VI

EL CORONEL LO FORMULÓ en otros términos, apenas llegó al barrio de la estación, pocos minutos después. Dijo:

—Amigo, es curioso, pero tener por ahí a un policía husmeando puede acabar de desquiciar a quien le falte ya un tornillo, ¿entiende lo que quiero decir?

Kramer lo entendía; a uno de los primeros colegas con los que había trabajado le pusieron en la cara un ventilador del radiador de un motor a pleno rendimiento, en un banco de pruebas, porque investigó la muerte de un piloto de carreras cuyo coche/se sospechaba, podía haber sido saboteado. Cosas que marcan.

—Pero ha dicho usted «policía», señor.

—Ya veo por dónde va. Bien, ¿de manera que no han encontrado su tarjeta de miembro, ni las esposas ni nada por el estilo?

—Zondi y yo lo hemos registrado todo, el garaje también. Sólo falta la habitación de los padres, pero dudo de que lo hubiera guardado ahí.

—¿Podría habérselo llevado ayer?

—Hennie no ha dicho nada de eso.

—No sólo ha callado sobre eso…

—Lógico: damos por sentado que Boetie pertenecía al Club de los Detectives.

—Una suposición razonable, teniente.

—Entonces el paso siguiente es ponerse en contacto con Pretoria, y que pidan a la revista una lista de todos los miembros.

—O mejor aún, preguntar a la hermana.

—Bueno, ella cree que su hermano pudo estar divirtiéndose con algún juego estúpido, o al menos eso dice.

—Pregúnteselo a Hennie, de todos modos tiene que volver a verlo.

—Sería mejor si supiera de antemano la situación del chico. ¿No podríamos pedir…?

El coronel dio la vuelta a la revista, tras un rápido examen, y le enseñó a Kramer la contraportada.

—No se olvide nunca de leer la letra pequeña, teniente. Mire aquí abajo… La editora es propiedad de un ministerio gubernamental, como también lo es la revista. Mande a alguien ahí y conseguirá despertar un buen revuelo en las alturas…

—Pero…

—Cosa que sería lamentable si todo este asunto está sólo relacionado muy de refilón con el Club de los Detectives; pero mucho más que lamentable sería que, al final, no tuviese nada que ver. Recuerde que la prensa anglófona tiene espías por todas partes: harían una montaña de un grano de arena a la primera de cambio.

—¿Y qué hay del juicio, señor?

—Ay, siempre tan previsor, Kramer. Bueno, confío en que para entonces disponga usted de las pruebas suficientes para que toda la investigación previa no tenga ya importancia.

—¿Qué hago pues?

—Que la cosa quede en familia. Hágale al sargento local las preguntas habituales.

—¿Y qué le contamos a la prensa entretanto?

—Que un psicópata anda suelto. Sigue siendo verdad, a mi modo de ver.

Había tensión en el rostro de Kramer, al coronel no le pasó por alto.

—Coño, ya sé, ya sé que así tal vez esté dificultando su trabajo, teniente, pero tengo que ser justo. Cada vez que uno de mis hombres se ve obligado a apartarse de los cauces establecidos, velo por que no sea todo el Cuerpo el que se exponga a las iras de la opinión pública; hago bien, ¿verdad?

—Sí, señor, y se lo agradecemos.

—Bien. Ahora pónganse a trabajar y manténganme informado. ¿Necesita refuerzos?

—El sargento Zondi y yo nos las estamos arreglando perfectamente hasta ahora.

—No lo dudo.

BOETIE SWANEPOEL ERA, en efecto, un nombre bien conocido por el jefe de la comisaría, que acababa de volver de un fin de semana de pesca, y reanudaba su horario de dos a diez en la oficina de denuncias.

—¡El renacuajo ése de mierda! —rugió—. El cabroncete me amenazó. ¡Se atrevió a amenazarme! ¡A mí!

—¿Cuándo ocurrió eso?

—¿Por qué?

—Pregunto.

—Tiene que haber algún motivo.

—El chico se ha metido en un buen lío.

—Pues ya me ha alegrado el día. Fue el mes pasado, cuando me hice cargo de esto. Me trasladaron desde Vryheid. La primera noche aparece por aquí con sus amiguitos y me dice que quieren salir en los furgones. Enseña un papelucho, ¡y me dice que es detective! Ni me molesté en leerlo. Le dije que no era un trabajo para niños, y que muchas gracias.

—¿Le echó?

—Bueno, no es un trabajo para niños, ¿no? Es sumamente peligroso, y más cuando nos topamos con un negro borracho y medio loco…

—Yo hubiera hecho lo mismo.

—Pues claro que hubiera hecho lo mismo. ¿Pero sabe qué? Al poco vuelve aquí, de nuevo, y me dice que Wolhunter —el sargento que me precedió en el cargo— le dejaba ir incluso en las redadas. Y entonces dice que si no le dejo «cooperar» me voy a enterar de lo que es bueno.

—¡Dios santo!

—Tuve que contenerme para no partirle la cara, se lo aseguro.

—¿Volvió a verle?

—No, ni a sus amigos tampoco.

—Mire, sargento, sería muy útil si pudiera usted decirme cuándo ocurrió esto.

—El uno de noviembre, mi primer día de trabajo. Y lo otro, dos días más tarde.

—¿Le acompañaba un chico llamado Hennie Vermaak?

—¿Y cómo coño quiere que lo sepa?

—Bueno, qué se le va a hacer —dijo Kramer, que se dio la vuelta por el ruido de una mujer que arrastraba del brazo a un niño bantú.

—Parece que la cosa se pone animada. Hasta la vista.

—Este malnacido me ha robado las naranjas —decía la mujer—; quiero que…

—Espere un momento —interrumpió el sargento.

—No tengo todo el día, amigo —dijo Kramer.

—Pero no me ha dicho todavía en qué clase de lío se ha metido ese chico Swanepoel.

—Alguien le hizo una cara nueva.

—¿Eh?

—Lo asesinaron —murmuró Kramer desde la puerta, y añadió en voz muy alta—: otro día se lo cuento, si quiere, pero no delante de una dama…

Suele preguntársele a los policías qué sienten al tener que ser tantas veces los primeros en llevar la noticia de una muerte repentina. Se pueden sentir, a veces, unas tremendas ganas de reír.

JAPIE VERMAAK TAMBIÉN ERA MAQUINISTA, algo más acomodado que el padre de Boetie, porque tenía a su cargo un convoy eléctrico. Y eso se traducía en que el coche en su garaje era americano, no inglés, y, por ello, dos veces más grande. Pero no era el coche hacia donde estaba señalando en ese momento.

—Ahí está Hennie —dijo—. Sólo se le ven los pies. Lleva ahí desde que lo bañó su madre, dice ella. Pero no me pregunten por qué, no tengo ni idea.

—¡Está preocupado! —dijo la esposa.

—Por supuesto —la tranquilizó Kramer—. Lo siento…

—No, amigo, es mejor que se lo diga. Quizá así deje de andar por ahí no se sabe con quién, sin decirle nada ni a su madre ni a su padre.

La señora Vermaak cloqueó. Era una buena gallina para el gallito de su marido: ella, activa y de cuerpo menudo; y él, con mucho aplomo y pelirrojo. Lástima que sólo hubieran puesto ese huevo.

—Además —añadió el señor Vermaak—, decírselo es cosa más suya que mía. Él y Boetie eran grandes amigos, he ahí buena parte del problema.

—¿Qué problema?

—Andaban por ahí de noche, Dios sabe dónde. Yo trabajo a esa hora, ¿comprende?, y eso era una preocupación para la parienta.

—¿Llevaban mucho tiempo haciendo eso?

—¿Qué dirías tú, Lettie?

—No últimamente, pero una vez la armaron gorda.

—¿Cuándo estaba en el Club de los Detectives?

—Oh no, eso era sólo los viernes.

—Ya.

—Supongo que está un poco mimado —admitió el señor Vermaak—. Siempre hay problemas cuando empiezan a tener que arreglárselas solos. Necesitan compañía de su edad.

—A mí el chico me pareció muy bien educado, señor. ¿Seguro que podré hablar con él tan pronto?

—Amigo, es nuestro deber, ¿o no lo es, teniente?

—Yo no estoy tan… —empezó a decir la señora Vermaak.

Pero Kramer caminaba ya a paso ligero en dirección al garaje.

LAS DEPENDENCIAS del Departamento de Seguridad Especial se hallaban en la parte trasera —al abrigo de oídos curiosos— del edificio de piedra que albergaba a la Central de Investigación Criminal. El Departamento de Homicidios ocupaba el resto del primer piso, junto a un pequeño Departamento de Robos en Domicilios, y sus ventanas enrejadas dominaban la calle y la materia prima que la transitaba.

Había una ventana y dos hombres por despacho; un arreglo razonable, en teoría, pues cada uno tenía turnos diferentes, pero que en la práctica resultaba, como mucho, sólo tolerable. Circunstancia por la cual Kramer había colocado su nombre en la puerta de una de las salas para interrogatorios, a la que denominaba «su» despacho.

Zondi le precedió al entrar y subió la persiana. El sol pegaba de lleno en sus ojos y le hizo estornudar. Resultaba extraño.

—¿Hora?

—Las cinco y media, jefe.

—Joder, ¡cuánto tiempo he pasado en casa de los Vermaak! A ese crío no hay por dónde cogerlo.

—Pero todavía no me ha dicho qué le dijo.

—Aún estoy dándole vueltas.

Kramer se sentó a su mesa. Extrajo del bolsillo una caja de caramelos. La colocó cuidadosamente delante de él.

—Guau, ¿qué es eso?

—Cada cosa a su tiempo. Ve a Archivos y tráeme un resumen de todos los casos del mes pasado.

En cuanto Zondi desapareció arrastrando los pies, Kramer marcó el número del domicilio de la viuda Fourie. No hubo respuesta. Con el dedo apoyó en el botón de colgar y volvió a intentarlo. Tampoco hubo respuesta. Apretó el botón automáticamente. De pronto se le ocurrió una idea, que le sorprendió y le agradó enormemente al mismo tiempo. Qué ocurrente era. Con el auricular ronroneando como un gato sobre el regazo, abrió la guía telefónica.

Esta vez la respuesta fue inmediata.

—Con el director, por favor. Ah, ¿señor Marais? Sí, ya pensé que no quedaría nadie a estas horas, pero he pensado que quizá usted tuviera trabajo pendiente esta mañana. Sí señor, soy el teniente Kramer. Terrible, terrible. Por supuesto. De hecho usted podría hacer algo: verá, me gustaría hablar con Miss Louw esta tarde. ¿Podría darme su dirección? Gracias… El 36 de Aloe Mansions. Estupendo. Por supuesto que sí. Hasta luego.

Siempre es grato tratar con alguien realmente ocupado cuando uno quiere algo, y lo quiere ya.

—Nada importante, jefe —dijo Zondi, de vuelta con la carpeta—. ¿Busca algo en particular?

—Delitos graves cometidos mientras estábamos de misión en Zululand.

—¿Asesinatos? Cinco.

—Olvidemos los casos bantúes. Centrémonos en Greenside.

Zondi pareció ligeramente sorprendido. En el fino barrio de Greenside rara vez ocurría algo interesante. Como decía Kramer tantas veces, cuando uno tiene dinero hay formas más sofisticadas que el asesinato, y tan eficaces como él.

—Sólo una pelea con daños corporales el día uno —lo siento, pero un empleado bantú contra otro empleado bantú—, y ocho robos de domicilios. ¡Joder, el chorizo no lo hizo nada mal! Siempre el mismo modus operandi, y al final un botín de mil rands en objetos robados.

—Ya estaba al corriente. ¿Algo más?

—Un arma de fuego recuperada, y su propietario denunciado.

—Hummm. ¿Cuándo ocurrió el último robo?

—El día quince.

—Mierda.

Kramer agarró el papel y lo miró malhumorado. Había depositado demasiadas esperanzas en su contenido.

Invitó a Zondi a que se sentase, y empezó a explicarle el porqué.

Según la historia de Hennie, Boetie y cinco de sus compañeros de clase se habían unido al Club de los Detectives en julio. El Club animaba a los miembros a formar grupos y a adoptar nombres llamativos; por eso ellos se denominaban Los Leopardos de la Medianoche. El sargento Wolhunter, que estaba al frente de la comisaría del barrio de la estación por esas fechas, tenía una hija en la escuela y había visto ejemplares de la revista que promocionaba el Club. Les dio cancha a los chavales, y poco a poco les permitió que se involucraran cada vez más. Para ellos había sido muy emocionante.

Y entonces, a comienzos de noviembre, la jefatura de la comisaría cambió de manos. El nuevo sargento los mandó al cuerno y recuperó todo el material prestado. A todos les molestó mucho esta actitud, pero Boetie fue el que peor lo encajó. Se enfrentó un par de veces al sargento, y después se le ocurrió que los padres de todos deberían unirse y tomar medidas al respecto. Pero el tiro le salió por la culata: los padres dijeron que era época de exámenes y que, además, necesitaban una buena nota si querían ir al instituto el próximo año, así que mejor se olvidaban del Club y se dedicaban a empollar. Sin embargo, Hennie no mencionó a sus padres nada de todo esto, y los padres de Boetie andaban demasiado ocupados con sus actividades en la congregación para tomarse en serio las peticiones del muchacho.

Los Leopardos de la Medianoche se extinguieron. O eso parecía. Hasta que una noche Boetie le dijo a Hennie, que se le había ocurrido un plan para que el grupo volviera a sus actividades y por la puerta grande. Se había dado cuenta de que la Trekkersburg Gazette estaba publicando continuas noticias sobre la incompetencia de la policía para frenar la ola de robos en Greenside. Hubo incluso un editorial al respecto. La cosa consistiría en que Hennie y él llevaran su propia investigación en la colina. Seguro que el ladrón recelaría de cualquier adulto pero no prestaría atención ni vería la necesidad de ocultarse tras un seto por la presencia de un par de niños. No habría necesidad de arrestar a nadie —le aseguró a Hennie—, una buena descripción sería suficiente. Aunque, por supuesto, lo que Boetie esperaba era ver al ladrón trepando por un muro y entrando por una ventana; de esa forma podrían llamar a la policía, que lo pillaría con las manos en la masa. Después de eso, el retorno de los Leopardos sería saludado con honores…

Hennie terminó cediendo. Los dos pedaleaban cada noche hasta Greenside después de haber hecho los deberes. No vieron nada, pero ¡descubrieron que el vecindario era sumamente desconfiado. A pesar de la extensión del barrio no había muchas calles, y debían hacer la misma ruta varias veces cada vez que patrullaban.

De hecho, Hennie estaba a punto de rajarse al cabo de una semana cuando apareció un coche de policía, del que salieron dos agentes blancos. Dijeron que había una denuncia contra dos niños que no paraban de pasar por delante de la casa de un banquero: pidió explicaciones… y los policías, también.

Fue Boetie el que habló; en tono humilde, como de disculpa, pero sin filtrar nada sobre su auténtica misión. Qué dijo exactamente era algo que Hennie no podía recordar, pues era una historia muy confusa. Los agentes se quedaron perplejos pero impresionados por la actitud de Boetie. Especialmente después de que les pidiera disculpas por preguntar si no pertenecían, como le parecía, al primer equipo de rugby de la policía, a cuyos partidos tenía el gusto de asistir todos los domingos. Los policías optaron por no responder y se alejaron unos pasos, para intercambiar en privado unas palabras. A Hennie sólo le llegó una risita y una alusión a que la búsqueda del ladrón había terminado. Y entonces los agentes se volvieron hacia ellos y les dijeron que si volvían a pillarlos haciendo el ganso por Greenside, se acordarían.

Los niños se montaron en las bicicletas y se alejaron a toda velocidad. Cuando llegaron al barrio de la estación, Hennie le dijo a Boetie que su padre le daba la murga todo el santo día con que no estudiaba bastante. Y, además, pensaba que la idea de patrullar en Greenside había sido una estupidez. Y lo dejó.

Boetie lo llamó marica, y le dijo que ya no eran amigos. Boetie lo ignoró en la escuela durante más de quince días. Y de pronto apareció por casa de Hennie, el día antes, para invitarlo a cazar.

Eso lo sorprendió, reconoció Hennie. Tenía que aceptar el hecho de que Boetie quería reanudar la amistad. Pasaron una tarde estupenda. Boetie no había dicho nada que se apartase de lo normal.

Ésa era la historia hasta que Kramer descubriera qué había llevado al niño hasta el garaje.

Hennie estaba sentado con la espalda recostada sobre la pared del fondo, la cabeza apoyada en las manos, y éstas sobre, el parachoques del coche de su padre. Primero Kramer se percató —mientras el chico hablaba— de una mancha negra en las mejillas de Hennie; después, marcas negras en las palmas de las manos. Miró a su alrededor, y vio un tosco cepillo de alambre espeso y alargado, como el que se usa habitualmente para limpiar la chimenea de una estufa de combustión lenta. Lo que tenía Hennie era hollín.

Y había más hollín en la pared, justo al lado del armario macizo y viejo destinado a guardar las herramientas del coche. Kramer había introducido la cabeza entre la pared y el armario y había visto ahí detrás una caja de caramelos oculta en un rincón, cuidadosamente envuelta con mucho papel celofán.

Después de un par de sencillas deducciones, Hennie confesó que estaba intentado sacarla cuando lo habían interrumpido. También reveló todo lo que había sucedido la tarde anterior.

Cuando volvieron de cazar, Boetie le dijo a Hennie que había seguido sus investigaciones en Greenside… y que había visto algo, algo que si era verdad iba a dejar patidifusa a la policía. Pero aún le quedaba una cosa por hacer, e iba a comprobarlo esa misma noche.

¡Guau! ¿Qué cosa? —preguntó Zondi, saliendo de su absorto silencio.

—Joder, eso es lo malo, amigo, que no lo sabemos —replicó Kramer—. Estamos tratando con niños, no lo olvides. Y a los niños les encantan los secretos y todas esas chorradas. Hennie no quiso sonsacárselo. Casi hubiera parecido de mala educación. Lo mismo que cuando Boetie le pidió que guardase la caja una temporada.

Los dedos de Kramer repiquetearon sobre la caja.

—¿La ha abierto, jefe?

—Sí, claro. Hennie la miraba como si de ella fuera a salir el coco. Si no hubiese llegado yo a tiempo la hubiese arrojado al fuego. Por eso estaba tan asustado, ¿comprendes? Había una conexión, y lo malo del caso es que no podía entenderla.

—Pero y si…

—Mira tú mismo, amigo.

Zondi acercó hacia sí la caja y retiró cuidadosamente el envoltorio. Dentro había cuatro objetos: una tarjeta de miembro del Club de los Detectives expedida a nombre de Boetie Swanepoel y tres pedacitos de papel de pañuelo.

Zondi cogió uno. Estaba borroneado con letras muy apretujadas. No había espacio entre las letras, y tampoco palabra alguna reconocible en ninguno de los tres idiomas que sabía.

—Los otros dos son más o menos iguales —dijo Kramer.

—Nunca he visto nada igual. ¿Estúpidas chiquilladas?

—Se llama «mensaje cifrado», negro ignorante —contestó, cariñoso, Kramer—. O al menos, eso creo yo.

Como había dicho Bonita, a su hermano le encantaban los puzzles.

DANNY GOVENDER SE CONVIRTIÓ en «El Vengador Enmascarado» por el simple procedimiento de levantar el cuello de su camiseta hasta la nariz. Después, con el rayo de la muerte enganchado al manillar de la bicicleta, pedaleó a toda velocidad.

Dejó atrás el corral de la chabola donde vivía su familia, descendió el sendero cubierto de cristales rotos y otros terribles obstáculos, y tomó la carretera alquitranada y llena de socavones que desembocaba finalmente en Trichard Street.

Para los que transitaban por la avenida era sólo eso: una calle. En el mejor de los casos, era su calle, porque todos los rostros allí eran oscuros. No había ninguna otra cosa en ella digna de mención. El precio del neón puede alcanzar los 120 rands el metro, de manera que únicamente lo exhibían unos treinta escaparates en ambas aceras, con unos remates floridos en azul y rosa. Desde allí hasta el bar para negros, los comerciantes hindúes menos acaudalados optaban por las grandes letras sobre fondos claros, y montones de vatios. Pero por todas partes había luces de neón alrededor de la fruta, los vestidos, las maletas y las mantas, que estaban amontonados sobre las aceras polvorientas; este tipo de luz pone ritmo en la mirada y hace que las mercancías parezcan doblemente atractivas: un factor de crucial importancia cuando la clientela se chifla con los trajes de tela escocesa y las naranjas sanguinas. Así era esta calle: agitada, populosa, amistosa.

Danny la veía de otra forma porque tenía doce años.

Cuando llegó a la otra punta, examinó la situación atentamente. Fuera del bar, a la sombra de un rótulo en el que se leía «LICORERIA BANTÚ», aguardaba su amigo, el que repartía los periódicos el domingo. Pero estaba a más de medio kilómetro de distancia y, entre medias, acechaba el Mal en todas sus formas más siniestras, dispuesto a golpear; ya que, como ninguna persona culta ignora, la función primera del Mal es enfrentarse ferozmente a cualquier Desfacedor de Entuertos que anduviera por ahí en bicicleta.

El Vengador Enmascarado no perdió los nervios. Masticaba una barra de chicle, que le hacía invisible durante breves lapsos de tiempo. Era su arma para sortear ileso los Peligros de la Muerte.

En cuanto el semáforo se pusiese en verde, lo intentaría.

Verde.

La bicicleta traqueteó y cabeceó por Trichard Street, y su conductor observó con satisfacción que todos los ojos lo atravesaban, sin verle.

Y entonces, de un solo golpe, volvió a convertirse en el caballeroso repartidor de periódicos Danny Govender, antes de que Rampaul Pillay pudiera descubrir su gran secreto.

—¿Dónde has estado todo el día, Rampaul? Yo buscarte en todas partes, amigo.

—Clínica de Harvey Street.

—¿Y tú qué hacer por allí?

—Privado.

Danny miró torvamente la bragueta de Rampaul, deseando tener ojos con rayos X, pero no podía engañarlo.

—Privado —repitió Rampaul—. No te pienso decir.

—Entonces ya no ser amigos.

Esto le dio que pensar a Rampaul.

—De acuerdo, yo decir a ti. Me caí de bici y, hacer daño en rodilla.

—¿Y qué pasar?

—Si Chatterjee saber, mi quitar trabajo de los domingos. Mi padre decirme: Rampaul, mantén esto muy privado, si no perdemos dinero.

—¿Y quién conducir en lugar tuyo?

—Mi hermano.

—Lo haré yo, Ram. Muy sencillo.

—¿Cuánto?

—Diez centavos.

—¡Cinco!

—¡Siete!

—O.K.

Se estrecharon la mano solemnemente.

Más tranquilo y cogiendo confianza, Danny habló en tamil, la lengua materna de ambos:

—Te diré por qué dejé un mensaje para que vinieras aquí esta noche. Quiero saber qué le pasó a esa perra en Greenside. Ya sabes, Regina.

—Está muerta.

—Pero ¿de qué?

—El criado dice que la mató un ladrón.

¿De verdad? No me dijo a mí eso.

—El jefe la encontró por la mañana temprano, y le dijo que la enterrase. Dijo que tenía marcas alrededor del cuello, como de alambre.

—¡No sabía que hubieran robado en la casa!

—No, no robaron. El criado piensa que el tipo pudo huir, por miedo a que hubiese otro perro.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—A la perra la encontraron el domingo.

—Justo lo que yo pensaba.

—¿Y eso es todo? Qué preguntas más raras haces, Danny. Yo pensaba que era algo importante. Vamos a ver si Gogol nos da plátanos pasados.

—¿Sabes una cosa? Me había encariñado con esa perra espantosa —dijo Danny, tan sorprendido como Rampaul de su repentina confesión.

Aquello parecía un trabajo muy apropiado para alguien como el Vengador Enmascarado.

UNA TORMENTA TREMENDA resultaba inevitable para rematar un día como ése.

Trekkersburg, situado en una meseta, junto a una hondonada, como la huella dejada por una cabeza en la almohada, sintió el avance de una fiebre en fase última pasadas las siete. La capa de aire caliente que presionaba sobre la ciudad se volvió fría, después caliente, y otra vez fría. Empezó a moverse incesantemente de un lado para otro, agitando las veletas. Se oyeron ruidos extraños, descoyuntados. Las ramas de los árboles temblaron. Un manto denso y sofocante de nubes negras se movió tapando la desnuda luna. Empezaron las alucinaciones: era como si, a lo lejos, un gigantesco techo de uralita estuviese siendo bombardeado por pedruscos; como si cada relámpago fuese una punzada de dolor en una mente a la deriva. Clímax perfecto para un escalofrío. La lluvia cayó como un sudor inmundo.

Kramer se estremeció.

Mantenía una postura erguida al volante del Chevrolet y abrió un poco la ventanilla. La noche estaba fresca, limpia e incitante como Miss Lisbet Louw. Unos minutos más y el chaparrón aflojaría lo suficiente como para que pudiese salir del coche y cruzar la calle en dirección a Aloe Mansions. Era una pena que no hubiese podido aparcar más cerca de los bungalows.

Pero la tormenta le había obligado a tomarse un descanso, y tal vez eso fuera bueno. No había parado de andar de un sitio para otro durante las últimas cuarenta y ocho horas, incluido el tiempo que había pasado dormitando en el tribunal el día anterior. Y la verdad, debía conservar suficientes reservas de energía para poder hacer frente a un desafío inesperado. A Miss Louw, por ejemplo.

La lluvia arreció.

Kramer cambió de posición la rodilla para evitar unas gotas que se habían colado dentro por la junta de la goma en torno al parabrisas. Era una lluvia increíblemente fría. Descubrió la misma filtración en el mismo lugar pero en el otro asiento. Ese era el problema con los vehículos de la policía: nunca se sabía dónde habían estado.

La lluvia descargó con más intensidad.

Kramer observó cómo quedaban cegadas las cunetas hasta desbordar sobre la carretera, creando grandes espejos, que intentaban en vano reflejar un modelo armónico de luces cálidas que descendían desde los pisos cercanos.

La lluvia era implacable.

Maldita sea no tener chubasquero. Kramer se deslizó afuera y echó a correr.

Llegó al número 36 completamente empapado, pero sólo después de tocar al timbre lo advirtió. Su fino traje había aguantado tan poco como una colilla en un orinal.

La puerta se abrió hacia dentro.

Miss Louw también estaba empapada. Llevaba una toalla alrededor del cuerpo, y otra en la cabeza.

—Oh, pobrecito —dijo y le empujó hacia el interior.

—Pero señorita… —intentó decir Kramer.

—Dese prisa, pase por este lado antes de echarme a perder la alfombra del recibidor.

Kramer se encontró encerrado en un cuarto de baño cubierto de vapor, parpadeó rápidamente y fue incapaz de descifrar su cara en el espejo empañado. Estaba seguro, sin embargo, de que aquello valdría la pena.

—Ahora voy a vestirme —gritó Miss Louw—. La vecina de al lado tiene secadora, ponga su ropa fuera y yo la recogeré. No tiene que hacer más, no se preocupe. Enseguida estará lista.

—¿Cómo?

—Vamos, teniente. Sea razonable.

Miss Louw se alejó haciendo resonar sus zapatillas de madera.

Bien, bien, el primero de sus tres deseos se había cumplido: apenas habían pasado cinco segundos en el piso y Miss Louw ya le estaba pidiendo que se quitara la ropa. El problema con los deseos es que había que concretarlos mucho; si no, podía salir el tiro por la culata. Era improbable que fuese físicamente posible conseguir los otros dos deseos que aún tenía en mente.

No fue difícil quitarse la chaqueta del traje, pero en cambio con los pantalones y la camisa Kramer gruñó y se enredó. Si hubiese llevado calzoncillos ese día se hubiese sentido mucho más feliz. En la situación actual, ella podría pensar que estaba ocultando algún secreto inconfesable. Así que, para disimular, añadió la funda de pistola al húmedo montón.

Y lo empujó todo hacia el pasillo.

—No serán ni dos minutos —exclamó Miss Louw mientras Kramer se sentaba en el borde de la bañera, e introducía los pies en el agua caliente que ella no había evacuado.

Ni siquiera tardó eso.

—Lo siento mucho —dijo—, pero Miss Turner acaba de meter un montón de manteles que le hacen falta. Secará sus ropas inmediatamente después. Mientras tanto, ¿por qué no sale y toma un café?

La «Smith and Wesson» del 38 resultaba lamentable como hoja de parra.

—¿Con qué, señorita?

—Vaya, todas las toallas están húmedas. ¿No hay algo colgado detrás de la puerta?

Kramer miró lo que había colgado detrás de la puerta, y se estremeció.

—¿No podría dejarme un abrigo?

—No tengo ninguno que pueda servirle ni remotamente. Los rompería.

—¿Vive usted sola?

—Por supuesto.

Eso por lo menos era prometedor.

—Está bien, pero nada de risas, ¿eh?

Miss Louw era mucho más hermosa cuando reía. Las pupilas de sus ojos eran como elipsis lunares salpicadas de estrellas. Los dientes, estrechos y regulares, encajaban perfectamente en la boca ancha y sensual. Sólo la nariz rectangular permanecía seria, pese a la ligera dilatación de las aletas.

Kramer tampoco pudo evitar la risa. No todos los días se veía a un oficial de homicidios hacer su entrada envuelto en los voluminosos pliegues de un salto de cama de nylon.

Sus risas se detuvieron de pronto abruptamente.

Kramer experimentó un desconcierto de otro tipo. Y en apariencia, lo mismo le ocurrió a ella. Hubo un misterioso intercambio íntimo entre ambos, demasiado fugaz para que Kramer pudiese atraparlo.

—Bonita casa —dijo, encontrando la excusa para apartar los ojos de ella.

—Gracias, teniente. ¿Le traigo ahora el café?

Kramer se sentó, cruzó las piernas firmemente, y observó cómo ella servía dos tazas en la pequeña cocina americana. Zondi hubiera expresado una absoluta admiración por semejante trasero. Qué complemento tan perfecto para una delantera impecable. Se sentía mejor.

—¿Ha venido a verme para hablar de Hennie?

—No, de Boetie Swanepoel. Supongo que ya se habrá enterado. —Sí.

—Me parece horrible. Matar así a un niño inocente.

—¿Eso es lo que pensaba de él?

—¿A qué demonios se refiere?

—Sólo a esto: ¿qué pensaba de Boetie?

Miss Louw frunció el ceño. Le pasó a Kramer una taza, mientras movía la cucharilla en la suya.

—¿Acaso no viene todo en los periódicos?

—Tenemos que andarnos con mucho cuidado. Esto podría volver a suceder.

—¿A quién?

—A Hennie.

—¡Oh, Dios mío!

—O a cualquiera de sus compañeros, probablemente.

No dejaba de agitar el líquido mientras miraba fijamente a Kramer.

—¿Puedo saber por qué? —preguntó al fin.

—Miss Louw, responda primero a mis preguntas y después yo le contaré. Si lo hacemos al revés, lo que usted diga podría verse influido, si ve lo que quiero decir.

—Está bien. Adelante.

—Primero, descríbame a Boetie, tal como usted lo conocía.

El café estaba justo como a él le gustaba.

—Era… un buen chico. Un poco serio quizá, con ideas muy definidas sobre el bien y el mal. Si, por ejemplo, algún compañero copiaba en un examen, Boetie era el primero en decírmelo, en el acto. Esto es lo que le diferenciaba de todos los demás chicos con los que he tratado en los cinco años que llevo enseñando.

—¿Por qué ese énfasis en lo de chicos y no estudiantes?

—Porque aunque las niñas a veces también se comportan así, normalmente lo hacen sólo por rencor.

—¿Cree que Boetie podría ser…?

—¡En absoluto! ¿De dónde ha sacado eso? Además, tenía una novia, una chica con la que solía verse: la pequeña Hester Swart.

—Lo siento.

—Esto es peor que corregir exámenes; así no puede hacerse una idea correcta sobre Boetie.

—¿Cuáles eran sus mejores asignaturas?

—Matemáticas, Inglés y Arte.

—¿Inglés?

—Extraño ¿verdad? Tenía mucho interés en el inglés, lo hablaba mejor que yo. Dice o, mejor, decía que el inglés es fundamental para salir adelante en la vida, porque todas las grandes empresas de este país están controladas por angloparlantes.

—Un chico listo, se nota.

—Sólo en cierto sentido. También tenía un lado ingenuo.

—¿Por ejemplo?

—Sé que otros chicos solían tomarle el pelo porque casi nunca entendía los chistes verdes. No tanto por su carácter serio como por su ignorancia.

—O su inocencia, por lo que usted dice.

—Exacto.

—El peso de la educación religiosa.

—Sí, todo era sagrado para él: el matrimonio y todo eso. Los Diez Mandamientos.

—Observo que lo dice con cierto fastidio, Miss Louw…

—Le pasaría a usted lo mismo si su padre hubiese sido sacerdote, y un jodido hipócrita además. Un viejo verde…

Sonó el timbre. Miss Louw cerró la puerta del salón antes de salir a responder. A Kramer le gustó eso. De hecho, le gustaba Miss Louw por muchas razones.

—Pero ¿y qué me dice de su empleo? —preguntó, al verla de vuelta con su ropa seca—. ¿No debería usted ser una fiel creyente, de acuerdo con nuestro Plan Nacional de Educación Cristiana?

—¿Y qué me dice de usted, teniente?

—Sólo en bodas y funerales.

—Ajá. Y/entonces, ¿quién jura sobre la Biblia en los tribunales que todo cuanto dice es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

Touché. Debe asustar usted a los hombres con ese cerebro.

—Por supuesto. Elijo con cuidado. Pero esto no tiene nada que ver con Boetie.

—Déjeme hacerle una última pregunta: ¿observó algo raro en su comportamiento durante el mes pasado, desde principios de noviembre?

—Podría haber sacado mejor nota en los exámenes, eso es todo.

—Muchas gracias.

Kramer recogió sus cosas y se dirigió al baño.

—Pero usted dijo… —exclamó Miss Louw.

—¿Por qué no terminamos esto en un sitio tranquilo, en la Tudor Tavern por ejemplo? He visto que aún no ha preparado la cena, Miss Louw, y yo necesito comer algo para poder seguir hablando.

Kramer la obligó al galanteo, aunque sólo fuera por satisfacer la curiosidad que había despertado en ella la muerte de Boetie. Pero ella no se apuró en volver pronto a casa. Para entonces, ya se habían convertido en conspiradores de un ingenioso plan para el día siguiente.