Y aunque el mensaje descodificado en buena parte las confirmaba, aún cabía la posibilidad de que pudiera referirse a otra situación… o a ninguna situación en absoluto, y que sólo fuera una chiquillada. Lo que necesitaba era algo tangible que vinculase ambos casos más allá de toda duda.

Kramer se apartó de Lisbet y giró sobre su espalda.

Ella se frotó amorosamente contra él.

Todo dependía ahora de lo que descubriese Pembrook cuando a la mañana siguiente interrogase a la menor de las hijas de Jarvis. Era el único miembro de la familia Jarvis al que podían acercarse sin levantar sospechas, y ahora que la caja de caramelos había revelado todos sus secretos, ella era también la única persona que podía aportar nueva información. Kramer rogó a Dios que el télex llegase antes del mediodía, pues la prensa no tardaría en armar revuelo. Cuando eso sucediese, los jefazos, por encima del coronel, dictarían el modo de llevar a cabo la investigación; o ellos mismos se ocuparían del caso. Y como decía Zondi tantas veces, sólo es bueno compartir la cama…

Esos pensamientos lo desconcentraron, alterándole el humor, y volvió a sentirse preocupado. Lisbet se había quedado profundamente dormida. Kramer decidió encender un cigarrillo.

Qué visión deslumbrante la de Lisbet, vista desde la puerta. Valía la pena demorarse un rato… o deleitarse incluso en esa visión con un último vasito de vino.

Quedaba bastante vino como para enjuagarse las encías; después de otra pausa, fue a buscar los Lucky Strike. Estaban en la chaqueta, junto con el resto de la ropa, que había dejado apilada sobre el viejo tocadiscos. Había sido un ritual tan solemne como una ceremonia religiosa. Después se produjo aquello extraordinario con el disco de jazz. Kramer no había tardado en parar el disco, y para compensar le enseñó a Lisbet unos ejercicios saludables.

La cerilla resplandeció brutalmente, irritándole los ojos. Esperó a que se acostumbrasen a la oscuridad antes de dirigirse al armario para servirse un trago. Abrió la puerta y escrutó el interior.

Vio vagamente reflejada su cara en el espejo al fondo del mueble. Joder, debía de ser la misma imagen del jugador de tenis aquella noche; un cuerpo musculoso y desnudo casi a oscuras, y la punta de un cigarrillo brillando como un furúnculo iluminado.

—¡Hostia!

Kramer soltó el vaso convencido de que debajo estaría la mesa, pero el vaso se hizo añicos en el suelo. Llegó un sonido de sorpresa desde el cuarto de Lisbet. Se encaminó hacia el dormitorio pero, de pronto, Lisbet apareció entre sus brazos.

—¿Qué ocurre, Trompie?

—Ay, ¡lo siento muñeca! De pronto me he dado cuenta de algo…

—¿Sí?

—Pero si estás dormida… déjame que te lleve a la habitación.

—Por favor, dímelo.

—Entonces ven aquí. Eso es, siéntate. Encenderé esta lamparita porque tengo algo que enseñarte.

Lisbet luchó por mantener su cabeza erguida mientras lo veía hurgar en los bolsillos llenos de cosas de la chaqueta. Sacó un sobre, que se apresuró en abrir.

—¿Ves esto? —dijo Kramer exultante—. Es la colilla de un cigarrillo Texan encontrada en el lugar del crimen. La descarté al principio, creí que podía haberla arrojado el joven que encontró el cuerpo. Declaró que había fumado para pasarse los nervios antes de volver a vestirse y pedir ayuda. Lo que pasé por alto es que su ropa estaba en el otro calvero… como la mía estaba en esta habitación.

Lisbet ahogó un bostezo con la palma de la mano.

—¿No podría haber vuelto con el cigarrillo?

—Lo comprobaré, por supuesto, pero dadas las circunstancias, me parece muy improbable. La chica que le acompañaba estaba en pleno ataque, y estoy seguro de que el chico no tenía ganas de ver más en detalle el cadáver…

—Estás sangrando encima de mi alfombra —gruñó ella.

En efecto, Kramer había caminado descalzo sobre un cristal roto, pero ni siquiera se había dado cuenta.