Cuando las hojas a la orilla de los bosques han perdido su monedero verde, cuando su tallo ha por fin olvidado la circulación de las savias, y la mano que saludaba al viento vuelve a cerrarse con avaricia sobre el oro que robó al esplendor del día, las frondosidades secas ya por entonces, dispuestas a dejarse acoger por la tierra, echan al universo sin verdor una última mirada amarga y sin lamentos. Esqueletos de nervaduras agitad vuestra sabiduría aún disfrazada por los maquillajes del otoño. Pienso que después de todo hay quizás en el mundo de las hojas suficientes juegos como para que un ser al que me gusta imaginar del color de los retoños que se agitarán un día con vuestros mismos gestos juegue finalmente en el musgo a la taba del reino vegetal. No es siquiera la mano de un niño. No es tampoco esa mano cuya caída, mucho más emocionante que la de las hojas, acompaña a la muerte prevista para enternecedores tísicos por médicos sentimentales que señalan tan pronto el cielo como la tierra, no es la mano del sacerdote acostumbrada a los histéricos lugares comunes de la muerte, ni la mano que espera en el fondo de un tugurio a la orilla del mar la impaciencia y la ebriedad de los marinos, y a veces de la gente de tierra, sino de todas las hojas a las que arrastra un viento fatal para su decadencia; más que los ramajes, esas manos habrían tenido que hacer delirar a los poetas de la antología, esas manos que, a punto de ser reconocidas por una señal de sus dedos, los criminales en los túneles ponen de repente en la portezuela de los trenes y que una gran bofetada de los muros dispersa en la noche sangrienta, otoño de las manos asesinas. Os toca a vosotros, elegíacos. Reconstruid a partir de estos restos que fueron en su unión el instrumento maravilloso del crimen y de las rapiñas, a partir de estos restos en el humo y la velocidad, el país fantástico en el que este punto de la resignación humana, este momento acosado y azorado, es el mes de octubre de un indiscernible algo. Y volviendo a coger este problema por los cabellos ardientes de la metáfora, pensad que el otoño y sus milagros rojizos, con su metabolismo silvestre, sirve de imagen al que exprime con los dedos como una esponja las lentas y terribles transformaciones de su corazón. Que abandone sus perspectivas de bosque herido: le ofrezco un lugar en el que reconoce sus mudos dolores, cuando, sin una palabra, se esfuman a la medianoche de las vías férreas las manos denunciadoras. Si, agotando su nostalgia al adaptar esta tragedia de las tinieblas a su caso personal, se pierde en los pasillos de la Analogía, ese prostíbulo cuyas puertas llevan un eco por número, que me lo agradezca una vez más, lo habré apartado de esos lamentables símbolos del otoño trivial, lo habré cogido de esa mano despegada y desgarrada, lo habré arrastrado conmigo hasta un rellano vedado de la turbación. Ya no sabe si es la mano, el criminal, o la hoja. Busca con las horribles lamentaciones de la migraña el equivalente humano del ciclón ideal que lo arrebató. ¿De qué se quejaba? No puede leer esta trama, odia al final las imágenes y la complicación de sus laberintos. Es sin embargo muy simple, pequeño. Jamás pudo representarse la geometría en el espacio, ¿cómo no iba a descarriarse en el espíritu? Se aferra a la caída de las hojas, y ¿qué sé yo lo que esa avalancha de pavesas significa exactamente para él? Miradlo pasar por el viento de su pensamiento con el puño crispado sobre un ramito de muertas. ¿Qué querrá de esos cadáveres? La absurda comparación de su vida con el transcurso de un año no es suficiente para explicar ese cuadro sorprendente y grotesco, en el que contrariamente a las leyes de la gravedad los pies del infeliz, lejos de tocar el suelo, se vuelven ligeramente hacia las nubes. El contenido de sus bolsillos se le escapa y hay ahí un otoño más singular que el de los árboles, pequeño lápiz casi gastado, trozos de papel, moneda de dos reales, cartas de indiferentes, muestras para el traje de invierno, ah ah bromista, no hablaba de su mortaja, un trozo de cinta, una aguja. Reflexiona sobre el otoño de tus bolsillos, amigo mío, de tus bolsillos denunciadores, cuando, bajo el túnel de las imágenes, trucado por la incomprensión, les das la vuelta en la portezuela, es demasiado tarde, es tu corazón el que huye, tu corazón arrancado a los árboles de los bosques, ¿adónde habrá ido el niño que pedía a su madre corazones para jugar a la taba en la noche?