LAS DOS DE LA MADRUGADA, lejos de la quietud nocturna.
En el vestíbulo del club, Freddie Harris, el señor Jones y el sargento Kritzinger seguían enzarzados en sus andanadas verbales, que retumbaban por todo el corredor hasta la sala de baile. Allí, dos encargados intentaban mantener a los perros apartados de las palmeras, mientras unos treinta hombres uniformados andaban de acá para allá comentando lo que le harían al maldito asesino en cuanto le echasen el guante. De la cocina llegaban los ásperos sonidos de un equipo de detectives bantúes interrogando a los empleados del club, a los que habían despertado en las instalaciones, y para quienes todo aquello era una pesadilla privada.
La sala de billar fue el sitio más tranquilo que Kramer logró encontrar; mucho más tranquilo aún en cuanto dejó de bramar como un chiquillo Jonathan Rogers.
—¿Dónde coloco la bola, Miss Jones? —preguntó Kramer, aprovechando el respiro para coger su taco—: ¿en el de arriba o en el del medio?
Penny Jones seguía sin estar en condiciones de responder a nada. La bola amarilla impacto con estrépito contra una bola roja extraviada sobre el tapete; una se coló por arriba, la otra por la tronera del medio. Como balas.
—Debería haber caído —dijo Jonathan.
—Para eso me pagan —replicó Kramer suavemente—; para resolver el tradicional dos más dos son cuatro, o en vuestro caso, dos más uno. Muy amable por vuestra parte la ayudita para redondear la cosa.
—¿Pero qué detalle?
Kramer colocó en la esquina de la mesa una hojita de aluminio arrancada a un paquete de cigarrillos. Jonathan lloriqueó.
—No te preocupes, hijo. No soy católico. Simplemente pensé que te interesaría. Y además así todo encaja, incluso la sangre.
—¿Me cree entonces?
—¿Por qué no? Además, tienes una coartada para las primeras horas de la noche, y eso es lo que cuenta. Mi único trabajo consiste en atar los cabos sueltos. ¿Tienes tabaco? Me he quedado sin pitillos.
Jonathan palpó en su chaqueta y extrajo un paquete.
—Texan, ¿eh? Fume Texan y tosa como un vaquero. ¿Quieres uno?
—No, gracias.
Kramer encendió el cigarrillo y puso tiza en el taco.
—¿Y cómo es que fuma un jugador de tenis como tú?
—Sólo en las fiestas.
—Ya.
La bola marrón entró por la misma tronera que la roja; siempre era un golpe difícil.
—¿Cuándo fue el último, si me permites preguntártelo?
—¿Cigarrillo? Después, creo. Para quitarme los nervios. Eso es.
—¿Y qué pasa con Miss Jones?
—Ella no…
—¿No está en el programa escolar?
—¡Por favor!
—¿Así que no intentaste animarla con una calada?
—¡No!
—Vale, vale. ¿Crees que podría quitarle a Miss Jones una pequeña muestra de su maquillaje? Pregúntaselo por mí.
Jonathan susurró algo al oído de ella, que se limitó a tragar saliva sonoramente.
—Adelante, teniente. Estoy seguro de que…
Kramer empezó a deambular de un sitio a otro, mientras rasgaba un sobre usado.
—Poco habrá más impoluto que el interior de uno de estos sobres —observó—. Recuerdo que una monja me dijo una vez que están casi esterilizados; es por si hace falta material de primeros auxilios. Ahora nos vendrá de maravilla.
Sosteniéndole con la mano izquierda suavemente la cabeza, Kramer presionó el sobre contra los labios de Miss Jones. La huella alargada y pringosa de un lápiz de labios color naranja quedó impresa en el papel.
—Hay que ver cuánto material gasta.
—Ya se lo dije, teniente, no está muy acostumbrada a estas fiestas que damos.
—Seguro que no.
Había un cabo suelto por resolver.
—¿Por qué me mira de ese modo?
—¿Y dices que besaste a Miss Jones?
—Esto… yo… sí.
—¿Con fuerza? ¿A intervalos? ¿Con pasión?
—Bueno, nosotros…
—Ponte bajo la luz, donde pueda verte.
Jonathan titubeó.
—¿Qué pasa? ¿Piensas que voy a someterte al tercer grado?
El joven se acercó. Una pequeña mancha de color naranja en la parte intermedia del labio superior, justo donde uno esperaría encontrar la marca del fumador novato. Elemental, cuando se sabe.
—Me parece que ya puedes irte, y Miss Jones también. Mañana enviaré a un agente para que os tome declaración. Pasaremos por alto lo que le dijiste antes al sargento Kritzinger.
—¿Eso quiere decir que… que no he hecho nada malo?
—Pertenezco a la Brigada Criminal, hijo, no a la brigada contra el vicio. Suerte con el padre de la chica.
Kramer abandonó la sala de billar, cerró la puerta y arrojó distraídamente el sobre junto con la colilla. Tenía los bolsillos más atestados de porquerías que la bolsa de nueve canguros cleptómanos.
—Dígame —murmuró un tipo elegante al levantarse de un sillón de cuero en la galería mientras arrojaba a un lado un número de Country Life. Era el pretencioso médico especialista que iba por ahí conduciendo un Lotus, con galgo afgano incluido, y que insistía en que le facilitaran botellas de agua caliente para calentar sus manos antes de tocar un abdomen opulento.
—¿Sí? —replicó Kramer, irritado—. ¿Decía usted?
—Gerald Jones me dijo que viniese para echarle un vistazo a su hija Penelope. ¿Dónde está la chica?
—Abajo, segunda puerta.
—¿De veras? ¿Ha sacado todo lo que podía sacarle?
Y especialista en sarcasmos, por añadidura.
—Sí, se la he dejado a punto.
Kramer prosiguió su camino impertérrito.
KRITZINGER SE LE ACERCÓ en los aseos, minutos después.
—¡Uf!, por fin le encuentro, teniente. He estado buscándole por todo el edificio. Esto podría interesarle. Parece que hemos identificado al muchacho.
—¿Ah, sí?
Kritzinger desvió con tacto la mirada. Kramer estaba enjuagándose la dentadura bajo el grifo de agua fría.
—Así está mejor, la maldita hamburguesa tenía restos de hueso. Se meten en las encías. Continúa, Bokkie.
—Hay un chico de quince años que responde a la descripción, incluida la marca de nacimiento. Se informó de su desaparición alrededor de medianoche. Se llama Boetie Swanepoel, y vive en el 38 de Schoeman Road.
—¿No cae lejos de aquí, verdad?
—Al pie de la colina, junto al río. La última vez que lo vieron fue a la hora de almorzar.
—¿Pero con sólo quince años y tardaron hasta medianoche en denunciar el caso?
—Según dijeron en comisaría, señor, los padres habían asistido a una reunión especial de la congregación.
—¿Cómo?
—Lo sé, señor. Quizá convendría que enviásemos a alguien para aclarar cuanto antes los detalles.
—¿No va a venir el padre?
—El sacerdote se ofreció a venir en su lugar, y el coronel dijo que sí.
—¿Está aquí el coronel?
—En la sala de baile, preparando sus instrucciones.
—Que Dios nos pille confesados.
Kritzinger sonrió. Era famosa la aversión absoluta que sentía Kramer por el trabajo en equipo, y más aún lo que suponía organizarlo. Legendaria, casi. De hecho, circulaba un chiste al respecto en el comedor de suboficiales, que acababa así: «Y va el teniente y le dice a ella: claro que vengo solo, señora, faltaría más».
—¿Qué pasa, sargento? ¿He sido yo el que los ha puesto en ese estado?
—¿Señor?
—Olvídelo. Antes de planear nada, veamos qué dispone el coronel. A lo mejor hasta hay suerte y hasta nos manda a la cama.
—Usted primero, señor.
Llegaron a la sala de baile justo cuando el último equipo de rastreadores se adentraba en la espesura de la noche cruzando la espaciosa terraza cubierta. El coronel Hans Muller estaba sentado, solo, a una mesa en la que reinaba un caos de mapas, canapés, botellas y capiruchos de fiesta. Se estaba probando un casco en cartón de agente de la policía de Londres.
No le caía mal a Kramer, era un tipo cortado casi por su mismo patrón. Un tipo alto que le miraba a uno a los ojos, y lo bastante sagaz como para ahorrarse un montón de preguntas estúpidas. Un profesional, dicho en pocas palabras; nada que ver con Du Plessis. También gastaba —el sombrerito de papel daba buena medida de ello— ese cinismo a toda prueba que distingue a un individuo en medio del rebaño.
De momento, Kritzinger hacía lo imposible por no parecer un corderito degollado.
—Saludos, señor —murmuró informalmente Kramer, manteniendo sus ojos perfectamente a nivel.
—Teniente Kramer, estaba deseando que apareciera. Los hombres y los perros ya están afuera, pero no creo que sirva para nada.
—Es bueno para la prensa, señor.
—Eso es. Imagino que tendrá muchas cosas que contarme, aunque no creo que le interesen mucho al sargento.
—Bokkie, ve y dile a Rogers y a los Jones que ya pueden marcharse.
—¿Y después, señor?
—¿Después? Después ve a la oficina de la secretaria, te sientas y esperas a que suene el teléfono.
El coronel aguardó hasta que se quedaron a solas.
—Muy bien, hábleme de la sangre que hallaron en la parejita.
—Irrelevante para el caso.
—No perdamos el tiempo, pues. Según parece, el crimen fue cometido hacia las seis.
—Más o menos; Strydom no va a comprometerse con una indicación más concreta.
—¿Y por lo demás?
—El ensañamiento y los machetazos habituales en estos casos.
—No me entienda mal, teniente, tengo tanto interés como cualquiera en agarrar a ese hijo de puta, pero sólo con pensar en lo que nos va a costar me pongo enfermo.
—Y además, podríamos no cogerlo.
—Muy cierto también.
El coronel destapó una botella de cerveza, la medió, y le alargó un vaso a Kramer.
—Salud.
—Salud, señor.
Kramer dejó que sus pensamientos emergiesen a la superficie, envueltos en burbujas de color ámbar. Sólo se oía el silbido de las palas del gran ventilador que colgaba del techo. Pensó que ojalá todo quedase suspendido así un momento. Necesitaba un respiro.
—Hum, dígame: ¿terminó con el caso Dhlamini esta mañana?
—Sí, señor, pasará a previsión preventiva hasta la vista en el Supremo el día 14.
—Así que por ahora está usted disponible.
—Eso es, señor.
—Bueno, yo voy muy atrasado con las insurrecciones de Zululand, de manera que le dejo a usted este regalito. Todo suyo.
—Concretamente, ¿qué quiere decir con eso, coronel?
—Que no quiero oír hablar del caso.
—¿Hasta que tenga algo?
—No… Hasta que tenga a alguien. ¿Estamos?
Kramer levantó su vaso hacia el Coronel. Observó que se había despojado del ridículo sombrero.
—Le cuento el plan que le he preparado para esta noche.
El coronel asió una salchicha y la puso cuidadosamente sobre un mapa decorado con todo tipo de manchas.
—Esto es el cuerpo.
Alrededor del punto indicado dispuso varios colines de aperitivo que descendían en forma de radio colina abajo.
—Tengo varios equipos rastreando la zona, los perros están ahí para encontrar lo que buenamente puedan. Ya verá que los de este equipo se cruzarán con los otros equipos a lo largo de la zona que representa este colín, de manera que al volver aquí efectuarán un doble rastreo. Al igual que usted, no albergo grandes esperanzas de que vayan a encontrar nada, de manera que lo mejor es que a primera hora de la mañana se ponga usted en marcha, y empiece a indagar sobre todos los dementes que tengamos fichados. ¿Preguntas?
—Una duda, señor —dijo Kramer, tendiéndole un cuenco con más bastoncitos—. ¿Está seguro de haber elegido a la persona correcta?
Silbido de las palas del ventilador: zum, zum…
El coronel sonrió con mucho tacto, como si pretendiese ocultar una dentadura imperfecta. No era el caso. Era únicamente la incomodidad de un hombre cortés pero que sólo es capaz de apreciar sus propias ocurrencias.
Pero la idea estaba clara.
—No se preocupe, Kramer —dijo—. Comprendo su problema. Todas las madres de la ciudad pedirán su cabeza si usted no… Perdone, tenemos visita.
Un individuo de mediana edad avanzaba despreocupado por el resbaladizo suelo de la pista de baile, con ademanes de reverendo de la Iglesia Luterana Holandesa. En su rostro liso y sin matices, tan lívido como una hoja de papel, el bigote destacaba como un elemento ajeno, una especie de sello de correos de color negro estampado bajo una afilada nariz. La forma en que se lo atusaba con el dorso de la mano contribuía a aumentar dicha impresión.
Se veía venir; fue a vomitar junto a las azaleas antes de volver sobre sus pasos y dirigirse hacia ellos:
—Soy el reverendo Pretorius. Perdonen esta pequeña debilidad. El Todopoderoso nunca me había sometido a semejante prueba.
Kramer le cedió inmediatamente la silla.
—¿Ha reconocido a Boetie? —preguntó el Coronel.
El reverendo Pretorius asintió con un gesto desolado.
—¿Y hace mucho que le conocía?
—Desde que era bebé y lo acunaba en mis brazos. Desde sus primeras pataletas en el vientre de su madre.
O sea, lo que se dice un auténtico amigo de la familia. Kramer despertó.
—Pero ¿podría decirnos por dónde estuvo hasta hoy, quiero decir hasta ayer? ¿Ha visto a los padres?
—¿Visto? He estado hablando con ellos hasta hace media hora, dándole vueltas y más vueltas al asunto.
—¿Qué tipo de vueltas?
—Pues por dónde estuvo, qué pudo pasarle. Dios bendito, nunca imaginamos que pudiera llegar a ocurrir algo así.
—¿Podría describirnos los movimientos del muchacho?
—Bueno, señores —interrumpió el coronel—, yo tengo que marcharme. Disculpe la descortesía, reverendo, pero me reclama mucho trabajo pendiente en la central. De todas formas, he puesto al teniente Kramer al frente del caso. Estoy seguro de que usted le prestará usted toda la ayuda que precise.
—Por supuesto.
—¿Y usted, teniente? ¿Está seguro de que no tiene ninguna otra cosa pendiente? ¿Hay algo en que pueda relevarle por la mañana?
—Creo que no, señor, gracias. Ah sí, antes de que se me olvide: me gustaría que Tráfico comprobase este número de matrícula. Les presentaré un informe posteriormente. Un granjero loco estuvo a punto de arrollarme con su Land Rover esta noche, no lejos de la colina.
—No me diga.
—Apareció de repente y se cruzó por la mediana de la autovía. Quizá vea usted el lugar al que me refiero. Hay un buldózer aparcado en el arcén.
—Sí, sí, he visto marcas de neumático en el asfalto. Pero esa pista, amigo, no lleva a ninguna granja, sino que es para los camiones de explotación forestal. ¿A qué hora ocurrió eso?
Kramer casi da un traspié.
—Pasada la medianoche. Las doce y media quizá.
El coronel consultó el reloj.
—Hum, extraña hora para andar circulando por ahí, sí. ¿Cree que debería pasárselo a Tráfico inmediatamente?
—Si no le importa.
—Se lo pediré a título personal… de su parte.
Demonios, el coronel era un tipo estupendo, sí señor; pero no permitía más de un descuido, y Kramer tuvo la repentina y desagradable sensación de que ya había cometido dos.
HENDRIKS ESTABA CASI DECIDIDO a pedir el traslado al Cuerpo de bomberos de Trekkersburg. Por lo que le había dicho el bombero Viljoen, mientras compartían tronco en el calvero ahora abandonado, el salario y las condiciones de trabajo resultaban, en comparación, mucho más ventajosas. Veinticuatro horas de servicio, veinticuatro horas de ambulancia, y después veinticuatro horas para uno mismo. Con unos turnos así, hasta las chicas de la oficina de correos podrían tomarte en serio cuando les pidieras una cita. Y de premio, uno podía costearse una habitación decente (a la que llevarlas), un lavabo con agua fría y caliente, y comidas como Dios manda en el hotel junto a la carretera; lo que, a su vez, era también una excelente fuente de compañía femenina, sin el menor género de dudas. Ah, y otra cosa: era perfectamente natural comparecer descamisado para el servicio cuando sonaba la alarma, de manera que no había que limitarse a una noche de cada tres. Todo esto sin contar con el plus de 20 rands al mes.
—¿Cómo andáis de vacantes? —preguntó Hendriks, intentando aparentar un interés puramente formal, pero sin conseguirlo.
—Hay tres.
—¿De veras?
Hendriks caminó hacia el generador. Viljoen le observó, inquieto.
—Por supuesto no es como en la policía —se apresuró a añadir—. Otro reglamento y todo eso…
—Coño, ¿no irás a decirme que es más duro, eh? Tendrías que haber estado en la academia de policía —se mofó Hendriks.
—No es que sea más duro: es diferente.
—¿Por qué?
—Cosas… la altura y esas gaitas.
—¡Vaya! Cuando yo no levantaba ni así solía colgarme con los brazos del canalón del molino de mi padre. Pregúntale alguna vez; casi me arrancaba la piel a tiras cuando me pillaba. Decía: vas a hacer que todos los negros se partan de risa si te ven caer.
Viljoen no contestó.
—¿No os sirve eso a vosotros?
—¡Claro! Pero yo me refería a otra altura, sabes…
El bombero colocó la mano sobre la cabeza. Un metro setenta y cinco.
Lo dijo tan suavemente como pudo, pero Hendriks lo tomó como hubiese encajado un chiste malo. Se puso colorado y se alejó hacia un árbol, donde se dio el oblicuo gusto de mearle encima a una rana.
Así que era eso, ¿eh? Pues si la policía de Sudáfrica pensaba que un metro setenta era más que suficiente para un hombre, estaba claro dónde estaba su sitio. Decidió que debía irse con ojo con esos jodidos bomberos; tipos de semejante catadura moral eran capaces de cualquier cosa.
CIERTAMENTE, no había riesgo de error al suponer que el pastor Pretorius nunca utilizaba notas para el sermón. Menuda labia que tenía el tipo. A los topos en sus madrigueras les haría el mismo efecto que, según la publicidad, ejercían las hormonas sobre los pechos lisos. Lo cierto es que, desde hacía rato, Kramer había dejado de prestar atención.
—¿Perdone?
—Boetie ganó los cien metros libres en las competiciones de natación del año pasado.
—No me diga.
—E iba a por el récord esta misma semana. Los caminos del Señor son…
—Perdone, reverendo, pero creo que este hombre tiene un mensaje para mí.
Un agente, que esperaba desde hacía un rato, anunció con orgullo que había descubierto lo que parecía ser la bicicleta del niño en la linde de la plantación, junto al sendero, escondida tras una verja. Kramer anotó la posición en el mapa; después lo autorizó a retirarse.
—Bueno, algo es algo —dijo—. Muy posiblemente Boetie se encontró con quien quiera que fuese en este lugar. Fue atraído hacia el interior de la plantación, quizá el individuo le prometió que le enseñaría algún animal especial o algo por el estilo, y entonces avanzaron en esta dirección. En ese momento Boetie pudo olerse que estaba ocurriendo algo raro y corrió hacia el club. Por eso lo mataron allí: nadie podía oírle; cuarenta metros más y uno ya está en el campo de golf.
Lo que no dijo fue que la bicicleta había aparecido muy cerca del lugar del que había salido el Land Rover, con esa precipitación de los conductores que, probablemente, tienen otras cosas en la cabeza. Un crimen, por ejemplo. Kramer maldijo silenciosamente a Tráfico por tomarse toda la noche para localizar al propietario.
El pastor resopló, y dijo:
—Me llama la atención la forma en que resuelven ustedes estas cosas.
—Hasta ahora todo es mera suposición. ¿Qué opina de los motivos que acabo de darle para justificar que Boetie entrase en la plantación?
—Siempre fue un niño muy curioso.
—¿Demasiado curioso?
—¿A qué se refiere?
—Estoy intentando hacerle una pregunta que no le va a gustar, pero que a sus padres les gustaría todavía menos: ¿tuvo alguna vez motivos para suponer que Boetie podía no ser, digamos, un chico normal… sano, con gustos normales?
—Teniente —replicó el pastor con suma gravedad—, pongo al mismísimo Dios por testigo de que este muchacho era la encarnación misma de todo lo puro y angelical que el Todopoderoso tuvo a bien dispensarnos a nosotros, los afrikáner. Déjeme decirle que…
Kramer volvió a frenarle en seco.
—No, mejor soy yo quien recapitula, y usted me dice si los hechos que le cuento son correctos. Me alegra oír eso sobre Boetie, por cierto; pero debemos tratar de reunir toda la información posible sobre él…
—Comprendo. Adelante, le escucho.
—Al salir del colegio, Boetie pasó por casa de su amigo Hennie y ambos se fueron a cazar. Estuvieron fuera hasta pasadas las cinco. Boetie dijo que debía volver para cenar, y se alejó en bici. Sus padres no estaban en casa, se habían ido a primera hora de la tarde para asistir a la reunión de la congregación. Cuando la criada comprobó que eran las ocho y que el niño aún no había vuelto, pensó que podría haberse quedado a cenar en casa de Hennie. Hubo que esperar a la medianoche para que el señor y la señora Swanepoel volvieran a casa y comprobasen que el niño había desaparecido. Boetie solía informarles de sus idas y venidas, así que decidieron llamar a la policía.
—Correcto. Fue una larga reunión sobre las conclusiones del Sínodo.
—Y sin embargo, ¿cómo explica usted que Boetie terminase en esta zona, a más de un kilómetro de su casa, situada justo en la otra punta?
—Muy sencillo, creo. A los chicos les gusta atajar por el arroyo y seguir este camino porque es más emocionante. Es lo que Boetie se proponía, probablemente. Tenía mucho tiempo para volver a casa, pues sabía que sólo le esperaba la criada.
—Ya. ¿Y cómo hacen, entonces?
—Pasan con las bicicletas sobre el puente del ferrocarril. De hecho, por eso conozco ese hábito suyo. A muchos padres les preocupa el peligro que corren en este lugar.
—Comprensible.
—Por los trenes, me refiero.
Kramer se levantó para estirarse.
—Boetie era un buen alumno, un feligrés asiduo, y una garantía para sus padres. Confiaban en él, de modo natural.
—Entonces, todo esto ha ocurrido porque sí. Esencialmente, es lo que necesito saber.
El sargento Kritzinger hacía gestos con un pedazo de papel desde el otro extremo del pasillo. Tráfico, finalmente, reaccionaba.
—Un millón de gracias por su ayuda, reverendo. Ahora tengo que irme, lo siento.
Pero el sacerdote insistió, con una pomposa despedida:
—Ojalá esto le hubiera ocurrido a un viejo pecador como yo —declaró—. No sonría, teniente, he conocido todas las tentaciones, y las he vencido todas, una por una.
Excepto, quizá, la gula. Alguien se había zampado la salchicha que se había usado en el mapa.
EL CHEVROLET HABÍA LLEGADO casi a la altura del buldózer, en el trayecto de vuelta colina abajo, y a Kramer se le erizaron ligeramente los pelos de la nuca: no estaba solo. Pensó en ello durante quinientos metros recorridos a toda velocidad; después levantó el cristal de la ventanilla. Husmeó cuidadosamente. La inconfundible pomada barata despedía una fragancia tan intensa que hubiese podido fertilizar una papaya a cuarenta metros. Dio con la otra hamburguesa y la arrojó por encima de su hombro.
—Bang, bang: estás muerto —exclamó.
—Muy amable —replicó el sargento detective bantú Mickey Zondi, que hubiera podido usar perfectamente el asiento posterior pero que, por razones de su incumbencia, prefería tenderse en el suelo del vehículo.
—¿Y qué haces tú en mi coche?
Por toda respuesta, el ruido de una boca deglutiendo.
—¿Has interrogado al personal bantú?
—No, jefe. Preferí dar una vuelta con el doctor Strydom.
—No me dijo nada de eso.
—¿No, jefe?
Kramer comprendió la cosa y se rió.
—Cualquier día de estos me metes en un lío, ¿lo sabías?
—Guau, lo siento muchísimo.
Rieron, como reían a menudo cuando estaban a solas.
—¿Es un caso bantú, jefe?
—¿Cuándo has visto tú que un jodido pervertido sexual que mata a un niño blanco sea negro? Por supuesto que no. La cosa es sencilla, y creo que ya estamos tras la pista del cabrón que lo hizo. ¿Te bajas aquí y vuelves a la central?
—Le acompaño.
Kramer ignoró la luz roja de todos los semáforos del centro de la ciudad; apenas acababa de amanecer. Tomó la carretera de Durban, atento a los nombres de las calles en el lado izquierdo. Giró hacia Potter’s Place. La mayoría de las casas en esa zona de la ciudad eran humildes bungalows que, llegados a cierta edad, sucumbían a una moda desafortunada: la de pintar de colores chillones el entarimado exterior; y toda suerte de desechos, faroles anticuados y chatarras ferroviarias se amontonaban en los escuálidos zaguanes. El n° 9 de Potter’s Place parecía más descuidado que casi todos los demás, y un niño había garabateado algo en la puerta del garaje. La puerta estaba cerrada, pero las huellas poderosas de un Land Rover permanecían claramente visibles en la rampa de acceso.
El Chevrolet pasó otros dos números antes de detenerse. Kramer y Zondi se dirigieron hacia el bungalow y remontaron el sendero. Desde la galería de ladrillo llegaba el murmullo de una voz que cantaba en tonos graves.
—Quédate aquí —ordenó Kramer mientras subía los peldaños.
Un criado zulú se incorporó, las rodillas aún enrojecidas de haber estado encerando mucho el suelo, y abrió desorbitadamente los ojos. Todo un mérito para la hora que era, según el viejo reloj del vestíbulo: las seis y un minuto.
—Policía —anunció Kramer—. Cierra el pico o llamo a mi amigo.
El zulú distinguió a Zondi por encima de la tapia, se arrodilló otra vez y deslizó una mano bajo la estopa de la gamuza. Continuó frotando.
—Cada uno a lo suyo —declaró Kramer satisfecho, mientras accedía a la casa.
En el interior reinaba una tranquilidad absoluta: nadie la turbaría hasta que la galería reluciese como la uña del dedo gordo en el pie de una zorra y el té fuese subido a las habitaciones.
Había margen de sobra para una inspección previa.
Tras la puerta se concretaba la colección de chaquetas y prendas de abrigo que Kramer había entrevisto con dificultad desde el exterior, a través del cristal esmerilado. El conductor del Land Rover vestía algo de color verdoso. Había una chaqueta desastrada de sport, que podía coincidir con el color y que, además, era la última prenda colgada en el perchero.
Kramer dio vuelta a una manga para inspeccionar el puño. Lo que vio lo dejó sin aliento.
Humedeció la punta de un dedo y frotó suavemente una de las pequeñas manchas oscuras, observando cómo su saliva se tornaba de color rosáceo. Pasó al examen olfativo.
Repitió la operación con el otro puño.
Sangre.
Era demasiado fácil. Demasiado fácil, y demasiado parecido a lo que ocurría cuando a los dioses les da por hacer el ganso y te lo ponen a huevo.
Justo en ese momento, alguien dijo a su espalda:
—¡Arriba las manos!