LA CRUZ DEL SUR delimitaba el lugar donde Jonathan Rogers se despojó de su americana y la tendió sobre la hierba para acostarse junto a Penny Jones. Estirados lado a lado, y sólo unidos por el roce de los codos, podían ver la constelación enmarcada directamente sobre sus cabezas por un pequeño y oscilante claro entre las acacias que rodeaban el Country Club de Trekkersburg. Las estrellas parecían, en cierta manera, mucho más románticas que la luna.
Ese era el secreto al fin y al cabo: que la salida resultase siendo el «gran romance» y se proyectara pronto en pantalla panorámica y fabuloso Technicolor. Aun cuando uno supiera, por la cuenta que le traía, que a la mañana siguiente no aparecería nadie buscando a la propietaria de la zapatilla de cristal; y lo hiciera simplemente porque todos decían que nadie lo había hecho nunca. Al menos, no con Miss Jones.
Jonathan alcanzó la mano de la chica, abrió delicadamente su puño cerrado, que tenía agarrado un pañuelo de papel, y entrelazó sus dedos con los de ella. El pulgar trazaba eses y círculos sobre la pequeña palma húmeda.
—No… —murmuró ella.
Se quedó de repente fláccido, como un perro regañado.
—Lo siento —dijo Miss Jones—. Es que…
—No importa.
—No, de verdad. No quiero que te enfades.
—No estoy enfadado.
—¿Me lo prometes?
—Tómate tu tiempo, Pen.
Miss Jones le apretó la mano y suspiró, feliz.
—Pero no te tomes toda la noche, cariño.
Le habían fijado un plazo. Las eliminatorias individuales empezaban a las nueve en punto, y si todo iba bien, el equipo estaría de vuelta en el hotel de la ciudad a medianoche. «Jonathan, macho —le habían dicho los compañeros cuando lo planearon todo— te damos hasta las once y media, ¿vale, tío?». Unos tipos cojonudos los compañeros del equipo, pero nada les disgustaba tanto como romper las tradiciones. De hecho, consideraban de mal agüero no tomarse una última copa antes de salir. Y como la ley dictaba que ninguna mujer podía aventurarse en un bar sudafricano, Jonathan tendría que rematar la faena extramuros. Pues eso es lo que había.
Con el dedo empezó a trabajarla una vez más.
—¿Qué se siente? —preguntó tímidamente Miss Jones.
—¿Eh?
—Cuando se es una estrella del tenis.
—Bueno, eso es mucho decir.
—Ya. Lo serás, mañana.
—¿Vendrás a verme otra vez?
—Por supuesto.
Su turno de apretar la mano, suspirar, guardar silencio. Funcionó.
—¿Qué pasa? ¿No quieres que vaya?
—Debo concentrarme en la pelota, ¿no?
Ella se rió.
—¿De verdad me viste entre el público la semana pasada?
—Ya lo creo, y lo mal que me lo hiciste pasar…
—Entonces, dime: ¿dónde estaba sentada?
Jonathan la acalló, con una palmadita.
—¡Jonathan!
Silencio: el silencio de los jueces antes del veredicto.
—Ahora eres tú quien se ha enfadado, ¿verdad, Pen?
—No.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Puedo besarte entonces?
—Si quieres.
Intentó otro beso. No salió mejor que la media docena anterior; los labios de Miss Jones eran suaves, pero se abrían trabajosamente; los dientes tintineaban al chocar entre sí y eran duros de verdad. —Oh, Jonathan…
Jonathan se incorporó lentamente y oteó el entorno, preguntándose si se arriesgaba o no a intentarlo con la lengua.
Era sorprendente la claridad dentro del bosque una vez que los ojos se habían acostumbrado, después del resplandor fluorescente de la sala de baile. De hecho, podía ver con toda nitidez. Se veían los troncos de las acacias sobrevolando los helechos delante de él. Distinguía incluso el resplandor de los ojos de las arañas arracimadas en redes invisibles, que tejían sus telas entre los troncos; y una cinta que colgaba de un arbolillo, como una señalización para una carrera de campo a través. La luna andaba agazapada, sí señor, como haciéndose de rogar. Pero él ansiaba que su luz atajase camino entre los árboles y obrase milagros con los dos pechos desnudos en los que, de no ser así, nadie hubiese reparado. Cerró los párpados, y buscó mentalmente lo que podía proyectar en ellos.
Fue entonces, como tan a menudo se repetiría a sí mismo más tarde, cuando hubiera debido girarse y mirar hacia la maleza, por encima del hombro. Una mera ojeada y todo hubiese sido tan diferente. Horrible, por supuesto, pero no de la misma manera. Se estremecería y pensaría en Miss Jones, mientras sus amigos tratarían de convertir su propia turbación en un silencioso homenaje a su memoria. Pobre Penny Jones, solterona oficial de la parroquia. Para siempre jamás.
—¿Qué ocurre?
Mantuvo los ojos cerrados y su ligera sonrisa se desvaneció.
—Nada.
—De pronto estás tan gracioso, Jonathan. ¿Por qué has cerrado los ojos?
—Estaba escuchando.
—¿Hay alguien…?
—Ya te he dicho que nadie nos molestará aquí, no hay un maldito negro en cien kilómetros a la redonda. Es otra cosa. ¿No oyes?
—¿La música?
—Sí.
—Viene del club.
—Eso es. ¿Y la canción?
El viejo Steve nunca falla. No hay equipo que no tenga su bufón, y Steve se había ganado el título a pulso. Sin duda era él quien imitaba ahora a Sinatra en el escenario, desgranando una balada y haciendo lo imposible por asegurarse de que llegaba a oídos de su compañero de dobles, en la plantación. Seguro que el resto del equipo se estaba partiendo de risa a lo largo y ancho del local.
—No la conozco. Pero también es cierto que casi no escucho la radio, sólo el Hit Parade cuando lo sintoniza mi hermana.
Lo que quizá valía mejor, por cierto. Steve se desgañitaba con la vieja balada Have You Met Miss Jones…
—Nuestra canción —dijo Jonathan entre risitas.
—¿De veras?
Más que eso: seguro que era un desafío. Dentro o fuera de la pista, los chicos dependían de que su capitán les subiera la moral haciendo lo imposible. No había marcha atrás ahora, ahora que la camisa le colgaba entre las piernas.
Jonathan empezó a pelar la corteza de una rama muerta, retorciéndose astutamente para que Penny Jones pudiera verle sólo de espaldas. Aguardó. La canción se fue apagando. Jonathan esperó un poco más.
—¡Aquí pasa algo! —dijo ella.
Jonathan se encogió de hombros.
—Tienes que decírmelo. ¿De qué se trata?
—Mierda. Es que tú eres diferente, supongo.
—¿En qué sentido?
—Diferente, eso es todo. No como las otras.
—¿Quiénes?
—Las chicas de los bailes ésos que nos organizan. Ya sabes… —No, en absoluto.
—Es porque sales poco de casa. ¿No te han dicho a qué viene la mayoría? Es como ser un cantante famoso. ¿Comprendes? —¿Quieres decir que…?
—Exacto.
—Ya veo.
Contar lentamente hasta diez.
—No, no lo ves. No me refiero a eso. No exactamente.
—Ya.
—Pen, creo que te quiero. ¿No es una estupidez?
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…
—¿Por qué habría de serlo?
Siete, ocho, nueve, diez.
—Entonces, ¿no te parece una locura? ¿Aunque sólo nos hayamos visto esta noche?
—Yo, sabes… yo recorté tu foto en el periódico, hace un año. —¿Y eso?
—Porque tú también eres diferente, Jonathan. Se lo he dicho a todo el mundo.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Lo sé.
Arrojó la rama hacia la maleza.
—¿Vienes a estirarte otra vez, Jonathan?
—No.
—Pero has dicho…
—Tú eres diferente, Pen. Diferente. Y esto me asusta.
—¿El qué?
—Que aún tengo ganas de… de besarte, y todo eso.
—Puede que yo sea como ellas.
—¡No digas tonterías! Ya te he dicho lo que siento. Nunca me había ocurrido.
—Me parece que… que yo también te quiero, ¿sabes?
—Pues buena la hemos armado.
La mano de Miss Jones hizo crujir las hojas.
—Me las he quitado, Jonathan.
Sin las gafas, Penny Jones parecía de pronto cualquier cosa menos una maestrilla en prácticas. Ahora se le podía hacer justicia a sus densas y largas pestañas, como también a la impertinente nariz ligeramente pecosa. La miopía aportaba su toque final de inocencia, con esos ojos grandes y cándidos.
El efecto global era verdaderamente apetecible.
Así que Jonathan inició un descenso a cámara lenta, recogió alerta la primera parte del beso con los labios fruncidos, acariciando suavemente la mandíbula de Penny Jones como hacía con su perro al administrarle píldoras contra la tenia, y accedió a la cavidad bucal.
Aterrorizado, durante un momento pensó que debería aprender a hablar con las manos. Luego ella se abandonó a su primera sensación adulta, y lo dejó sin resuello.
Literalmente.
Valiéndose de cada uno de los músculos de su torso de atleta para reprimir un acceso de tos, Jonathan pasó directamente a la siguiente fase. Una vez más, su magnífica condición física fue capital pues le permitió acodarse cómodamente junto al lado derecho de Miss Jones, liberando de peso así las articulaciones del otro lado. Ahora todo se limitaba a mantenerle los labios ocupados mientras su temperatura corporal entraba en ebullición propagándose por todo el cuerpo.
No tardó en llegar un calor de fusión a la cintura de Miss Jones, donde Jonathan hincó la rodilla, antes de iniciar un controlado y rítmico balanceo. Los muslos de Penny Jones se aferraron con tanta fuerza a su pierna que, sin querer, se vio obligado a desenredarse.
—Estás fuerte —murmuró él.
—De cabalgar —dijo ella. Estoy apuntada al club hípico.
Dios Santo, era para mondarse. Se mondaron. Ella, por lo graciosamente absurdo de la ocurrencia; pero él por lo inesperado y oportuno que resultaba aquello. Su risa era también la válvula de escape por la tensión provocada a causa de la siguiente preocupación: si Miss Jones andaba machacándose el trasero por ahí en una silla de montar no tendría necesidad de desvirgarla, lo cual no dejaba de ser todo un alivio. Especialmente si uno tenía que rendir cuentas ante los compinches.
—Te quiero, Penny.
—¿De verdad?
—Todo lo que tú eres. Cada parte de tu ser. ¿Puedo mirar?
Penny Jones no pudo alzar la cabeza porque él la apretó con su boca; acercó su mano izquierda a la pechera frontal de su vestido pseudo Regencia para desabotonarlo. Con la derecha desenganchó hábilmente el sujetador a través de la gasa, en la parte inferior de la espalda.
Después se incorporó, maravillado.
Ya se sabe: a caballo regalado… y, sobre todo aquello otro de nunca mires lo que hay debajo. Pero lo que había debajo era increíble. Nata caída del cántaro… un continuo de formas cambiantes en la que cada una mantenía la perfección del molde. Imposible aislar los detalles.
—Eres…
Le faltaban realmente las palabras.
—¿No tengo el pecho demasiado grande? Por eso llevo siempre vestidos como éste.
—¿Eh?
—Pero esto es injusto, Jonathan.
—¿El qué?
—Tú me estás mirando. Y yo no puedo verte. ¿O sí?
—¿Quieres que me…?
—Lo que quiero decir es que, sin las gafas…
—Pen, voy a hacerlo de todas formas, ¿vale?
Ella asintió.
Y una vez se hubo desnudado hasta la punta de sus negros calcetines, ella se rió y dijo:
—Sigo viendo un bulto. Tendrás que encontrar mis gafas.
—No. Tócame, Pen.
Lo tocó, primero vacilante. Después, como un escultor que desliza su mano por una escultura de Miguel Angel; con temor, con una urgente pasión creadora.
También él la tocó, de manera selectiva, y se olvidó de repetirle cuánto la quería.
Ya no importaba.
Ella lo atrajo hacia sí.
Mero instinto.
Instinto.
Como esa huella arcana en el subconsciente, que alerta al hombre moderno de la mirada de otros ojos.
Jonathan levantó la barbilla hasta la frente de Miss Jones y miró hacia los arbustos.
Se encontró con la mirada de otros ojos.
Y un rostro, también. Un rostro adolescente bajo una mata de pelo rubio, que le sonreía desde el lugar en que se bifurcaban las ramas de un árbol.
—¿Jonathan…?
La voz de ella sonaba ansiosa.
Con rabia, apartó de sí a Penny Jones, se dio la vuelta mientras ella se le aferraba.
—¿Qué pasa ahora? Por favor. Pero si casi…
La empujó. Temblaba sin poder contenerse. Y lo que sus ojos expresaban era náusea.
La pregunta de Penny lo encontró ya lejos, abriéndose paso torpemente entre la maleza, sollozando, maldiciendo mientras se acercaba al chaval detrás del árbol.
Que seguía inmóvil.
Hasta que lo agarró por los hombros y lo empujó al suelo. Jonathan estaba a punto de patearlo en las partes cuando algo le produjo un vértigo y una repulsión tales que dio tres pasos hacia atrás y tropezó con un tronco.
Un momento después llegaba al calvero Penny Jones, dando saltitos, con una espina clavada en el pie; estaba fuera de sí y lloraba.
—Hazme el amor —imploró—. No soy diferente.
Se dejó caer junto a la oscura forma masculina y se llevó una mano inerte hasta su propio pecho.
Sintió el rigor mortis de la carne.
Y la sangre en el lugar del miembro.
—¡Jonathan!
—Estoy aquí —respondió trabajosamente—, al lado del tronco.
La última cosa racional que pensó Miss Jones fue que no volvería a quitarse nunca más las gafas. Nunca más.
Pobre Penny Jones.