LA ALARMA SE HABÍA DISPARADO en la mente de Kramer y sonaba apremiante.
Lisbet tuvo que elevar una octava el tono de su voz por encima del disco de rumba que sonaba para captar su atención.
—¿Trompie, sabes de quién está hablando la señora Baker?
—Por supuesto. Del estudiante estadounidense que estaba alojado en casa de la familia de ella y que se ahogó en la piscina.
—¿El americano? —titubeó Lisbet—. Pero eso fue…
—Un accidente —dijo Kramer—. Un jodido y fatídico accidente. Yo sólo comprobé los crímenes de verdad.
—¿Pero no estabas en esa época en Zululand?
—Pero oí algo por la radio. No presté demasiada atención, sonaba barato y sentimental. Leí las primeras noticias en los periódicos. El nombre de la familia con la que estaba no me sonaba en absoluto, pero creo recordar que él se llamaba Andy.
—Andrew K. Cutler, para ser exactos —añadió con seguridad la señora Baker.
Kramer volvió a reparar en ella.
—¡Tiene usted buena memoria!
—Bueno, consideré que era un asunto de mi interés, ¿sabe? Recogí todas las informaciones en mi álbum de recortes. Los recortes de prensa son parte de mi vida.
—¿Podría verlos?
A la señora Baker le llenó de felicidad complacerle. Después pidió disculpas por ausentarse un momento, los alumnos de ritmos latinos reclamaban por lo que habían abonado.
—Por supuesto —exclamó Kramer.
Dios santo, los chicos de la prensa se habían puesto las botas. Le habían dedicado columnas y columnas al asunto, pero sólo el informe de la investigación mostraba cierto grado de imparcialidad profesional. Kramer empezó por ahí, prefería las noticias sin comentarios. El texto estaba en inglés:
TREKKERSBURG, lunes.— El becario norteamericano Andrew K. Cutler, de dieciocho años, cuyo cuerpo fue recuperado ayer por la mañana de una piscina privada en Greenside, murió accidentalmente según las investigaciones realizadas en el día de hoy.
El juez encargado del caso, J.S. Geldenhuys, declaró en su decisión que le parecía trágica la muerte en tales circunstancias de un joven huésped de la República, y pidió se transmitiese su pésame a la afligida familia del muchacho.
El capitán Peter Jarvis, responsable temporal de Andrew, confirmó la identidad del cadáver.
El capitán Jarvis manifestó a su vez que, alertado por las indicaciones de un criado, había acudido a la piscina situada en terrenos de su propiedad, en el n° 10 de Rosebank Road, Greenside, a las 07.30 de la mañana, y se encontró con el cuerpo de Andrew en el fondo de la piscina. No mostraba signos de vida.
El capitán Jarvis observó que las ropas de Andrew —unos tejanos, una camisa y un collar de cuentas— se encontraban en el patio adyacente a la piscina, por lo que concluyó que el muchacho había cedido al deseo impulsivo de tomar un baño. Interrogado por el juez Geldenhuys, el capitán Jarvis manifestó que podía haber tomado ese baño en cualquier momento después de las diez de la noche del sábado, hora a la que él, su esposa Sylvia y sus dos hijas, Caroline de 17 años, y Sally, de 12 años, habían decidido acostarse. Andrew les dijo que «se quedaría un rato más».
El resto de la familia Jarvis estuvo presente en la sala, pero no fue llamada a declarar.
El sargento W.W. Brandsma informó al tribunal de que había recibido una llamada telefónica del capitán Jarvis. Se personó en la casa, vio el cadáver y se hizo cargo del asunto.
El forense del distrito, el doctor C.B. Strydom, declaró que había visto el cuerpo in situ y que lo había examinado posteriormente en el depósito. Declaró que el cadáver del joven era «un buen espécimen».
La señora Jarvis se desvaneció en ese momento y el juez decretó un aplazamiento, que la familia Jarvis aprovechó para abandonar la sala de audiencia.
Cuando el doctor Strydom volvió al estrado, el juez Geldenhuys le pidió que formulase brevemente, en lenguaje no técnico, cuál era para él la causa de la muerte. «Bueno, un ahogo típico», contestó. El señor Geldenhuys le pidió entonces el informe de la autopsia.
El caso quedó archivado y el juez Geldenhuys dictó sentencia. Se notificó que la dirección de Andrew era el n° 320 de Pike Street, Teaneck, New Jersey.
Lisbet había ido siguiendo con el dedo su lectura del recorte. Se detuvo en el párrafo relativo a Strydom.
—¿Qué forma más curiosa de expresarlo: «ahogo típico»?
—Uf, algún periodista incapaz de traducir correctamente el afrikáans de Strydom. Supongo que lo que quiso decir fue algo así como «un caso ordinario de ahogo».
—Claro.
Echaron un vistazo al resto de los titulares: «Trágico hallazgo en Trekkershurg»; «Una ciudad en duelo»; «El cadáver del estudiante norteamericano repatriado»; «Coronas sudafricanas en el funeral neoyorquino»; «Los padres agradecen a Trekkershurg su interés».
—¡Puah!
—¿Coincidencias? —preguntó, intrascendente, Lisbet.
Kramer cogió la carpeta.
—Seguro, ahora sí coinciden algunas líneas de investigación.
—¿Por ejemplo?
—Las fechas. Boetie estuvo aquí en cuatro ocasiones, incluido el viernes pasado. Lo que nos lleva al 21 de noviembre… confirmado. Tres días antes, es decir, el martes, le dio el pasaporte a Hester Swart. Y el juicio se realizó el lunes.
—Un momento.
—¿Qué pasa?
—Me acuerdo de ese lunes. Fue el día en que se presentó sin hacer los deberes, me puso en evidencia, pues el señor Marais me estaba sustituyendo en unas clases para que yo terminase los preparativos de la gala.
—Así que fue entonces cuando empezó a manifestar un comportamiento extraño, ¿eh?
—Más extraño es lo que ocurrió a la hora de comer. Bueno, ya sabes cómo les gusta a los niños ir a la tienda de golosinas. Al volver, no dejaban de tomarle el pelo a Boetie porque él se había comprado un periódico.
—¿Y eso?
—Yo le pregunté y me dijo que era para mejorar su inglés. Estuvo muy raro toda la tarde.
Lástima que no lo recordases antes, amiga mía.
—Fue soló ese día, lo olvidé.
—¿Qué periódico era?
—El de la tarde, el de Durban.
—O sea, éste.
Kramer señaló el recorte que informaba sobre la investigación, y Lisbet asintió.
—Otra cosa, Lisbet: Hennie me dijo que Boetie no volvió a decir ni pío sobre Greenside durante un mes entero. Lo cual nos lleva también a ese lunes, o el fin de semana anterior.
—El chico ahogado… ¿fue eso lo que vio?
La música cesó.
—Vámonos, Lisbet, antes de que llegue la masa. Ya daremos las gracias otro día…
Se largaron, a paso ligero.
PERO CUANDO MIRÓ EL RELOJ y vio la hora, Lisbet no tuvo más remedio que pedir, de mala gana, que la dejase en casa. Aún le quedaban cuarenta redacciones que corregir. También de mala gana Kramer la escoltó hasta el ascensor, prometió llamarla, estrechó su mano y salió en busca del doctor Strydom.
Lo encontró en la enfermería de la Comisaría central. Estaba examinando a un petulante imbécil, que había sido arrestado por intentar aparcar un vehículo en el estanque municipal donde nadaban peces de colores.
—¡Es que yo soy una merluza! —insistía el conductor—. Eso es, una señora merluza, pero con una buena trompa en vez de branquias, ¿eh?, ja, ja, ja. Pero no veo… quiero decir, no creo que entienda eso en su jodido dialecto holandés, ¿eh?
Su diatriba contra el sesenta por ciento de la población blanca fue ignorada. Todo el mundo estaba demasiado absorto en lo que iba a hacer el forense.
Kramer miró por encima de sus cabezas.
El doctor Strydom tenía en la mano un trozo de tiza y dibujó una larga y vacilante raya en el suelo.
—Muy bien, caballero —dijo con sonrisa de presentador televisivo—; como ve he dibujado una línea desde aquí hasta la pared. Ahora va usted a caminar sobre la línea sin salirse ni poner ningún pie fuera, ¿de acuerdo?
El borracho se enfrentó al desafío.
—Joder, menuda llevo encima— dijo, y se desplomó.
—Ayúdenle —ordenó Strydom a los jóvenes agentes que, estaban partidos de risa, aullando y golpeándose los muslos—. Tengo que tomar una muestra de orina.
—¿De qué cosa? —preguntó el borracho.
—Orina.
—Ah, ya, la del menda, ya voy encendien… quiero decir enten… entendiendo. ¿Y sobre quién tendré el placer de mear?
—Sobre ti mismo como no te andes con cuidado —exclamó entre risas el agente Hendriks, que aparte de parecer tener el don de la ubicuidad hacía alarde de una nueva cosecha de pústulas.
—¡Ya está bien de memeces!
El tono duro de Kramer consiguió serenar incluso al borracho. Y sobre todo a Strydom.
—¡Teniente! No sabía que estuviese usted aquí.
—¿Para qué sirve todo esto, doctor?
—Teniente, ya sabe que un poco de diversión en medio del trabajo no viene nunca…
—No fastidie. Este tipo de comportamiento es peligroso y usted lo sabe.
—¡Habló un ca…, un caballero!
Kramer agarró al borracho por las solapas.
—Vuelva a bromear conmigo y le aseguró que no serán muestras de orina lo que le saquen, sino de sangre. ¿Entendido?
Hendriks se acobardó.
Y el borracho baló con voz de corderito:
—¿Me pasan el recep… tículo?
Strydom se lo entregó.
—Y ahora sáquenlo de aquí —ordenó Kramer, una vez conseguida la proeza urinaria.
Pocos segundos después se quedaban solos Kramer y Strydom en la enfermería. Pasó un minuto antes de que ninguno de los dos se decidiese a hablar.
—Lo siento, doctor.
—No pasa nada.
—Es que no estoy de humor… necesito su ayuda urgentemente.
—No me diga.
Ahora el tono se había relajado.
—Acompáñeme a la cantina de oficiales, le invito a un brandy.
La triste estancia estaba desierta. Kramer pasó detrás de la barra y sirvió dos buenas copas. Anotó la consumición en el registro y se sentó junto a Strydom en un rincón.
—Se trata del caso Cutler, el chico ahogado —dijo tras el primer sorbo.
—¡Vaya! ¡Menuda coincidencia!
—¿Y eso por qué? ¿Hay algo nuevo?
—No, no en relación con el muchacho, pero sí en relación con la familia, con el capitán Jarvis. No hará ni quince días que lo tuvimos aquí, caminando sobre la línea. Retirada, de carnet de un mes, y no me sorprende nada. ¿Pero a qué viene todo esto?
—El caso Cutler. Le acabo de mencionar el caso Cutler.
—Ah ya, triste historia. Sí, Jarvis nos dijo que era justamente toda esta historia lo que le había llevado a empinar más de la cuenta. ¿He de suponer que la compañía yanqui de seguros le ha pedido alguna información?
—No.
—¿Entonces?
—Boetie Swanepoel.
—No le sigo.
—Pues escuche, que se lo explico.
Strydom escuchó. Primero con un oído, después con el otro, a ratos retorciéndose en la blanda butaca, con inquietud creciente. Terminó con los lóbulos rojos.
—No me fastidie, hombre —explotó—: ¿quiere usted decir que cometí un error?
—Sólo quizá, doctor. Pero, por favor, déjeme acabar. Supongamos, pues, que Boetie andaba mosconeando por Greenside, escuchó ruidos sospechosos procedentes del n° 10 de Rosebank Road, y decidió investigar. Se acerca cautelosamente, y se encuentra con algo que más tarde describe como de gran interés para la policía. ¿Pudo ser la visión del muchacho ése, de Andy, ahogándose?
—¿Y por qué mantenerlo en secreto?
—Eso digo yo.
—Entiendo. Lo que usted piensa es que pudo tratarse de algo mucho mas fuerte en realidad. ¿Una pelea quizá?
—Algo por el estilo.
—Imposible.
—¿Por qué?
—Porque murió a causa de una parada cardiaca.
—No es eso lo que declaró usted ante el tribunal. Un caso típico de ahogo, eso le dijo al magistrado.
—¡En absoluto!
Kramer abrió la carpeta con los recortes de prensa y la extendió sobre la mesa. Strydom buscó sus gafas, leyó la línea que le indicaba Kramer y gruñó.
—¡La madre que lo parió! —exclamó—. Mire que incluso hice la declaración en inglés, ¿eh? Y aun así, ese periodista de mierda lo transcribe incorrectamente.
—¿Entonces no fueron esas sus palabras? «Ahogo típico».
—Atípico. Una sola palabra, atípico. Es exactamente lo contrario.
—Vaya, vaya.
—Me pidieron que fuese breve.
—¡Pero el juez Geldenhuys leyó el informe de la autopsia!
—¿Y qué sabrá Geldenhuys? Yo dije que se ahogó y con eso bastaba. Todo el mundo quería archivar el caso lo antes posible.
—Eso parece.
—Andese con cuidado, teniente. Me gustaría decirle algo. Antes de la incineración de Cutler en Nueva York, el cuerpo tuvo que pasar por otro examen, lo hizo un forense de allí: sus conclusiones coinciden exactamente con las mías: parada cardiaca por estimulación del nervio vago.
—Necesito otro brandy —dijo Kramer.
—¿Brandy medicinal? Permítame.
Un agente del Departamento de Seguridad, que nunca se quitaba el sombrero de fieltro, estaba ahora tras la barra, leyendo una carta, con una cerveza al lado. Sirvió la bebida a Strydom sin desviar los ojos del papel ni perderse una palabra, pues sus labios no dejaban de moverse.
—Aquí tiene, mi querido Kramer, bébaselo de un trago.
La mano callosa sostenía un vaso lleno a rebosar.
—Gracias. Ahora dígame cómo murió Andy Cutler en realidad.
—Parada cardiaca —dijo Strydom arrellanándose en la butaca—. Causa: estimulación del nervio vago, lo que, en caso de ahogo, puede deberse a varias razones.
—Está usted citando la declaración, por supuesto.
—Lógicamente. Basta con una irrupción repentina de agua en la nasofaringe o la laringe. De esta forma se estimula el nervio y ¡zas! Imagine que el nervio vago es como un pedal de freno en el corazón: usted lo frena para no pasarse de revoluciones. Si el nervio se corta es como si de pronto retirase el pie del freno: el corazón se acelera hasta estallar. En cambio, si lo estimula es como si arrojase un ancla: todo se detiene, el corazón se para y la perdida de conciencia es normalmente instantánea. En este caso, no hay ni uno sólo de los indicios normales de ahogo.
—¿Como por ejemplo?
—No había espuma en la boca o la nariz, venas hinchadas, hemorragia provocada por asfixia o palidez de la piel.
—¿Qué se debe buscar en ese caso?
—Buena pregunta… todos estos son síntomas negativos. En el caso de Cutler busqué la presencia de barbitúricos, heridas u otras causas primarias.
—¿Encontró alguna?
—Sólo pequeñas magulladuras en los codos y tobillos, compatibles con la superficie rugosa del entorno, incluido el fondo de la piscina. Ah, y otro factor importante: el elemento sorpresa, lo imprevisto. Puede ocurrir si a uno le hunden la cabeza en el agua o si de pronto alguien te echa agua a la cara.
—¿O si alguien se acerca por detrás y te empuja hacia abajo?
—Ya le he dicho: no hay el más mínimo signo de violencia, por tenue que sea.
—Casi no haría falta violencia si estaba ya cerca del borde de la piscina.
—Tal vez no, pero ¿consideraría usted esta posibilidad a la hora de matar a alguien?
Kramer recordó con estremecimiento las piscinas de su infancia, la cantidad de amigos a los que había enviado de un empujón al fondo.
—¿Un broma, doctor?
—¿De quién? Toda la familia estaba acostada y todas las puertas cerradas. ¡No me irá a decir que pudo ser Boetie haciendo una de sus gansadas!
El agente de servicios especiales se marchó con una sonrisa enigmática en el rostro. Se movía como una sombra.
—Hay otro individuo al que no hemos tenido en cuenta —dijo Kramer, como si de pronto cayese en la cuenta de algo.
—¿Quién?
—El ladrón, el propio ladrón.
—Si Andy se hubiera topado con él, habría ocurrido lo de siempre, el susto y la huida, ¿sabe? La adrenalina le habría excitado hasta tal punto el nervio vago que no hubiese tenido la menor oportunidad. Habría podido hacer diez largos de piscina fácilmente.
—Lo que yo me figuraba, en realidad, es que ese hijo de puta pudo ver al joven caminando por el jardín cuando ya todas las luces de la casa estaban apagadas. Entonces se pone a correr, pero su escondite —probablemente el mismo que usó Boetie— se ve desde el patio. ¿Qué hace pues? Repta sigilosamente hacia Andy, lo empuja y luego huye aprovechando la confusión.
Strydom levantó su vaso y estudió a Kramer a través del reflejo distorsionado en el vaso de licor. Su ojo bizco aparecía espantoso y desfigurado al otro lado.
—Si esa es la escena que Boetie pudo presenciar, teniente, ¿por qué no acudió corriendo para que le colgasen la medalla?
La pregunta de Strydom dejó a Kramer sin respuesta.
AL FIN, UN POCO DE ENTRETENIMIENTO; el tumulto y los gritos en el pasillo levantaron a Johnny Pembroke de su silla y le hicieron atravesar el despacho en un par de zancadas. Abrió la puerta de golpe.
Y lo que vio allí le enfureció de un modo casi irracional: un niño hindú de piernas arqueadas era arrastrado por dos miembros de la brigada de robos en domicilios.
—Lo pillamos —dijeron al unísono.
—¿A quién? —preguntó Johnny.
—Al ladrón de Greenside.
—¿El ladrón de Greenside? ¿Ese? ¡Bromean!
—Lo cogimos con las manos en la masa.
—¿Con qué en la masa?
—Una pala. Llevaba una pala.
Johnny cerró la puerta para no oír las risotadas. Volvió a abrirla.
—¿En qué parte de Greenside?
—En Orange Grove Road, intentaba ocultarse con su bicicleta. ¿No quieres decirnos cómo la conseguiste, eh, mamón? Ya lo descubriremos, no te preocupes…
—De fábula. ¿Alguien ha visto a Kramer?
—Ahí viene.
Así era, en efecto,… pero afortunadamente andaba absorto en sus pensamientos.
—¡Buenas tardes, señor!
—¿Quién demonios…? Ah, usted es Pembrook. ¿Obtuvo las declaraciones?
—Sí, señor.
—Buen chico. Ten este dinero; quiero que vayas al chiringuito de al lado y me traigas dos empanadillas con curry, un café y un helado. Estate de vuelta para cuando haya terminado de leer los papeluchos. Andando.
Le habían dejado un mensaje junto al teléfono: el número de la viuda Fourie y un ruego: «LLAMAR, POR FAVOR».
Kramer se sentó y abrió el sobre. Su cabeza fue cayendo lentamente sobre la primera hoja de las declaraciones, sus ojos se entrecerraron, se fue adormilando poco a poco. Empezó a soñar.
DE PIE ANTE EL ESPEJO DEL ARMARIO, Lisbet examinaba su desnudez desde otro ángulo. Se le antojaba tan remota allí, atrapada en el cristal ovalado, como un camafeo.
La última vez que había hecho algo así fue el día en que descubrió que sus pechos empezaban a crecer. Qué maravilla fue comprender de pronto ¡ésa soy yo! Pero ahora, contemplando su cuerpo entero, su silueta mucho más madura, no conseguía sentirlo como algo propio. Si eso era ella, qué se le iba a hacer.
Pero tenía que haber alguna razón para ese examen. Siguió mirando.
Lisbet se volvió por completo.
Su cara era una vieja conocida. La encontraba cada mañana en el espejo del tocador, como el primer trabajo de la jornada que debe arrostrar un fabricante de muñecas. Todo cuanto necesitaba era una mano firme y cinco toques de colorete. Después, desaparecía durante horas, y la cara sólo se dejaba ver fugazmente, un fragmento de vez en cuando, reflejado en el espejito de la polvera: detalles para el retrato de una pedagoga.
El cuello cumplía su misión; elevaba graciosamente la cabeza por encima del tronco, y proporcionaba un lugar seguro para los collares de bonitas cuentas.
Los hombros podrían estar mejor torneados. Los brazos comenzaban de manera abrupta y no se sabía bien dónde terminaban, sobre todo cuando se alteraba.
Una piel muy bronceada siempre era atractiva.
Se miró los pechos. Le devolvieron la mirada, como los ojos rosa de un albino, desde la marca blanca que había dejado la parte de arriba del bikini. Ninguno parpadeó. La confrontación visual sólo cesó cuando, al apretarlos de costado para evaluar el volumen, consiguió involuntariamente que bizqueasen un poquito.
Lisbet sonrió. Se había comunicado con la imagen y ahora se sentía algo turbada. Eso la impulsó a coger la combinación.
Pero entonces cambió abruptamente de humor. Estaba completamente sola, pero había público. Le daría una sorpresa a ese público.
Separó ampliamente ambas piernas rotando su cintura con movimientos cadenciosos, en el sentido de las agujas del reloj. Se pararon, luego se movieron espasmódicamente, después cobraron un ritmo tan áspero que hubieran podido lijar un barril de alquitrán. Una momentánea pérdida de equilibrio y, bum, un topetazo. Divertida, volvió a emparejar las piernas: tres izquierda, tres derecha… bum, bum…
El público levantó una ceja.
A continuación vino la combinación. De estar desnuda había pasado a estar sólo desvestida, sólo con la combinación, lo cual le daba algunas ideas; como dejarla pegada suavemente al cuerpo por el mero hecho de la electricidad estática del nylon, hasta que de un golpe la hizo caer: bajó hasta la cintura, donde pudo aguantarse a ambos lados, enrollada como un cinturón lila, deslizándose poco a poco, más y más abajo, hasta volverse más opaca y cubriéndola cada vez menos.
Tres a la izquierda… tres a la derecha…
Desde algún desván de su memoria llegaba el sonido de una banda de músicos achispados, que ejecutaba un número de música de desfile únicamente para la ocasión. El estremecimiento la fue invadiendo y empezó a marcar su propia cadencia, siempre in crescendo, aunque con pausas entre medias y puntuadas de silencios antes del último redoble. Se dejó llevar. Se puso de puntillas y la combinación, olvidada, se cayó.
Lisbet sólo era consciente de una cosa, esa sensación de asombro al contemplarse en el espejo y comprender: ¡soy yo!
¡Bum, bum!
Dios mío, sí, compartiría ese descubrimiento con el próximo hombre que eligiese; un hombre maduro, un tipo decente que disfrutara junto a ella… y no un timorato que retrocediese asustado ante la idea del pecado.
¡Zas!
El pie se le había enganchado en el cable de la lámpara de la mesita. La lámpara cayó, dejando por el suelo fragmentos de porcelana y la pantalla, pero seguía funcionando. La dura luz, proyectada hacia arriba, la sobresaltó.
O tal vez fueron las sombras exageradas, pues dibujaban la ilusión cruel de haber envejecido; sacaban a la superficie músculos, fibra y huesos, a la vez que transformaban el estómago en panza debajo de un pecho ahuecado.
Apenas pudo reconocer el rostro de mandíbula prominente y elevados pómulos cuando…
En ese momento, Lisbet comprendió de quién eran los intensos ojos azules que habían estado durante todo ese rato mirándola en el reflejo, examinando su cuerpo desde todos los ángulos. Eran los de él.
—No cambiaré —susurró—. No cambiaré nunca de esta manera. Algunas personas nunca cambian.
Expertos como eran en cuestiones anatómicas, los ojos seguían mirando fijamente.
ZONDI ENCENDIÓ EL TOCADISCOS y estaba alcanzando el Golden City Blues cuando los gemelos irrumpieron en tromba pegando gritos ininteligibles. Miriam los calmó con una doble bofetada, lo suficiente para que, algo más serenos, exclamaran ambos entre jadeos al unísono: «¡Están matando al tío Argyle!».
Zondi salió disparado a la noche en camiseta y calzoncillos, sin siquiera tomarse la molestia de ponerse algo en los pies. No había alumbrado nocturno, así que tuvo que guiarse por los ruidos para saber dónde estaba el alboroto. No fue difícil porque enseguida escuchó el ruido breve y amortiguado de un silbato policial en la calle cercana.
Dobló la esquina en un sprint y se encontró con un gentío muy exaltado delante de la puerta del domicilio de la hermana enfermera Gertrud Dhalmini, prostituta de lujo cuando no estaba de servicio en la clínica asesorando sobre control de natalidad.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Todos querían informarle, pero empezando por el principio. Así que Zondi se limitó a escuchar mientras se abría camino a través de la multitud. Aun así, fue mucho lo que escuchó.
Al parecer, la hermana Gertrude había estado atendiendo a un hechicero gigantesco, dueño de una inmensa fortuna —eso quedaba acreditado por el Lincoln que tenía ahí aparcado, por ejemplo— pero también de una incontrolable agresividad. Todo había discurrido del modo más amistoso hasta que el hechicero se quitó los pantalones del traje de tweed, momento en el cual la condición de enfermera de la hermana Gertrude la alertó de que se encontraba ante una evidente amenaza para la salud pública. Se lo dijo al hechicero, negándose en redondo a exponerse a un riesgo de infección. Herido, por razones ya sea personales, ya sea profesionales —nadie podía asegurarlo—, el hechicero la estuvo golpeando brutalmente antes de marcharse. La hermana Gertrude, que por su oficio disfrutaba de una línea telefónica, llamó al vigilante de la puerta y consiguió que arrestasen al hechicero por agresiones. Y estaba ya contándole toda la peripecia a los vecinos cuando de pronto apareció otra vez el hechicero, que había conseguido zafarse de la custodia policial y declaraba a quien quisiese oírlo que tenía la intención de partirla en dos pedazos. Los vecinos desaparecieron enseguida. Argyle Mslope decidió plantarle cara al asunto, él solito.
El silbato dejó de sonar.
Cuando Zondi llegó a la puerta, disponía de una pequeña ventaja: al ser idénticas todas las casas en el poblado de Kwela, sabía que del otro lado encontraría la sala de estar y que el dormitorio estaba a la izquierda. La misma naturaleza del caso sugería que la hermana —y los demás— estarían en esta última habitación. Pero resultó que no. Ella estaba en las dos. El hechicero había cumplido con su amenaza.
Y ahora estaba a punto de decapitar con la misma hacha a un vacilante Argyle. Pero a Zondi le dio tiempo a abalanzarse por detrás sobre el hechicero y a apresar con el brazo el inmenso y grasiento cuello del tipo. Todo su brazo casi no bastaba para abarcarlo.
Como un leopardo salvaje en el lomo de un búfalo enloquecido, Zondi no tardó en darse cuenta de que el bocado era demasiado grande para él. Con una sacudida de la cornamenta que llevaba como tocado, el hechicero se preparó para cargar, giró en redondo y embistió contra la pared de cemento.
Zondi se desplomó con el aliento cortado. Vio desde el suelo que los tobillos del hechicero se alejaban y se arrojó a ellos, agarrándolos mientras luchaba por volver a incorporarse. El hechicero se tambaleó, y el hacha salió disparada por la ventana. Afuera, la multitud soltó un rugido de júbilo.
Argyle tocó el silbato y se derrumbó sobre una silla, aturdido, sangrando de mala manera. Su lanza había desaparecido.
Pero Zondi pagó caro el error de echar una mirada a su alrededor. El hechicero lo derribó al suelo con una patada en el bajo vientre. Después intentó arrancarle la nariz de un mordisco, mientras su baba asquerosa caía sobre la boca abierta de Zondi, que intentaba mantenerlo a distancia.
Zondi luchaba por su vida. No era la primera vez, así que sabía cómo reaccionar. El problema era encontrar el momento oportuno.
Pero el momento oportuno parecía cada vez más lejano y se desvaneció por completo cuando el hechicero lo aplastó bajo su enorme tonelaje, dejándolo inmóvil como debajo de varios sacos de cemento, y lo agarró por la garganta.
En un fugaz destello de luz rosa Zondi vio —o creyó ver— entrar al teniente.
De su garganta brotó con dificultad una palabra:
—¡Dispare!
Pero vio perplejo que la rubia aparición fantasmal no disparaba la pistola. Lo único que hizo fue entrar en el dormitorio.
—¡Muere, maldito, muere! ¡Muere! —aullaba el hechicero, ajeno a todo lo que pudiera ocurrir a su alrededor.
Ello indujo a Zondi a pensar que se iba, antes de hora. El dolor era insoportable. Sus manos ni siquiera podían luchar por desatenazarse. Una náusea le subía desde el estómago pero, al encontrar los canales de salida bloqueados, fue a dar en los pulmones. Estos intentaron reventar. Pero lo que reventó fue su cerebro, y todo se volvió negro.
Durante un interminable momento, en medio del cual sonó un grito espantoso —le sorprendió que hubiese sido capaz de tal cosa— Zondi contó a sus hijos, uno a uno.
Después se incorporó y vomitó. Pero estaba vivo, y el hechicero agonizaba.
No necesitaba saber más hasta que dejó de vomitar. Y entonces ya pudo mirarlo todo con más detenimiento.
El enorme cuerpo de la bestia yacía de costado sobre una pila de objetos hacinados, sacudiéndose con espasmos, y el sexo colgando. Pero no, no era su sexo… era la punta de la lanza de Argyle. Y sosteniendo el extremo de la lanza estaba el mismísimo Argyle, sin conocimiento.
KRAMER PREFIRIÓ ESPERAR FUERA, en el Chevrolet, así que Miriam sacó el té al exterior utilizando como bandeja la plancha de lavar, disimulada bajo un trapo.
—Lamento haberme perdido el festival —le dijo Kramer a Zondi, levantando la taza a manera de saludo—. A lo mejor me hubiese ayudado a subir algún punto en el marcador… Todavía me sacas mucha distancia desde aquel día en la obra, ¿te acuerdas?… el desgraciado aquél que tenía un cuchillo en la bomba de la bicicleta.
—Entonces, ¿todavía no estamos empatados, jefe? —preguntó Zondi con media sonrisa.
—No, amigo, y me alegro de que no haya sido ésta la ocasión. Si me hubiera metido de por medio habría habido declaraciones, investigaciones y todas esas jodiendas, justo en medio de nuestro caso.
—Argyle Mslope tiene muchas agallas; mira que seguir luchando con las heridas que tenía…
—Y que lo digas. Ya hizo falta valor para entrar la primera vez…
—He hablado con el médico, jefe.
—¿Y qué dice?
—Que no entiende cómo pudo hacerlo Argyle.
—No creo que sea tan complicado: el hijo de perra tenía el trasero al aire, a la fuerza… Era un objetivo fácil, aun estando medio grogui.
—Es que Argyle tenía la mano derecha casi seccionada, jefe.
—¡Joder… no puede ser! No me di cuenta. Había tanta sangre por todas partes. ¿Ha dicho el doctor si tiene posibilidades de salir de ésta?
—Pocas.
—Al menos le quedará a la viuda una pensión decente… En el cumplimiento de su deber, según la fórmula, ya sabes…
Zondi sorbía su té, pausadamente.
—¿En qué piensas? —preguntó Kramer.
—En nada, jefe. Bueno, en que la lanza de Argyle no estaba en el salón, ¿cómo la consiguió?
—¡La madre que te parió, negro! Ya te he dicho que este asunto no nos tiene que desviar del caso. Es mucho lo que tengo que contarte, y es mucho lo que tú tienes que hacer; por eso he venido aquí esta noche. Y vas a empezar por Greenside. Me parece que por fin tenemos el camino despejado.
El furgón del forense pasó a su lado; iba a recoger los trozos de la hermana Gertrude; una buena monja, a pesar de todos los pesares.