MIENTRAS ESPERABA A QUE ZONDI volviera con nuevas informaciones, Kramer ordenó a Pembrook que buscara la caja de caramelos en la caja fuerte para examinar el contenido una vez recobrada la energía en aquella mañana lluviosa. No eran de extrañar los resfriados con un tiempo tan imprevisible.
—Coja la silla de Zondi pero no se me acerque demasiado —dijo Kramer.
Pembrook obedeció con un estornudo.
—Pasé por casa de los Swanepoel a la hora del desayuno, señor —empezó Pembrook—. La mención del padre al domingo ése en que Boetie durmió por la mañana y no acudió a misa por primera vez corresponde al… 16 de noviembre.
—¡Estupendo! Ahora ya todo queda reducido a la mañana posterior, por así decir.
—Y esto le hizo recordar a Bonita que Boetie había estado muy animado la mañana anterior. Había cambiado su bicicleta por otra mejor, con dinamo… Dijo que saldría a probarla y que volvería tarde.
—Todavía mejor. Pero aún no entiendo por qué los padres no le preguntaron nunca qué se traía entre manos.
—Siguen repitiendo lo mismo: confiaban en su hijo y en…
—¿Y en quién más?
—En Dios.
Kramer anotó esa palabra en su cuaderno de notas. Después abrió la caja, le entregó a Pembrook dos pedazos de papel y desplegó el tercero.
—Tengo la impresión —dijo— de que todo este material podría decirnos mucho sobre lo que nuestro amiguito sabía. El problema es descubrir cómo funcionan.
—¿No deberíamos empezar por determinar si está en código o cifrado, señor?
—¿Eh? Repítelo por favor. Y dímelo en afrikáans esta vez.
El detective en prácticas se revolvió en la silla.
—Lo siento, señor, pero desconozco el equivalente de «cifrado» en afrikáans.
—¿Qué significa entonces?
—Que uno asigna a cada letra del alfabeto un número o una señal, quizá intercambia el significado de las letras, y escribe de acuerdo con esos nuevos valores.
—No me joda, Pembrook, eso es un código.
—No, señor… no según lo que pude leer en cierta ocasión. Código es cuando una letra significa una palabra completa… o, por ejemplo, cuando un dibujo, un círculo digamos, equivale a «barco de guerra». El problema es que uno no puede escribir lo que quiere: ha de tener al lado un manual del código.
Kramer husmeó en el interior de la caja.
—Pues ahí dentro no hay nada.
—También eso es un problema, señor —continuó Pembrook, en tono más bien aprensivo—; no se puede hacer nada sin él.
—Hummm.
Un prisionero se deslizó al interior del despacho para fregar el suelo; por señas, Kramer le indicó que se largase.
—Visto que sabes tanto sobre estas cosas, amigo mío, ¿por qué no me dices si esto está en código o cifrado?
Pembrook ahogó un estornudo en su pañuelo, que empleó cierto tiempo en plegar.
—¿No podría preguntar al Departamento de Seguridad, señor? Se supone que ellos saben todo lo que hay que saber… al menos más que yo.
—¿Cómo? ¿Y quedar yo como un idiota ante ellos si ahí no pone más que bobadas? Recuerda, Pembrook, que estamos hablando de un niño de doce años.
—Sí, señor.
—¿Y bien?
—Creo que está en código, señor. Observe que todas las filas de letras están derechas y que aparecen en un recuadro. Mantienen cierta estructura, que sería innecesario si la cosa se limitara a cambiar el significado de las letras. Debe corresponder a alguna clave.
—¡Por supuesto! Eso explica lo del papel calco.
Pembrook se ruborizó con incómodo orgullo.
—¿Cree que debo echar otro vistazo a su cuarto, señor?
Pero Kramer no lo escuchaba. Estaba examinando atentamente los tres papelitos, superponiendo uno sobre otro y sosteniéndolos al trasluz.
—Inútil —dijo finalmente—, no puedo ver nada así. Pero puedo ayudarte un poco en tu búsqueda. Fíjate que no hay rasgones a pesar de que utilizó un pañuelo de papel y un lápiz afilado… ni siquiera hay irregularidades en estas líneas. Sólo pudo hacerlo sobre una superficie lisa y muy dura.
—¿La tapa de un libro?
—Mucho más dura aún. Probablemente algún tipo de plástico, o una lata.
—¿Y pudo hacerlo en su cuarto?
—¿Por qué no? Un trabajo así requiere tiempo, e intimidad.
Pembrook extendió el brazo para recoger su impermeable pero Kramer lo detuvo.
—Esperemos a escuchar primero lo que tenga que decirnos Zondi —exclamó—, estoy harto de tener que repetir siempre todo.
EL ABUELO GOVENDER estaba poniéndose pesadísimo. Como no podían decirle que era un viejo gagá, la familia no disponía de medio alguno para explicarle por qué no entendía lo que le había pasado a Danny. Y allí estaba en los pasillos del juzgado, aferrado a sus pertenencias como Gandhi en sus últimos días, chupando una naranja con sus encías sin dientes y meneando de un lado a otro la cabeza.
—¡Calumnias, todo calumnias!
—Escuche, abuelo —exclamó su hijo Sammy—, Danny fue arrestado ayer por la policía, y hoy debe ser conducido a un lugar seguro hasta qué descubran lo que ha hecho.
—Sólo está en prisión preventiva —declaró el primo segundo.
—Dicen que iba con herramientas de ladrón, abuelo —añadió Sammy—. No vuelva a hacer ruido aquí o será muy malo para todos… incluido Danny.
—¿Qué herramientas?
El rostro de Sammy se contrajo en una mueca dolorosa.
—Una pala —dijo el primo segundo.
—¡Calumnias! —gritó el abuelo, escupiendo una pepita al decirlo.
—A veces te detienen por llevar una lima de uñas —dijo uno de los tíos de Danny, que había pasado por dicha experiencia.
—¿Qué os pasa a todos? —explotó el abuelo. ¿Es que pensáis que estoy gagá?
ZONDI SÓLO QUERÍA hablar de los perros. Para ahorrarse complicaciones, había dejado el Chevrolet a cierta distancia del número 10 de Rosebank Road, y había hecho el resto del camino a pie, vestido lo peor posible, como se le había indicado. Al cabo de unos pocos metros se sintió como la atracción principal en una cacería del chacal. Una vieja pájara que podaba un rosal y llevaba un sombrero de ala ancha animó incluso a su caniche a que se uniese a la cacería.
—¡Qué vergüenza! —se desternilló Kramer—. ¿No sacaste la credencial?
Zondi dio unas palmaditas a la Walther PPK que llevaba en la funda sobaquera.
—La próxima vez, jefe… —gruñó.
—Que no te oiga el coronel, moreno. Siempre esta diciendo que no quiere un Sharpeville en la zona.
Pembrook no parecía a gusto en semejante compañía. Aún tenía que acostumbrarse a la idea de que el trabajo en Homicidios requería esos equipos mixtos, y que por lo tanto serían parte de su rutina. Kramer se sentía también extrañamente irritado.
—¿A qué vienen esas miraditas? —preguntó bruscamente—. ¿Eres un liberal o algo parecido?
—¿Cómo, señor?
—Olvídalo. Y ahora Zondi, aunque mi corazón llora por lo que te ha ocurrido, cuéntanos qué has descubierto. Somos gente ocupada.
Zondi empezó, como buen bantú, por el principio. Les contó cómo, con su chaqueta y pantalones harapientos, se había acercado furtivamente hasta la puerta de la galería trasera de la casa de los Jarvis, e informó a la criada de que buscaba trabajo de bracero. La criada volvió y le dijo que no había trabajo por el momento. Después pidió un poco de comida. Le entregaron en el umbral de la puerta una rebanada de pan duro untado con espesa mermelada de albaricoque y una taza de té negro fuerte, sin leche, y mucho azúcar. Obtuvo permiso para comer en el recinto de los criados.
Y allí se encontró con un tal Jackson Zulu, cocinero jefe, que estaba descansando de sus fatigas y planeaba sin prisas el menú del mediodía. Jackson miró de reojo al recién llegado y le ordenó que pasase a la carbonera. Tenía un estilo tan persuasivo que Zondi casi obedece.
Después, Zondi le enseñó a Jackson las esposas y sugirió una charla confidencial, entre amigos. Pero Jackson era un pájaro de mucha cuenta. Antes de acceder a nada, le pidió a Zondi que deletrease la palabra «espárrago», pues si de verdad era detective de la policía, tenía que ser un hombre culto. Cosa rara, Zondi consiguió deletrear la palabra. Y Jackson aprovechó para anotar la palabra en el anverso de una vieja factura, en una lista con otros productos. Después se declaró dispuesto a todo lo que se terciara. Sentía un gran respeto por la policía, como toda persona que tiene algo que perder.
A partir de ahí todo fue sobre ruedas. Astutamente, Zondi centró el interrogatorio en el personal, reservando a las preguntas sobre la familia un mero interés de cortesía, de manera que Jackson pudiera sentirse importante.
Los Jarvis daban empleo a un cocinero, a una gobernanta, que cocinaba en ausencia de éste, a una criada, a una lavandera a media jornada, a un jardinero y a un mozalbete que lo ayudaba. Todos llevaban algún tiempo con la familia, y habían llegado con referencias de primera.
—Continúa —dijo Kramer, mientras le lanzaba un cigarrillo a Pembrook. El humo quizá pudiera secar el goteo de su condenada nariz.
Zondi pareció un poco ofendido, pero siguió. El capitán Jarvis, —era capitán del ejército— era considerado un buen amo. Muy detallista en todo, a veces profería juramentos tremendos en un idioma que nadie podía entender. Pero era justo. Lo más curioso es que nunca iba a trabajar. Jackson, en cierta ocasión, había interrogado con mucho tacto al ama en busca de alguna explicación, pero ella le había contado una historia muy larga sobre acciones petrolíferas, que no consiguió entender. Pero todo eso no tenía gran importancia, pues allí el salario estaba por encima de la media.
Jackson quería mucho al ama. Era mucho más joven que su marido y nunca se enfadaba. También tenía muchos olvidos, y por eso dejaba que Jackson se ocupara de todo, incluso de encargar la compra por teléfono. Le honraba mucho esa confianza; confianza de la que Jackson, por supuesto, era merecedor. Zondi se mostró enteramente de acuerdo con él.
Aquello contribuyó a embotar la desconfianza del cocinero. Jackson confesó entonces que la casa de los Jarvis era, a veces, un lugar poco agradable. La noche del cumpleaños de la hija mayor, por ejemplo. Hubo una cena de gala con diez invitados y un menú de, por lo menos, seis deliciosos platos, que Jackson había servido personalmente en uniforme de gala, con su fajín rojo y guantes blancos. Le pareció que la señora estaba muy feliz y comunicativa. Sí, hablaba tan alto como las mujeres de su raza cuando están contentas. Y después, sin embargo, estalló una pelea en el cuarto de la señora —los amos dormían en habitaciones separadas—, y la cosa degeneró tanto que se le ordenó a él y a los otros criados que dejasen lo de fregar los platos para el día siguiente. El amo había gritado que los invitados dirían cosas sobre ella muy dolorosas para la familia.
Jackson se encogió de hombros. Conocía la manera de ser de los europeos hasta cierto punto, pero más allá de cierto punto, no entendía gran cosa… Quizá el capitán había bebido demasiado. Cualquiera que no hubiera bebido podría ver la atención con que escuchaban los invitados a la señora, y habría podido oír el ruido de sus risas.
¿La hija mayor? No era mala, sólo un poco descarada. También muy perezosa a la hora de levantarse, y había que llevarle el desayuno a la cama. Lo atribuía al hecho de que tenía un amante, el señorito Glen.
La hija menor, Sally, era de una pasta muy distinta. Se parecía más a su madre, pero no era tan bonita como su hermana, ¡guau!; pero qué triste era, al menos hasta que al fin también ella se echó un noviete, un chico que al principio venía sólo a nadar, pero que terminó invitado incluso a comer.
También esa comida le traía malos recuerdos, aunque Jackson se apresuró a puntualizar que los platos habían sido, como siempre, de campeonato, a la altura de un chef de primera. El problema es que el chico había comido el pescado con los cubiertos de la carne. Después, cuando se sirvió carne, intentó cortar el filete con el cuchillo del pescado. La señorita se había enfadado muchísimo por las risas generales cuando su amorcito dijo que el cuchillo no estaba bien afilado. Cuando él se marchó, ella se quedó llorando. Sólo el ama se compadeció, y le pidió a Jackson que preparase un helado. Después de este incidente, Jackson empezó a servirles la comida a los jóvenes en mesa aparte, en la galería trasera. Se rumoreaba —añadió Jackson en un susurro— que a pesar de hablar inglés, el chico era en realidad un amaboona. Un bóer.
Zondi saboreaba el efecto que causaba esa reconstitución, con toda su carga ominosa. Kramer se lo estaba tomando mucho mejor que Pembrook, quien, por una u otra razón, parecía profundamente irritado.
Zondi refirió a continuación que Jackson insistió en hablarle sobre el ayudante del jardinero, del que desconfiaba; tenía la curiosa costumbre de irse a dormir inmediatamente después de la cena. Pero lo que Zondi quería saber era si la historia de la señorita tenía final feliz.
El muchacho había pasado por casa el sábado, dijo Jackson. No, no había vuelto desde entonces, pues la señorita se había marchado de repente a pasar una temporada con sus abuelos en Johannesburgo. Eso fue el lunes. ¡Ah sí, claro!, había un nuevo chofer, por entonces. Los condujo a ella y al amo a la ciudad.
—¿Y qué pasa con el americano? —preguntó Kramer.
—Jackson no contó demasiado, jefe, porque ese mes lo pasó fuera, en su kraal[1]. Sólo pudo decirme que, según las criadas, era un chico bastante raro. Tenía la costumbre de partir en pedacitos la comida antes de…
—Zondi, abrevia sobre los modales en la mesa, ¿quieres?
—También me contó que hablaba con las criadas como si fuesen blancas. Tenían miedo de que fuese un chalado…
—¿Y eso es todo?
—Bueno, otra cosa más. Las criadas le dijeron a Jackson que, una mañana, la encargada de las habitaciones encontró un calcetín entre las sábanas de la hija mayor. La lavandera la ayudó a devolverlo a su lugar.
—Al cajón del armario del joven Andy, sin duda.
Zondi asintió, riéndose.
—Maldito seas ¿Por qué no empezaste por ahí la historia? De todas formas hemos aprendido un montón, ¿eh, Pembrook?
—Hemos aprendido mucho, efectivamente, señor.
—Aún pareces enfadado. ¿Qué te pasa, Pembrook?
—¿Debo responder a eso, señor?
—Zondi, sal un momento.
Zondi salió, cerrando cuidadosamente la puerta tras él.
—Venga, agente, habla claro.
—Verá, señor, no me parece que haya sido un método muy apropiado enviar a… enviar a Zondi, señor. Lo siento, señor.
Kramer le volvió la espalda y encaró la calle desde la ventana.
—No te parece ortodoxo, ¿es eso? Tampoco lo que le pasó a Boetie Swanepoel fue muy ortodoxo, agente. No te olvides de eso. Y para ayudar a que te sitúes en la perspectiva correcta de tu trabajo, ahora mismo vas a ir al depósito de cadáveres y vas a pedir que te enseñen el cuerpo. Quiero que lo toques con la mano izquierda. Después yo te meteré el dedo en tinta y no te lo lavarás hasta que este caso esté concluido y listo para sentencia. ¿Entendido?
—No, señor. Quiero decir…
—¿¡Qué quieres decir, Pembrook!?
—Ya he visto a Boetie, señor. No es eso. Lo que me preocupa es qué pasará si el cocinero se lo cuenta a sus amos. Si nos equivocamos…
La carcajada de Kramer lo interrumpió.
—Joder, Pembrook, vamos a dejar que vuelva nuestro narrador y a ver si él consigue calmar tus recelos. Tienes buenas aptitudes para trabajar en investigaciones criminales, pero aún te queda mucho que aprender.
Zondi volvió a entrar, con cautela.
—Sargento, ¿hablaste con algún otro criado?
—No, señor.
—¿Y cómo terminó tu entrevista con el bantú llamado Tackson Zulu?
—Le pedí que me enseñase su habitación, señor.
—¿Por qué razón?
—Para admirarla, señor.
—¿Y qué sacaste en claro?
Por toda respuesta, Zondi extrajo un sobre oficial del bolsillo de la chaqueta, lo abrió y dejó caer sobre la mesa su contenido: dos cuchillos de postre en plata de ley, con un escudo labrado. No había una sola habitación de criado en todo el país donde no se escondiera el fruto de algún pequeño hurto.
—¿Le diste a Zulu un comprobante por los cuchillos?
—No quería ninguno, señor.
—¿Pero lo cogió?
—Sí, teniente. Le dije que lo guardase en lugar seguro mientras veía yo si seguía o no esta línea de investigación.
—¿Y cómo reaccionó cuando ya te marchabas? ¿Parlanchín?
—Dijo que permanecería muy quedo, señor.
Pembrook, cuya bisoñez le impedía disimular su asombro ante el repentino dominio del afrikaans culto de que hacía gala Zondi, estalló en una carcajada, por primera vez.
—¡Ahora esto sí me parece ortodoxo, señor! —exclamó.
—Naturalmente —replicó Kramer—. Bien, ahora creo que ha llegado el momento de ponernos otra vez en movimiento: tú, para registrar la habitación, y yo para hacerle una visita a los Jarvis. Zondi ya tiene bastante con quedarse aquí, y recuperarse de la pelea de ayer por la noche con el hechicero asesino del hacha.
Empezaron a caminar hacia el pasillo.
—¿Por qué lleva ese palo, señor? —preguntó Pembrook.
—Para serte sincero, amigo mío, a mí tampoco me gustan nada los perros.
—Pero no hay ningún perro en el número 10 —le tranquilizó Zondi—. La perra que había se murió.
LA ÚLTIMA CLASE antes del recreo le provocó esa irritante dentera que, normalmente, Lisbet asociaba con una tiza chirriando en el encerado.
Finalmente, claudicó en su intento de inculcarles a los alumnos algún tipo de interés por la onomatopeya en los primeros tiempos de la poesía afrikaans. Les pidió a los chicos que leyesen.
Inmediatamente se alzaron todas las manos. No tardaría ni un minuto en estrangularlos uno a uno.
—¿Qué pasa ahora, Jan?
—Todavía no nos ha llevado a la biblioteca esta semana —se quejó el niño, muy formal—. Ya hemos leído todos los libros.
—Sí, señorita —replicaron los demás a coro, como si de repente tuvieran derecho a la mejor educación posible.
Cabritos. Los niños detectaban cualquier debilidad antes que nadie.
—¿Han llegado ya las revistas? —preguntó Jan.
—Buena idea. Están en mi despacho. Ahora vengo.
Lisbet sacó el paquete, rasgó el envoltorio y separó la pila en dos montones.
—Hester y Dirk, distribuidlas por favor, en silencio y rápido. Luego podéis leer hasta que suene la campana.
—¿Puedo hacer el crucigrama, señorita?
—Puedes, Jan.
A veces Lisbet, si lo pensaba con malicia, tenía la desagradable sospecha de que Jan se aprovechaba de su labio leporino, convencido de que nadie se atrevería a levantarle la voz. Sería como ponerle una zancadilla a un tullido.
Silencio.
Lisbet se entregó por fin a lo que había deseado hacer durante toda la mañana: leer las redacciones de Boetie con la esperanza de encontrar en ellas algo que pudiera resultar significativo. El año que había pasado en el instituto de formación de profesorado incluía una asignatura de psicología elemental, así que sabía algo sobre los mecanismos de proyección.
—¿Señorita?
—¡Jan! ¿No te he dicho que quería silencio?
—Me gustaría enseñarle algo, señorita.
Parecía muy afectado. Y sincero, además.
—¿De qué se trata? Espero que sea importante. Dímelo desde tu sitio.
Jan señaló hacia Hester, pero sin que la niña lo notara. Lisbet comprendió la señal pero frunció el ceño.
—De acuerdo, ven aquí si no queda más remedio.
Jan caminó de puntillas hasta el estrado y dejó la revista frente a los ojos de la profesora. Señaló con el dedo la Sección de cartas del Club de los Detectives…
—¿Ve, señorita? Lleva la firma de Boetie.
Lisbet la leyó de una tirada sin respirar.
—Jan —murmuró—, no creo que esto tenga por qué dolerle a Hester. Pero yo tengo que hacer una llamada telefónica. ¿Puedo dejarte al mando de la clase?
—Si usted quiere, señorita.
Lisbet abandonó corriendo el aula.
EL AGENTE DE POLICÍA que se encargaba de la centralita de la comisaría se volvió hacia su compañero, el que llevaba las cuentas de la cantina:
—¿Pero qué carajo le estáis poniendo en el café a Kramer últimamente?
—Kramer no toma aquí el café. ¿Por qué?
—Entonces debe de ser el griego de la esquina.
—¿Eli?
—El que le pone algo en el café.
—Mira, si vas a seguir así toda la mañana, me voy con mis bártulos a la otra oficina.
—Hombre, no te lo tomes así… Sólo era un chiste. Lo que quiero decir es que un tipo como él no es un tenorio, tiene que haber otra cosa…
—¿Por qué no me dices qué pasa?
—Nada, es que ahora hay dos tipas, y las dos quieren hablar con él. Tienen una voz muy sexy, te lo aseguro.
—¿Y?
—Pues que las dos están venga a llamar y a llamar, y yo no les puedo poner con él. Kramer se ha largado y, como siempre, no tengo ni idea de dónde habrá ido. Igual hasta les digo algo, parecen muy bien dispuestas, ya sabes…
UNA DE LAS CRIADAS BANTÚ de uniforme acompañó a Kramer hasta al vestíbulo y salió para informar a los señores de su llegada.
De haber sido blanca, Kramer se hubiese sentido como en un plato de cine. El tiempo contribuía a incrementar la extraña sensación que producía el lugar, con la lluvia repicando en las estrechas ventanas con cristalitos en forma de rombo que flanqueaban la enorme puerta de madera; y eso que no había visto más de dos películas en su vida que transcurrieran en Inglaterra, pero ambas le habían impresionado mucho… en gran parte porque la extraña muchacha que insistió en ir a verlas tuvo la coquetería femenina de no permitir que le desabrochase los botones.
Kramer se quitó el impermeable y lo colgó junto a otras prendas en una especie de perchero hecho con cuernos. A qué animal podían pertenecer era algo que le hizo examinar la pequeña placa de plata en la parte inferior. Leyó: «Comedor de suboficiales. -Fort George». Una información ciertamente muy útil.
Volvió hacia la puerta para limpiarse los zapatos en el felpudo antes de afrontar la flamante extensión de la alfombra persa. Los techos eran muy bajos. Palpó una de las vigas y comprobó que, en realidad, era de cemento disimulado bajo una capa de pintura, engaño muy indicado en un país de termitas. La razón de ser de una hilera de discos de cobre grabados con imágenes se le escapaba por completo.
Pero la función básica del resto de los adornos se entendía con facilidad, aunque cabía preguntarse si algunos tendrían la licencia correspondiente. Pistolas antiguas, espadas, una ballesta, un juego de dagas, un hacha guerrera; también había un gong enorme, un florero que le llegaba hasta la cintura lleno de juncos, y lienzos con jinetes de casacas rojas saltando vallas campestres, en uno de los cuales se veía a un granjero furibundo amenazándolos con un palo.
Por mucho que buscaba, no encontraba nada específicamente africano. En cuanto a los bibelots, la mayoría eran baratijas de las que se pueden encontrar en los canastos cubiertos por telas de los hindúes en los mercadillos de Durban, aunque más feos y tristones. Y eso que con tanto criado podía suponerse que…
La sirvienta volvió para informarle, coquetona y entre risitas, que el amo que se reuniría de inmediato con él en el salón.
Como al tomar el sendero privado había ido examinando la vasta mansión con techo de bálago, Kramer pudo recomponer mentalmente la distribución de los cuartos, así que abrió la puerta correcta.
Al fondo, sobre un suelo reluciente, destacaba la figura del capitán Peter Jarvis, de espaldas a la gigantesca chimenea en cuyo hueco se distinguía un radiador de una única resistencia para el invierno. A pesar de la distancia que mediaba entre ambos, los rasgos de Jarvis, y en particular su bigote, se dibujaban con toda claridad. Eran rasgos muy marcados, aunque quizá su intensidad física se debiera a la piel muy oscura. El rostro estaba especialmente bronceado, al menos hasta el cuello de la camisa; tenía circulitos rojos en las mejillas, y un bigote negro como el azabache; los ojos pardos y el pelo en torno a la calva muy gris contrastaban con la dentadura, tan blanca como una pelota de golf nueva. Lo primero que pensó Kramer fue que parecía un arquetipo de soldado; le pareció una comparación demasiado trillada, pero ya no se le ocurrió ninguna mejor. Pero ésa era la impresión que producía Jarvis, erguido y orgulloso, con su robusto metro setenta, sin heridas ni tatuajes.
Su traje era de tono tan apagado como el resto del mobiliario, salvo por la presencia de un clavel en el ojal.
—Es de caballeros pedir cita, teniente —observó Jarvis en un inglés castrense algo apremiante—; pero dado que ya está usted aquí le ruego que pase. Lamento no poder hablar en holandés de la Ciudad del Cabo.
—No se preocupe. Me pagan por ser bilingüe. Sólo quisiera hacerle unas preguntas de rutina.
Kramer avanzó sobre las diversas alfombras, como si fueran piedras sobre las que vadear un río, hasta la butaca de cuero que, con gesto apocado, le indicó Jarvis.
—¿Una bebida?
—Quizá más tarde. ¿No está su esposa esta mañana?
—Está, pero no creo que haya motivo para molestarla.
—A mí me parece evidente, señor.
—¿De veras? Nunca pensé que nuestra relación con el chico pudiera merecer su atención. No fue más que algo pasajero en la vida de Sally Ann.
—¿Es una mera suposición, no?
—No supo hacerse querer, me temo; fue inevitable, en realidad. No era exactamente de nuestro…
—Continúe, se lo ruego.
Jarvis estudió a Kramer cuidadosamente.
—¿Debo decirlo teniente?… De nuestro agrado.
—Ajá. Y sin embargo visitaba su casa con frecuencia.
—Eso es lo que dicen sus compañeros de la escuela, ¿verdad? Me imagino que debía exagerar, para impresionarlos. No creo que sus visitas pasaran de la media docena, como mucho.
—Entonces no lamenta usted que haya muerto.
—¡Es una observación intolerable, teniente! ¡Le exijo que la retire ahora mismo!
—Sólo era un comentario, capitán. No sería usted el único, sabe…
Jarvis agarró una jarra de la bandeja y se sirvió un whisky.
—Creo que, después de todo, aceptaré su invitación, capitán.
—Así me gusta.
La tensión disminuyó ligeramente cuando el capitán se sentó. Alzaron los vasos y bebieron.
—Imagino que prefiere usted el coñac de Ciudad del Cabo —comentó Jarvis, para dar conversación.
—Para decirle la verdad, capitán, suelo beber Pernod.
—Curioso —murmuró Jarvis para sí, antes de añadir rápidamente—: ¿quiere saber algo en particular sobre el muchacho?
—Sí. Nos gustaría saber cuándo estuvo aquí por última vez.
—El sábado por la tarde. Vino a bañarse, imagino.
—Entonces, ¿su hija y el chico mantuvieron la amistad hasta ese momento?
—Ese fue el día que rompieron, teniente. Se pasó de la raya con alguna de sus obscenidades de colegial. A mi hija mayor no le gustó. Sally intentó salir en su defensa, y durante la trifulca comprendió hasta qué punto era… quiero decir, en fin, lo vulgar que era el muchacho.
—¿Obscenidades? ¿Quiere usted decir chistes?
—Eso es. Porquerías deplorables, según me dijeron.
—¿Quién se lo dijo? ¿Sally?
—No, Caroline, la mayor.
—¿Qué pasó entonces?
—Que se marchó, abochornado.
—Ya.
—¿Puedo añadir algo, teniente? Cuando utilizo la palabra «vulgar», me refiero a la educación en particular de este muchacho. Siento el mayor de los respetos por los fundadores de este país. No han existido desde los hunos mejor caballería que la de los bóers… el propio Winston lo recoge en uno de sus libros.
Bonito discurso.
—¿Quiere decir que tuvieron ustedes suerte de ganar? —preguntó Kramer, riendo.
Jarvis volvió a sonrojarse; era mejor que un camaleón de circo.
—Quizá, teniente. Debo decir que el comportamiento de sus compatriotas fue toda una sorpresa, después de las revueltas campesinas que estábamos acostumbrados a sofocar.
Muy hábil, sí señor. Pero Kramer no estaba allí para saldar cuentas con la Historia, sino por algo mucho más reciente. Y aún no sabía quién era el enemigo.
—¿Ningún miembro de su familia volvió a ver a Boetie después del incidente?
—No. Estoy seguro de que lo hubieran mencionado.
—A pesar de todo, ¿podría hablar con sus hijas esta tarde, capitán, cuándo vuelvan de la escuela?
—Caroline ha ido al hospital a quitarse un quiste. No sé si eso…
—¿Sally, entonces?
—La envié a casa de su abuela, en Witwaterstrand.
—¿Cuándo?
—El lunes, en cuanto vi la noticia en el periódico. Hubiese sido un golpe terrible para ella. Ya sabe lo que le he dicho de su flirteo, pero la chica ya ha tenido bastantes motivos de preocupación últimamente.
Kramer se levantó y devolvió el vaso a la bandeja. Parecía como si hubiese perdido todo interés en el asunto, y sólo deseara batirse en amistosa retirada.
—Por supuesto —dijo—, olvidaba también la triste muerte de ese joven americano. Yo estaba en Zululand por entonces.
—Hermosa región —musitó Jarvis, acompañándolo hasta la puerta—. Le acompaño a la salida.
—Hay algo en ese accidente que nunca he conseguido entender.
—¿De verdad, teniente? Me parece que éste es su impermeable.
—La ropa; la ropa del chico… Según parece, se la había quitado y estaba a punto de darse un baño cuando cayó a la piscina por accidente.
—Eso es lo que ocurrió.
—¿Pero y el bañador? Nadie lo menciona.
Kramer recogió el impermeable de las manos de Jarvis, que intentaba ayudar a ponérselo, así pudo mirarlo en los ojos. Un ligero temblor.
—Así pues, sus colegas han mantenido su palabra —dijo Jarvis tranquilamente.
—Era curiosidad personal, no me he informado…
—Es usted astuto, teniente, pero la explicación es muy sencilla: se bañaba desnudo cuando estaba solo. Era muy dado a esas cosas.
—¿A deambular en cueros?
—Algo así. Es sorprendente lo que los chicos americanos consideran normal hoy en día. Aun así, pensamos que, por respeto hacia sus padres, debíamos ser discretos. El sargento Brandsma se mostró muy comprensivo. Tampoco queríamos que la prensa lo presentara como un hippy, es un término tan vulgar… seguro que lo sacaban a relucir. Ya cargaron bastante las tintas esos plumíferos engreídos…
—¿Y era un hippy, en su opinión?
—¡Pura afectación! Era de muy buena familia; me dijo que a su padre le disgustaban tanto sus pantalones de chulo como a mí. Nunca conseguí que se hiciera un corte de pelo decente, pero sí que se moderase un poco en el atuendo. Debo decir, sin embargo, que tenía modales exquisitos.
—¿Qué opinaban de él sus hijas y los amigos de sus hijas?
—A Sally y a Caroline les caía bien, pero los demás pensaban que era un poco… bueno, un poco mariquita… El pelo tan largo siempre es muy afeminado aquí en Sudáfrica.
—Así que no salía con chicas.
—No tuvo tiempo el pobre. El infeliz.
—Tuvo un mes, capitán. Sé de muchos que se colocan en una semana.
—No me diga.
La inmensa puerta estaba abierta de par en par, y la lluvia a punto de colarse hasta la alfombra persa.
—Quisiera hacerle otra pregunta si me lo permite, capitán.
—Dispare.
—¿Serviría la palabra precisamente «mariquita» para definir a Cutler?
Jarvis pareció desconcertado, después le brindó a Kramer una sonrisa de complicidad masculina.
—Es muy difícil diferenciarlos hoy en día —murmuró—. Pero que quede entre nosotros…
Se estrecharon la mano en silencio.
Mientras corría hacia su coche bajo la lluvia, Kramer se volvió para mirar hacia la casa una vez más. Recordó que, en realidad, había visto una tercera película inglesa: la historia de una mansión con un fantasma; pero no el fantasma de un crío muy formalito que contaba chistes verdes… ni de un homosexual que iba perdiendo calcetines por las habitaciones de las chicas. ¡Bah!, había sido un aburrimiento de película.