IV

KRAMER LEVANTÓ LAS MANOS. Aguardó un momento; después se volvió, y bajó lentamente una mano hasta dejar un dedo sobre los labios.

—No dispares —suplicó en un susurro.

—¡Bang!

—Te he dicho que…

—Te he matado —le informó el pequeño—. Y los muertos no hablan.

—Absolutamente de acuerdo.

—Lo sé. No soy tan estúpido como Susan.

—¿Quién es Susan?

—Mi hermana pequeña. Tiene tres años.

—¿Y tú?

—Cin… eh, no, no: seis. Ayer fue mi cumpleaños. Adivina qué me regalaron.

—¿Una pistola automática?

—Y un microscopio.

Esa era, pues, la apariencia de un científico loco cuando lleva todavía calzón corto.

—¿Mungo? ¿Dónde estás, Mungo? —se oyó una voz soñolienta tras una puerta, en el ala de la casa destinada a los dormitorios—. ¿Qué demonios estás haciendo? ¿No estarás asustando al pobre Jafini?

—No, papá; hay un hombre.

—¿Un hombre?

Mungo examinó a Kramer, lo evaluó de arriba abajo a la manera infantil, basándose en la higiene de las fosas nasales como punto de referencia. Después hizo una pausa, frunció el ceño y eligió una categoría.

—Es un hombre como el tío, con el pelo muy corto y dientes de conejo.

Kramer bufó.

—¿No eres un tío? —inquirió Mungo con suma amabilidad.

—No, soy policía.

—¡Anda! Entonces enséñame la tuya y yo te enseñaré la mía.

—¿Eh?

—Tu pistola, tonto.

Kramer casi obedece.

—¡Llama a tu padre!

—¿Pero me la enseñas?

—¡Andando!

Mungo se retiró con dignidad, dejando una estela de susurros a su paso. Kramer volvió hacia el umbral. La situación estaba fuera de control. Y no cuadraba. Ahora bien, la sangre en la chaqueta era incuestionable; se sabía que había padres de familia que llevaban una existencia sumamente privada.

Un tipo muy raro y barbudo, de pelo largo y encrespado, apareció tras la puerta de uno de los cuartos, envuelto en una bata de cuadros escoceses y calzando botas de goma. Tenía unos 35 años, complexión ligera, salvo las manos, y movimientos de colibrí, sincopados pero enormemente precisos.

—¿Sí? —preguntó, mostrando en su cara una sonrisa que ya no volvería a desaparecer. Su expresión le recordó inmediatamente a Kramer el gesto ansioso de un viajero interpelado en una lengua desconocida.

—Homicidios, teniente Kramer.

—¿Sí?

—¿Phillip Sven Nielsen?

—Correcto.

—¿Es usted el propietario de un Land Rover matrícula NTK 1708?

Nielsen asintió.

—¿Conducía usted este vehículo por los cercanías del Country Club de Trekkersburg hacia las 00.30 de esta madrugada?

—Pero oiga…

—Responda sí o no.

—Sí. Estaba recogiendo…

—¿Qué recogía exactamente?

—Excrementos. —¿Perdón?

Nielsen entornó los ojos, como echando una rápida ojeada a un manual de conversación.

—Cagadas de musaraña —dijo.

Ahora sí que había materia para darle vueltas al asunto.

DANNY GOVENDER HACÍA DE REPARTIDOR de periódicos porque su padre, su madre, sus tres hermanas, sus dos hermanos, su tío viudo, su primo «medio» hermano y su abuelo «medio» chocho necesitaban dinero. Era muy sencillo, le dijeron, y que se ahorrase las protestas.

Tal era el precio del éxito, por limitado que éste fuera, para un niño hindú de doce años.

Cuando empezó, Danny ardía en ambiciones. Era tan evidente, que no se le escapó al encargado de la distribución de la Trekkersburg Gazette, el primero en asignarle un trabajo de reparto. Como él mismo era un tiparraco fofo y desangelado, confiaba en que asignándole la zona de Marriot Drive acabaría con el incombustible entusiasmo del condenado muchacho. Si ese páramo de elevadas y dispersas almenas de pisos como de juguete, donde ni siquiera había ascensores de servicio con la inscripción «PARA NO BLANCOS», resultaba excesivo hasta para un cooli hecho y derecho, no digamos ya para un crío patituerto.

Pero de algún modo el tiro le había salido por la culata al capataz o quizá no, y la jugada le había salido redonda, dependiendo del punto de vista. Por de pronto, habían cesado repentinamente las quejas iracundas que solían llegar de los suscriptores de Marriot Drive. Danny se dejaba los hígados subiendo y bajando esas escaleras.

Y no sólo eso. Ademas, se preocupaba de enrollar los periódicos cuidadosamente, atento a no entorpecer la colocación de las botellas de leche; silbaba con urbanidad, se ganaba el afecto de todas las amas de casa levantadas a esas horas, a las que les devolvía una sonrisa almendrada a través de la ventana de la cocina. Alguien envió incluso una carta a la sección de Cartas al director comentando el placer que suponía tratar con un muchacho que adoraba de esa forma su trabajo.

Todo ello contribuyó a que se abriese un inopinado resquicio de luz en el túnel; al capataz lo llamaron a la oficina del gerente de distribución, y una vez allí, fue severamente amonestado por desperdiciar semejante joya con los habitantes de las casas baratas. Se le recordó que, al fin y al cabo, era el gerente quien debía dar la cara frente a los iracundos suscriptores del barrio fino de Greenside, esos que invariablemente encabezaban sus cartas con un: «Permítame informarle de que el director de su periódico me honra con su amistad personal…». Danny tocó el cielo de la noche a la mañana: los aguinaldos que le daban los festivos los vecinos de Greenside daban para ponerse las botas de Coca-Cola durante el resto del año. Pero, curiosamente, el chico al que sustituyó no pareció sentirse demasiado molesto. Tal vez hubiera gato encerrado.

Y es que había algo parecido a gato encerrado.

Danny lo descubrió de la manera más ingrata: cuanto mayor fuera la propiedad, más largo era el camino que conducía a la casa, y más fieros los perros guardianes, esas criaturas tan increíblemente estúpidas que no sabían distinguir entre una nariz aguileña y una chata. A los bípedos oscuros y que no trabajaban en el lugar, los perros les intentaban sacar hasta las entrañas.

La residencia a la que estaba acercándose encerraba una de las más serias amenazas para su supervivencia: una gigantesca perra de colmillos descomunales y orejazas peludas que respondía al nombre de Regina.

Danny decía «hola, hola, perrita» y salía disparado como si le persiguiesen todos los demonios.

Eso fue el primer día, y no consiguió dar más de quince zancadas antes de desplomarse entre sollozos. Por fortuna, el jardinero principal había madrugado esa mañana, estaba regando el césped antes de la salida del sol, y detuvo a la perra con una despreocupada y casi quejumbrosa voz de mando.

A partir del segundo día, Danny no se acercaba nunca hasta el alto portalón de madera sin un hueso birlado al carnicero del mercado, que abría a las cinco. Regina seguía persiguiéndole pese a todo, pero era una perra tan estúpida que el hueso bastaba para mantener sus fauces ocupadas y se olvidaba de morder.

Danny apoyó la bicicleta contra el poste de la puerta. Desenvolvió el hueso y lo arrojó.

Se escuchó un alarido indignado. Apareció el jardinero; cargó en dirección a Danny, rascándose el hombro.

—¿Qué mosca te picar, chalado? ¿Por qué tú hacer eso?

—¿Yo? —respondió Danny, rápido como una centella.

El jardinero zulú le arrojó el hueso, y falló. Pero alcanzó el foco de la bicicleta, rompiéndolo. Ahora fue Danny el que prorrumpió en una indignación histriónica.

—Estúpido —gritó—. Esta bicicleta pertenecer al periódico de europeos. Gran problema para ti ahora.

Una mentira más, pero era estupendo poder hacerlo, pues a los vendedores se les exigía tener transporte propio.

—Guau, perdón. Yo comprar nueva, tú callar —le apremió el zulú, sumamente compungido.

—Puede ser, ya veremos. Pero tú mejor tenerla mañana; mi jefe… hombre terrible. Peor que perra de esta casa.

—La perra estar muerta.

Hicieron falta unos segundos para procesar la información.

—¿Coche atropellarla?

—No.

—¿Verdad de Dios?

El zulú asintió.

—¿Por qué vigilar ante la puerta, gran jefe? ¿Te envían ellos para morder a mí?

El gorila mostró los dientes al oír estas palabras, pero sabía dónde estaba su interés.

—Para periódico —dijo—. Quererlo pronto hoy.

Danny se lo entregó, con una reverencia.

Pero mientras pedaleaba colina arriba en dirección al último reparto, aún volvió la vista atrás y observó que en la casa no habían descorrido todavía las cortinas de ninguna de las ventanas.

Cuando el criado le había dicho que querían pronto el periódico esa mañana Danny había pensado que debía ser más tarde de lo que creía, pero las cortinas eran prueba irrefutable de lo contrario. Y a la vez eso planteaba una pregunta interesante: ¿quién había pedido con tanta urgencia la Trekkersburg Gazette?; ¿y por qué razón?

Al volver a pasar delante de la casa, se le ocurrió otra pregunta mientras bajaba sin frenos colina abajo: ¿cómo era posible que la perra hubiese muerto tan repentinamente si sólo dos días antes, el sábado, estaba sana como una manzana?

Danny decidió intercambiar unas palabras con el colega de la Agencia Central de Noticias encargado de distribuir los dominicales.

A MUNGO, EL NIÑO, le correspondía el mayor mérito por haber salvado la situación, y Kramer estaba dispuesto a reconocerlo con generosidad, toda vez que él se había limitado a asegurar que un ciudadano respetable no protestase al ver infringidos sus derechos.

—Porque, bueno, así es más o menos cómo ocurrió —le informó a Zondi mientras volvían hacia el centro de Trekkersburg—. No tenía salida, ¿comprendes? Me había metido en la casa de un tipo que no paraba de pedirme explicaciones. No puedes ir haciéndole eso a la gente, aunque aparenten cortesía cuando te miran a la cara. Al coronel no le gustan ese tipo de historias. Es capaz de mandar al cuerno a los que se le quejen, pero sigue sin gustarle.

—¿Y quién podría decir que entró usted en la casa sin previo aviso, jefe?

—El crío, Mungo. Se lo dijo.

—Pero podría usted argumentar que sólo estaba hablando con el niño.

—El problema es que me puse en plan perro con el tal Nielsen; Phillip Sven Nielsen, sabes…

—¿Por qué, jefe?

—Porque había visto sangre en los puños de la chaqueta.

La aguja de la velocidad bajó veinte kilómetros como por el peso de tal información.

—¿La chaqueta de Nielsen?

—Aja. Gracias a Mungo, en ese momento evité meter la pata hasta el fondo. Porque en esto aparece Nielsen y le digo que necesito hacerle algunas preguntas, así que mejor nos vamos a un sitio discreto y charlamos tranquilamente. Según él, debe decírselo a su esposa porque si no se va a llevar un buen susto. Me conduce a su estudio. Mientras el tipo está fuera entra Mungo y dice que quiere echarle una ojeada a mi pistola. Yo se la dejo, y le pregunto si sabe cuál es la profesión de su padre. Por supuesto, me responde. Pero, oye, no como un niño normal, ¿eh? Vaya con el Mungo, con sus microscopios y toda la leche. Me dice que su padre es ecologista, que atrapa bichos. Y también que los mata. Conejos, sobre todo. Y mientras me está contando todo eso vuelve su padre.

—¿Y?

—Pues que ha pillado al vuelo las palabras del niño, y me dice: «Necesito la sangre ¿sabe?». «¿De veras?», le contesto. Y me explica que la utiliza para, cazar mangostas. Que la lleva en un tarro cerrado, como los que se meten en la nevera. Y que después unta las trampas con esa sangre.

—Y también la chaqueta.

—Sí, a eso vamos. A estas alturas, voy atando cabos. Le digo que sabemos que va a la plantación, a atrapar bichos, «por ecología», y él me responde que podría decirse de esa forma. Que está estudiando una pequeña parcela determinada, para obtener toda la información posible sobre el ciclo de transmisión de los alimentos de unas especies a otras. Por ejemplo, qué comen las musarañas, y quién se come a las musarañas. Por eso trabaja tan tarde; las musarañas se mueren si quedan atrapadas mucho tiempo en un mismo sitio, y tiene que liberarlas cada veinticuatro horas.

—Y eso, ¿desde hace cuánto tiempo, jefe?

—Me dijo que lo ha estado haciendo durante los últimos tres años.

—¿Le cree?

—Hay un lugar en Inglaterra, me dijo, donde unos científicos han estado investigando el fenómeno durante 27 años seguidos: a tiempo completo, sin salir del bosque.

—¡Tenían que ser blancos! —exclamó Zondi, ahogando la risa.

—Cuánta razón tienes, negro. Total, que al final quiere saber a qué vienen mis preguntas. Y yo digo, como si ya estuviese enterado: «Señor Nielsen, ¿visita usted esta plantación a las ocho en punto todas las mañanas, a las cuatro, todas las tardes, y a medianoche?». «Sí, así es», me contesta. «En ese caso, ¿no vio usted a nadie ayer, entre los árboles?». Y le explico el porqué. Se queda pensando un momento, y al cabo de un rato me contesta que no había nadie. Pero me recuerda que él sólo se ocupa de una pequeña zona cerca de la autovía. «Muchas gracias», le contesto y recupero la pistola que le había dejado al crío.

¿Y?

—Me dice el tipo: «Aguarde un momento. ¿Y eso es todo lo que quería saber?». Me examina con ojos llenos de suspicacia. Yo no digo nada. Porque si eso es todo, a él le interesa en realidad hacer una pregunta. Y yo le digo: «Adelante».

»No es tonto el tipo, ¿eh? Va y me suelta: «Me parece extraño, teniente, que se tome usted la libertad de introducirse en mi casa, sin anunciarlo, y una vez aquí se limite a formularme una sola pregunta, que, de acuerdo con sus teorías sobre maníacos y asesinos sexuales, muy bien podría haber esperado una hora o dos. Podría haber telefoneado, o llamar a la puerta, hacia las siete, que es la hora a la que generalmente me levanto».

»Joder, tenía que pensar algo, y rápido. Se me ocurrió decirle: «Era urgente, hombre, quería que me ayudase echándole un vistazo al lugar del crimen antes de que se pusiese a llover o lo que fuera». «¿Y por qué yo?», inquiere. Y yo: «Bueno, porque nuestros forenses, ja, ja, no han podido encontrar nada que nos sirva. Y como usted conoce la plantación mejor que nadie, puede que descubriese algo que se nos hubiera escapado».

»¿Pero por qué no ha empezado por ahí?, me pregunta. «Mire, es sólo un favor que le pido —respondo—. Cuando uno pide un favor intenta no causar molestias. Yo tengo que actuar rápido, ¿sabe? ¿De verdad hubiese sido mejor que me diera una vuelta esperando a ver si ya estaba despierto? Y si no es así, ¿qué hago? ¿Me quedo en el coche esperando una hora? Llego, veo al niño en la entrada, veo que está usted despierto, y le pregunto si puedo verle. Y entonces —porque al fin y al cabo se trata de un favor— me pongo muy nervioso antes de decidirme a preguntarle, pues podría ser una gran pérdida de tiempo».

Zondi emitió el tipo de gruñido que reservaba para las ocasiones que excedían el límite de su paciencia.

Volvió a pisar el acelerador.

—Lo principal es que el señor Nielsen se sienta importante y que cuando le despachemos se quede contento —dijo Kramer, intentando convencerse a sí mismo, más que a Zondi, de que todo eso valía la pena si era para evitarse un problema.

—Quizá encuentre algo, jefe.

—Sí, pero es improbable. Ya he pensado en ello; de todas formas, no tenemos nada que perder.

Llegaron al edificio de la brigada criminal.

—Necesito el coche durante una hora, Zondi. Nos vemos aquí a las ocho para ir hasta el Country Club a la hora en que Nielsen termine de inspeccionar sus trampas.

—¿Y a dónde va ahora?

—Tengo un pequeño asunto que ventilar antes de meterme de lleno en este caso. Chao.

Mientras conducía, Kramer se maldijo en voz alta a sí mismo con virulencia por haber sido tan impulsivo. A partir de ahora la prudencia sería su divisa. Menudo comienzo para una mañanita de mierda, con la perspectiva de que habría muchas más así. Estaba claro que estos casos no estaban hechos para él. Mierda.

LA VIUDA FOURIE ofreció la mejilla a la ofrenda del beso de manera muy semejante a como ofrecería un obispo su anillo episcopal: sin promesa alguna de una comunión más íntima.

Como Kramer nunca besaba en la mejilla a las mujeres, la ignoró. Optó por un pellizco.

—¡Trompie!

Tampoco eso era el estilo de ella.

—¿El mes?

—Sí —respondió ella.

—¿La maldición bíblica, eh?

—Eso es.

Pero ¿qué maldición? Buena pregunta: desde el momento mismo de entrar en la casa, con el tiempo justo para una ducha y un desayuno, tuvo la clara sensación de haber apreciado un cambio en ella. Como si tuviese miedo de algo oscuro que no alcanzaba a vislumbrar por encima del hombro.

—¿Y los niños?

—Fuera.

—¿Tan pronto?

—Me encontré con el señor Tomlinson, y le pedí que los llevase en su coche: la escuela le coge de camino a la Universidad.

—No está lloviendo, sabes.

—Lo sé.

—¿Y pues?

—Nada.

Kramer se dejó ganar por una fantasía inesperada. En los viejos tiempos, el método hubiese consistido en aporrearla con una cachiporra y arrastrarla por los pelos. Un golpe lo bastante fuerte, y una amnesia temporal la hubiese liberado momentáneamente de todos sus problemas. Pero estábamos en el siglo XX, en la cultura occidental, y además ella llevaba peluca.

—Estoy esperando —dijo.

—¿El qué?

—¿Ya lo habéis atrapado? ¿O es que mis hijos están aún…?

—¡Hey! No te preocupes. Lo cogeremos.

Pausa. Tensa.

—¿Dónde te has manchado así las manos?

—Voy a lavármelas.

La viuda Fourie se estremeció y caminó hacia la cocina, pero se detuvo justo en la puerta, hasta que oyó correr el agua de los grifos. Su sombra la ponía mortalmente en evidencia.

La sombra era más corta que su cuerpo, redondeada y levemente inclinada; pensándolo bien, era más bien la sombra de una antepasada primitiva vigilando inquieta ante la boca de su gruta.

Ahora un cazador buscaba entrar, venía del lugar donde se engendran los ruidos de la noche, y su olor podía exponer a la camada entera a lo inimaginable.

De pronto Kramer lo entendió todo.

—Te he freído un par de huevos. No queda beicon.

El plato le dirigió una mirada quejumbrosa, con sus dos ojos amarillos, que aguardaban a que el cuchillo los cegase.

—Ya sabemos quién era el niño. Era…

—No quiero saber nada.

—No sueles reaccionar así por lo…

—Me resulta repulsivo.

—¿Repulsivo? ¿De dónde has sacado esa palabra? ¿Del crucigrama?

—Así lo calificó el señor Tomlinson, y me parece acertado. Repulsivo.

—¿Tomlinson? Ah, sí, nuestro intelectualoide universitario angloparlante.

—Es un auténtico caballero.

—Nada repulsivo.

—Pero, oye…

—Sí. ¿Decías…?

Pero ella se apresuró a responder a los silbidos exigentes de la cafetera.

Volvió con el café pero la habitación estaba vacía. Kramer había captado el mensaje.

LOS CANGREJOS DE AGUA DULCE debieron considerarse afortunados cuando apareció en la acequia comida suficiente como para cebarse durante dos generaciones. Estaba dentro de un enorme paquete oscuro. Tras una semana de máxima excitación habían empezado a hincarle el diente, cuando de pronto se desvaneció.

Ovillado sobre la camilla adyacente a la de Boetie Swanepoel reposaba ahora el bulto en el depósito de cadáveres de la policía de Trekkersburg.

—Empezaré por el campesino bantú —le dijo Strydom a su ayudante, el sargento Van Rensburg—. Es inútil intentar concentrarse con semejante hedor.

Van Rensburg había efectuado ya la incisión preliminar epigástrica, desde la garganta hasta la entrepierna. A Strydom le bastaba con ir enumerando las observaciones rutinarias para rellenar el formulario. El hecho, escueto y objetivo, era que el bantú había muerto de malnutrición.

—Causas naturales —concluyó Strydom, desplazándose hacia la otra mesa.

Boetie yacía torpemente sobre la porcelana acanalada; principalmente a causa del reposacabezas, como los de las sillas de barbero, que no estaban diseñadas para niños. Pero su pequeño esqueleto liberaba mucho espacio para trabajar con comodidad, lo que, para variar, era de agradecer.

Van Rensburg apuntó el foco sobre el cadáver e inició la inspección.

—Está claro que aquí han metido mano —murmuró Strydom, indicando un manchón que ascendía por el estómago, desde la ijada lacerada. ¡Hostia!… ¿Y esta marca en la pierna?

Strydom separó las piernas extendidas, y mostró una herida sangrienta en la cara interna del muslo.

—Tiene la forma del arma que estamos buscando; ¿no le recuerda nada?

—No, doctor.

—Pues a mí, sí. Qué curioso el modo en que la punta está cortada en ángulo recto así…

—Puede que estuviese mellada.

—Hummm. De todas formas, creo que esto lo guardaré para un examen más detallado antes de limpiar el cuerpo.

Con el escalpelo Strydom retiró la piel de esa zona y la depositó en un pequeño recipiente. Sobre la superficie plana resultaba aún más evidente la forma que permitía identificar el arma empleada. Ambos miraron atentamente.

—Es realmente curvo —dijo Van Rensburg—. Desde luego, no era un cuchillo normal. ¿Tal vez uno de esos puñales árabes?

—Improbable. Las hojas de esos puñales se van estrechando poco a poco hasta la punta. Aquí permanece constante. También parece que debió de ser una hoja muy plana, pues de otro modo no hubiera dejado marcas tan claras. ¿Acaba?

La sangre había desaparecido. Eran heridas cortas, cuchilladas profundas que se abrían como bocas de bebés sonrientes, todas ribeteadas de una capa de grasa subcutánea, que producía una imagen de encías sin dientes en el interior.

A Strydom le parecieron engañosas; estaba seguro de que podían revelarle algo. Y lo harían, sólo era cuestión de tiempo.

Se demoró en observarlas antes de colaborar con su ayudante bantú en la retirada del otro cadáver. Un ataúd astillado, producto de una maderera que también fabricaba cajones de fruta para los granjeros, aguardaba al cadáver en la sala frigorífica.

Mientras tomaba las medidas e inspeccionaba, Strydom pudo oír cómo fuera maldecían a la viuda por haber venido acompañada de su hijo pequeño. Así que la mujer se había traído el ataúd sobre la cabeza… De pronto, Strydom se indignó: ¿cómo piensa llevarse el ataúd con el fiambre dentro? Bueno, que se arreglase, después de todo era su problema. Sólo faltaba que también él tuviera que llamar a un taxi. El ataúd fue arrastrado a golpes por el suelo de cemento, chirriando debido a un clavo retorcido, y de pronto cesó la corriente de aire seco que entraba por la puerta exterior. La cortina mosquitera que estaba enfrente se cerró de golpe.

—¡Maldita sea! —gruñó Van Rensburg, cogiendo su bloc de notas.

—¡Maldita sea el jaleo que está armando! —le censuró Strydom.

—Disculpe, doctor.

Lo dijo en un tono tan áspero que Strydom lo miró perplejo. Van Rensburg había sido siempre rastrero hasta el empacho, y aquello parecía apuntar a un saludable cambio de personalidad. La enorme contusión que le hacía las veces de cara, enrojecida por el alcohol y, en general, sensible a la más leve insinuación de una crítica, permanecía inexpresiva.

—¿Ocurre algo, sargento?

—No, doctor.

Strydom tenía la certeza de haber ofendido de algún modo a ese zoquete. Era tentador saber hasta qué punto, pero mejor no ahondar demasiado si quería sacarle a la situación el máximo provecho. Sin duda alguna, Van Rensburg estaba buscando un enfrentamiento que le permitiese al mismo tiempo ser la víctima y el que perdona. Que se fuese al infierno. Se imponía una salida.

—Fíjese en esas heridas —dijo Strydom—, y dígame si la forma le recuerda algo.

Van Rensburg se encogió de hombros.

Tampoco a Strydom le recordaba nada, hasta que empezó a hablar.

—Lo primero que podemos decir es que se trata de una mutilación, una mutilación de los genitales. Pero inmediatamente salta a la vista que la mayoría de los golpes fueron asestados a ambos costados, o justo encima. ¿Qué le sugiere esto?

—¿Que el asesino no conseguía acertar?

—Correcto. Pero ¿por qué razón? Vamos a ver, coja su bolígrafo e intente golpear. ¿Lo ve? Ha acertado usted donde quería.

—Puede que el asesino estuviese fuera de sí.

—Entonces, ¿por qué pararse una vez hecha la mutilación de los genitales? —¿Por qué no seguir? ¿Por qué no mutilar un poco más? Ahora coja mi regla y golpee ese tubito de desagüe que tiene ahí, cerca del pie.

Van Rensburg falló; por tres buenos dedos. La diferencia entre una herida en una pelvis de niño y una herida en el muslo. Lo volvió a intentar y esta vez hizo diana.

—Es a esto exactamente a lo que me refiero —exclamó Strydom—. Hace falta tener cierta práctica porque cuanto más grande es el instrumento utilizado mayores son las probabilidades de fallar. La posibilidad de fallar se multiplica, ¿no? Hay que agarrar el bolígrafo cerca de la punta, ¿no es cierto?

—Y qué. Era un cuchillo largo…

—Ajá, pero usted, sargento, dice que era tan curvo que parecía formar una especie de pequeño círculo. ¿Cómo puede ser el cuchillo en cuestión?

—¿Cómo era el tipo, doctor: diestro o zurdo?

Los dos sabían andarse con rodeos.

—Por las heridas, que se inclinan hacia la derecha, yo diría que era zurdo. Pero la forma en que dobló el alambre sugiere que era diestro.

—¿Podría ser que hubiera dos?

—No necesariamente.

—Pero no es fácil equivocarse al sostener un cuchillo.

—Volvamos al arma. Déjeme su cuaderno y veamos si podemos hacer un croquis aproximado.

Strydom, que según su madre siempre había tenido dotes de artista, trazó una exacta reproducción a escala de la huella dejada por el arma. A continuación prolongó las líneas curvas hasta el borde del papel.

—Necesitamos una hoja más grande —dijo, y se dirigió a la oficina, donde prosiguió la demostración sobre uno de los papeles secantes de Van Rensburg.

—Demonios… —murmuró Van Rensburg.

Una vez que Strydom hubo alargado el filo unos cinco centímetros, hasta llegar a los doce centímetros habituales, intentó dibujar una empuñadura. El ángulo era muy complicado, por lo cerrado del arco. El resultado final se parecía más al garfio de un barco que a cualquier otra cosa.

—Puede que tuviese un mango muy largo —sugirió Van Rensburg.

—La fuerza se habría incrementado proporcionalmente, pero estas heridas no son muy profundas.

Strydom descubrió entonces que si colocaba en el centro del papel la mano con la que había dibujado, y utilizaba la otra para hacer pivotar el papel secante, el extremo de la cuchilla rotaba hasta encontrarse casi con el otro extremo. De esta forma aparecieron dos círculos concéntricos: un anillo metálico plano.

—Pero no puede ser —objetó Van Rensburg—, no sería puntiagudo si fuese así.

—Lo sé, sólo estaba jugando con la idea —replicó Strydom.

—Como mucho tendría la mitad de esa longitud, doctor. De lo contrario, terminaría uno acuchillándose a sí mismo.

—Si quiere, dejémoslo en esa longitud —replicó, enojado, Strydom—. Una hoja semicircular es una maldita ridiculez. Sólo estaba…

De repente lo entendió. Al dibujar una línea por el ángulo derecho a través del filo prolongado del cuchillo, su irritación le llevó a dibujar un trazo más grueso justo, o, al menos muy cerca del lugar donde debía ir el mango, la empuñadura.

¡Una hoz!

—Una jodida hoz —suspiró Van Rensburg, consciente de que no le tocaría compartir ni la más mínima porción de gloria.

—¿Sabe una cosa, sargento? En todo momento tuve la intuición de que era una hoz.

Van Rensburg, al que no le habría disgustado tener una a mano en ese momento, levantó el auricular del teléfono.

—¿Se lo digo al teniente? —preguntó.

—Se lo diré yo mismo: no quiero importunarle más de lo estrictamente imprescindible.

Cosa que, fuera por la razón que fuese, no dejó justamente de importunar a Van Rensburg…

CUANDO ESCUCHÓ POR LA RADIO del coche que el forense del distrito quería hablar con él inmediatamente, Kramer se detuvo en la primera cabina que encontró para llamar. No le dijo nada a Zondi sobre esa conversación hasta que llegaron al club de campo y estacionaron el coche para esperar a Nielsen.

—Lo hizo con una hoz el hijo de puta —dijo Kramer, pasándole un cigarrillo, a punta de mechero.

Zondi pareció lógicamente sorprendido.

—¿En qué se basan, jefe?

—Al parecer quedó el negativo de la hoz en la cara interna de una pierna. Strydom asegura que no es fácil empuñar una hoz, cuando se está achispado, y que por eso las cuchilladas parten del lado equivocado. Dice que está seguro de eso.

—¡Pero eso es muy raro!

—Y que lo digas. Sólo recuerdo un caso parecido, una pelea entre dos niños en una aldea. Es difícil andar por ahí con una hoz y pasar inadvertido.

—Salvo si es por necesidades del trabajo.

—¿Has cambiado de opinión? ¿Ahora crees que pudo ser un jodido negro?

—Ni hablar, jefe.

Curioso el modo en que uno podía afirmar ciertas cosas, cuando otras eran impenetrables. Pero las estadísticas respaldaban a Zondi en este caso; era prácticamente imposible que un niño blanco fuese violado y asesinado por un negro. De hecho, Kramer dudaba de que hubiese ocurrido nunca. Por cierto, curioso, también.

Zondi reprodujo los movimientos que se ejecutan en el momento de acuchillar; bajaba la punta de una hoz imaginaria hasta su rodilla.

—Mire, jefe, mi mano está aquí y el filo de la hoz esta aquí. Hay mucha separación en medio.

—Unos veinticinco centímetros.

—¿Y por dónde va la sangre? Porque al apuntar hacia dentro el filo de la hoz se escapa por este otro lado.

—¡Muy bien, hombre! Así tienes grandes probabilidades de que no te salpique. Probablemente es la razón por la que eligió una hoz. Por cierto, las huellas que encontraron en la bicicleta pertenecen única y exclusivamente a Boetie.

Un Land Rover rugió junto al Chevrolet, se detuvo, avanzó un poco más a sacudidas, rozó un poste colocado en la acera, volvió a detenerse. El motor sucumbió, entre estertores.

—Ahí tenemos al señor Nielsen —dijo Kramer sin molestarse en girar la cabeza—. Puntual, un tipo serio.

—¿No le gusta, jefe?

Kramer le dio un golpecito y salieron del vehículo.

—Bonita mañana —saludó afablemente Nielsen, cargándose al hombro una mochila—. Pero no tardará en ponerse como un horno. ¿Vamos?

Nada que replicar; se pusieran en marcha. Bajaron por el terraplén, atravesaron el tercer «green» del mini golf, internándose entre los árboles.

De día, el calvero aparecía excepcionalmente sombrío.

Veinte minutos después, Kramer consideró que ya había esperado bastante. Dejó a Zondi junto al arroyo, donde se habían entretenido observando a unos renacuajos, y caminó al encuentro de Nielsen. El ecologista estaba en cuclillas, observando fijamente el suelo, no lejos del árbol del tronco en uve, a la derecha.

—Lo siento, Nielsen, pero creo que es hora de irse.

Nielsen señaló con el dedo. Un ejército de hormigas arrastraba algo entre las ramitas desprendidas.

—¿Hormigas?

—Acabo de cronometrarlas.

—No me diga.

—Y ahora, observemos con atención su trofeo.

Las pinzas de Nielsen acercaron el dorso cuarteado de una oruga apenas a unos centímetros de los ojos de Kramer.

—Muy bonito —dijo, bizqueando cortésmente.

—¿Sólo eso?

—Interesante.

—¿A que sí? Ni el pico de un pájaro hubiese podido separarla en dos tan limpiamente.

—Si usted lo dice. Y ahora déjeme que llame a mi…

—Tuvo que caerse de algún sitio, de allá arriba —exclamó Nielsen, levantando los ojos.

—Ah sí, ya sé a que se refiere. Se alinean en lo alto de las ramas… por algo relacionado con las larvas. Como los vagones de un tren.

—¡Vaya, es usted todo un naturalista! Calladito se lo tenía…

—¿Yo? Venga, hombre, si cualquier niño que haya trepado a un árbol lo sabe. Se ponen hechas una furia si llegas por debajo y las aprietas con las manos.

—Pero no suelen quedarse en el mismo sitio más de un par de días, puede que tengamos suerte.

A Kramer el uso del plural lo espantó.

—Muchas gracias por venir señor Nielsen —dijo al retirarse—. Ha sido usted de gran ayuda.

Volvió sobre los pasos de Zondi.

Pero no hubo ninguna protesta. En ese momento Nielsen dejó escapar un grito de sorpresa.

—¡Pero qué tenemos aquí!

—¿Qué?

Receloso, pero intrigado, Kramer se acercó a Nielsen, subido en un tronco caído al pie de unas zarzas, no lejos del árbol bifurcado donde había aparecido Boetie. A lo largo de la rama situada frente a ellos, lo bastante baja como para poder tocarla desde el suelo, corría un corte largo y profundo que afectaba a la corteza por ambos lados.

—¿Qué demonios pudo dejar una marca así?

—¿Una hoz?

—¡Sí señor! ¿Cómo lo…?

—El asesino usó una hoz. ¿Restos de sangre? ¿Pelo?

—Nada en absoluto; sólo una mancha verdosa en el lugar donde fue partida en dos nuestra amiguita.

El tajo era visible justo en mitad del hueco de la larga hilera de orugas recién incubadas.

—Creo entenderlo —dijo Kramer. La dejó ahí colgando mientras usaba sus manos para otros menesteres.

—Más fácil imposible, teniente. Es lo que hago yo con las herramientas del jardín, las mantengo fuera del alcance de los niños.

Apenas dicho eso, fue visible el arrepentimiento en el rostro de Nielsen.

—Cualquier detalle puede ayudarnos —dijo Kramer al tiempo que saltaba al suelo—. Ahora sí que ha llegado el momento de irse, amigo.

Nielsen sonrió.

—Me sorprende, teniente.

—¿Por qué?

—¿Le parece suficiente la mitad?

—¿Eh?

Zondi se adelantó y se inclinó para examinar el suelo bajo la rama.

—No lo encontrará ahí, amigo, —dijo Nielsen—. Ya me ocupé de examinar a fondo toda esta zona cuando descubrí la otra mitad.

Por eso estaba cronometrando el tiempo que necesitan las hormigas para desplazar semejante peso.

—¿Cree que ahora vendrán a buscar más?

—Es posible. ¿Exploramos un poco?

Zondi sonrió cruelmente junto a Nielsen. Disfrutaba de lo lindo con la inusual exhibición de autocontrol por parte de Kramer. Sabía lo mal que lo estaba pasando.

—¿Por qué no? —respondió Kramer encogiéndose de hombros. Ya se ocuparía luego de Zondi.

—Lo que tenemos que buscar es el nido —explicó en tono confidencial Nielsen—. No debería ser difícil encontrarlo, porque suelen ir en fila cuando arrastran una carga. Bien, ésta es la dirección que seguían…

Kramer se adentró un breve trecho entre las zarzas, detrás de Nielsen.

—¡Aquí tenemos un nido! Amigo, ¿me acercas la bolsa?

Zondi cargó con la mochila. Nielsen extrajo una palita y empezó a cavar. Del agujero emergieron unas furibundas hormigas bombeando ácido fórmico sobre toda superficie blanda que encontraran a su paso. Resultaba una operación muy incómoda, pero cambiar de posición hubiese sido obviamente poco científico, y, por supuesto, cobarde.

Por fin, Nielsen levantó un puñado de tierra vagamente parecido a la piedra pómez que se utiliza en el baño.

—Su almacén de comida —dijo, desgranando el terrón con cuidado. Entre los agujeros apareció un capullo en forma de telaraña. Nielsen desprendió la blanca envoltura.

—Y aquí tenemos el resto de la oruga. Las dos mitades coinciden exactamente.

—¿Y eso que hay alrededor?

—El método que utilizan las hormigas para preservar el alimento.

—Entiendo.

Nielsen sacudió solemnemente la cabeza.

—Dudo de que lo entienda. Envolver los pedacitos y fragmentos lleva cierto tiempo. Además, estas hormigas nunca hacen prospecciones nocturnas. Con lo cual, si mis cálculos son correctos, debieron cogerla ayer por la mañana.

—¿Por la mañana?

—No después de la hora de comer en cualquier caso.

Todo aquello penetró en Kramer como una carga de profundidad. Inocua al principio, deslizándose entre las agradables frivolidades de un día de sol y una charla amena entre amigos. Pero poco a poco se filtró en los estratos más analíticos de su mente, y una vez alcanzado el nivel crítico, explotó, rompiendo el dique hermético de la premisa irrefutable y trasladando el caos a la superficie.

—Pero entonces, eso quiere decir que el asesino ya estaba aquí mucho antes… eso quiere decir que fue…

—¿Premeditado?

—¡Justo!

Zondi se acercó de una zancada. No había un solo ruido en el bosque.

—¿Me pareció oírle decir que este tipo de asesinos actuaba de manera impulsiva? —inquirió Nielsen.

—Eso dije.

—Y que, sobre todo siendo la víctima un niño, se trataba de un encuentro casual con un extraño.

—Eso es.

—Pues en este caso, el niño tuvo que saber que iba a venir aquí ayer por la noche, a este calvero y no a otro de los muchos que hay por esta zona. ¿Cómo si no iba a saber el asesino dónde dejar la hoz a mano?

Kramer intentaba ordenar sus propios pensamientos.

—Tal vez me equivoque —dijo al fin, tomando asiento en un pedrusco. Nielsen le encendió un cigarrillo.

—No se preocupe, teniente. No es usted el primero al que los hechos le destruyen una teoría del tres al cuarto. A mí me costó el doctorado en su día.

—¿Eh? Quiero decir que me equivoqué en la interpretación inicial del maldito asesinato.

—Pero ¡y las mutilaciones! No casan mucho con el modo de actuar de los asesinos corrientes, nada en absoluto.

Kramer pasó el cigarrillo a Zondi para que volviese a encenderlo. Volvió a cogerlo antes de decir:

—A menos, por supuesto, de que sea un tipo listo. ¿Qué tal ahora la teoría? Todo encajaría.

—Dios mío.

Nielsen tomo asiento también, sobre otra piedra.

—¿Está insinuando que, sea quien sea el asesino, no tiene por qué ser necesariamente un pervertido?

—Estoy seguro de eso.

Ese vuelco intuitivo era excesivo para una mente estrictamente disciplinada y un motivo de clara irritación para Nielsen.

—Venga ya, hombre. ¿No se debería haber encontrado alguna señal de vacilación? Yo puedo sentir el impulso de matar, pero dudo que a pesar de ello pudiera cometer un acto tan…, ya sabe, tan repulsivo.

—¿A qué acto se refiere? El asesino se limitó a estrangular al niño y a acuchillarlo. Acuchillar es acuchillar, sea cual sea la parte afectada. Después buscó el efecto seccionando los genitales, y le aseguro, amigo, que bien pudo haber hecho cosas mucho más repulsivas.

—¿No se olvida de las piernas? Creí entender que parecía el resultado de un ataque de histeria.

—Eso fue al principio, cuando veíamos lo que pensábamos que veíamos. Ahora yo diría que el carácter confuso de las heridas delata que intentó hacerlo con la cabeza mirando hacia otro lado.

—¿Porque le daba náuseas?… Tal vez.

—Y debemos tener en cuenta el factor tiempo, no lo olvide. El cuerpo fue colocado cuidadosamente, y el tipo se aseguró de no dejar nada que lo incriminase. No puede decirse que omitiese algún elemento de su plan al actuar con precipitación; no hay señal alguna de ataque sexual, aparte de las heridas.

—Luego entonces, ¡todo es un montaje!

—Salvo por el hecho, señor Nielsen, de que la víctima está realmente muerta.

Nielsen miró a Kramer, Kramer miró a Zondi, y Zondi miró a uno y a otro.

Una violación había parecido un motivo muy aceptable para justificar el asesinato de un niño. Y sin embargo, cualquier otra alternativa estaba condenada a resultar doblemente interesante.

—Tiene usted razón —dijo Kramer— es una mañana verdaderamente preciosa.