NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA; Kramer olvidó el refrán en medio de su recuperado entusiasmo. Agarró un par de camisetas talla 44 y se abrió paso hacia la caja registradora.
—Un regalo. Para mi mami —exclamó, alzando la voz.
—Seguro que le gustarán —respondió la viuda Fourie abriendo con sus dientes nacarados una horquilla que luego deslizó sobre el lóbulo de una oreja.
Kramer miró a su alrededor y al cerciorarse de que no estaba la vigilante se inclinó sobre el mostrador.
—Tengo noticias frescas para ti —murmuró—. El niño fue asesinado. Me explico, sólo asesinado. Nada que ver con motivos sexuales.
—¿Ah, sí? Esto será un rand con 64.
La viuda anotó la cantidad y extendió la mano para recoger el billete.
—Joder, escucha. Ya no hay motivo para que te asustes. Todo está claro. Tomlinson no tiene por qué seguir llevando a los niños. Esta noche paso por casa y te lo explico con más detalle. Ya sabes que tu…
—Un rand con 64, caballero.
—Pero esta mañana, esta misma mañana, hemos descubierto…
—Ya, que no había motivos sexuales.
—No exactamente…
—¿Y bien?
—¿Cómo que y bien?
—¿Cambia algo, acaso?
—¡Me cago en ti!
—Por ahí viene la vigilante. Como me causes algún problema, hijito, te aseguro que te enteras. Paga.
—¡Sabes perfectamente que no tengo madre! —protestó Kramer.
La vigilante se abalanzó sobre él, agarrándolo por la espalda.
—¿No está el cliente satisfecho con el producto? —inquirió en tono amenazador.
Kramer se volvió con una sonrisa que la vigilante cerró como la cremallera de un pantalón. Dentro de la oficina de la gerencia de Woolworth, Miss Hawkins parecía una giganta torpona que vigilaba con ojos tiernos las finas prendas de lencería y los productos de mercería, un alma caritativa víctima del celo excesivo. Pero los rateros, las dependientas y los ligones sabían captar muy bien su morbo reprimido. Algunos hasta temblaban.
—Unas prendas preciosas —dijo Kramer—. Todo perfecto.
Miss Hawkins suspiró, aliviada.
—Sólo le decía a la dependienta que me parecía haber pagado menos de lo que realmente vale —añadió, buscando apoyo en la viuda Fourie, que se lo negó.
—¿Está todo el dinero, Fourie?
—Sí, Miss Hawkins.
Kramer entregó dos billetes de un rand. Recibió el cambio sin una sola sonrisa de circunstancias: le arrojaron la bolsa a las narices. La viuda Fourie se alejó para servir a una matrona zulú con los pechos al aire y el pelo untado de barro.
No era forma de tratar a un caballero.
—¡Eh! ¡Espera un momento! —gritó Kramer.
La viuda Fourie agarró como pudo la bolsa que le arrojó Kramer. Se quedó mirándolo, perpleja.
—Pensándolo mejor, creo que te sentarán mejor a ti, muñeca, visto que vas a pasar sola un montón de frías noches.
Miss Hawkins le abrió paso amablemente, sin oponer la menor resistencia.
LA CASA DE LOS SWANEPOEL estaba detrás de la estación, en las afueras de la ciudad. Lo que, por otro lado, no los convertía en unos parias. Al contrario, eran parte de una comunidad muy influyente. Como prueba bastaba hojear en los archivos de la historia reciente de Trekkersburg. Antes de convertirse abruptamente (y según algunos ilógicamente) en destino de los obreros del ferrocarril, que emigraron desde las tierras del interior leales al Gobierno, la township siempre había colocado a un representante de la oposición en el Parlamento. No volvió a ocurrir nunca más.
El modo precipitado en que todo eso se había producido había dejado secuelas, por supuesto. La residencia de los Swanepoel no se diferenciaba en nada del millar de casas de construcción simple que la circundaban, y ello pese a que el emparejamiento de los bungalows (cada uno era como un reflejo del otro) introducía un toque de variedad. Cada casa se erguía sobre su cuarto de hectárea, rodeada por una alambrada doble, con una plancha de hierro ondulada que retejaba vestíbulo, comedor, cocina, baño, zaguán y tres habitaciones. Una estructura independiente, también en ladrillo de color ocre, permitía dar techo a un coche, a un criado y a los aperos de jardinería. Frente a la casa el césped aparecía nivelado y pisoteado, y el jardín de atrás se reservaba para el cultivo de maíz y calabacines. Una vez allí, todas las propiedades aparecían indiferenciadas como autobuses en fila en el patio de un cuartel.
Un árbol, al menos, hubiese introducido alguna diferencia, pensó Kramer mientras observaba a unos perros merodeando con miradas torvas.
—¿Problemas? —preguntó mansamente Zondi mientras giraba el volante del Chevrolet en dirección a Schoeman Road.
Mierda, era tan evidente, que hasta un negro como él se daba cuenta. Kramer permaneció en silencio.
—Perdón, jefe —farfulló Zondi a modo de respuesta.
Pero Zondi era inteligente. Entendía. Lo había comprendido por la forma en que vio salir a Kramer de Woolworth, por cómo le había ordenado que se callase y mirara la carretera, por cómo se había sentado junto a él, comiéndose con los ojos las calles del barrio del ferrocarril, que parecía no hubiese visto nunca en su vida. Siendo padre de familia como era, Zondi comprendía la importancia de tener al lado a una mujer amable y una casa llena de niños alegres. Se merecía algo más que un desaire silencioso.
—Sólo es una ampolla en el culo. Ya se me pasará —dijo Kramer.
Zondi sonrió esperanzado.
Frente a la casa de los Swanepoel ganduleaba un agente blanco, sin salir de su furgoneta, mientras las cortinas seguían cerradas sobre la doble ventana antirrobo.
—Buenos días, teniente.
—¿Qué ocurre? ¿Qué hace usted aquí?
—Órdenes del coronel Muller, quiere preservar este lugar de periodistas y curiosos.
—¿Algún problema?
—No señor, por ahora sólo un viejecito curioseando. El pastor Pretorius está dentro. El médico acaba de marcharse.
—¿Y eso?
—Al padre y a la madre se les han administrado tranquilizantes.
—Joder, ¿pero qué se han creído que es esto? ¿Un serial radiofónico? Yo tengo que interrogarles.
—Bonita está bien.
—¿Cómo dice?
—Bonita Swanepoel, la hermana mayor del muchacho.
—De acuerdo, empezaremos por ella. El sargento Zondi echará un vistazo con los empleados negros. No deje que entre nadie hasta que haya terminado.
—Como usted diga, señor.
Kramer ignoró, el sendero, el felpudo y el llamador moldeado a imagen del Monumento al Pionero de Pretoria. Golpeó suavemente con los nudillos.
La puerta no tardó en entreabrirse.
—¿Pastor? Soy el teniente Kramer.
El sacerdote le cedió silenciosamente el paso.
—Quiero hablar con Bonita.
—¡Chuut! Más bajo. ¿Bonita? No creo que la niña esté en condiciones de…
—No me haga perder el tiempo, pastor. Puede que estemos ante un caso más grave de lo que imaginábamos.
Aprovechando la ausencia de Pretorius, Kramer abrió cortinas y ventanas. El suave olor a éter que emanaba de los medicamentos se evaporó al instante. La irrupción del sol dilató el cuarto y los jarrones de flores de plástico —lirios sobre todo— abandonaron su fúnebre aspecto de tanatorio.
Abundaban las fotografías en marcos, dispersas entre tallas de madera africanas y miniaturas de trofeos deportivos. Las pequeñas instantáneas sobre el tocadiscos mostraban imágenes mal enfocadas de vacaciones playeras: debían ser obra de Boetie, puesto que él no aparecía en ninguna. Sobre los estantes de la librería, donde sólo se apilaban revistas femeninas, tres ejemplares de las Sagradas Escrituras y un libro de cuentas, encontró una selección de hoyuelos infantiles y sonrisas seniles a manera de galería de antepasados. La pared frente a la ventana estaba engalanada de retratos que daban cuenta de los jalones principales en la historia de los Swanepoel, desde los invitados a una boda hasta un niño recién nacido y con los mofletes coloreados a mano. Kramer se demoró en este último, no porque pensara descubrir algo sino porque le recordó otra ocasión, en otra casa, cuando un retrato como aquél le había proporcionado la clave para un caso de infanticidio. A continuación examinó la colección alineada sobre la repisa de la chimenea, pudo memorizar todos los rostros de la familia cercana antes de que apareciese en el cuarto Bonita.
La pobre Bonita era la verdadera síntesis genética de sus progenitores. Los rasgos cortantes y casi agraciados de su madre se avenían mal con el cráneo prominente y liso del padre. El oscuro pelo ensortijado pertenecía también a la rama materna, pero el cuello de toro la identificaba inequívocamente con el padre, salvo que no tenía nuez. La herencia materna predominaba lógicamente hasta los muslos, pero cedía tristemente en rodillas, pantorrillas y tobillos, idénticos a los de un maquinista encerrado en la cabina de una locomotora. El cóctel de la hermosa Bonita había sin duda necesitado un batido más enérgico.
—Hola, Bonita. Soy el teniente Kramer.
—Encantada de conocerle, señor —respondió ella con ojos fríos y una pizca de arrogancia.
A Kramer sólo le sorprendió cuando cesó el intercambio de banalidades que requería la ocasión. Entonces se dio cuenta de que la chica se comportaba como si, de la noche a la mañana, Boetie se hubiera convertido en una estrella del pop, no en un cadáver. Lo imposible se había producido. Y esta jovencita que nunca hubiera llamado la atención de nadie se había convertido de pronto en alguien: nada menos que en la hermana de una celebridad póstuma cuyo retrato no tardarían en publicar los periódicos. Y después querrían también publicar el suyo, artísticamente mejorado si se sostenía un pañuelo de encaje en el lugar correcto. Contaría la historia de la feliz infancia que habían compartido, conmovería los corazones de la gente desde Table Mountain hasta el río Limpopo. Y quizá podría… ¡joder!, tal vez estaba siendo demasiado duro con ella. Qué curiosos son los efectos del dolor sobre la gente.
—Debe entender que yo quería mucho a mi hermano —declaró la chica, como si hubiera leído en su mente—. Estábamos muy unidos.
—Entonces sabrás mucho sobre él: por ejemplo, quiénes eran sus amigos.
—Claro.
—¿Me puedes decir el nombre de sus mejores amigos?
—Por ejemplo, Hennie Vermaak. Vive a la vuelta de la esquina, en el 21 de Retief Road. También tiene 12 años.
—Y tú, ¿cuántos años tienes tú, Bonita?
—Dieciséis.
—¿Alguien más?
—Sus compañeros de la escuela.
—Ajá.
—No conozco los nombres de todos.
—¿Y el de alguno?
Bonita se mordió el labio.
—La profesora, Miss Louw, podría decírselos.
—Eso está bien. ¿Sabes si tenía otro tipo de amigos?
—¿Qué quiere decir, señor?
—Adultos. Hombres, por ejemplo.
—¿Hombres?
—No me malinterpretes. A los niños les gusta a veces ser amigos de personas mayores, escuchar sus historias.
—Conocía al tío Jappie, pero ya se murió.
Aquello, lógicamente, mereció una pausa.
—¿Le resultaba fácil hacer amigos a Boetie? ¿Era sociable?
—Tenía muchísimos amigos. Ya verá como todos se lo dicen. —¿Aficiones? ¿Coleccionaba huevos de pájaro o cosas así?
—Le gustaba leer, creo. Y los puzzles, le chiflaban los puzzles. —Ya. ¿Qué aspecto tenía tu hermano últimamente? ¿Notaste algo raro en su forma de actuar?
—Parecía algo inquieto.
—¿De veras?
—Bueno, estamos en época de exámenes.
—Yo pensaba que ya habían concluido.
—Sí. Pero hace muy poco.
Kramer garabateó otro monigote en su cuaderno de notas, junto al que había trazado detrás del árbol. Encima de él dibujó un signo de interrogación.
—Eso es todo por ahora, Bonita. Si se te ocurre algo, no dudes en llamarnos.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?
—No faltaba más. Adelante.
—¿Saben ya en el periódico lo que le ha ocurrido al pobre Boetie?
A UN PAR DE NÚMEROS DE ALLÍ, Zondi vaciaba con los dedos un cuenco de gachas de avena, prueba de que aún no era demasiado tarde para desayunar. Y felicitaba a su anfitrión por el trabajo, un cocinero zulú llamado Jafini Majóla. Majóla se sentía inmensamente halagado. Acercó a Zondi una taza de leche cuajada con los tropezones que hacían falta. Zondi bebió con fruición.
—Guau, fenomenal —repitió, limpiándose la boca con el revés de la corbata. Vayamos ahora a ver a la criada.
Majóla lo guió hasta la calle, y juntos rodearon el bloque para terminar en una isleta resguardada del tráfico en medio de un cruce. Allí se concentraba una docena de criados, disfrutando la pausa matinal de una jornada de trabajo que duraba desde las seis y media hasta bien pasado el anochecer. No había duda de que era una zona afrikáner puesto que muy pocos vestían el uniforme favorito que les gustaba a los amos ingleses: pantalones de tela y túnica. Zondi, que había sido criado en su juventud, no estaba seguro de que llevar harapos propios ayudara a conseguir un suplemento de dignidad.
A medida que se aproximaban él y Majóla, el grupo iba callándose. Por desconocido que fuese su rostro, el sombrero de bordes anchos y el vistoso uniforme bastaban siempre para identificarlo.
Zondi saludó al modo tradicional zulú. Le contestaron con la respuesta formal, pero de mala gana.
Majola dio un paso adelante:
—Les presento al sargento Zondi, de la brigada de homicidios. No le interesan los permisos de trabajo o esa clase de cosas. Acaba de comer conmigo y ahora quiere hablar con mis amigos.
Zondi se sentó a horcajadas, como todos los demás. Guardaron silencio durante un rato. La primera en hablar fue una sirvienta de cierta edad, casi en la menopausia:
—¿El pequeño amo se ha muerto de verdad?
—Sí.
—¿Quién lo hizo?
—No tardaremos en saberlo.
—¿Y que le harán?
—También morirá.
Por detrás se escucharon los murmullos y después las risillas de dos adolescentes.
Zondi les apuntó con el dedo:
—Vosotros dos, ¿de qué os reís?
Silencio.
—Se alegran —exclamó la sirvienta de los Swanepoel—. Cuando se lo dije yo, no me creyeron.
—¿Qué se alegran? ¿De que el niño esté muerto?
—Por supuesto —dijo uno de ellos.
Y uno por uno, fueron asintiendo todos con la cabeza. A Zondi le costó aparentar que mantenía la calma; no había oído hablar nunca de ningún niño capaz de generar una animadversión tan unánime entre los adultos.
Y además, todos esos adultos eran negros.
CUANDO SE ACERCÓ al oficial de guardia ante la puerta, Kramer ya había hecho planes para quedarse a solas un momento. Nada más oportuno, pues, que le dijera que Zondi se había ido; que lo aspasen si sabía a dónde.
—Dile que volveré —ordenó Kramer.
—¿Cuándo señor?
—Si te pregunta eso dile también que no sea tan jodidamente descarado.
Eso les daría a los dos algo en qué pensar.
El calor era verdaderamente infernal. Volver al Chevrolet, cuyas ventanillas habían permanecido cerradas, daba una idea de lo que estaba cayendo ese domingo. El volante era como un tubo de caldera hirviendo. El asiento estaba tan caliente que revolvía las entrañas. Nada de esto consiguió mejorar su estado de ánimo; en ocasiones, hasta el propio cuerpo era una compañía indeseada.
Kramer arrancó y salió de estampida; la brisa artificial provocada por el movimiento del Chevrolet le procuró un pequeño alivio. Su destino era el Centro de Enseñanza Primaria Boomkop, situado a menos de un kilómetro de allí, pero conocía el medio de alargar esa distancia. Necesitaba pensar.
Empezando por la viuda Fourie…
La radio emitió un sonido chirriante. La intimidad de un jodido funcionario público tenía sus límites.
—¿Si?
—Aquí centralita, el coronel Muller esperando: quiere hablarle.
—¿Sí? ¿Coronel? Dígame.
—Las únicas huellas digitales en la bicicleta son las del propio Boetie. Tampoco tiene antecedentes en el registro de menores. Nada que rascar, la verdad.
—Pues sí, coronel. Pero ya sabemos que a veces estos sacerdotes exageran la nota… ¿Hubo suerte en la comisaría local?
—No, aún no he ido. Me parece que convendría olvidarse de esto antes de que llegue algo a oídos de la familia y nos encontremos con un problema innecesario.
—De acuerdo, coronel: de todas formas no añadiría nada.
—¿El qué?
—La idea de que Boetie pudiera estar mezclado con gentuza. Se lo hubieran cargado disfrazado de accidente y adiós problemas. Tal como ha ido, bastaría que el chico tuviera antecedentes delictivos para que pudiéramos pillarlos fácilmente.
—Ya lo había pensado. ¿Cómo vamos entonces de posibles móviles?
—Reuniendo información sobre el chico. No me satisface lo que tenemos por el momento. Me estoy acercando al colegio para ver a su amigo Hennie Vermaak. Hay mucha gente que ignora lo que ocurrió anoche, así que probablemente aún esté ahí.
—¿Es el niño con el que estuvo antes de morir?
—Ajá. Le soltaré las preguntas antes de que sepa por qué.
—Pise con cuidado, teniente.
—Siempre lo hago, coronel.
—Hum.
El coronel desconectó.
Kramer descubrió que, después de todo, había llegado a la escuela sin dar ningún rodeo. Surgía a su derecha, mientras un camionero le adelantaba por la izquierda, convencido de que el Chevrolet giraría. No tuvo más remedio que franquear las puertas pasando por encima de un sembrado de billetes usados de autobús.
Consciente de lo puntillosos que podían ser los directores con semejantes comportamientos, Kramer blasfemó sin salir del coche antes de iniciar su camino hacia la oficina. La secretaria, una auténtica urraca vestida de negro, se vengaba de su soltería aporreando el teclado de la máquina de escribir. Lo ignoró por completo, hasta que al ladear un ojo percibió que el intruso llevaba pantalones largos.
—¿Sí? ¿Viene por lo de los olores? —preguntó.
—No exactamente —contestó Kramer. Pertenezco al Departamento de homicidios. Quiero ver al director.
—¿Por qué motivo?
—¿Puedo verle?
—El señor Marais ha ido al Ministerio de educación esta mañana. Y el subdirector tiene la varicela.
—Ya veo. Bien, quisiera cambiar unas palabras con uno de los alumnos, Hennie Vermaak. Será un momento.
—Acaba de terminar el recreo.
—Fantástico. Prefiero verle a solas.
—¿Saben los padres que…?
Kramer esbozó algo parecido a un gesto de asentimiento.
—¿Y Hennie se ha…?
Kramer se encogió de hombros.
La imaginación de la secretaria se desbocó, y el resultado parecía deleitarla de una manera predeciblemente desagradable. Se dibujó en su rostro una amplia sonrisa.
—¿Puede repetirme el nombre?
—Vermaak. Hennie Vermaak. Tiene doce años.
La secretaria se incorporó y caminó patosamente hacia la puerta.
—Llamaré a Miss Louw. Es la profesora para los niños de esa edad. Por favor, tome asiento.
Kramer ocupó la silla de la secretaria y paseó la mirada por la carta cuya redacción había interrumpido. Decía ésta que todos los esfuerzos realizados por la escuela para obtener un profesor de inglés habían fracasado. Después examinó los cajones.
—Mierda.
No había correspondencia alguna relativa a Boetie Swanepoel, ni siquiera en la carpeta que rezaba «ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL».
Para cuando los pasos llegaron a la puerta, Kramer ya estaba junto a la ventana, admirando el anodino campo de recreo. Una docena de prisioneros bantúes, arrodillados, arrancaban las malas hierbas bajo la estricta vigilancia de un carcelero armado de vara y porra. Llevaban el preceptivo calzón blanco y camiseta a rayas rojiblancas, eran como un equipo de fútbol que acabase de perder el balón.
Mierda, todo aquello lo abrumaba.
En cambio, cada centímetro cuadrado de Miss Louw estaba justamente donde la naturaleza lo había dispuesto. Era una de esas mujeres que siempre se paran bajo el arco de una puerta, porque las puertas tienen marcos, y los marcos embellecen una imagen. Una imagen que aún era más hermosa, en este caso, bajo la intensa luz del sol que irradiaba a través de su ligero vestido veraniego, y que esbozaba suavemente la silueta de sus largas piernas. El resplandor del rectángulo dibujaba una mecha dorada entre los bucles rubios, y proyectaba una sombra que atravesaba el suelo para caer suavemente sobre Kramer. Si hubiese caído un poco más arriba, lo suficiente como para velarle los ojos, Kramer también hubiese podido apreciar el rostro como es debido.
—Hola —dijo.
—¿Miss Louw? Soy el teniente Kramer, del…
—La secretaria ya me ha puesto al corriente —lo interrumpió—. Lo hemos hablado y no veo ninguna razón en contra. He llevado a Hennie al aula de recuperación porque estará vacía hoy. La tercera puerta hacia abajo en cuanto salga de aquí. Y ahora disculpe, tengo que volver a clase.
—Pero…
Había cogido a Kramer con la guardia baja. Durante un momento consideró la posibilidad de salir corriendo tras ella, pero frenó el impulso porque ya le había hecho sentirse viejo y débil. Miss Louw era joven, de una forma que dolía.
Volvió a lo suyo. Caminó al encuentro de Hennie Vermaak.
Era un niño de poca estatura para su edad, de aspecto no muy inteligente. Llevaba el pelo rapado casi al cero, tenía nariz chata, unos dientes que asomaban como granos de maíz bajo los pequeños ojos oscuros. Y además, se mordía las uñas.
—¿Poniéndote al día con la lectura, Hennie?
El chico dejó caer el letrerito con la inscripción PERRO.
—¿Quién es usted? —preguntó hoscamente.
—Sólo un policía.
Hennie retrocedió pero Kramer siguió sus movimientos, colocando un brazo sobre sus hombros.
—¿Qué pasa? ¿No te gustan los polis?
—Sí.
—¿Y eso?
—Me gustan. Mantienen a los comunistas a raya.
—¿Eso dice tu papá?
Hennie inclinó la cabeza.
—Buen chico. Entonces, ¿querrás responderme a unas preguntas?
—¿Sobre qué?
—Sobre tu amigo Boetie Swanepoel.
El niño contrajo fuertemente los pequeños omoplatos.
—No ha venido a la escuela esta mañana.
—Ya lo sé. Tampoco está en casa.
—¿Y entonces? ¿Dónde está?
—Dicen que tú eras su mejor amigo. ¿Sabes si tenía otros amigos con los que le gustase pasear, o a los que le gustase visitar? Amigos especiales, como tú.
—Están todos en la escuela.
—¿Y amigos adultos, quizá?
—¿Eh?
—Dime, Hennie ¿qué hicisteis vosotros dos ayer por la tarde?
—Fuimos a cazar pájaros con nuestros fusiles de aire comprimido.
—¿Cerca del Country Club?
Hennie puso mala cara.
—¡Nunca vamos a ese sitio! Está muy lejos. Y además está prohibido.
—¿Cazasteis muchos pájaros?
—Una urraca negra de la India.
—No está mal. Son bonitas. ¿Habíais quedado en algo para hoy? ¿Pensabais ir de caza al salir del colegio?
—No, teníamos que ir a natación. Tenemos que entrenar para el campeonato. Boetie y yo…
—Continúa.
—No, nada. Boetie y yo estamos en el equipo de relevos del colegio.
—¿Y lo comentasteis ayer por la noche antes de que volviese a casa?
—Tal vez. No me acuerdo.
—Intenta recordar, por favor.
—Sólo dijo que prefería marcharse un poco más temprano, antes de que se hiciese de noche, porque tenía un neumático de la bici pinchado.
—Pero no vive lejos de aquí, ¿verdad?
—Más o menos.
—¿A qué hora fue eso?
—Hacia las seis.
—Me estás mintiendo, Hennie. Quiero saber por qué.
Hennie agachó la cabeza y corrió hacia la puerta. Kramer lo detuvo.
—¿Quieres que te lo diga yo? Porque el fusil de aire comprimido de Boetie está en su habitación, pero él no volvió a casa ayer por la noche, ¿entiendes? ¡En toda la noche!
El labio superior de Hennie tembló como la tapa de una olla en ebullición. En cualquier momento empezaría a verterse.
—Y ahora tómatelo con calma, hijo. Explícame sólo cómo es posible que tú y Boetie estuvieseis cazando cuando…
—Su fusil está roto.
—¿Y…?
—Cogió el de su hermano mayor.
Kramer dejó caer los brazos.
—Dios… —suspiró. Esta línea de investigación no llevaba a ningún lado. Quizá sería mejor volver a los chalados con uñas de luto; era inútil molestar a todo quisque, incluidos niños inocentes. Pero aún le quedaba algo por hacer: sacar un comodín.
—Hennie, tengo que darte malas noticias. Boetie no asistirá a la gala.
—¿Por qué?
—¿Me lo preguntas tú a mí?
—Sí.
—¿Y le dirás a tu madre y a tu padre que me hiciste la pregunta, así sin más?
—Sí.
—Hennie, Boetie ha muerto.
Los adultos se derrumban, los niños sólo se quedan boquiabiertos.
—Fue asesinado, Hennie. Lo mató un hombre, un hombre muy malo.
Los reos entonaron en el patio un cántico en tono grave: una canción que hablaba de rebaños, de esposas, de niños que habían dejado en las reservas; una canción que les ayudaba a sobrellevar el peso del rodillo de césped que estaban descargando de un camión. Se abrió una ventana, y una voz nasal gritó que se callasen. Otra vez un silencio espectral.
Kramer miró a Hennie con incredulidad. Había esperado que el niño reaccionase con asombro, pero no con miedo. Un miedo tan grande que su olor aun era peor que el del hilillo de orina que, poco a poco, empezó a propagarse por el suelo del aula.
BEAUTY MAKATINI, a la que ahora Zondi ya conocía por su nombre, preparaba la comida en la cocina de los Swanepoel. Abrió dos latas de sardinas en escabeche, cortó seis tomates, limpió una lechuga y rayó varias zanahorias. Para el postre partió por la mitad dos papayas y exprimió sobre ellas un limón.
—Increíble —murmuró Zondi sentado encima de la caja del pan—. Así que le escuchaste decir al reverendo que el amo y el ama estaban durmiendo.
—Esa mañana yo preparar gachas y huevos para cuatro personas, detective Zondi. Bonita y el cura comen todo y yo tener que preparar para ellos también tostada. Tener mucha hambre, creo.
Zondi soltó una risita. Por un momento había sospechado que fuera el viejo truco de asegurarse de que hubiese restos de comida con los que acompañar su dieta habitual de habas cocidas. Pero no en todas las casas era posible tal cosa, y por lo que había oído acerca de la señora Swanepoel, la suya no era ninguna excepción.
El pastor Pretorius asomó la cabeza:
—Eh, chico, tu jefe está fuera. Beauty, ¿qué pasa con la campana? Ha sonado tres veces en el salón.
—Vaya, ¡qué vergüenza! Yo no oír nada.
Zondi se escabulló, no sin darle una palmadita a Beauty en el trasero sin que se notara, y salió por la puerta de servicio.
Justo a tiempo de ver cómo el Chevrolet se alejaba, sin esperarle.
KRAMER VOLVIÓ AL CABO DE POCOS MINUTOS, con algo que casi podía pasar por una disculpa. Explicó que, después de ver cómo el niño se había puesto perdido en el aula, le había parecido que lo mejor era llevarlo directamente a casa, antes de que lo vieran sus compañeros. En la precipitación se le había olvidado informar a la escuela y, al darse cuenta, volvió pitando en busca de la primera cabina.
—¿Estaba muy asustado, jefe?
—¡Aterrado! Pero no quiso decirme el motivo. Tampoco se lo dijo a su madre. Me parece que ni siquiera él lo sabe, es mi impresión.
—Qué extraño.
—Y qué jodienda para nosotros. Quizá piensa que, como eran tan buenos amigos, el siguiente va a ser él. Ya conoces a los crios…
—Ese Boetie también era un niño extraño, jefe —dijo Zondi con voz contenida.
—¿Y eso?
—Todos los criados dicen que les hacía la vida imposible. Controlaba sus permisos de trabajo.
—¿Que qué?
—Que les controlaba los documentos, jefe. Les preguntaba si tenían permiso para las bicicletas. Aparecía en las habitaciones por la noche, para ver si había ilegales durmiendo allí.
—¡No jodas!
—Hizo que arrestaran a tres chicos bantúes que andaban merodeando.
—Coño, no me lo puedo creer.
—Mi gente no me engaña, jefe. Estuvieron contándome todo eso durante más de una hora.
Mucho más que una hora, pensó Kramer, es lo que había transcurrido hasta que recuperó el habla.
—Bueno, hombre, no será el primer crío que juega a policías y ladrones…
—¿Jugar? No eran juguetes lo que utilizaba.
—¿Eh?
—Según Beauty tenía un arsenal completo: porra, silbato, esposas. Y todo de verdad.
Kramer chasqueó los dedos. Una imagen subliminal empezaba a corroer las paredes de su mente consciente. No lo conseguiría del todo, pero una intensa intuición pasó a través de ellas: la habitación de Boetie, ésa era la clave. Algo tenía que haber en esa habitación que diera sentido a todo aquello.
—Volvamos a la casa —ordenó, empujando a Zondi para que abriese la puerta del coche, y se bajó detrás de él.
De vuelta al lugar, Kramer se quedó en el centro de la habitación. Buscaba una esencia más que una presencia. Paseó la mirada de manera no selectiva por todo cuanto había encerrado entre aquellas cuatro paredes. Al fin se detuvo en seco sobre unas revistas cuidadosamente apiladas junto a la cama.
—¡Claro! —exclamó Kramer, al tiempo que cogía una y la hojeaba al vuelo. En la página tres encontró lo que buscaba: un recuadro a tres columnas bajo el título «EL CLUB DE LOS DETECTIVES».
Zondi tomó otro ejemplar y ambos se sentaron a leer lado a lado sobre la cama.
Kramer vio que el recuadro se componía de tres secciones principales. Había un verborreico artículo escrito por un alto cargo de la policía, una sección de correo de los miembros, y otra en que se explicaban las normas para darse de alta en el Club de los Detectives, formulario incluido. Podían formar parte del club todos los chicos afrikáner de edades comprendidas entre doce y dieciséis años que estuviesen limpios de todo delito. La firma de uno de los padres o de un profesor tenía que figurar junto a la del interesado. En caso de ser aceptados, se les mandaría una tarjeta con la insignia de la Policía de la República de Sudáfrica que les daría derecho a «cooperar» con los agentes locales del Cuerpo.
El significado de todo ello se hacía evidente a través de las cartas. Un chico del Estado libre de Orange escribía: «He pasado casi todas mis vacaciones trabajando como miembro del Club de los Detectives. El comandante de la comisaría dijo que mis servicios habían sido muy útiles porque conseguí arrestar a nueve bantúes y a una mestiza. También fui en el furgón policial y les acompañé en las redadas. Me lo pasé muy bien». Un adolescente de trece años escribía desde el Transvaal: «En el examen oral de inglés tuve que fingir que era un miembro de la Policía Especial y tenía que descubrir si un tipo era un liberal. Como pertenezco al Club de los Detectives, sabía exactamente qué preguntas debía formular. El inspector me dijo que lo había hecho tan bien que por un momento había llegado a sentirse ¡¡¡un auténtico comunista!!! ¡Gracias, Club de los Detectives!». El editor había añadido en cursiva: «Nos alegra que el Club os aporte tantas cosas buenas. Pero tened siempre presente que no basta con el valor y la lealtad para ser un buen detective: también hace falta cerebro».
Zondi silbó por lo bajo.
—Y bien, ¿estás pensando lo mismo que yo, amigo?
—Ya lo creo, jefe.
Ser detective era el camino más seguro para ganarse el odio de todo el mundo.