Lo que pienso, naturalmente, se expresa. El lenguaje de cada uno con cada uno varía. Yo por ejemplo no pienso sin escribir, quiero decir que escribir es mi método de pensamiento. El resto de las veces, al no escribir, sólo tengo un reflejo de pensamiento[8], una especie de mueca de mí mismo, como un recuerdo de lo que es. Otros se remiten a distintos procedimientos. Por eso envidio mucho a los eróticos, cuya expresión es el erotismo. Magnífico lenguaje. Realmente, no es el mío.

Pese a lo que pienso de lo limitado de la experiencia erótica, de la indefectible, de la inevitable repetición de un tema elemental y perfectamente reductible a toda otra acción indiferente, siento el más profundo respeto por aquellos para quienes esa limitación aparece como la libertad misma. Son los verdaderos amos del mundo físico, los perfectos ejecutantes de una especie de metafísica de obras notables en la que se resume, para mí, espectador, todo tipo de moralidad. Que aquel que no haya soñado con la idea de una muerte en plena fornicación me interrumpa aquí. Todo lo que en las complicaciones posibles de la voluptuosidad, resulta irremediablemente pobre para los desgraciados individuos de mi temple, tiene para otros, ya lo sé, el prodigioso valor metafórico que yo sólo concedo a las palabras. Quiero decir que soy víctima de las palabras. Estoy probablemente cerrado a esa poesía particular e inmensa. Lo sé. De ahí lo terriblemente finito de mis sensaciones y, peor aún: de mi vida. Erotismo… esa palabra me ha llevado con frecuencia a un campo de reflexiones amargas. Paso por orgulloso. Dejémoslo. En la época de la que hablo, ante un mortificante papel pintado de flores, me dejaba llevar en la soledad de mi habitación por largas divagaciones sobre las cosas del erotismo y su importancia para mí. La idea erótica es el peor espejo. Lo que se revela en él sobre uno mismo estremece. El primer maníaco que apareciese, cómo me gustaría ser el primer maníaco que apareciese. Ese deseo me decía mucho sobre mi concepción profunda de toda verdad. No me gusta demasiado pensar en la aventura sexual de nadie, y sin embargo tengo que reconocer que la mía ha sido intensa. La lectura de los diarios nos da a conocer de vez en cuando historias bastante incompletas que van desde el trivial crimen pasional hasta excesos que nos dejan estupefactos, desviaciones que, a mí, me sumergen en abismos de añoranza y ensueño. Entonces me comparo, entonces dejo de sentirme orgulloso. No soy un mago, no hago esta constatación sin tristeza. La magia del placer es quizá la más extraordinaria, con lo que supone de material, de maravillosamente material. Y su sanción turbadora, el semen parecido a las nieves de las cimas.

Me gusta… esas palabras me detienen. Aunque no me gustase, daría lo mismo. Involucrar en esto a alguien a quien nada parecía involucrar en aquel momento, alguien que fue para mí, hoy lo sé, mucho más de lo que quería creer. A ti me dirijo, amiga mía[9], mi muy querida amiga, a ti cuyo nombre no puede figurar aquí, ya quien en medio de semejantes consideraciones le parecería muy oportuno extrañarse de que yo me atreviera siquiera a aludir a su existencia, a las extrañas relaciones que, no obstante, en otro lugar, y probablemente para siempre, nos unieron, que unieron algo de ti y algo de mí. Me las arreglaré para que esto caiga en tus manos. No te lo llevaré para que lo leas, tal como me gustaría. No, conozco el camino. Alguien, que no seré yo, inconscientemente, te enseñará esto, y tú lo leerás. Lo leerás a solas. Y al principio creerás que me dirijo a otra. ¿A quién, en realidad? ¿No reconoces cierto tono, que perdí desde que ya no hablo contigo, desde que ya no hablo contigo realmente? Es propio de tu carácter el no reconocerlo de inmediato. Sin embargo, cuando te recuerde el precio que ponías a un abandono muy particular, que las demás mujeres consideran como un favor mínimo, cuanto te recuerde que te había confesado cuán precioso me era ese favor, más precioso que todo lo que después de todo esperaba, esperaba terriblemente de ti, cuando te recuerde el lugar público en el que aquello que no es nada para el mundo se hizo, y el alboroto, los vecinos, la insípida orquesta, el dorado de las columnas, las copas sin tocar ante nosotros, mi larga espera, entonces cómo te atreverías, tu nombre casi se me escapa aquí, un nombre como el viento cuando cae a tus pies, ¿cómo te atreverías a no reconocerte? Era por ti por lo que, en medio de las inquietudes físicas, estaba única, y puramente, hechizado. Descansabas tus manos muy frías sobre mi frente. Solitario, sentía tu presencia. Volvías. Extraño pensamiento, me parecía que por eso estabas muerta, y tenía terribles aprensiones a las horas del correo que me impedían acudir cerca de tu pálida imagen. ¡Cuánto traicionan las palabras! No quería hacerte creer, al decir tu imagen, que la veía. No. ¡Si al menos te hubiese visto! Desesperadamente intentaba a veces verte, cerrando los ojos, abriéndolos por el contrario de par en par en la sombra del cuarto. Pero ahí estabas tú de pronto. Tu manera de andar. Tu vestido. Era como si eligieses para venir precisamente el momento en que escribía en mi pequeña mesa, teniendo ante mí sólo la pared. La habitación con todos sus rincones, y el aura azulada de la alfombra, te pertenecían entonces por entero. Sabía que, a mis espaldas, ibas y venías, muda. A veces te acercabas a mí. Mi corazón latía. Sabía que volverme era desvanecerte. No me volvía. Escribía. Poco a poco te envalentonabas. Sentía tu aliento. No me volvía.

¡Qué extrañas citas tácitas! No había razón para fijarlas. Por mucho que hubiese querido hacer trampas contigo no hubiese podido. Si me hubiesen pedido entonces que dejase aquel rincón maldito de provincias… para ser del todo sincero, me hubiese ido, te hubiese dejado. Pero nadie, y menos tú, menos tú, puede valorar qué desesperación habría comportado eso para mí. Las largas veladas bajo la débil luz te devolvían aún, pero cambiada. Ya no eras aquella compañera de sobremesa, aquella presencia sinuosa que sin decir palabra vuelve a poner orden en los objetos esparcidos. Estabas más triste, más distante. Jamás te acercaste a mí en las tinieblas. Ni pensé en pedírtelo.

Una noche, sin embargo, estaba más cansado que de costumbre, y tú no venías. ¡Cuánto me irrita decir tan groseramente lo que bien podía prescindir de todos los términos que acompañan los desplazamientos humanos! Venir. Se trataba efectivamente de venir. Sabía muy bien que no vendrías, que no vendrías nunca. Sin embargo, a veces estabas ahí, a veces no. ¿Venir? Se llega a perder el sentido de las más triviales condiciones. Súbitamente tu persona ausente sufría un eclipse singular, como si ella misma se hubiese oscurecido. Volvías a desaparecer, sin haber aparecido aún. Yeso por el efecto de tus ojos que no llenaban tan sólo mi memoria, sino la habitación, la habitación real, con sus sillas, la cama, las paredes, el techo, mi maleta. Tus ojos desmesurados. Hoy no sé, aunque a veces me encuentre contigo, de qué color son tus ojos. Sí, olvidé tus ojos hasta el punto de que volver a verlos me resultaba hasta ese punto indiferente. Indiferente. Oh, no, las palabras no expresan mejor el amor que la muerte del amor. Tus ojos eran aquella noche de un azul muy pálido y en uno solo de sus reflejos anidaba la habitación, en la que no escribía.

Así pues, escribía. El tiempo debía quemarse por alguna piedra infernal. La única que conozco es el pensamiento, y dije que escribir es mi único método de pensar. Escribía. Siempre envidié a los eróticos, esa gente libre. Ellos no escriben. Yo no esperaba del tiempo más que la definitiva desaparición del tipo de obsesión que me atenazaba. La miseria, y una terrible nostalgia. Podía esperar un poco de dinero hacia el final del verano. Había que aguantar hasta entonces, físicamente, intelectualmente. Escribía. Seguía lo que ocurría allí, como el viajero mira sin gran alegría, por la ventanilla de un vagón, desfilar un paisaje interminable, en el que todo se sostiene, varía, y finalmente vuelve a encontrarse igual que antes, en el que todo se reduce a una tira de postales desplegada. No tiene la ilusión de haber elegido aquel lugar entre mil para escudriñar sus aspectos soporíferos. Yo no tenía esa ilusión, y sin embargo no desviaba mis ojos del papel en el que se deshilvanaban las cotas de valores imaginarios. Una gran confusión me devolvía a una región que iba haciéndose precisa. A través de las nieblas lentamente disipadas, un rostro tendía a oponerse a mis obsesiones, un rostro irreal, y no el más bello, sino un rostro que provenía de una manera de ser anterior, muy similar, una cierta fuerza de conjuro. A su alrededor, los elementos de un mundo se organizaban. Extraño entramado. Me remitía a la época en la que por primera vez me había montado ese escenario, situando en él varios espectros de los que la mayor parte jamás había tomado cuerpo. Me encontraba allí lo mismo que hoy. Ya el aislamiento, la tristeza, la imposibilidad de establecerme, de admitir una suerte, entre tantas otras que tampoco hubiese querido. Ya sufría el agobio particular de un cuerpo inoportuno, que se encaminaba hacia preocupaciones que creía más altas. Ya, con algún subterfugio, trataba de transformar esa extenuante y estúpida alucinación para convertirla en sustrato de alguna aventura experimental, ya qué marranada, qué miseria de los sentidos, hostia, qué jodida vida. Era hace dos años, tres años, qué más da. Finalmente lo había dejado todo, así lo creía, en las semanas anteriores. El campo. El campo, pese al sol precoz de aquel año, me sentaba mal. Mirar revolverse el agua en aquel río muy frío, donde iba a bañarme[10]; las horas en la hierba ya alta, tumbado de espaldas, esperando la noche; las primeras moscas; la noche por fin, con su gran aroma violeta. Una cabeza no puede permanecer vacía. A lo largo de los caminos por los que caminaba, recorriendo pequeños valles sin carácter, había una especie de albergues con calvados. No en todos la sirvienta era habladora. Los cromos de calendario acaban hartando. Encima del papel a cuadros que te dan con parsimonia, emprendí el juego de nuevas compañías. Mis frases me arrastraban. Eran lo bastante largas como para acarrear en sus pliegues algunos nombres de pila que no evocaban nada y que luego volvieron con menos modestia, que por fin se despertaron. Así es como, en casa de un carretero que se llamaba Gentil–Daniel[11], conocí a Irene[12]. Apareció en la concavidad de un período, de repente. A partir del viento, se había montado una especie de escena que hubiese podido continuar. Fracasó ante aquella mujer. Pensé largamente en aquella mujer.

En C…, releyendo lo que seguirá, me puse a pensar otra vez en ello, y pasé así del poder de un fantasma al de otro fantasma. Pero este último, a través de los años de olvido, se había enriquecido con un cuerpo particular. Era sin duda todo lo que no acompañaba los ojos de cuya mirada desproporcionada huía por la noche, todo lo que no se parecía a aquellos cuerpos ocasionales que hubiese encontrado atravesando la ciudad. No era en absoluto un ideal. ¿Cómo no cambié?