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CASÍ HABÍA PASADO la hora del almuerzo cuando por fin sonó el teléfono. Lisbet descolgó el auricular al vuelo, consciente de que la ausencia de la secretaria no duraría más de lo que durase la breve conversación que mantenía con un alumno de voz estridente, al otro lado de la puerta de la oficina.

—¿Trompie? Escúchame bien porque no dispongo de mucho tiempo. Se trata de la revista… hay una carta de Boetie en el último número. Viene sin fecha, pero ya te puedes imaginar cuándo la escribió. Dice así:

«Señor director, me gusta mucho el Club de los Detectives, pero tengo que presentar una queja. El nuevo jefe de la comisaría nos ha echado a todos. Dice que no es trabajo para unos niños. Ahora yo soy el último Leopardo de la Medianoche. Por supuesto se equivoca, pero no quiere reconocerlo. Creo haber encontrado las pruebas para demostrarle que se ha cometido un grave error, pero todavía no dispongo de toda la información. Le saluda atentamente», etcétera.

—Y al pie de la carta este otro texto: «Ya me ocuparé del asunto, amigo. Dame el nombre de ese jefe de comisaría y yo se lo pasaré al brigada para que tome las medidas oportunas. Animo y adelante con el trabajo».

Lisbet meneó la cabeza.

—Eso es lo que yo pensaba, Trompie. Sí, sí, estaré en casa toda la noche, ¿por qué?

Le respondió un frustrante pitido al otro lado de la línea.

PEMBROOK, QUE HABÍA ESTADO mecanografiando lo que Zondi le dictaba, arrancó la hoja de papel del carro de la máquina y se la pasó a Kramer.

—¿Palabra por palabra, sargento?

Zondi se encogió modestamente de hombros sin dejar de juguetear con el teléfono supletorio; no había tenido que esforzarse demasiado en memorizar. La escuela en la misión donde se había educado nunca había podido permitirse el lujo de comprar libros de texto.

—Menuda película se montó —comentó Pembrook—. ¿De dónde lo sacaría?

—De dónde va a ser, de las monjas.

—¿Cómo?

—Volvamos al trabajo, Johnny. ¿Qué opinión te merece esta carta?

—Me parece ambigua, señor. Pero creo entender que para los editores de la revista, «grave error» se refiere a la actitud del jefe de la comisaría. Sin embargo, me parece que Boetie se refería a otro tipo de «grave error».

—Como por ejemplo una decisión errónea del juez.

—Por ejemplo, señor. Pero no tenemos pruebas para…

—Fíjate en esta última línea y comprobarás que el niño tampoco las tenía.

Pembrook se rascó el entrecejo.

—Lo siento, señor —dijo—, este asqueroso catarro me tiene atontado. ¿No podría salir Zondi a comprar unos kleenex?

—Enseguida, pero antes, don Memorioso, a ver si se te ocurre alguna idea.

—Muchas, jefe.

—Adelante.

Kramer ofreció un cigarrillo a Pembrook, que éste rechazó cortésmente, y arrojó otro hacia el taburete de la esquina. Zondi lo recogió con el sombrero, y lo encendió. Tenía público y eso le gustaba, pero su tono siguió siendo sobrio.

—Hace trece años, jefe, mi esposa me dio unos gemelos. He estudiado su comportamiento, y también el comportamiento de otros niños. Desde que son lactantes hasta que son así de altos viven en un mundo feliz. No importa que canten como un perro ladrándole a un fantasma. No importa si los dibujos que hacen en la arena se parecen al rastro que deja un escarabajo. Entonces llega un día, y se acabaron los niños. ¿Y sabe por qué? Pues porque muy pronto tendrán que ganarse el pan con el sudor de su frente; y nosotros se lo hemos estado diciendo, les hemos instado a que no pierdan el tiempo en la escuela, intentamos corregir sus chiquilladas. Han de someterse a un duro examen para entrar en el instituto y deben aprobarlo. Ese es el cambio, jefe: llega el día en que no están dispuestos a exponerse a hacer algo sin tener la certeza de que van a hacerlo bien. No quieren que nadie se ría de ellos.

Zondi hizo una pausa.

—¿Ocurre lo mismo con los niños blancos, jefe?

—No recuerdo. Está claro que pierden la confianza en sí mismos durante algún tiempo.

—Pero lo importante en este caso es lo de la risa. Ha preguntado usted por qué el pequeño amo no acudió directamente a la policía… bueno, quizá fuera eso lo que temía.

Pembrook cruzó una mirada con Kramer y emitió un suspiro que terminó en una tos seca. Zondi chasqueó la lengua, en signo de simpatía, antes de proseguir:

—También he estado dándole vueltas a otra idea. Si el pequeño amo hubiese sido testigo del asesinato del extranjero, habría tenido que confesar a la policía que había invadido una propiedad privada.

—¿Y qué? ¿Quién le hubiera dado importancia a eso en semejantes circunstancias?

—Salvo que ya estuvieran informados del asesinato, jefe. En tal caso se habrían reído y le habrían dicho: «¿Y qué se te había perdido a ti por allí, gamberrete? ¿Acaso no te advertimos de que no te acercases por Greenside?».

Era una imitación más bien impertinente.

—¡Un momento!

Kramer se levantó con la expresión de quien empieza a ver la luz. Vaciló un instante, y de repente salió de la habitación.

Zondi se lo tomó con mucha calma, concentrado en fumar su cigarrillo hasta la última calada. Pembrook observó cómo fumaba, hizo un gesto de fastidio en un momento dado, y luego se sonó la nariz con una hojita del bloc de notas.

La lluvia cesó.

Eso fue todo.

Hasta que Kramer volvió con unos Kleenex que le arrojó a Pembrook.

—¡Vaya, señor! No tenía usted que tomarse la molestia.

—Cierra el pico, Pembrook. Necesitaba un paseo. Me debes 35 centavos.

—Se los…

—Más tarde, amigo. Ya lo tengo todo atado.

—¿Todo?

—Casi todo. Primero tengo que comprobar algo, ya daré las explicaciones luego. Mientras tanto, Pembrook, vete reservando un asiento en el vuelo que sale de Durban a las cinco.

—¿Y con llegada a dónde, señor?

—Jo’burg, ¿dónde si no? Ya he puesto al tanto a una preciosidad en el aeropuerto. No le contagies el catarro.

A KRAMER LE SONREÍA LA PROVIDENCIA. No había nadie en la casa o en el parque salvo el conductor, que mataba el rato encerando la parte trasera del Rover, tras haber dejado al capitán y a la señora Jarvis en la casa, donde jugaban su partida semanal de bridge. Los demás criados tenían el día libre.

Kramer dejó a Zondi hablando tranquilamente con el conductor mientras él hacía una ronda de inspección por los alrededores. No tardó en descubrir que la propiedad era perfectamente inexpugnable, salvo por un paso casi invisible en la alambrada, disimulado entre el elevado seto que bordeaba la calle.

Kramer, dándole la espalda, estudió la disposición del terreno. Vio la larga extensión de césped, un macizo de flores, más césped, algunos arbustos de gran altura, el extremo de los postes que delimitaban la pista de tenis y —no al alcance de la vista, pero siempre muy presente en su mente— la piscina. Casi era imposible avistar la casa desde ese lugar, y probablemente también era imposible ser visto desde la casa.

Resultaba un excelente punto de acceso para alguien que no había sido invitado. Kramer se encaminó en línea recta hacia los arbustos, llegó al macizo de flores en un par de zancadas y sólo lo detuvieron precisamente los arbustos. A la izquierda advirtió un pequeño paso y se dirigió hacia él. Hacía una hora que había vuelto el sol, pero las hojas aún estaban húmedas. Gruñó pero siguió adelante.

Y descubrió que no podía avanzar mucho más. De pronto se encontró ante la pista de tenis, y tras la alambrada, la piscina. Examinó el terreno a sus pies. Nada.

El patio estaba al otro lado del agua ridículamente azul; un trozo de cemento con piedras incrustadas, con muebles de hierro repintados de blanco, una sombrilla plegada como las de las terrazas de los bares y un columpio doble al que le faltaba un asiento. No se le pasó ningún objeto; incluidos los ceniceros hechos con concha de ostra.

Un examen más atento del suelo resultó igualmente inútil.

De repente tuvo una inspiración: dobló las rodillas hasta situar su cabeza al mismo nivel que la de Boetie. Arbustos de azaleas en primer plano cerraban ahora la visión del patio.

Ahí estaba el quid. Moviéndose sin levantar la cabeza, como si tuviera un ataque de hemorroides, descubrió un hueco entre las azaleas, y a través de ahí vio perfectamente lo que había al otro lado.

Nada interesante en el suelo. Pero a su derecha, un arbolito llamó su atención. Alguien había estado arrancándole las ramas. Alguien que no había visto la llamativa placa que indicaba el nombre de tal espécimen botánico. Quizá porque era de noche.

Y además, a un Leopardo de la Medianoche le importa bien poco dónde se afila las garras.

TRAS PERMANECER ALLÍ desde primera hora de la mañana para supervisar el reparto, el director de distribución de la Gazette terminaba su jornada a las dos de la tarde. Estaba a punto de echarle una última mirada antes de irse a la nueva chica de los archivos cuando apareció cojeando el abuelo Govender.

—¡Largo! —gritó.

—Jefe, una vez más vengo a pedirle ayuda para el pobre Danny. Este niño, mi amo…

—No quiero saber nada.

—Por favor, señor. Dios le bendiga. Sé que tiene buen corazón en el fondo.

—Pues dejaré de tenerlo si vuelvo a verte por aquí, Sammy. Ya te he dicho siempre que lo de este crío era demasiado bonito para ser cierto. Siempre pensé que andaba tramando algo. Ahora le ha pillado la poli, y yo no pienso interceder por él ni por ti, ni por nadie que me lo pida. Así que lárgate.

El viejo Govender golpeó el suelo con su bastón, como Moisés convocando las plagas, y se retiró con dignidad de patriarca.

Tras lo cual, la nueva empleada del archivo dijo que se le había puesto la carne de gallina.

El capataz quiso echar personalmente una ojeada.

LAS TRES TAZAS DE CAFÉ procedentes del bar del griego fueron muy bien recibidas. Zondi vertió el contenido de una de ellas en su vaso metálico y se retiró a una esquina.

—¡Cómo quema! —dijo Kramer, chupándose el labio superior—. ¿No hay leche?

—No, jefe.

—Vaya, qué fastidio, entonces más vale que nos pongamos en marcha. Pero antes de nada Johnny, ¿ya te ha dado Zondi la dirección de Sally en Jo’burg?

—39 Woodland Drive, Parktown.

—O bien Woodland Avenue, el conductor no estaba seguro.

—Lo encontraré, señor. ¿Pero cómo debo enfocarlo?

—De algo estamos seguros en cuanto a Boetie —dijo Kramer—; y es que empezó a comportarse de forma rara cuatro semanas antes de su muerte. O al menos en apariencia.

—¿Y entonces, señor?

—Que no creo que nadie pueda cambiar tanto en tan poco tiempo. Al actuar debemos tener siempre presente que hay dos Boeties; hay que encontrar el modo de que encajen. ¿De acuerdo?

Zondi movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Bien, el paso siguiente consiste en concretar cuándo se produjo exactamente este… cambio exterior. ¿Sugerencias?

—El domingo… durmió toda la mañana.

—Es perfectamente lógico si estaba muy cansado. Como tampoco hay nada anormal en el hecho de que no hiciese sus deberes y estuviese un poco raro el lunes por la mañana. Todo es más bien pasivo, no sé si me explico…

—¿El día que compró el periódico, tal vez?

—Caliente… pero incluso esto resultaría aceptable si admitimos su argumento de que deseaba perfeccionar su inglés. La primera vez que realmente hizo algo sorprendente para todos fue el martes, cuando dejó plantada a Hester.

—Sí, eso sí que es raro. Podría haber hecho doblete. Las dos niñas vivían en mundos muy alejados.

—¿Pero y los espías como Doreen West, con la que coincidía en la clase de baile?

—Era un riesgo que debía afrontar, teniente. De todas formas, siempre le quedaba recurrir a la mentira. Hester se lo habría tragado, más que creerse a una esnob inglesa malintencionada.

Kramer meneó la cabeza.

—Pero estamos hablando de Boetie Swanepoel —dijo—. Mentir o ser infiel no encaja con su estricta educación cristiana… y sabemos que Boetie odiaba a los embusteros. Creo que habría hecho cualquier cosa para evitar lo uno y lo otro.

—No sé… ¿Y qué pasa con las mentiras que tuvo que contarle a Sally?

—Tal vez no pudo evitarlas. Algunas mentiras te hacen sentir mal… otras no, si uno cree que hay una buena razón para ellas.

El café se había enfriado lo bastante como para poder ser bebido. Los tres se llevaron las tazas a los labios, reflexionando en silencio.

—Aun así, señor, si Boetie era el chaval íntegro que usted dice, no debió de resultarle fácil dejar a Hester sin explicarle el porqué.

—Sin duda… No es una decisión que se toma así como así. Estoy seguro de que Boetie le estuvo dando vueltas en la cabeza durante mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo diríais?

—¿Un día, señor?

—De acuerdo… aunque sea totalmente arbitrario. Lo interesante está en contar un día hacia atrás a partir del martes al mediodía, a la hora de comer, y ver a dónde nos lleva.

—¿Al momento en que Boetie compra el periódico?

—¿Y qué nombre aparecía en la noticia?

—¿El de Sally?

—Y también daba la edad de Sally.

Zondi ladeó su cabeza como un chacal intrigado.

—Había un denominador común, la edad —dijo Kramer—. Algo que podía facilitarle el acceso que quería a la familia Jarvis.

—¿Pero por qué…?

—Erase una vez —le interrumpió Kramer— un niño llamado Boetie, que quería atrapar a un ladrón…

»Bonita nos dijo que el sábado quince de noviembre salió por la noche a pasear en bicicleta; según Hennie, aún seguía patrullando por Greenside; por su parte el señor Swanepoel nos informó de que Boetie había dormido durante toda la mañana; conclusión, Boetie estuvo patrullando por Greenside hasta muy tarde la noche en que murió Andy.

»La iluminación nocturna en Greenside es escasa y casi siempre es difícil ver el interior de las fincas. Boetie contaba sólo con su oído para detectar si ocurría algo extraño.

»Tenemos una dirección en Greenside con la que podemos relacionarlo: el 10 de Rosebank Road. El mismo afirma haber visto algo. Pero no podríamos asegurar que fue en el número 10 si él no hubiese entrado.

»Así que debemos suponer que Boetie pasaba por delante cuando oyó uno o varios sonidos que le resultan extraños. Remueve el seto, encuentra un agujero en la alambrada y se mete. Lo único que ve es césped… y es de noche, no se olvide. Se dirige hacia el escondrijo más cercano.

—Los arbustos donde usted…

—Chut, un momento, amigo. Boetie se mete entre los arbustos hasta que se topa con la alambrada que rodea la pista de tenis. ¿Y qué hace? ¿La rodea?

—Si es inteligente…

—Pero también puede perfectamente ser que desde ese lugar pueda ver qué o quién está provocando el ruido.

—¡Pues claro, señor! Puede verlo claramente y por eso se queda ahí, rompiendo las ramitas del árbol, porque está viendo lo que pasa en el patio…

—Pero a través de la doble alambrada. Esto es importante porque aunque se quiera evitar es como cuando uno mira a los animales en las jaulas del zoo: el alambre siempre vuelve un poco borrosa la visión, sobre todo de noche. Volveré a esto luego.

—Lo que nos importa ahora es: ¿qué ve? Tomemos la versión oficial. Andy anda por ahí en pelotas, se cae a la piscina y no vuelve a salir.

—Amigo mío, lo dudo. En primer lugar, porque de ser así no se habría montado la que montó. Andy se hubiera ahogado y punto. En segundo lugar, porque Boetie era un buen nadador… recordad lo que dijo el Pastor. Si hubiese visto que alguien no volvía a la superficie, su primer instinto habría sido intentar salvarlo.

»Lo que nos obliga a elaborar una hipótesis alternativa, y empezar a preguntarnos por qué Boetie no acudió al rescate. O bien tuvo miedo, o bien no le pareció que tenía sentido hacerlo. ¿Qué se puede deducir de esto?

El primero en responder fue Zondi:

—Que había otra persona, jefe.

—O que sabía, señor, que Andy ya estaba muerto.

—Imposible, Johnny; no tenía la menor posibilidad de ver el fondo de la piscina desde el lugar en que se encontraba.

Antes de contestar, la mirada de Pembrook atravesó el cuarto en dirección a Zondi.

—Entonces debió tomar una decisión en función del comportamiento de alguien.

—¡Ah, o sea que al final Andy no estaba solo cuando decidió darse un chapuzón a la luz de la luna! Y lo que es más, esta otra persona no hizo ninguna tentativa de rescatarlo o de sacar su cuerpo y ponerlo en un lugar seco… No se puede aplicar la respiración artificial en el agua.

—¡Y eso es lo que vio Boetie!

—Más todo lo que hubo antes. Si yo digo que alguien ha muerto misteriosamente y que junto a esa persona había otra en ese mismo momento, ¿qué se puede deducir?

—Agresión.

—Podríamos ir un poco más lejos y, a la luz de lo ocurrido con Boetie, decir: asesinato. Pero limitémonos por ahora a hablar de delito.

—¿Y por qué él no…?

—Aquí entra lo que decía antes Zondi. Tenemos a Boetie que está siendo testigo de un crimen. Sabe que es un crimen, y sabe que inevitablemente intervendrá la policía porque su obligación es investigar todas las muertes accidentales. A su vez es lector del Club de los Detectives, que pone a la policía por las nubes. Nada puede escapar a sus ojos escrutadores. Y por supuesto, considera que el crimen que acaba de presenciar no será ninguna excepción.

—Diablos, señor, es tremendo.

—Simple lógica, nada más. Bien, ¿qué saca él de todo esto? Si le cuenta a la policía lo que ellos ya saben, sólo conseguirá que se rían. Si les cuenta lo que ellos mismos van a encontrar, le preguntarán cómo obtuvo la información. Entonces se da cuenta de que lo mejor es quedarse calladito.

—Un razonamiento tan frío sólo sería posible en un niño con la cabeza muy bien amueblada.

—La de Boetie, amigo Johnny. Bien, Boetie se escabulle y vuelve a casa, pero sólo es un niño de doce años, y acaba de ver morir a un hombre. No consigue dormir. El domingo por la mañana se queda dormido. Quizás al despertar todo le parecerá irreal, casi un sueño. Se olvida de hacer los deberes. El lunes quiere asegurarse de que realmente ha visto lo que ha visto… y también siente gran curiosidad por saber qué se dice sobre el caso. Cualquier crimen que se produzca en Greenside merecerá un titular en la prensa.

»Boetie compra un periódico. ¿Y qué encuentra? La noticia de una investigación según la cual Andy Cutler ha muerto accidentalmente. Debió alucinar. Y no me sorprendería que hubiese cometido el mismo error que cometimos nosotros al leer en la crónica: «Ahogo típico».

—Pero señor…

—Sí.

—¿Qué mejor argumento para ir a la policía? Su posición no podía ser más sólida.

—No, no… aún podía ser más sólida. La carta dice, en este párrafo: «Creo que podré demostrarle que se ha cometido un grave error».

—No se debe olvidar la trifulca de Boetie con el jefe de la comisaría. Le escoció mucho. No quería tanto revelar el crimen como utilizarlo para demostrar lo útiles que podían llegar a ser él y los Leopardos de la Medianoche.

Pembrook levantó el puño de la camisa para mirar el reloj y frunció el ceño.

—¿Comprendéis? —dijo Kramer inclinándose hacia delante—; lo que Boetie planeaba no era presentarse a la policía sólo como testigo presencial, sino presentar el maldito caso resuelto y atado por todas sus costuras. Pruebas reales, como un detective real.

—Francamente, señor, me parece increíble.

—De acuerdo, veámoslo desde otro ángulo. Hasta el momento en que Boetie ve el artículo en el periódico no tiene ninguna razón para dudar de su interpretación sobre lo ocurrido en la piscina. Pero ahora se enfrenta a lo que parece un enorme error. ¿O no es así? Sólo tendrá la verdadera respuesta si investiga, y eso prefiere hacerlo él mismo.

—Para que nadie pudiera burlarse de él —murmuró Zondi.

—¿Y bien, Johnny?

Pembrook continuó girando el carro de la máquina de escribir, con un ruido irritante. Levantó bruscamente la cabeza.

—Para mí, lo que buscaba era algo que respaldase su versión. Uno o dos hechos exteriores, quizá. Si hubiera ido al jefe de la comisaría con su historia, éste podría haberla rechazado por considerarla meros rumores repugnantes y maliciosos… sobre todo después de la cautela con que se había tratado el asunto. Coincido con usted en eso, pero entonces no puedo entender por qué lo menciona en su carta al Club de los Detectives. Ni siquiera por qué escribió.

—Buena observación, Johnny. Mi teoría es que simplemente sintió que debía decírselo a alguien. Como hemos visto, para esos niños el Club es parte de sus vidas.

—Humm. ¿Y dónde nos conduce todo esto, señor?

—Un momento… la alambrada. Es posible que le provocara dudas, que fueron creciendo más y más. A esa distancia no estaría necesariamente en condiciones de proporcionar una buena descripción de la otra persona. Tendría que volver a verlos, de manera que decide introducirse en la familia. Se da cuenta de que Sally tiene doce años, y de algún modo se entera de que va a clases de baile. No hay por qué darle demasiadas vueltas a esto. En primer lugar, es una deducción razonable considerando el tipo de chica que es Sally… y en segundo lugar, sabemos que Boetie entrenaba en las piscinas municipales con muchachos ingleses. Ellos pudieron informarle.

»A partir de ese momento, Hester es un estorbo. Quiere que él vaya con ella, que la acompañe, y no se traga fácilmente las excusas que él le da. Es un obstáculo en el camino. Pero el cargo de conciencia interviene de nuevo, me parece que es un factor muy importante. Y por encima de todo, la ruptura le empuja al fin a poner en marcha sus planes.

»Boetie se acicala y el viernes por la noche va a la sala de baile. Naturalmente, Sally se siente muy halagada al ver que, para variar, un muchacho le hace caso. Probablemente está tan afamada que no le importa que sea un niño afrikáner, o quizá le gusta jugar a la hija rebelde. Con un padre como el que tiene no me sorprendería lo más mínimo. A partir de ese momento Boetie se abre poco a poco camino dentro de la casa e intenta averiguar todo lo posible.

—Sin embargo no parece haber avanzado mucho después de varias visitas.

—¿Quién dice eso? Al final debió de llegar a alguna parte, se deduce de la forma en que le pidió a Hennie que cuidase la caja de caramelos.

Pembrook la abrió.

—Apuesto a que estos códigos pueden explicar unas cuantas cosas. Lástima que no hubiera nada en su cuarto… me pasé dos horas allí ¿sabe?

—De eso me voy a encargar en cuanto os vayáis. Joder, ¿qué hora es? Más vale que os marchéis ya.

Zondi le pasó a Pembrook el impermeable y una pequeña maleta; lo despidió con una especie de reverencia, que no funcionó del todo.

—Telefonearé mañana por la mañana, señor. Creo saber lo que desea usted de la señorita Jarvis.

—¿Qué?

—Sobre todo la confirmación de si Boetie le contaba chistes verdes a ella también. Es lo único que no encaja en nada de lo que tenemos hasta ahora.

—Pembrook, eres un encanto —sonrió Kramer.

ESA TARDE DE JUEVES el agente Hendricks conducía el Ford blindado que trasladaba a Danny Govender desde los calabozos de seguridad hasta el juzgado local donde su prisión preventiva iba a ser prolongada.

Hendricks estaba muy contento, pues una vez más había conseguido que le transfiriesen a un puesto que consideraba mucho más agradable… Esta vez confiaba en haber encontrado al fin su lugar. Nadie conseguía ser trasladado con tanta facilidad como él. Volvió a preguntarse si, de hecho, no sería un tipo afortunado. Un sargento había dicho en una ocasión algo a este respecto.

Aunque el tráfico era escaso, Hendriks mantenía una velocidad moderada. Todo el secreto a la hora de transportar prisioneros radicaba en saber administrar el tiempo; si el viaje era demasiado rápido, la administración de la cárcel seguro que le buscaba a uno algo de papeleo que hacer; si era demasiado lento, el sargento a cargo de la penitenciaría lo ponía verde a uno delante de la chusma negra.

Por el retrovisor observó satisfecho que el único ocupante de la celda de la parte trasera iba sentado muy tranquilo y sin armar bulla. He aquí un caso interesante, se dijo: este hindú pretencioso que pretende haber ido a un barrio elegante para desenterrar a un perro. ¡Menuda historia! Y por si fuera poco, todo el mundo estaba convencido de que había algo más detrás de todo aquello, y que tal vez podrían engatusarlo para que lo contara.

Los pensamientos de Hendriks volvieron hacia sí mismo. Realmente, al echar la vista atrás y analizar fríamente lo que había sido su carrera en el cuerpo hasta ese momento, sólo podía detectar un pequeño defecto: una marcada tendencia a los despistes.

Y ésa era una de las razones por las que se encontraba tan a gusto con su trabajo actual. No tenía que recordar nada… ni mensajes, ni turnos de ronda, ni las caras de la lista de fugitivos. Nada. Todo su trabajo consistía en contar a los prisioneros cuando entraban en el furgón, echar el candado, conducir, contarlos cuando bajaban y entregar los papeles.

Un hipo repentino le trajo el sabor del café muy cargado que le había servido la portera del Centro de Seguridad. Una mujer simpática que siempre le hacía sentirse a gusto. Y era bueno tomarse cinco minutos para darle un descanso a los pies.

¡Coño! Un cretino iba tocando el claxon detrás para que le dejase adelantar: se iba a enterar el tío…

Un camión de bomberos lo adelantó a toda mecha, con la sirena aullando en un gemido irónico. Hendriks juraría que el chimpancé sentado al lado del conductor le había hecho un corte de mangas.

¡Se iban a enterar ahora ésos!

El furgón inició la persecución: la inscripción POLICÍA le confería la misma inmunidad respecto a las normas de tráfico, y todos los vehículos fueron apartándose hacia la cuneta.

La aguja del cuentakilómetros empezó a subir para satisfacción de Hendriks, que aún tuvo tiempo para echarle un vistazo al prisionero por el espejo retrovisor. El diablillo se lo estaba pasando en grande. No habría ninguna queja, y como la hubiese…

Vaya, el camión de los bomberos se daba por vencido en la intersección con Binswood Avenue. Quizás fuese una esquina sin visibilidad, pero eso no era motivo para reducir a primera. Iban a ver ahora lo que era bueno. El camión de bomberos desapareció de su vista.

Hendriks se apoyó contra la puerta y lanzó el furgón a tumba abierta.

Salió de la curva y cogió Binswood Avenue a 50 por hora. Aunque al volante la velocidad parecía mayor de lo que era en realidad, Hendriks disponía de una distancia de reacción de unos diez metros y otros quince para frenar. Mientras recorría los primeros diez metros pensó en el camión cisterna volcado que bloqueaba completamente la carretera y cuya carga de desparramaba sobre el asfalto saliéndose a través de las junturas rotas. Sólo entonces empezó a frenar.

Había recorrido los veinticinco metros desde el cruce —donde por poco rasca al camión de los bomberos— cuando el parachoques del furgón chocó contra el vehículo accidentado. Era sorprendente cómo los neumáticos todo terreno habían respondido sobre el asfalto ya casi cubierto de gasolina.

Un bombero abrió violentamente la puerta.

—Sal de ahí, cretino. Esto puede explotar en cualquier momento.

Con piernas temblorosas, Hendriks salió y fue llevado a lugar seguro.

—¿Hay alguien ahí dentro? —preguntó el jefe de bomberos, y Hendriks movió la cabeza afirmativamente.

—Entonces dame la jodida llave, tío. Rápido.

Hendriks se palpó el bolsillo. Después el otro bolsillo. Se palpó los tres bolsillos restantes.

—¡Joder, no! La olvidé cuando tomé el café —tartamudeó—. No hace falta para cerrar y…

—¡Corten el cerrojo! —rugió el jefe de bomberos. No fue necesario insistir pues dos de sus hombres corrían ya hacia el furgón con la herramienta necesaria.

El tubo de escape de la furgoneta policial hizo que ardieran los vapores… ésa fue al menos la explicación mas verosímil, pues la primera explosión se produjo debajo del capó. Le siguieron otras nueve y con ellas unas llamaradas tan altas como las paredes del infierno.

Por suerte para los dos bomberos, la explosión inicial los lanzó hacia atrás, antes de que sus botas se impregnasen de gasolina. No se desmayaron inmediatamente, y pudieron escuchar, por mucho que intentaran no hacerlo, los gritos de Danny Govender… que se quemaba vivo.

Una muerte horrible para un niño de doce años; pero nada más que un accidente.