ZONDI INTENTABA prolongar el sueño. Pero cuando la cuarta persona abandonó la cama, disputándoles a los demás la ropa sembraba por la habitación, y finalmente empezó a cantar las tablas de multiplicar, Zondi comprendió que era miércoles, también para él.
Se obligó a abrir un ojo.
Su mujer, Miriam, estaba ya en el salón-cocina-comedor, untando leche condensada en rebanadas de pan, que luego iba colocando en una fuente esmaltada. Después preparó seis tazas de té, muy amargo; habrían sido siete si hubiese contado con que su marido desayunaría, así que Zondi aprovechó para quedarse un rato más en la cama.
Los gemelos, por ser los mayores, también intentaban prolongar el sueño en el colchón extendido bajo la ventana, pero también con escasa fortuna.
Zondi se dirigió a ellos con un gruñido.
—Buenos días, padre —dijeron al unísono.
—¡Arriba! —ordenó Zondi—. ¿Para qué os pensáis que le pago todo ese dinero al profesor?
—Para que no nos pegue, padre —respondió uno de ellos.
—Para que nos ponga buenas notas —añadió el otro.
Era demasiado temprano para ese tipo de disquisiciones. Zondi apretó un oído contra la almohada y se cubrió el otro con su antebrazo. No conseguía aislarse de todo aquel ruido, pero si reducirlo hasta el mínimo, hasta que al fin resultó evidente que los niños habían salido de casa para ir a las clases de la mañana en la escuela de Kwela.
Poco después, Miriam entró y le dijo que había un policía municipal esperándole en la puerta.
—Que entre —dijo.
Hacia el interior de la casa se encaminó, pues, Argyle Mslope, que se detuvo, entrechocó marcialmente los tacones de las botas sobre el suelo de tierra, y saludó:
—¡Saludos, detective Sargento Zondi!
—Saludos, Argyle…
—Tu esposa es una mujer con buenas tetas, detective sargento Zondi.
—Gracias, Argyle…
—Criará una prole sana, detective sargento Zondi.
—Ya lo ha hecho, Argyle…
—Dios te bendiga —dijo Argyle.
Vieja escuela, sin duda alguna: criado en las misiones, porteador de camillas para soldados blancos en los desiertos norteafricanos, un perfecto caballero zulú y, en ocasiones, un luchador indomable. Lástima que Argyle no hubiese sido muy lejos en sus estudios en la misión, porque hubiera podido llegar a ser una de las joyas del Cuerpo de Policía Sudafricana. Con todo, parecía a su manera feliz en el cuerpo municipal, patrullando en bares, hospitales, clínicas y townships. Tocaba el tambor en la banda, y mantenía lustrados sus botones de cobre, lo que contrastaba muy vivamente con su uniforme raído, como sangre fresca sobre la piel de un animal herido.
Zondi se vio a sí mismo, deformado y alargado en el reflejo de la hebilla del cinturón, a tan sólo tres pasos.
—¿Por qué has venido, Argyle?
—Tu oficial superior desea que utilices el teléfono.
—¿Ahora mismo?
—Lamento deber confirmarte que sí.
También lo lamentaron todas las almas temerosas de Dios cuyo destino les llevó a cruzarse con Zondi en su carrera por la sucia calle que conducía a la oficina del jefe del consistorio local.
Los funcionarios africanos se deshicieron en sonrisas y saludos y le pusieron a disposición una línea para llamadas externas. Zondi miró enfurecido al número que había anotado el encargado. Era el de una cabina, y eso era siempre mala señal.
Pero diez minutos después estaba de vuelta e informaba a Miriam de que le habían dado el día libre.
El teniente tenía que volver a la escuela. Así que dormiría en el lugar desde que llamaba: en el santuario del pájaro.
Desconcertante.
—Es una buena noticia, esposo mío —dijo Miriam—. Ahora tendrás tiempo para colocar una plancha en la parte de abajo del cuarto de baño. ¿Piensan acaso en el cuerpo de policía que a una humilde mujer le gusta estar acuclillada en la taza mientras todo el mundo husmea por debajo?
—He oído —respondió Zondi con una mueca maliciosa— que para la policía eso forma parte de nuestra cultura.
Diligente, se dispuso a alargar ocho pulgadas la altura de la puerta.
EL DETECTIVE EN PRÁCTICAS Johnny Pembrook permanecía ante la puerta del coronel, tras asegurarse de que había expulsado todas sus ventosidades. Había tenido la tripa revuelta toda la noche, de puros nervios. La orden de presentarse ante el comisario de la división había llegado a los barracones mientras volvía después de la larga e infructuosa búsqueda del bolso de una anciana. Lo peor es que sólo le informaron de la hora, y aún no tenía ni idea de qué había hecho mal. Al menos, no concretamente. Estaba realmente trastornado. Son muchos los errores que comete un detective en prácticas. Pero uno más de la cuenta, y lo mandaban a pudrirse al cuartel hasta el final de los tiempos. Y Pembrook deseaba tanto entrar en la brigada de homicidios como jugar en el primer equipo, aunque eso era algo que nunca hubiera reconocido. No hubiera podido cometer peor error. Qué flatulencias tenía en el estómago, santo Dios…
Luego de haber estado a punto de disparar con fuego real, decidió dejar de jugar a la ruleta rusa consigo mismo y afrontar la situación.
El coronel estuvo sorprendentemente cordial.
—Ponte cómodo, Pembrook —dijo en inglés—. ¿Cómo van las cosas en Homicidios?
—De primera, señor.
—¡Bien! Haces progresos.
—Gracias, coronel.
—Pero ahora te tocará hacer algo de papeleo.
Pembrook levantó la barbilla.
—¿Señor?
—Quiero que vayas a tomar unas declaraciones. Aquí están las direcciones: Swanepoel, Steenkamp, lo encontrarás todo aquí. —¿De qué caso se trata, señor?
—Bueno… un caso del teniente Kramer.
—¿Homicidio, señor?
—El te pondrá al corriente.
Pembrook no pudo evitarlo.
—¿Por qué yo?
—Que me aspen si lo sé, Pembrook.
EL SUBDIRECTOR DEL COLEGIO solía dar el pistoletazo de salida en las carreras de la gala anual porque conservaba un viejo revólver desde la guerra. Y ahora que se había puesto enfermo el señor Marais podía ahorrarse una preocupación cuando el amigo de Miss Louw se ofreció a sustituirle.
En cuanto tuvo al voluntario enfrente, tras la presentación de Miss Louw, el señor Marais dejó de estar tan convencido.
—Es muy amable por su parte, teniente Kramer —exclamó con la voz más untuosa de director de escuela—, pero ¿cree que es prudente?
—¿Qué quiere decir, señor Marais?
—Bueno, podría dar lugar a… digamos, a incomodidades. Como puede ver ahí fuera, la mayoría de los padres estarán presentes esta tarde y muchos andan muy preocupados por lo que le ocurrió a Boetie. Hemos pensado incluso en suspender la gala, pero dentro de una semana tenemos los juegos interescolares y así es como seleccionamos a nuestro equipo. Los niños podrían ponerse nerviosos.
—Estoy segura de que nadie aquí conoce a Trompie —dijo Miss Louw—. Todos trabajan para la compañía de ferrocarril…
El señor Marais se quitó los anteojos sin montura, limpió los cristales y volvió a colocárselos.
—Soy el responsable de toda la organización —exclamó quejumbroso—. Las palabras soeces… Los malos olores… No se puede hacer usted una idea.
—Mire, si le incomodo, me voy. Pero no puedo dejarle la pistola porque es propiedad del Gobierno.
—Por favor, no se lo tome así, teniente. Nos enorgullece tenerle con nosotros. Por así decir, es usted nuestro invitado de honor. Es que necesitaba meditarlo un momento: bueno, estoy seguro de que Miss Louw tiene razón, nadie sabe quién es usted.
—Eso es lo bueno del asunto, amigo —murmuró Kramer, respondiendo al saludo que le enviaba el señor Marais desde la puerta ventana que daba a la piscina. Después se volvió hacia Miss Louw.
—¿Por qué me has llamado Trompie hace un momento?
—Le dije que éramos… viejos amigos, ¿no te acuerdas?
—Ya, claro. Y tal vez has dado con algo interesante, Lisbet. Bueno, ¿qué tengo que hacer?
Todo era muy sencillo. Recibió una caja con cartuchos de fogueo del 38, un cuadro indicando dónde y cuándo se celebraban las pruebas, un silbato para imponer silencio y una palmadita en la espalda para desearle buena suerte. También se le pidió que actuara con diligencia porque el programa estaba muy cargado.
Un juez de salida que utiliza una pistola de verdad siempre es motivo de aprensión para un grupo de niños en bañador. Hay algo inquietante y que provoca respeto en ese despiadado trozo de metal que se pasea entre los cuerpos indefensos. La fascinación de los niños por las armas también ha de tenerse en cuenta, como la aversión de las niñas hacia los estallidos estridentes. Con todos estos factores a su favor, y su habilidad innata para ser obedecido al instante, Kramer estableció un récord no oficial.
El señor Marais, que hacía comentarios al micrófono intentó un tímido chiste al respeto. Luego explicó que como sólo eran las cuatro no habían llegado aún los helados para la fiesta posterior a la entrega de trofeos. Así que habría un breve receso de quince minutos.
Lisbet ya le había indicado a Kramer el lugar que ocupaban los alumnos de su clase, alineados en un bloque sobre la hierba. Se encaminó hacia ellos, mientras recargaba la pistola.
Aunque el primer niño que habló le llevaba por lo menos seis años a Mungo Nielsen, su reacción fue idéntica.
—Déjeme echar un vistazo, señor —dijo.
Kramer se mostró reticente.
—¡Vamos, señor, enséñenosla! —dijeron otros.
Se sentó.
—No se toca —advirtió—. Las pistolas no son para jugar.
—Las balas de fogueo no matan, ¿verdad, señor?
—Pero la salva dolería igual. Y además os quemaríais. ¿Alguien sabe qué tipo de pistola es ésta?
—«Smith and Wesson» del 38, revólver de servicio, seis balas en la recámara, velocidad inicial de salida de cuatro toneladas.
—¡No está nada mal! ¿Dónde aprendiste eso?
—Son las pistolas de la policía.
—¿Ah sí?
—¡Es un Leopardo de la medianoche! Se está dando pisto…
El niño de pelo negro y labio leporino le lanzó una mirada hostil a la niña que acababa de hablar.
—No lo soy. Sabes que ya no lo soy. Nadie lo es.
La niña le sacó la lengua, y luego sonrió afectadamente a Kramer.
—¡También sé quién es usted!
—¿Quién soy?
—El novio de la profe.
Toda la clase rió, salvo una niña de expresión adusta sentada al fondo. Por la descripción que le habían dado, Kramer supo que era Hester Swart, la novieta de Boetie.
—¿Y qué? ¡Apuesto a que tú también tienes novia!
Kramer arrojó una piedrecita entre las piernas del niño que le había interrumpido.
—¿Yo? —aulló el chico
—Es aquélla de allí —exclamó la niña descarada.
—Estupendo, ¡pues aquí tienes a tu pequeño y querido Dirk Botha!
Acusaciones y contraacusaciones hendían el aire como presagios de una docena de futuras querellas familiares, reducidas ahora a una. Pero finalmente el grupo se dispersó colocándose por parejas, con la única excepción de Hester, una vez más.
—¿Pero y qué pasa con esta señorita? —preguntó Kramer, tan disimuladamente como pudo.
—Ella es…
—¿Sí?
El que había hablado miró a los demás. Los demás desviaron la mirada, muy incómodos.
—¿Qué pasa, chicos?
Se volvieron todos hacia Hester.
—¡Nunca he sido la novia de nadie! —declaró ella ferozmente.
El chico del labio leporino parecía tan horrorizado como los demás, pero consiguió hablar.
—¡No digas eso, Hester! Llegaste a escribir sus iniciales en tu mesa.
—Mentira. ¡Le odio!
—¡Hester Swart!
—¡No me importa! Le odio. Me alegra que Boetie esté muerto. Me alegro muchísimo.
Dios mío. Otra vez no…
INSTALADOS SOBRE LAS SILLAS DE ENEA del patio del Hotel Colonial, Kramer y Lisbet comparaban sus conclusiones. Los alargados vasos de cerveza eran de inestimable ayuda.
—Amiga, llegaste justo a tiempo —dijo Kramer—. Pensaba que le iba a dar un ataque de histeria.
—Y le dio. En la sala de profesores.
—¿La abofeteaste?
—No, dejé que ella lo hiciera. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se quedó tan sorprendida que se serenó.
Kramer se rió. Confió en que su risa fuese contagiosa. Lo era. Qué comestible era Miss Louw.
—Bueno, de todas formas me dio la oportunidad que había estado esperando. Me llevé al del labio leporino…
—¿A Jan?
—Sí, a Jan. Le llevé a un rincón y le compré un helado. Charlamos sobre los Leopardos de la Medianoche. Creo que ahora ya podemos descartar del todo a los demás: lo dejaron en cuanto llegó el nuevo sargento, que no se andaba con chiquitas. Y Boetie se guardó todos sus secretos para sí mismo.
—Y para Hester.
—Cuento con eso. «No hubo otrora más grande furia que la de hembra despechada…». Como en el verso. ¿Es eso?
—Tú lo has dicho.
—Es lo que imaginaba. Pero ¿por qué a pesar de todo esa reacción tan violenta?
—La nueva chica de Boetie era inglesa.
—¿Eh?
—Angloparlante quiero decir.
—¡Jo! No me extraña que se lo tomase tan a mal.
Lisbet alzó el brazo al camarero indio y pidió dos coñacs dobles con zumo de naranja.
—Ahora invito yo —susurró ella, empujando el dinero sobre la mesa. Kramer colocó su mano sobre la suya para impedirlo; pero su mente estaba en otra dimensión.
—Déjame pagar —insistió Lisbet—. Ahora debemos compartir gastos, Trompie.
Kramer volvió en sí como bajo el efecto de una bofetada.
—Lo siento, Lisbet, no sé qué me ha pasado. De pronto todo este caso me parece…
—¿Quieres saber su nombre?
—Por favor.
—Sally Jarvis.
—¿Jarvis? ¿Por qué me dice algo ese nombre?
—¿Te dice algo?
—Tengo que situarlo. Sigue…
—Tuve que recomponerlo a base de encajar piezas sueltas, pero lo que me contó Hester se resume esencialmente en que Boetie le dio la patada, sin previo aviso, el mes pasado.
—¿Cuándo exactamente?
—El martes, el dieciocho. Tenía cita con el dentista ese día, de manera que había registrado mentalmente la fecha con mucha antelación.
—No quería interrumpirte.
—Parece que fue un terrible golpe para ella. Desde mediados del año anterior, iban todos los sábados por la tarde a ver películas del Oeste. Él le había escrito cartas que ella había enseñado a sus amigas. Quizá para un hombre sea difícil entenderlo, pero te aseguro que es muy fuerte.
Llegaron los coñacs.
—¿Y qué hizo ella?
—Lo que cualquier mujer hubiera hecho: le preguntó quién era la rival. Él negó que hubiera alguien. Los exámenes se acercaban y ya tenía bastante con la presión de sus padres. Pero Hester no lo creyó: su Boetie era demasiado inteligente para tener que empollar. De manera que abordó a Bonita al salir de la escuela dos días después y descubrió, indirectamente, que Boetie pretendía que la estaba viendo a ella, a Hester, casi todas las tardes. Esto realmente la sacó de sus casillas y la empujó a desafiarle otra vez.
—¿Le dijo algo sobre Sally en ese momento?
—No, no, se defendió diciendo que Bonita era una mentirosa resentida, que era la típica hermana mayor. Hester tuvo que descubrirlo por la vía dolorosa.
—¿Es decir?
—A través de terceros. Y no de alguien que le cayera bien: una jovencita presuntuosa llamada Doreen West, que vive en el barrio de la estación pero que, por motivos familiares, va a la escuela inglesa del centro. Doreen se encontró con Hester al salir de la tienda de caramelos, y le preguntó cuándo iría a la clase de baile.
—No, eso sí que no. ¿No me irás a decir que Boetie estaba tomando clases de baile?
—¿Y por qué no?
—Bueno, pues… eso es más bien una costumbre inglesa, ¿no? No hay muchos afrikáner de pura cepa, como Boetie, que pasen por eso: pantalones largos, tirantes, pelo encopetado…
—¿Tirantes?
—Nunca imaginarías lo mal que lo pasa un niño con eso, pero ahora dime: ¿cómo encaja todo esto?
—Bueno, Sally era inglesa, ¿no?
—Uf, entiendo, tuvo que ser ahí donde se liase con una niña inglesa, ¿dónde si no? Pero veamos: ¿qué pudo empujarle a ir?
—Hay una respuesta muy sencilla.
—Ajá…
—Conocer a Sally. Simplemente. Como dices: ¿dónde si no?
El hielo se había derretido y el coñac estaba arruinado.
—Eres una auténtica maestrilla, ¿lo sabías?
—Lo siento, no quería abatirte. Pero te puntuaré alto en eficacia. —¿Ah sí?
—Sé que no había mala intención cuando hiciste la pregunta. En realidad, estabas en otro lugar; pensando hasta qué punto Boetie era un mentiroso. También podía haberle mentido a Hennie, inventándose lo de las patrullas nocturnas en Greenside, para tapar que, en realidad, estaba viéndose con la niña inglesa. También encaja el hecho de que podía haberla visto esa noche, una cita secreta en el bosque.
—Eres vidente, Lisbet.
—Un poquito.
—Ponme un suficiente, por la buena voluntad, pero sigo viendo cabos sueltos. Para empezar, está la caja de caramelos y los papeles que contiene.
—Y además el hecho de que Boetie no era mentiroso por naturaleza. Tenía que haber detrás alguna buena razón para que mintiera.
—Sí, y eso es importante; parece haberse comportado como no era en realidad.
—¿Estás seguro?
—Creo que el quid está ahí. ¿Otro trago?
Lisbet asintió y con un chasquido de los dedos activó al camarero que, inmóvil entre pedido y pedido, estaba recostado contra una columna alejada, como un robot recargando baterías. Se deslizó hacia ellos.
—Dos coñacs y la guía telefónica, Sammy.
El camarero no se llamaba Sammy, pero su raza había sido dividida por los blancos en Sammys y en Marys, a fin de fomentar la comprensión mutua.
—Sólo podé tomá ya zumo de naranga, buana —salmodió el hombre, con prudencia.
—Perfecto, pero la guía telefónica aparte, por favor.
Kramer mantuvo el rostro impasible y fue recompensado con una sonrisa de Lisbet. Si hubiera un modo de olvidarse del caso durante lo que quedaba de noche, tal vez…
—Bueno —dijo ella—, ¿dónde estábamos?; ¿y para qué quieres la guía telefónica?
—Eso también tiene una respuesta muy sencilla. Boetie fue a clases de baile porque quería encontrarse con alguien, a saber: la señorita Jarvis. ¿Vamos bien hasta ahí?
—Hum… sí. Perfecto…
—Luego entonces entre ellos existía una conexión previa. Tiene que haberse cruzado con ella en algún sitio, u oído hablar de ella. ¿Pero dónde? ¿Y por qué no podían encontrarse en ese otro sitio?
—Es lo que ya hablamos antes: dependería de dónde viviese ella. Normalmente los niños afrikáner y los niños ingleses no se mezclan.
—Exacto.
Kramer recogió la guía de la bandeja y fue rápidamente hasta la J. Había nueve Jarvis en el listín. Dos llevaban el encabezamiento «Miss» antes del apellido. Otros dos eran denominaciones comerciales. Quedaban cinco, de los cuales tres residían en Greenside.
—¡Greenside!
Kramer se levantó bruscamente. Lisbet agarró su bolso y corrió tras él.
—¿Por qué estas prisas, Trompie?
—Voy a la escuela de baile.
—¿Cómo sabes cuál?
—Sólo hay dos, así que hay 50% de probabilidades de acertar a la primera.
—¿Pero por qué no telefoneas antes a todos los Jarvis y preguntas si hay alguna Sally?
—Porque, amiga mía, prefiero ir colina abajo cuando sigo una presa.
—¿Es decir?
—Nada. Sólo una cuestión de principios.
ERA AGOTADORAMENTE TEDIOSO permanecer sentado hora tras hora en la oficina del teniente. Nada que mirar, nadie con quien hablar, ni siquiera una emisora de onda corta para que Johnny Pembrook pudiera sintonizar con Lourengo Marques y escuchar algo de pop.
Y sin embargo no se atrevía a marcharse. Las órdenes habían sido explícitas: tome las declaraciones, vuelva al cuartel general, y espere.
Bueno, había obtenido las declaraciones, ningún problema, y se sentía satisfecho. Estaba seguro de que las distintas partes se habían quedado sorprendidas al descubrir que ponían en manos de un hombre tan joven sus solemnes declaraciones. Probablemente su edad había influido; los adultos se habían comportado como si hubieran detectado sus ganas de hacerlo bien.
Johnny empezó a repasarlas una vez más. A mitad de la declaración de Bonita —¡qué miedo le había dado la chavala!—, se dio cuenta de que se las sabía de memoria.
—¡¡Maldita sea!! —gritó.
Qué estúpido era aquello.
Pero toda la escena resultaba ridícula.
Sólo un detective en prácticas aguantaría eso… un oficial de cualquier otra graduación hace siglos que se habría largado al comedor de oficiales dejando una jodida nota, hubiese dado la orden un teniente o quien fuese. Y de pronto, Johnny Pembrook entrevió por primera vez la razón por la que Kramer le había mandado llamar.
EL MUY EXQUISITO CABALLERO INGLÉS, nada menos que de Londres, propietario de la Academia de Baile Sadler, se retorció literalmente de rabia al ver que se le acusaba de enseñar a bailar el tango a adolescentes. O de enseñar a cualquier tipo de público alguno de esos bailes vulgares. Ya se había encargado él de acabar con todo eso. Las cosas habían cambiado mucho desde que se había hecho con el traspaso del local, a principios de noviembre. Habían cambiado muchísimo. ¡Qué acogida le había dispensado la maravillosa comunidad culta de la ciudad! Tan ansiosas de cultura, pobres criaturas. Le había hecho muy feliz. Pero ahora, claro, habían echado a perder total, completamente, su velada. Y tenía justamente unos invitados muy queridos ese día. Qué tremenda injusticia…
—Dios santo, qué empalagoso, no sé cómo los dejan entrar en el país —dijo Kramer en voz alta, mientras él y Lisbet se alejaban por el pasillo—. Seguro que se cuelan dentro de esos bultos de mercancías marcados «British… Made» —bromeó en la escalera.
El juego de palabras era posible en ambas lenguas… «Made» sonaba en afrikáans como «meid», equivalente inglés de «maid», virgen, doncella, puestos a explicarlo todo; pero Lisbet no dio muestra alguna de encontrarle la gracia.
—Me estaba poniendo enferma el modo en que te miraba —dijo ella.
—¿Ah sí? ¿Y en qué se diferenciaba del modo en que me miras tú?
—En nada. Justamente, no se diferenciaba en nada… —dijo.
Kramer sopesó en profundidad esas palabras mientras recorrían el camino hasta la Academia de Baile y Entretenimiento de Trekkersburg, donde, para gran alivio de ambos, fueron recibidos por una mujercita de ojos rasgados y altanera, tocada con una mantilla negra.
—Esta noche, latinos —dijo al abrir la puerta.
—¿Cómo dice, señora?
—Que esta noche toca clase de ritmos latinos, y no piensen que van a entrar en mi academia con esos zapatos.
—Cha cha cha —replicó Kramer, mostrándole su credencial y colándose dentro.
Lisbet dudó un instante antes de seguirlos hasta la pequeña oficina empapelada con fotografías de niñas con rodillas huesudas y vestidas con tutus, aprendices de Valentino a todo color, y un perro pekinés inconcebiblemente obeso. Había un escritorio de persiana, dos sillas, un perchero; y papeles por todas partes, sobre todo partituras…
—¿Nombre, señora?
—Madame Du Barry.
—Ajá. Y yo Holmes, y aquí está el Doctor Watson.
—En ese caso me llamo Baker, Priscilla Baker. Y no hay nada inmoral en mi academia.
—Eso está bien. ¿Pero qué me dice de las clases de baile que tienen lugar aquí los viernes por la noche?
—Oiga ¡ya es bastante trabajo hacer que esos diablillos salgan del rincón y saquen a bailar a las niñas! No tengo que esforzarme para separarlos, la verdad… Pero bueno ¿qué está haciendo ahora?
—Examinar sus matrículas.
—¿Para qué?, si me permite la pregunta.
Kramer rasgó una página y se la pasó a Lisbet. Leyó: «Para Sally Jarvis; 10, Rosebank Road, Greenside. 4 rands, con todo mi agradecimiento». La señora Baker se la quitó de un manotazo.
—¡Conque es eso! —exclamó, dando vueltas alrededor de ellos como un boxeador. Por la cabeza de Kramer paso la imagen de ese negro, Cassius, que había visto en el noticiero… sólo que a él lo llamaban «el bailarín». Su cabeza tenía esas ocurrencias en los momentos críticos.
—¿El qué? —preguntó.
—Otra vez Juanita Calamidad. Está usted investigando el asesinato de Boetie. También era alumno mío, como sin duda no ignora. Un buen chico, sorprendente si tenemos en cuenta que era afri…
Casi había consumado una lamentable metedura de pata. La señora Baker se sentó y adoptó una actitud más servicial.
—¿Cuántas veces vino a las clases?
—Seguro que lo tengo en mi archivo. Un momento. Aquí está: Boetie se matriculó el día 21 del mes pasado. Lo que significa que asistió cuatro veces en total. Fue un pequeño romance en toda regla.
—¿El que tuvo con la hija de los Jarvis?
—Un flechazo. La vio, y cayó rendido a sus pies.
—¿Y qué pasó, no tuvo competencia de los otros chicos?
—¿Con Sally? ¡No bromee! Es la mayor calamidad que he visto en mi vida, pobre niña.
Kramer frunció el entrecejo, después esbozó una sonrisa. Lisbet concluyó por él. Obviamente, Sally tenía una inclinación por Boetie, que saltaba por encima de todos los prejuicios habituales. Debía ser algo realmente muy fuerte.
—¿Puedo hacerle una pregunta señora Baker?
—Por supuesto, señorita.
—Dice usted que Sally era una calamidad. ¿Por qué la ha llamado también «Juanita Calamidad»?
—¿La llamé eso? Supongo que porque es el segundo chico que se le muere en un mes. Y también aquí, en Trekkersburg.