Siempre que releo esta breve novela, mi admiración por ella no hace más que incrementarse. Camus, según dicen, la consideraba como el más bello de todos los textos relacionados con el erotismo. No es exactamente así como yo lo expresaría, y creo que conviene más bien como en el caso de los Cantos de Maldoror, hablar de cierta belleza escandalosa, que entra en las categorías del espíritu revolucionario.
El coño de Irene hace uso frecuente del sexo en tanto que objeto o en tanto que herramienta de escándalo y, por lo tanto, como instrumento de liberación; pero los amantes del erotismo, en el sentido que suele darse hoy a esta palabra, quedarán decepcionados, o incluso repelerán el furioso arrebato del autor contra la bajeza del mundo que le rodeaba en el momento de la redacción, o sea la Francia burguesa de 1928, bastante bien representada, me parece por un siniestro prostíbulo de provincias («una verdadera cárcel, de no ser por el farolillo»), en el que, de dos putas sórdidas, una hace ganchillo y la otra lee La Vie de Guynemer de Henry Bordeaux.
Pero la prosa de El coño de Irene es de un esplendor tal que, si bien conservo el recuerdo de unas cuantas obras de la literatura francesa comparables a esta, conozco muy pocas que la superen. Lautréamont, Vauvenargues, los nombres que acuden a mi memoria para compararlos son los más prestigiosos que sepamos, tanto que casi nos intimida citarlos. Todo el comienzo, todo ese grande y largo recitativo que es un único grito de horror y de desesperación y que termina sin embargo con una invocación al amor, ¡qué ejemplo de estilo! ¡Y qué escritor, el autor de El coño de Irene!
André Pieyre de Mandiargues
(Texto de la solapa de la edición francesa
de L’Or du Temps, Regine Deforges, París, 1968).