BIEN MIRADO, pensaba el teniente Trompie Kramer, de la Brigada Criminal de Trekkersburg, el asesinato también tenía su lado bueno. Cada asesino llegaba a la misma conclusión, aunque sólo fuera durante la fracción de segundo en que una tormenta mental puede partir hasta un árbol; y una sorprendente cantidad de presuntas víctimas pensaba igual, a juzgar por la forma en que se emperraban en provocar a esos cabrones.
Apretó a fondo el gas de su Chevrolet largo y negro, mientras se alejaba ya de las afueras en dirección a la autovía del Country Club. Después pasó la lengua por la salsa de tomate a modo de aperitivo antes de hincarle el diente a la hamburguesa.
Y volviendo a ello, ¿qué ocurre con el resto de la gente? Que les pregunten si querrían vivir sin asesinatos. Muy pocos. O ninguno, si de verdad lo reflexionan. Un hombre con hierro en el alma es una gran cosa para el anémico mundo en que vive la mayoría de la gente: todos, desde los grises jueces que colocan sus bolígrafos y estilográficas como si fueran cuchillos y tenedores, hasta las viejas arpías, en los pasillos de los juzgados, con sus mejillas chupadas y sus botellas de whisky escondidas, todos se sienten mejor consigo mismos porque existe el asesinato, y eso sin mencionar a los chicos de la prensa, siempre atentos a satisfacer las necesidades del público, y a añadir una ración de crimen a otras tantas cosas agradables que uno repesca entre sus palabras en los cereales del desayuno. Y en caso de no tener a mano un auténtico asesinato, siempre cabe recurrir a los centenares cometidos por los escritores por puro lucro. Sí, los crímenes ayudan a que todo siga su curso, como esas pin-up pechugonas en los pósters que cuelgan de las paredes de las estaciones meteorológicas de la Antártica. De manera que, aunque le toque pagar el pato a una persona, o a dos, o hasta a un grupo de personas, gran parte de la sociedad puede seguir así, totalmente ocupada, o bien totalmente satisfecha —o bien totalmente ambas cosas a la vez—, y ya no causa problema alguno. Algo con efectos semejantes no puede ser tan malo. No, no señor.
Pero los asesinatos sádicos de menores, eso era otra cosa. Kramer se chupó los dedos pringosos y se preguntó por qué.
Encontró una respuesta parcial al recordar la reacción de la viuda Fourie cuando, sólo unos minutos antes, la había informado del caso. Se lo dijo de modo directo y sin rodeos, incluyendo una disculpa porque eso echaba a perder los planes que los dos tenían. La viuda Fourie se replegó abruptamente sobre sí misma, y Kramer tuvo que repetir las disculpas. Fue entonces cuando la sorprendió luchando por apartar la mirada de la puerta de la habitación de los niños. Y ahí estaba la respuesta: aquél era el tipo de asesinato del que cualquiera puede ser víctima. Tú, y en particular los tuyos estáis expuestos, quizá no ahora pero sí la próxima vez, independientemente del cuidado que uno ponga en evitar situaciones sórdidas; y hasta independientemente de las veces que uno comparta cama con un policía. Basta con saber que un asesino perverso anda suelto por ahí para maldecir perversamente el tener cuatro hijos sanos y guapos. ¡Guapos! Ay, amigo mío, todo lo dulce se torna amargo cuando un animal ronda entre las sombras.
La luz que subía y bajaba de un vehículo circulando en dirección contraria lo deslumbró, y le recordó el modo en que los testigos periciales miraban al suelo cada vez que él pronunciaba la palabra «animal». Al infierno con ellos, y al infierno con todas las patrañas sobre infancias desgraciadas y demás obsesiones de mierda; él sabía de qué hablaba. A los seres humanos se les investiga, pero a los animales hay que cazarlos.
Y como era detective, y no un maldito guardabosques, esto siempre lo jodía. Vaya si lo jodía…
El pie saltó del acelerador al freno.
A menos de cien metros surgió un Land Rover detrás de un buldózer ennegrecido de alquitrán, desplazándose plácidamente hacia la mediana. A la velocidad que llevaba, con el buldózer bloqueando parte de la carretera, para sortear la curva que se le venía encima, el Chevrolet tendría que comerse al Land Rover.
Así estaban las cosas.
Inmediatamente Kramer confirmó su decisión instintiva clavando el pie en el freno y dando un volantazo. El otro conductor lo miró con expresión de sorpresa. Un chalado… Uno de esos tipos que tratan en tales situaciones de sacarle todo el jugo posible al motor. El Land Rover se caló. Kramer cerró los ojos.
Volvió a abrirlos con el repentino bienestar de verse inmóvil y del revés, enfocando el carril por el que venía circulando. Reconfortaba también constatar que su Chevrolet había pivotado. Todo parecía intacto, especialmente el buldózer. Kramer pronunció una lacónica y nada ortodoxa plegaria.
Pero el Land Rover no perdió ni un minuto para unirse a la oración y todo cuanto Kramer pudo hacer fue fijarse en el número de la matrícula trasera. Jodido granjero loco.
Mientras seguía conduciendo junto al seto de acacias en dirección al Country club, Kramer reflexionaba: si algo le ponía enfermo en los crímenes sexuales era su carácter repentino y azaroso. El momento y el lugar eran pura coincidencia; el único vínculo entre los protagonistas era un mero e impulsivo acto de violencia. Y así, sin precedentes emocionales que proporcionasen los parámetros de la ecuación, el hábito de confiar en sus destellos de lucidez analítica quedaba enteramente fuera de lugar.
Tan fuera de lugar, de hecho, como preguntarle a los seres queridos de alguien aplastado por un rinoceronte enloquecido si la víctima se había peleado alguna vez con el bicho.
Maldita sea, por algo los guardias forestales eran gente tan poco sofisticada.
A LA LUZ DE LA LUNA, la sangre parece negra.
El agente Hendriks lo había constatado en numerosas ocasiones, pero nunca llegó a saber a ciencia cierta si ello formaba parte significativa o no del efecto general. En ocasiones, le recordaba simplemente la melaza. Otras veces —tal vez porque la melaza se come— le provocaba náuseas. Sobre todo cuando un revoloteo de moscas venía a enturbiar aún más las cosas; pero, por suerte, hacía ya tiempo que las moscas se habían ido a acostar.
Como también era para él la hora de irse a la cama, y seguramente también la del niño tendido a sus pies.
Bostezó.
Luego se envaró, adoptando una actitud ostensiblemente alerta, al oír un ruido de pasos aproximándose. Cesaron justo al otro lado del claro.
—Muy bien, ¿dónde las quiere?
—Eh, ¿quién anda ahí?
—Lo siento, amigo: no conozco la jerga; agente Pringle, Cuerpo de bomberos, vengo a traerle las luces que han pedido.
Seis bomberos aguardaban a prudente distancia junto a Pringle; dos con un generador portátil, tres haciendo juegos malabares con las lámparas, y el último envuelto en rollos de cable de alta resistencia; todos tratando de hacerse una mínima idea de la agradable tragedia que había interrumpido su rutina de campos incendiados y soporíferas partidas de billar.
—Un niño, dicen —murmuró en afrikaans el bombero de menor estatura.
Hendriks se encogió de hombros, pero se acercó.
—¿Y a este pardillo, qué le pasa? —preguntó, clavando una mirada dura en Pringle—. ¿Un jodido emigrante inglés?
—No, no… Viene del Norte. Buena gente.
A Pringle le sonaba la disculpa, la había oído antes. «Uganda», añadió el hombre, como para echar una mano.
—Ya veo. Andan las cosas muy revueltas por ahí arriba —dijo solemnemente Hendriks, en inglés.
Todos sonrieron.
Pausa.
Pringle deslizó un dedo por el interior de la guerrera y la parte de arriba del pijama, para rascarse una calentura. Los del generador se impacientaron por no recibir instrucciones y dejaron el aparato en el suelo. Pringle enarcó una ceja, y tras un momento de madura reflexión, decidió no reaccionar.
—¿Qué hacemos? —dijo—. Nos indicaron que no nos acercásemos, por las huellas y todo eso. ¿Qué tal si vamos colgando los focos de los árboles?
—Estupendo. ¿Necesitan ayuda?
—Mejor a nuestro aire, gracias. Adelante, Viljoen.
—Como quiera.
—Prepararé el generador mientras tanto —dijo Pringle. Y mientras lo hacía le contaba a Hendriks que él era de Margate. Hendriks comentó que Margate no estaba nada mal, de no ser por las redes anti-tiburones, que lo echaban todo a perder. Pringle le explicó que su Margate era el otro Margate, aunque, por supuesto, el que estaba junto al Océano Indico era mucho más bonito. Hendriks le dijo que él, para ir de vacaciones, seguía prefiriendo de todos modos Umkomaas.
Aquello no tenía mucho de conversación, y mucho menos de diálogo, pero ayudó a que se instalase un clima de rutina profesional; el respeto mutuo fue creciendo al mismo ritmo.
En menos de cinco minutos fijaron las luces a los árboles y conectaron el generador. Pringle tiró del arranque del motor y el aparato se encendió a la primera, asustando a una paloma torcaz que huyó con un fuerte aleteo. Atraídos un momento por ese ruido, Hendriks y los otros volvieron a bajar los ojos hacia el calvero; suspiraron un poco, como los niños cuando empieza a abrirse la cortina que da paso a la función.
Primero, una lenta luz directa hacia la gruta encantada, con el generador pasando al máximo de revoluciones; después, la revelación final de cada ramita, hoja o hierbajo bajo una luz artificial, contra el fondo oscuro del bosque insondable. Todo parecía reducirse a cable, papel, pintura. Las luces latían al compás del motor de dos tiempos, impregnando la irrealidad de la escena de una parpadeante vida propia.
Yerto, en medio de todo aquello, había un ángel desnudo. Sólo podía ser un ángel, pues, como todos podían constatar, era una criatura sin sexo.
Aunque sólo desde hacía muy poco tiempo.
KRAMER SALIÓ AL ENCUENTRO del sargento Bokkie Kritzinger, que lo esperaba en el aparcamiento del Country Club, disfrutando de una excentricidad personal de lo más indecorosa.
—¿Sigues chupándote la punta de la corbata, Bokkie?
El hombretón escupió el extremo de la prenda.
—¿Señor? Estaba algo nervioso, eso es todo.
—¿A qué viene eso de citarme aquí fuera?
—Quería hablar un poco con usted antes de que les vea. Aquí hay gato encerrado.
—¿A qué te refieres?
—El chico y la chica que descubrieron el cadáver del niño… Tienen sangre.
—Eso ya me lo dijiste por teléfono.
—No me refiero sólo a las manos. He mirado mejor: hay sangre debajo…
—¿Cómo?
—Debajo de las ropas.
—Pero…
—¡En sus cuerpos, señor!
Kramer alargó la mano y enfundó el húmedo extremo de la corbata dentro de la protuberante pechera de la camisa azul de Bokkie. El sargento sonrió, ocultando los nudillos detrás de la espalda.
—¿Quieres decir debajo, Bokkie?
—Sí, señor.
—Entonces será mejor que repasemos su versión. Aquí, sentémonos aquí.
Tomaron asiento en el vehículo de emergencias del Departamento de Bomberos. Kramer encendió un Lucky Strike, y descubrió que el armatoste polivalente disponía de todo salvo de un cenicero para su cerilla.
—Bueno, señor, nada nuevo que añadir en realidad. El chico es campeón juvenil de tenis, oriundo del Transvaal, y se llama Jonathan Rogers. Edad, diecisiete, último año de instituto, anglo-parlante. La chica es Penelope Jones, dieciséis años, preuniversitaria; vive en Greenside Way.
—¿Y qué declaran?
—Según el chico, abandonó el baile (un «homenaje» del Club de tenis de Trekkersburg a los equipos visitantes), hacia las once. Él y la chica querían ver la ciudad de noche.
—¿Desde el interior de una plantación de acacias?
—Es lo que dicen, teniente. Yo también le hice la misma pregunta, y respondió que creía que había una colina un poco más abajo, desde la que podrían divisar las luces.
—Uyuyuy…
—De camino se toparon con el niño, creyeron que los miraba. La cabeza estaba clavada donde se bifurcan las dos ramas principales; así, con los brazos colgando a cada lado, y como apoyado en el tronco.
—¿Y entonces?
—Rogers afirma que le preguntó al niño qué estaba haciendo ahí. Pero no contestó, no se movió, y entonces se acercaron.
Pensaron que se había caído del árbol y que se había quedado trabado; que estaba herido. Según Rogers, intentaron liberarlo, pero el niño se desplomó sobre ellos y los sepultó. Fue entonces cuando se dieron cuen…
—¡Si que les llevó tiempo!
—Lo que yo pensé, señor.
—¿Sangre?
—A montones.
—¿Cuánto tiempo crees que puede llevar muerto?
—El cuerpo aún seguía caliente cuando llegué al lugar, hacia medianoche.
—Ya veo. Y la chica, ¿qué declara?
—Nada.
—¿Y eso?
—Está fuera de sí. Está sentada en la oficina de la secretaría del club. Es imposible sacarle nada. Cuando te mira, a uno se le erizan hasta los pelos del trasero. Le aseguro que hay algo muy, pero que muy raro en todo esto, señor. Por eso he preferido no decirle nada al padre de ella, de momento…
—Muy buen corazón. ¿Quién está ahora con ella… y con el chico?
—El agente Williams. Menudo trabajo le está costando mantenerlos a raya.
—¿A quién?
—A Pipson, el secretario y al señor Jones, el padre; y al entrenador del equipo de tenis de Transvaal, Freddie Harris.
—¿Y ése qué pinta?
—Está hecho una furia, el tal Freddie. Dice que han perdido todas las posibilidades de cara a los individuales masculinos, y no cree que mañana el equipo esté para gran cosa; ha sido un palo para ellos…
—Hay que joderse, habiendo un crío muerto de por medio… ¿Qué hay de la identificación?
—La central se ocupa de ello, nada por ahora. He pedido perros de rastreo y refuerzos, como me dijo. El médico forense del distrito está de camino.
—Bien. ¿Y qué pasa con los invitados a la fiesta?
—Han vuelto a sus casas, o a sus hoteles.
—Bueno.
—¿No está de acuerdo en que hay algo ra…?
—Mira, Bokkie, yo nunca estoy de acuerdo con nada hasta que no tengo hechos que estén de acuerdo entre sí. Tal vez hay algo raro, tal vez no. Vuelve y mantén tranquila a la parejita. Yo echaré una ojeada en la arboleda. Por el ruido me imagino que siguen puestos los focos.
Con un suspiro propio del subalterno que tantas veces tiene razón sin que sus superiores lo sospechen, Bokkie se deslizó del asiento para aterrizar pesadamente sobre el asfalto. Se detuvo a enderezar el cinturón de la cartuchera, y volvió a colocarse la pistola en posición correcta.
—Bokkie —murmuró Kramer—: ¿no se te ha pasado por la cabeza que tal vez sea la sangre de ella?
El sargento Kritzinger, padre de dos niñas casi adolescentes, reaccionó con comprensible turbación.
ERA CIERTO. El cuerpo aún se mantenía caliente al tacto. Muy caliente, pese a que debían de haber transcurrido varias horas para que la sangre se coagulase de tal modo. Muy extraño.
Kramer frotó los dedos en la arena y se incorporó.
—Un niño muy guapo —observó.
Hendriks miró boquiabierto los hinchados rasgos y los ojos azules sobresaltados. En algún lugar, había una cara.
—Bonita sonrisa —aventuró el otro.
Ahora era Kramer quien hacía una mueca extraña tras echar una rápida ojeada.
—Vamos, amigo, deja de machacarte los sesos y liquidemos ya las notas.
Hendriks se quitó el lápiz con el que se hurgaba la oreja.
—Bien, tras el primer rastreo de la zona nos encontramos con que no tenemos… ni un carajo. Pasemos al cuerpo: escribe «uno» en el margen.
—Uno: cuerpo.
—Chico estrangulado por alambre enrollado ocho veces alrededor del cuello. No hay heridas que hagan suponer intento de defensa ni moratones en los brazos, lo que sugiere que fue atacado sin previo aviso por detrás y que las otras heridas son posteriores a la muerte. Descripción del alambre: alambre grueso del 10, similar al que se utiliza para cajas de frutas, textura suave y flexible. No presenta signos de óxido pero sí dobleces a intervalos de medio palmo, lo que sugiere que fue transportado hasta el lugar del crimen.
Kramer encendió un Lucky Strike y esperó a que Hendriks terminase de anotar.
—Dos: cortes profundos bajo el mentón y a cada lado de la mandíbula, con adherencias de corteza del árbol A en las heridas. Concuerda con la declaración del testigo Rogers, que afirma haber encontrado el cuerpo en posición parcialmente erguida y reclinado contra el árbol A, el mentón encajado donde se bifurcan las ramas. Un charco de sangre al pie del árbol A lo confirma.
—Y la sangre en el árbol, teniente.
—¿Lo tienes? Bien, añade también eso, y no te olvides de mencionar las huellas de presión en el torso. Pasemos ahora al número tres.
»Tres: heridas múltiples por arma blanca en zona de cadera e ingles, genitales seccionados y recuperados más tarde junto al árbol A. El análisis de las heridas parece indicar que se usó un arma blanca de hoja curva como la utilizada mientras el cuerpo estaba en posición parcialmente erguida.
—¿Cómo es posible, teniente?
—Tú mismo… No era más que un chiquillo. Cuando se excitan, esos hijos de puta tienen una fuerza de toro. Le resultaría fácil levantarlo y apoyarlo con una sola mano contra el árbol. Toma nota de esto: mutilaciones concordantes con un ataque salvaje de un maníaco sexual; más golpes fallidos que acertados. Desangramiento limitado, pero una mancha indica que la zona fue manipulada después del asesinato. ¿Has tomado nota?
»Y ahora, número cuatro: cortes profundos en la espalda, tres de un hombro a otro, y otro más, en bisección, cruzando el cuerpo de arriba abajo, desde la nuca hasta la nalga izquierda. Esto sugiere que se trata de un asesinato ritual.
»Y, finalmente, cinco: una mancha de nacimiento, oscura, en el hombro derecho.
De la penumbra surgió un agente bantú de movimientos tímidos, que sostenía su porra como si no supiera qué hacer con ella en sociedad.
—¿Qué pasa, amigo?
—El sargento Kritzinger me ordena que venga a por las ropas, señor.
—¿Traes las bolsas?
Kramer las cogió y envolvió en ellas la camiseta blanca, el pantalón caqui y los calzoncillos elásticos encontrados junto al árbol. Cogió el contenido de los bolsillos —un pañuelo también caqui, un lápiz con goma, tres envoltorios de chicle y una navaja de una sola hoja— y lo depositó en otro recipiente.
—Aquí tiene. Dígale al sargento, por si todavía no lo sabe, que el cuerpo presenta una marca oscura en forma de cucharita en el hombro derecho. Y dígale que no hay zapatos porque el chico iba descalzo.
—El forense está a punto de llegar, teniente.
—Al carajo, pues.
Kramer hizo una pausa y recapituló por si aún tenía que decirle algo a Kritzinger. Después se volvió de nuevo hacia Hendriks y lo miró con irritación: estaba harto de apencar con jovenzuelos imberbes que parecían dedicar cada rato libre de su existencia a criar pústulas. Hendriks estaba arrancándose unos granos que le habían brotado justo encima del cuello de la camisa; después depositaba la cosecha amarilla en una punta de su pañuelo. Era como para revolverle el estómago al más templado.
—¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó Kramer—; ¿echarle agua encima como si fuera una bolsita de té?
Hendriks se puso colorado: era lo bastante joven para ruborizarse aún; menudo payaso de feria. Se notaba que el tipo empezaba a recordar ciertas informaciones que le habían llegado sobre la persona que le acompañaba en ese momento. Mejor así.
Kramer agarró una de las largas linternas que habían traído los bomberos antes de que se les ordenase que esperaran cerca del camión, cosa que aceptaron a regañadientes. El resplandor era tan intenso que parecía capaz de arrancar las ramitas de los árboles. Le pasaron a Hendricks otra, igual de potente.
—Bueno, ahora voy a echarle un vistazo al lugar desde donde el tal Rogers y la chica dicen que vieron al niño por primera vez. Tú te quedas aquí, y luego vuelves a atravesar el calvero.
—Pero, teniente…
Kramer acababa de dar unos pasos, alejándose de la luz, cuando al volverse se encontró con la mueca de Hendriks.
—Quizás estarás más motivado si te digo que allí vas a encontrar algo.
—¿Cómo lo sabe, teniente?
—Porque yo mismo lo dejé ahí… es la colilla de mi cigarrillo, un Texan. ¿Estamos?
Kramer se permitió una sonrisa mientras avanzaba cuidadosamente entre la maleza. Algo raro debía de haber notado Hendriks en el nombre de la marca.
Pero la broma duró poco. Apenas había recorrido un tramo de vegetación curiosamente aplastada cuando Kramer escuchó un grito de júbilo.
—¡Lo he encontrado!
—¿Qué has encontrado?
—Su colilla de Texan, teniente.
—¿Y has hecho ya todo lo que te he ordenado?
—Casi. Pero no estoy solo… Hay dos agentes. Y el doctor Strydom, que acaba de llegar.
Kramer suspiró. Empezaba a divertirle eso de descubrir los secretos de una joven promesa del tenis, que mejor hubiera empleado su tiempo no inventándose tantas mentiras. Era también lamentable que su ardid, planeado con el fin de inspirar una búsqueda frenética, se desbaratara a la primera de cambio.
Kramer inició el retorno siguiendo un camino que alguien había abierto entre la maleza a base de andar sobre un solo pie; unas pisadas normales no hubiesen dejado marca alguna en el confuso mantillo de abono, pero el peso de todo un cuerpo presionando sobre un único talón era otra cosa. Al bajar la linterna casi a ras de suelo cobraban relieve una serie de baches en el terreno. Hum. Muy interesante.
El doctor Strydom ya estaba manos a la obra; acuclillado, como uno de esos rechonchos gnomos que decoran los jardines, pero vestido de paisano y con una grisácea barbita de chivo; empuñaba un termómetro anal en vez de una vara. Lo introdujo suavemente, y sonrió a Kramer.
—Hola, teniente. El chico tenía bastante fiebre. Ahora veremos de qué se trata.
—Parecía muy caliente.
—Sí, por supuesto, es muy frecuente cuando la asfixia ha sido provocada por estrangulamiento.
Hendriks pasó entre ambos acompañado de otros dos agentes, que Kramer reconoció; eran de la central.
—Guau, ¿de veras? —preguntó uno de ellos, con un bozo mucho más poblado que su cuero cabelludo.
—Ya lo creo. A veces la hemorragia cerebral da resultados muy parecidos. No hace mucho examiné a una mujer que se había suicidado en la cárcel; se ahorcó, y tres horas después el termómetro superaba los 38 con 3.
—Qué te parece —observó Hendriks, a quien las maravillas de la ciencia parecían despojar de todo pensamiento propio.
—Lo de este chico, teniente, ratifica sus conclusiones por lo que respecta a las heridas. Me parece que está muy claro: es cosa de un pervertido sexual. Menuda circuncisión, ¿eh?
El doctor Strydom rebuscó en la bolsa en busca de algodón. Limpió el termómetro y lo inclinó para que le diera la luz.
—Aquí está, chicos, veamos qué dice.
Kramer hizo restallar los dedos y señaló hacia la colilla. Hendriks se la dio, sonriente, antes de concentrarse, como el resto de sus colegas, en las cuestiones médicas.
Era la colilla de un Texan, entera, y no acababa ahí la cosa.
—Dios, esto es de lo más extraño, teniente.
Kramer levantó los ojos.
—¿A qué se refiere?
—Verá: un cuerpo suele enfriarse fácilmente un grado escaso por hora en el plazo de las primeras doce horas Pero aquí nos encontramos con un cuerpo que se enfría en la mitad de ese tiempo, ¿entiende? Además —porque hay otro «pero»—, esta noche hace mucho calor, con lo que el proceso es más lento. En definitiva, lleva usted razón: la temperatura del cuerpo supera lo normal.
—¿Entonces?
—Ha de tenerse también en cuenta el hecho de que es un niño, y por lo tanto de complexión muy ligera.
—¿Tengo que ser yo el que haga la suma por usted, doctor?
—Por favor, déjeme que le explique por qué no puedo estar seguro. Hay que tener en cuenta otros factores. Estas manchas oscuras revelan lividez post-mortem, pero no son tan obvias como yo esperaba.
—El cuerpo ha sido trasladado, recuerde.
—Sí, eso puede influir. Veamos…
El doctor Strydom palpó las piernas.
—El rigor mortis no sirve para nada en este caso: el cuerpo está caliente y no es un chico corpulento; así que se produce antes, especialmente en caso de metabolismo acelerado en el momento de morir, por ejemplo por haber corrido al intentar huir o algo por el estilo.
—¡Por lo que más quiera, doctor, deme un simple cálculo aproximado!
—Digamos entonces que hacia las seis de la tarde. No antes de las cinco.
—Gracias. Ahora tengo algo que resolver en el local del golf. Vigila el lugar, Hendriks.
—De acuerdo.
—Ah, otra cosa, Hendriks.
—¿Sí?
—¿Por quién me tomas? ¿Por un jodido mariquita?
—¿Señor?
Pero Kramer se alejaba ya colina arriba, llevando consigo la colilla de un Texan con una leve marca anaranjada de lápiz de labios.