PERSONAJES:
SEÑORA DE SAINT–ANGE, EUGENIA, DOLMANCÉ.
La escena transcurre en un tocador delicioso.
EUGENIA, muy sorprendida al ver en el gabinete a un hombre que no esperaba: ¡Oh! ¡Dios! ¡Querida amiga, esto es una traición!
SRA. DE SAINT–ANGE, igualmente sorprendida: ¿Por qué azar estáis aquí, señor? Según creo, no deberíais llegar hasta las cuatro.
DOLMANCÉ: Siempre adelanta uno cuanto puede la dicha de veros, señora: me he encontrado con vuestro señor hermano; se ha dado cuenta de que sería necesaria mi presencia en las lecciones que debéis dar a la señorita; sabía que aquí sería el liceo donde se daría el curso, y me ha introducido secretamente pensando que no lo desaprobaríais; y en cuanto a él, como sabe que sus demostraciones no serán necesarias hasta después de las disertaciones teóricas, no aparecerá hasta entonces.
SRA. DE SAINT–ANGE: De veras, Dolmancé, vaya faena…
EUGENIA: Por la que no me dejo engañar, querida amiga; todo esto es obra tuya… Al menos debías haberme consultado. Y ahora siento una vergüenza que, evidentemente, se opondrá a todos nuestros proyectos.
SRA. DE SAINT–ANGE: Te aseguro, Eugenia, que la idea de esta sorpresa es únicamente de mi hermano; pero no te asustes: Dolmancé, a quien tengo por un hombre muy amable, y precisamente del grado de filosofía que nos hace falta para tu instrucción, no puede sino ser útil a nuestros proyectos; respecto a su discreción, te respondo de él como de mí. Familiarízate, pues, querida, con el hombre de mundo en mejor situación de formarte y guiarte en la carrera de la felicidad y de los placeres que queremos recorrer juntas.
EUGENIA, sonrojándose: ¡Oh, no por ello estoy menos confusa!…
DOLMANCÉ: Vamos, hermosa Eugenia, tranquilizaos…, el pudor es una vieja virtud de la que, con tantos encantos, debéis saber prescindir a las mil maravillas.
EUGENIA: Pero la decencia…
DOLMANCÉ: Otra costumbre gótica de la que bien poco caso se hace en el día. ¡Contraría tanto a la naturaleza! (Dolmancé coge a Eugenia, la estrecha entre sus brazos y la besa).
EUGENIA, defendiéndose: ¡Acabad, señor! En verdad que me tratáis con pocos miramientos.
SRA. DE SAINT–ANGE: Eugenia, hazme caso, dejemos tanto una como otra de ser gazmoñas con este hombre encantador, no lo conozco más que a ti, y mira cómo me entrego a él. (Lo besa lúbricamente en la boca). Imítame.
EUGENIA: ¡Oh! De acuerdo; ¿de quién tomaría mejores ejemplos? (Se entrega a Dolmancé, que la besa ardientemente, metiéndole la lengua en la boca).
DOLMANCÉ: ¡Ah! ¡Qué amable y deliciosa criatura!
SRA. DE SAINT–ANGE, besándola también: ¿Habías creído, bribonzuela, que no iba a tener yo mi parte? (Aquí, Dolmancé, teniendo a las dos en sus brazos, las lame durante un cuarto de hora a las dos y las dos se le entregan y lo rinden).
DOLMANCÉ: ¡Ah! ¡Estos preliminares me embriagan de voluptuosidad! Señoras mías, ¿querréis creerme? Hace mucho calor: pongámonos cómodos, hablaremos infinitamente mejor.
SRA. DE SAINT–ANGE: De acuerdo; vistámonos estas túnicas de gasa: de nuestros atractivos sólo velarán aquello que hay que ocultar al deseo.
EUGENIA: ¡De veras, querida, me obligáis a unas cosas!…
SRA. DE SAINT–ANGE, ayudándola a desvestirse: Totalmente ridículas, ¿no es eso?
EUGENIA: Por lo menos muy indecentes, la verdad… ¡Ay, cómo me besas!
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Qué pecho tan hermoso!… Es una rosa apenas entreabierta. DOLMANCÉ, contemplando las tetas de Eugenia, sin tocarlas: Y que promete otros encantos… infinitamente más estimables.
DOLMANCÉ, mirando los pechos de Eugenia, sin tocarlos: Ellos sí que prometen otros encantos… Infinitamente más estimables.
SRA. DE SAINT–ANGE: ¿Más estimables?
DOLMANCÉ: ¡Oh, sí, palabra de honor! (Al decir esto, Dolmancé hace ademán de volver a Eugenia para examinarla por detrás).
EUGENIA: ¡Oh, no, no, os lo suplico!
SRA. DE SAINT–ANGE: No, Dolmancé…, no quiero que veáis todavía… un objeto cuyo poder es demasiado imperioso sobre vos para que, teniendo lo metido en la cabeza, podáis luego razonar con sangre fría. Necesitamos de vuestras lecciones, dádnoslas, y los mirtos que queréis coger formarán luego vuestra corona.
DOLMANCÉ: Sea, pero para demostrar, para dar a esta hermosa criatura las primeras lecciones del libertinaje, es necesario, señora, que por lo menos vos tengáis la bondad de prestaros.
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡En buena hora!… ¡Bien, mirad, heme aquí completamente desnuda: disertad sobre mí cuanto queráis!
DOLMANCÉ: ¡Ah, qué bello cuerpo! ¡Es la misma Venus… embellecida por las Gracias!
EUGENIA: ¡Oh, querida amiga, qué atractivos! Déjame recorrerlos a placer, déjame cubrirlos de besos. (Lo hace).
DOLMANCÉ: ¡Qué disposiciones tan excelentes! Un poco menos ardor, bella Eugenia; sólo es atención lo que os pido por ahora.
EUGENIA: Vamos, escucho, escucho… Es que es tan hermosa…, tan rolliza, tan fresca… ¡Ay!, qué encantadora es mi amiga, ¿verdad, señor?
DOLMANCÉ: Es bella, decididamente…, perfectamente bella; pero estoy convencido de que vos no le vais a la zaga… Vamos, escuchadme, linda alumnita, porque si no sois dócil usaré con vos los derechos que ampliamente me concede el título de preceptor vuestro.
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Oh, sí, sí, Dolmancé, os la entrego; debéis reñirla mucho si no es prudente!
DOLMANCÉ: Bien podría no quedarme sólo en reprimendas.
EUGENIA: ¡Oh, justo cielo! Me asustáis. ¿Y qué haríais entonces, señor?
DOLMANCÉ, balbuceando y besando a Eugenia en la boca: Castigos…, palizas, y ese lindo culito bien podría responderme de las faltas de la cabeza. (Se lo palmea a través de la túnica de gasa con que ahora está vestida Eugenia).
SRA. DE SAINT–ANGE: Sí, apruebo el proyecto, pero no lo demás. Comencemos nuestra lección, o el poco tiempo que tenemos para gozar de Eugenia va a pasar en preliminares, y no se hará su instrucción.
DOLMANCÉ, que va tocando, sobre la Sra. de SAINT–ANGE, todas las partes que cita: Comienzo. No hablaré de estos globos de carne: sabéis tan bien como yo que los llaman indistintamente pechos, senos, tetas; su uso es de gran virtud en el placer; un amante los tiene ante los ojos cuando goza; los acaricia, los palpa, algunos incluso hacen de ellos la sede del goce y, anidando su miembro entre los dos montes de Venus, que la mujer cierra y comprime sobre ese miembro, al cabo de unos pocos movimientos algunos hombres logran derramar ahí el bálsamo delicioso de la vida, derrame que constituye la mayor dicha de los libertinos… Pero ¿no sería mejor, señora, dar una disertación a nuestra colegiala sobre ese miembro al que habrá que citar constantemente?
SRA. DE SAINT–ANGE: Así lo creo.
DOLMANCÉ: Pues bien, señora, voy a tenderme sobre ese canapé; vos os situaréis a mi lado, os apoderaréis del sujeto, y explicaréis vos misma sus propiedades a nuestra joven alumna. (Dolmancé se coloca y la Sra. de SAINT–ANGE muestra).
SRA. DE SAINT–ANGE: Este cetro de Venus que ves ante tus ojos, Eugenia, es el primer agente de los placeres en amor; se le llama miembro por excelencia; no hay ni una sola parte del cuerpo donde no se introduzca. Siempre dócil a las pasiones de quien lo mueve, suele anidar aquí (toca el coño de Eugenia): es su ruta ordinaria…, la más usual, pero no la más agradable; buscando un templo más misterioso, es con frecuencia aquí (separa sus nalgas y muestra el agujero de su culo) donde el libertino busca gozar: ya volveremos sobre ese goce, el más delicioso de todos; la boca, el seno, las axilas, también le presentan a menudo altares donde arde su incienso; en fin, cualquiera que sea el lugar que prefiera, tras ser agitado unos instantes se le ve lanzar un licor blanco y viscoso cuyo derramamiento sume al hombre en un delirio lo bastante vivo para procurarle los placeres más dulces que pueda esperar de su vida.
EUGENIA: ¡Oh, cuánto me gustaría ver correr ese licor!
SRA. DE SAINT–ANGE: Podría hacerlo mediante la simple vibración de mi mano; ¿veis cómo se irrita a medida que lo sacudo? Estos movimientos se llaman masturbación y, en términos de libertinaje, esta acción se llama menearla.
EUGENIA: ¡Oh, querida amiga, déjame menear ese hermoso miembro!
DOLMANCÉ: ¡No aguanto más! Dejadla hacer, señora: esa ingenuidad me la pone horriblemente tiesa.
SRA. DE SAINT–ANGE: Me opongo a tal efervescencia. Dolmancé, sed prudente: al disminuir el derrame de esa semilla la actividad de vuestros espíritus animales aminoraría el calor de vuestras disertaciones.
EUGENIA, manipulando los testículos de Dolmancé: ¡Oh, qué molesta estoy, querida amiga, por la resistencia que pones a mis deseos!… Y estas bolas, ¿cuál es su uso y cómo se llaman?
SRA. DE SAINT–ANGE: La palabra técnica es cojones…, testículos es la del arte. Estas bolas encierran el depósito de esa semilla prolífica de que acabo de hablarte, y cuya eyaculación en la matriz de la mujer produce la especie humana; pero nos basaremos poco en estos detalles, Eugenia, que dependen más de la medicina que del libertinaje. Una muchacha bonita no debe preocuparse más que de joder, nunca de engendrar. Pasaremos por alto todo lo que atañe al insulso mecanismo de la procreación, para fijarnos principal y únicamente en las voluptuosidades libertinas, cuyo espíritu no es nada procreador.
EUGENIA: Pero, querida amiga, cuando ese miembro enorme, que apenas cabe en mi mano, penetra, como tú me aseguras que puede hacerlo, en un agujero tan pequeño como el de tu trasero, debe causar un grandísimo dolor a la mujer.
SRA. DE SAINT–ANGE: Bien que esa introducción se haga por delante, bien se haga por detrás, cuando la mujer no está todavía acostumbrada siempre siente dolor. Le ha placido a la naturaleza hacernos llegar a la felicidad sólo por las penas: pero una vez vencidas, nada puede igualar los placeres que se gustan, y el que se experimenta al introducir este miembro en nuestros culos es indiscutiblemente preferible a cuantos puede procurar esa misma introducción por delante. ¡Cuántos peligros, además, no evita una mujer entonces! Menos riesgo para la salud, y ninguno de embarazo. No me extenderé más ahora sobre esta voluptuosidad; el maestro de ambas, Eugenia, la analizará pronto ampliamente y uniendo la práctica a la teoría, espero que te convenza, querida, de que, de todos los placeres del goce, éste es el único que debes preferir.
DOLMANCÉ: Daos prisa con vuestras demostraciones, señora, os lo ruego; no puedo aguantar más; me correré a pesar mío y ese temible miembro, reducido a nada, no podrá serviros en vuestras lecciones.
EUGENIA: ¡Cómo! ¿Se reduce a nada, querida, si pierde esa semilla de que hablas?… ¡Oh, déjame hacérsela perder, para que yo vea lo que ocurre…! ¡Y, además, tendré tanto placer en ver correr eso!
SRA. DE SAINT–ANGE: No, no, Dolmancé, levantaos; pensad que es el premio a vuestros trabajos y que sólo puedo entregároslo cuando lo hayáis merecido.
DOLMANCÉ: Sea, pero para convencer mejor a Eugenia de todo cuanto vamos a decirle sobre el placer, ¿qué inconveniente habría en que la magrearais delante de mí, por ejemplo?
SRA. DE SAINT–ANGE: Indudablemente, ninguno, y voy a proceder a ello con tanta más alegría cuanto que este episodio lúbrico no podrá sino ayudar a nuestras lecciones. Ponte sobre este canapé, querida.
EUGENIA: ¡Oh, Dios! ¡Qué deliciosa travesura! Pero ¿por qué todos esos espejos?
SRA. DE SAINT–ANGE: Es para que, al repetir las posturas en mil sentidos distintos, multipliquen hasta el infinito los mismos goces a los ojos de quienes los gustan sobre esta otomana. Ninguna de las partes de ninguno de los dos cuerpos puede ser ocultada por este medio; es preciso que todo esté a la vista: son otros tantos grupos reunidos a su alrededor que el amor encadena, otros tantos imitadores de sus placeres, otros tantos cuadros deliciosos, con los que su lubricidad se embriaga y que sirven para colmarla al punto.
EUGENIA: ¡Qué deliciosa invención!
SRA. DE SAINT–ANGE: Dolmancé, desvestid vos mismo a la víctima.
DOLMANCÉ: No será difícil puesto que no hay más que quitar esta gasa para ver al desnudo los más conmovedores atractivos. (La desnuda, y sus primeras miradas se dirigen al instante al trasero). Ahora voy a verlo, voy a ver este culo divino y precioso que ansío con tanto ardor. ¡Vive Dios, qué relleno y qué frescura, cuánto brillo y elegancia!… ¡Jamás vi uno tan hermoso!
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Ah, bribón, cómo demuestran tus placeres y tus gustos tus primeros homenajes!
DOLMANCÉ: Pero ¿puede haber en el mundo nada que valga como esto?… ¿Dónde tendría el amor altares más divinos?… ¡Eugenia…, sublime Eugenia, déjame que colme este culo con las más dulces caricias! (Lo palpa y lo besa transportado).
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Deteneos, libertino!… Olvidáis que sólo a mí me pertenece Eugenia, único precio de las lecciones que de vos espera; sólo después de haberlas recibido se convertirá en vuestra recompensa. Suspended esos ardores, o me enfado.
DOLMANCÉ: ¡Ah, bribona, son celos!… Pues bien, entregadme el vuestro; voy a colmarlo de los mismos homenajes. (Le quita la túnica a la señora de SAINT–ANGE y le acaricia el trasero). ¡Ay, qué bello es, ángel mío!… ¡y también qué delicioso! Dejadme que los compare… que admire el uno junto al otro: ¡es Ganímedes al lado de Venus! (Colma de besos los dos). Para dejar siempre ante mis ojos el espectáculo encantador de tantas bellezas, ¿no podríais, señoras, enlazándoos una a otra, ofrecer sin cesar a mis miradas estos culos encantadores que idolatro?
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡De mil amores!… Mirad, ¿estáis satisfecho?… (Se abrazan una a otra, deforma que sus dos culos estén frente a Dolmancé).
DOLMANCÉ: No podría estarlo más: es precisamente lo que pedía; ahora agitad esos hermosos culos con todo el fuego de la lubricidad, que suban y bajen a compás, que sigan las impresiones con que el placer va a moverlos… ¡Bien, bien, es delicioso!
EUGENIA: ¡Ay, querida mía, qué placer me das!… ¿Cómo se llama esto que hacemos?
SRA. DE SAINT–ANGE: Masturbarse, amiga mía… darse placer; pero mira, cambiemos de postura; examina mi coño…, así es como se llama el templo de Venus. Este antro que la mano cubre, examínalo bien: voy a entreabrirlo. Esa elevación que ves que está coronada se llama el monte: se guarnece de pelos comúnmente a los catorce o quince años, cuando una muchacha comienza a tener la regla. Esa lengüeta que se encuentra debajo se llama el clítoris. Ahí yace toda la sensibilidad de las mujeres: es el foco de toda la mía: no podrían excitarme esa parte sin verme extasiar de placer… Inténtalo… ¡Ay, bribonzuela… cómo lo haces!… ¡Se diría que no has hecho otra cosa en tu vida!… ¡Para!… ¡Para!… No, te digo que no, no quiero entregarme… ¡Ay, contenedme, Dolmancé!… Bajo los dedos hechiceros de esta linda niña, estoy a punto de perder la cabeza.
DOLMANCÉ: Bueno, pues para entibiar, si es posible, vuestras ideas variándolas, masturbadla vos misma; conteneos vos, y que sólo se corra ella… ¡Ahí, sí!… en esta postura; de este modo su lindo culo se encuentra bajo mis manos: voy a masturbarla ligeramente con un dedo… Entregaos, Eugenia; abandonad todos vuestros sentidos al placer; que sea el único dios de vuestra existencia; es el único al que una joven debe sacrificar todo, y a sus ojos nada debe ser tan sagrado como el placer.
EUGENIA: ¡Ay, al menos nada es tan delicioso, lo noto!… Estoy fuera de mí… ¡no sé ya ni lo que digo ni lo que hago!… ¡Qué embriaguez se apodera de mis sentidos!
DOLMANCÉ: ¡Cómo descarga la pequeña bribona!… Su ano se aprieta hasta cortarme el dedo… ¡Qué delicioso sería encularla en este instante! (Se levanta y planta su polla ante el agujero del culo de la joven).
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Un poco de paciencia, que sólo nos preocupe la educación de esta querida niña!… Es tan dulce formarla…
DOLMANCÉ: Pues bien, Eugenia, ya lo ves, después de un magreo más o menos largo, las glándulas seminales se hinchan y terminan por exhalar un licor cuyo derrame sume a la mujer en el transporte más delicioso. Eso se llama descargar. Cuando tu buena amiga quiera, te haré ver de qué forma más enérgica y más imperiosa ocurre esa misma operación en los hombres.
SRA. DE SAINT–ANGE: Espera, Eugenia, voy a enseñarte ahora una nueva manera de sumir a una mujer en la voluptuosidad más extrema. Separa bien tus muslos… Dolmancé, ya veis que, de la forma en que la coloco, su culo queda para vos. Chupádselo mientras su coño va a serlo por mi lengua, y hagámosla extasiarse entre nosotros de este modo tres o cuatro veces seguidas si se puede. Tu monte es encantador, Eugenia. ¡Cuánto me gusta besar ese vellito!… Tu clítoris, que ahora veo mejor, está poco formado, pero es muy sensible… ¡Cómo te agitas!… ¡Déjame separarte!… ¡Ah, seguramente eres virgen!… Dime el efecto que experimentas cuando nuestras lenguas se introduzcan a la vez en tus dos aberturas. (Lo hacen).
EUGENIA: ¡Ay, querida mía, es delicioso, es una sensación imposible de pintar! Me sería muy difícil decir cuál de vuestras lenguas me sume mejor en el delirio.
DOLMANCÉ: Por la postura en que estoy, mi polla está muy cerca de vuestras manos, señora; dignaos menearla, por favor, mientras yo chupo este culo divino. Hundid más vuestra lengua, señora, no os limitéis a chuparle el clítoris; haced penetrar esa lengua voluptuosa hasta la matriz: es la mejor forma de adelantar la eyaculación de su leche.
EUGENIA, envarándose: ¡Ay, no puedo más, me muero! ¡No me abandonéis, amigos míos, estoy a punto de desvanecerme!… (Se corre en medio de sus dos preceptores).
SRA. DE SAINT–ANGE: Y bien, amiga mía, ¿cómo te encuentras tras el placer que te hemos dado?
EUGENIA: ¡Estoy muerta, estoy rota… estoy anonadada!… Pero explicadme, os lo ruego, dos palabras que habéis pronunciado y que no entiendo; en primer lugar, ¿qué significa matriz?
SRA. DE SAINT–ANGE: Es una especie de vaso, parecido a una botella, cuyo cuello abraza el miembro del hombre y que recibe el semen producido en la mujer por el rezumamiento de las glándulas, y en el hombre por la eyaculación que te haremos ver; y de la mezcla de estos licores nace el germen, que produce unas veces niños y otras niñas.
EUGENIA: ¡Ah!, entiendo; esa definición me explica al mismo tiempo la palabra leche, que al principio no había comprendido bien. Y ¿es necesaria la unión de las simientes para la formación del feto?
SRA. DE SAINT–ANGE: Probablemente, aunque esté probado sin embargo que el feto debe su existencia únicamente al semen del hombre; lanzado solo, sin mezcla con el de la mujer, no lo lograría; el que nosotras proporcionamos no hace más que elaborar; no crea nada, ayuda a la creación sin ser su causa. Muchos naturalistas modernos pretenden incluso que es inútil; por eso, los moralistas, siempre guiados por el descubrimiento de aquéllos, han deducido, con bastante verosimilitud, que en tal caso el niño formado de la sangre del padre sólo a éste debía ternura. Tal afirmación no carece de verosimilitud y, aunque mujer, no se me ocurriría combatirla.
EUGENIA: Encuentro en mi corazón la prueba de lo que me dices, querida, porque amo a mi padre hasta la locura, y siento que detesto a mi madre.
DOLMANCÉ: Semejante predilección no tiene nada de extraño: yo he pensado lo mismo; aún no me he consolado de la muerte de mi padre, mientras que cuando perdí a mi madre, salté de alegría… La detestaba cordialmente. Adoptad sin temor estos mismos sentimientos, Eugenia: son naturales. Formados únicamente por la sangre de nuestros padres, no debemos absolutamente nada a nuestras madres; no han hecho, además, sino prestarse al acto, mientras que el padre lo ha solicitado; el padre por tanto ha querido nuestro nacimiento, mientras que la madre no ha hecho sino consentirlo. ¡Qué diferencia para los sentimientos!
SRA. DE SAINT–ANGE: Existen mil razones más a tu favor, Eugenia. ¡Si hay alguna madre en el mundo que deba ser detestada, es con toda seguridad la tuya! Desabrida, supersticiosa, devota, gruñona… y de una gazmoñería indignante, apostaría a que esa mojigata no ha dado un paso en falso en su vida. ¡Ay, querida, cuánto detesto a las mujeres virtuosas!… Pero ya volveremos sobre ello.
DOLMANCÉ: Ahora ¿no sería necesario que Eugenia, dirigida por mí, aprendiese a devolver lo que vos acabáis de prestarle, y que os magrease ante mis ojos?
SRA. DE SAINT–ANGE: Consiento en ello, lo creo incluso útil; y, sin duda, durante la operación también querréis mi culo, ¿no es así, Dolmancé?
DOLMANCÉ: ¿Podéis dudar, señora, del placer con que le rendiré mis más dulces homenajes?
SRA. DE SAINT–ANGE, presentándole las nalgas: Y bien, ¿os parece que estoy bien puesta?
DOLMANCÉ: ¡De maravilla! Así puedo devolveros de la mejor manera posible los mismos servicios con que Eugenia se ha encontrado tan bien. Ahora, pequeña loca, poneos con la cabeza bien metida entre las piernas de vuestra amiga y devolvedle, con vuestra linda lengua, los mismos cuidados que acabáis de obtener de ella. ¡Vaya! Por la postura podría poseer vuestros dos culos; sobaré deliciosamente el de Eugenia, chupando el de su bella amiga. Ahí… bien. ¿Veis cómo nos conjuntamos?
SRA. DE SAINT–ANGE, extasiándose: ¡Me muero, vive Dios!… Dolmancé, ¡cuánto me gusta tocar tu hermosa polla mientras me corro!… ¡Quisiera que me inundara de leche!… ¡Masturbad!… ¡Chupadme, santo Dios! ¡Ay, cuánto me gusta hacer de puta, cuando mi esperma eyacula así!… Se acabó, no puedo más… Me habéis saciado los dos… Creo que nunca en mi vida he tenido tanto placer.
EUGENIA: ¡Qué contenta estoy de ser yo la causa! Pero una cosa, querida amiga, acaba de escapársete una palabra, y no la entiendo. ¿Qué entiendes tú por esa expresión de puta? Perdón, pero ya sabes que estoy aquí para instruirme.
SRA. DE SAINT–ANGE: Se denomina así, bella mía, a esas víctimas públicas de la depravación de los hombres, siempre dispuestos a entregarse a su temperamento o a su interés; felices y respetables criaturas que la opinión mancilla, pero que la voluptuosidad corona, y que, más necesarias a la sociedad que las mojigatas, tienen el coraje de sacrificar, para servirla, la consideración que esa sociedad osa quitarles injustamente. ¡Vivan aquellas a las que este título honra a sus ojos! Ésas son las mujeres realmente amables, las únicas verdaderamente filósofas. En cuanto a mí, querida mía, que desde hace doce años trabajo por merecerlo, te aseguro que lejos de molestarme, me divierte. Es más: me gusta que me llamen así cuando me follan; esa injuria me calienta la cabeza.
EUGENIA: ¡Oh! Me lo explico, querida; tampoco a mí me molestaría que me lo dijeran, aunque tengo menos méritos para el título; pero ¿no se opone la virtud a semejante conducta, y no la ofendemos al comportarnos como lo hacemos?
DOLMANCÉ: ¡Ah, renuncia a las virtudes, Eugenia! ¿Hay uno solo de los sacrificios que pueden hacerse a esas falsas divinidades que valga lo que un minuto de los placeres que se gustan ultrajándolas? Bah, la virtud no es más que una quimera, cuyo culto sólo consiste en inmolaciones perpetuas, en rebeldías sin número contra las inspiraciones del temperamento. Tales movimientos, ¿pueden ser naturales? ¿Aconseja la naturaleza lo que la ultraja? No seas víctima, Eugenia, de esas mujeres que oyes llamar virtuosas. No son, si quieres, nuestras pasiones las que ellas sirven: tienen otras, y con mucha frecuencia despreciables… Es la ambición, es el orgullo, son los intereses particulares, a menudo incluso sólo la frigidez de un temperamento que no les aconseja nada. ¿Debemos algo a semejantes seres, pregunto? ¿No han seguido ellas sólo las impresiones del amor propio? Por lo que a mí respecta, creo que tanto valen unas como otras; y quien sólo escucha esta última voz tiene más razones sin duda, puesto que ella sola es el órgano de la naturaleza, mientras que la otra lo es sólo de la estupidez y del prejuicio. Una sola gota de leche eyaculada por este miembro, Eugenia, me es más preciosa que los actos más sublimes de una virtud que desprecio.
EUGENIA: (Tras haberse restablecido levemente la calma durante estas disertaciones, las mujeres, vestidas de nuevo con sus túnicas, están semiacostadas sobre el canapé, y Dolmancé junto a ellas en un gran sillón). Pero hay virtudes de más de una especie; ¿qué pensáis vos, por ejemplo, de la piedad?
DOLMANCÉ: ¿Qué puede ser esa virtud para quien no cree en la religión? ¿Y quién puede creer en la religión? Veamos, razonemos con orden, Eugenia: ¿no llamáis religión al pacto que liga al hombre con su creador, y que lo compromete a testimoniarle, mediante un culto, el reconocimiento que tiene por la existencia recibida de ese sublime autor?
EUGENIA: No se puede definir mejor.
DOLMANCÉ: Pues bien, si está demostrado que el hombre sólo debe su existencia a los planes irresistibles de la naturaleza; si está probado que, tan antiguo sobre este globo como el globo mismo, no es, como el roble, como el león, como los minerales que se encuentran en las entrañas de este globo, más que una producción necesitada por la existencia del globo, y que no debe la suya a nadie; si está demostrado que ese Dios, a quien los tontos miran como autor y fabricante único de todo lo que vemos, no es más que el nec plus ultra de la razón humana, el fantasma creado en el instante en que esa razón ya no ve nada más, a fin de ayudar a sus operaciones; si está probado que la existencia de ese Dios es imposible, y que la naturaleza, siempre en acción, siempre en movimiento, saca de sí misma lo que a los tontos place darle gratuitamente; si es cierto, suponiendo que ese ser inerte exista, sería con toda seguridad el más ridículo de los seres, puesto que no habría servido más que un solo día y luego durante millones de siglos estaría en una inacción despreciable; suponiendo que exista como las religiones nos lo pintan, sería con toda seguridad el más detestable de los seres, puesto que permite el mal sobre la tierra cuando su omnipotencia podría impedirlo; si, digo yo, todo esto estuviera probado, como indiscutiblemente lo está, ¿creéis entonces, Eugenia, que la piedad que vincule al hombre con ese Creador imbécil, insuficiente, feroz y despreciable, sería una virtud muy necesaria?
EUGENIA, a la Sra. de SAINT–ANGE: ¿Cómo? ¿De veras, amable amiga, que la existencia de Dios sería una quimera?
SRA. DE SAINT–ANGE: Y, a todas luces, una de las más despreciables.
DOLMANCÉ: Hay que haber perdido el sentido para creer en ella. Fruto del pavor de unos y de la debilidad de otros, ese abominable fantasma, Eugenia, es inútil para el sistema de la tierra; infaliblemente la perjudicaría, porque sus voluntades, que debieran ser justas, jamás podrían aliarse con las injusticias, esenciales alas leyes de la naturaleza; porque constantemente debería querer el bien, mientras que la naturaleza sólo tiene que desearlo como compensación del mal que sirve a sus leyes; porque sería preciso que actuase siempre, y la naturaleza, que tiene la acción perpetua por una de sus leyes, no podría sino encontrarse en competencia y oposición perpetua con él. Pero, se dirá a esto, Dios y la naturaleza son la misma cosa. ¿No sería un absurdo? La cosa creada no puede ser igual al agente que crea: ¿es posible que el reloj sea el relojero? Pues bien, continuarían, la naturaleza no es nada, es Dios quien lo es todo. ¡Otra tontería! Necesariamente ha de haber dos cosas en el universo: el agente creador y el individuo creado. Ahora bien, ¿cuál es ese agente creador? Tal es la única dificultad que hay que resolver: ahí tienes la única cuestión que hemos de contestar.
Si la materia actúa, se mueve, por combinaciones que nos son desconocidas; si el movimiento es inherente a la materia, si ésta sola, en fin, puede, debido a su energía, crear, producir, conservar, mantener, equilibrar en las llanuras inmensas del espacio todos los globos cuya vista nos sorprende y cuya marcha uniforme, invariable, nos llena de respeto y de admiración, ¿qué necesidad habrá de buscar un agente extraño a todo esto, puesto que esa facultad activa se encuentra esencialmente en la naturaleza misma, que no es otra cosa que la materia en acción? Vuestra quimera deífica, ¿aclara algo? Desafío a que me lo prueben. Suponiendo que me engañe respecto a las facultades internas de la materia, se me plantea una dificultad por lo menos. ¿Qué hacéis presentándome para resolverla a vuestro Dios? Me planteáis otra más. ¿Y cómo queréis que admita por causa de lo que no comprendo algo que comprendo menos aún? ¿Será en medio de los dogmas de la religión cristiana que he de examinar… dónde se me aparecerá vuestro espantoso Dios? Veamos un poco cómo me lo pinta…
¿Qué veo en el Dios de ese culto infame a no ser un inconsecuente y bárbaro que crea hoy un mundo de cuya construcción se arrepiente al día siguiente? ¿Qué veo sino un ser débil que jamás puede hacer que el hombre se pliegue a lo que él querría? Esta criatura, aunque emanada de él, le domina; ¡puede ofenderle y merecer por ello suplicios eternos! ¡Qué ser tan débil ese Dios! ¡Cómo! ¿Ha podido crear todo cuanto vemos y le es imposible formar un hombre a su guisa? Pero, me responderéis a esto, si lo hubiera creado así, el hombre no habría tenido mérito. ¡Qué simpleza! ¿Y qué necesidad hay de que el hombre merezca de su Dios? De haberlo formado completamente bueno, jamás habría podido hacer el mal, y desde ese momento la obra era digna de un Dios. Es tentar al hombre dejarle que elija. Y Dios, por su presciencia infinita, sabía de sobra lo que de ello resultaría. Desde ese momento, pierde adrede, por tanto, a la criatura que él mismo ha formado. ¡Qué horrible Dios ese Dios! ¡Qué monstruo! ¡Qué perverso más digno de nuestro odio y de nuestra implacable venganza! Sin embargo, poco satisfecho de tan sublime tarea, inunda al hombre para convertirlo; lo quema, lo maldice. Nada de todo esto lo cambia. Un ser más poderoso que ese despreciable Dios, el Diablo, que sigue conservando su poder, que sigue pudiendo desafiar a su autor, consigue constantemente, mediante sus seducciones, corromper el rebaño que se había reservado el Eterno. Nada puede vencer la energía de ese demonio en nosotros. ¿Qué imagina entonces, según vosotros, el horrible Dios que predicáis? No tiene más que un hijo, un hijo único que posee de no sé qué comercio carnal; porque igual que el hombre jode, éste ha querido que su Dios joda también; envía desde el cielo a esa respetable porción de sí mismo. Tal vez alguien imagine que esta sublime criatura ha de aparecer sobre rayos celestiales, en medio del cortejo de los ángeles, a la vista del universo entero… Nada de eso, sino en el seno de una puta judía; es en medio de un cortijo de cerdos donde se anuncia el Dios que viene a salvar la tierra. ¡Ésa es la digna extracción que le prestan! Pero su honorable misión, ¿nos resarcirá? Sigamos un instante al personaje. ¿Qué dice? ¿Qué hace? ¿Qué sublime misión recibimos de él? ¿Qué misterio va a revelar? ¿Qué dogma nos va a prescribir? ¿En qué actos, en fin, va a resplandecer su grandeza?
Veo en primer lugar una infancia ignorada, algunos servicios, indudablemente muy libertinos, prestados por ese bribonzuelo a los sacerdotes del templo de Jerusalén; luego una desaparición de quince años, durante la que el bribón va a envenenarse con todas las enseñanzas de la escuela egipcia, que finalmente introduce en Judea. Apenas reaparece, su demencia empieza por hacerle decir que es hijo de Dios, igual a su padre; a esta alianza asocia otro fantasma que denomina Espíritu Santo, ¡y asegura que estas tres personas no deben ser más que una! ¡Cuánto más sorprende a la razón este ridículo misterio, más afirma el bellaco que hay mérito en adoptarlo…, peligros en aniquilarlo! Asegura el imbécil que es para salvar a todos por lo que él ha tomado carne, aunque Dios, en el seno de un hijo de los hombres; ¡y los sorprendentes milagros que han de vérsele realizar, convencerán pronto de ello al universo! En una cena de borrachos, en efecto, el pícaro cambia, según se dice, el agua en vino; en un desierto, alimenta a varios malvados con provisiones ocultas que sus secuaces tenían preparadas; uno de sus camaradas se hace el muerto, y nuestro impostor lo resucita; se traslada a una montaña, y allí, solamente delante de dos o tres amigos suyos, hace un juego de manos que haría avergonzarse al peor prestidigitador de nuestros días.
Maldiciendo además con entusiasmo a quienes no crean en él, el tunante promete los cielos a todos los tontos que le escuchen. No escribe nada, dada su ignorancia; habla muy poco, dada su imbecilidad; hace aún menos, dada su debilidad, hasta que cansando finalmente a los magistrados, impacientados por sus discursos sediciosos, aunque muy raros, el charlatán se hace crucificar tras haber asegurado a los pillos que le siguen que, cada vez que lo invoquen, descenderá a ellos para que se lo coman. Le torturan, él deja que lo hagan. El señor su padre, ese Dios sublime de quien osa decir que desciende, no le presta la menor ayuda, y ya tenemos al tunante tratado como el último de los criminales, de los que tan digno era de ser el jefe.
Sus satélites se reúnen: «Estamos perdidos, dicen, y todas nuestras esperanzas se desvanecerán si no nos salvamos con una hazaña, con un golpe de efecto. Emborrachemos a la guardia que rodea a Jesús; robemos su cuerpo, publiquemos que ha resucitado: la estratagema es segura; si conseguimos que crean en esta bribonada, nuestra nueva religión se sostendrá, se propagará, seducirá al mundo entero… ¡Manos a la obra!». Emprenden el golpe, tienen éxito. ¿A cuántos bribones la audacia no ha valido tanto como el mérito? El cuerpo es robado; los tontos, las mujeres y los niños gritan cuanto pueden, y, sin embargo, en aquella ciudad donde tan grandes maravillas acaban de realizarse, en esa ciudad teñida por la sangre de un Dios, nadie quiere creer en ese Dios; no se produce ni una sola conversión. Es más: el hecho es tan poco digno de ser transmitido que ningún historiador habla de él. Sólo los discípulos de ese impostor piensan en sacar partido del fraude, pero no por el momento.
La siguiente consideración es también muy esencial: dejan transcurrir varios años antes de hacer uso de su insigne bribonada; erigen, finalmente, sobre ella el edificio vacilante de su repugnante doctrina. Todo cambio place a los hombres. Cansados del despotismo de los emperadores, se les hacía necesaria una revolución. Escuchan a estos trapaceros, progresan rápidamente: es la historia de todos los errores. Pronto los altares de Venus y de Marte son sustituidos por los de Jesús y María; se publica la vida del impostor; esta insulsa novela encuentra víctimas; se le hace decir cien cosas en las que jamás pensó; algunas de sus ridículas frases se vuelven pronto la base de su moral, y, como esta novedad se predicaba a los pobres, la caridad se convierte en la primera virtud. Se instituyen ritos extravagantes bajo el nombre de sacramentos, el más digno y más abominable de los cuales es ése por el cual un sacerdote, cubierto de crímenes, tiene no obstante, por la virtud de algunas palabras mágicas, el poder de hacer llegar a Dios en un trozo de pan.
No lo dudemos; desde su mismo nacimiento este culto indigno habría sido destruido sin remisión si no hubieran empleado contra él otras armas que las del desprecio que merecía; pero se les ocurrió perseguirlo; creció; el medio era inevitable. Que traten de cubrirlo, incluso hoy, de ridículo, y caerá. El hábil Voltaire no empleaba otras armas, y es de todos los escritores el que puede vanagloriarse de haber hecho más prosélitos. En una palabra, Eugenia, ésta es la historia de Dios y de la religión; ved el caso que tales fábulas merecen, y decidíos sobre ellas en consecuencia.
EUGENIA: Mi elección no es difícil; yo desprecio todas esas fantasías repugnantes, e incluso ese Dios, al que aún tenía en consideración por debilidad o por ignorancia, no es para mí más que un objeto de horror.
SRA. DE SAINT–ANGE: Júrame no volver a pensar en ello, no ocuparte nunca de invocarle en ningún momento de tu vida y no volver a él mientras vivas.
EUGENIA, precipitándose sobre el seno de la señora de SAINT–ANGE: ¡Ah! ¡Hago el juramento entre tus brazos! ¿No veo acaso que lo que exiges es por mi bien, y que no quieres que semejantes reminiscencias pueden perturbar jamás mi tranquilidad?
SRA. DE SAINT–ANGE: ¿Podría tener otro motivo?
EUGENIA: Pero, Dolmancé, según creo ha sido el análisis de las virtudes lo que nos ha llevado al análisis de las religiones. Volvamos a él. ¿No existirán en esa religión, por ridícula que sea, algunas virtudes prescritas por ella, y cuyo culto podría contribuir a nuestra felicidad?
DOLMANCÉ: Bueno, examinémoslo. ¿Será la castidad, Eugenia, esa virtud que vuestros ojos destruyen, aunque vuestro conjunto sea su imagen? ¿Acataríais la obligación de combatir todos los movimientos de la naturaleza? ¿Los sacrificaríais todos al vano y ridículo honor de no tener nunca una debilidad? Sed justa y responded, hermosa amiga: ¿Creéis encontrar en esa absurda y peligrosa pureza de alma todos los placeres del vicio contrario?
EUGENIA: No, palabra de honor que no quiero eso; no siento en mí la menor inclinación a ser casta, sino la mayor disposición al vicio contrario; pero, Dolmancé, la caridad, la beneficencia, ¿no podrían hacer la felicidad de algunas almas sensibles?
DOLMANCÉ: Lejos de nosotros, Eugenia, las virtudes que no hacen más que ingratos. Pero no te engañes, encantadora amiga: la beneficencia es más un vicio de orgullo que una verdadera virtud del alma; es por ostentación por lo que uno alivia a sus semejantes, nunca por la única mira de hacer una buena acción; se sentirían muy molestos si la limosna que acaban de dar no tuviera toda la publicidad posible. No imagines tampoco, Eugenia, que esta acción tiene tan buen resultado como se piensa: yo, personalmente, la considero la mayor de todas las estafas; acostumbra al pobre a socorros que deterioran su energía; no trabaja si espera vuestras caridades y, desde el momento en que le faltan, se convierte en ladrón o en asesino. Por todas partes oigo exigir medios para suprimir la mendicidad, y mientras se hace todo lo posible para multiplicarla. ¿Queréis no tener moscas en vuestra habitación? No derraméis azúcar para atraerlas. ¿Queréis no tener pobres en Francia? No distribuyáis ninguna limosna, y suprimid antes que nada vuestras casas de caridad. El individuo nacido en el infortunio, viéndose así privado de estos peligrosos recursos, empleará todo el coraje, todos los medios que haya recibido de la naturaleza para salir del estado en que ha nacido; no os importunará más. Destruid, derribad sin piedad esas detestables casas en que tenéis la desfachatez de encubrir los frutos del libertinaje de ese pobre, cloacas espantosas que vomitan cada día a la sociedad un enjambre repugnante de nuevas criaturas que no tienen más esperanza que vuestra bolsa. ¿De qué sirve, pregunto yo, conservar con tantos cuidados a tales individuos? ¿Hay miedo a que Francia se despueble? ¡Ah, no tengamos nunca ese temor!
Uno de los primeros vicios de este gobierno consiste en una población demasiado numerosa, y tales superfluidades no son en modo alguno riquezas para el estado. Estos seres supernumerarios son como las ramas parásitas que, viviendo sólo a expensas del tronco, terminan siempre por extenuarlo. Recordad que siempre que en cualquier gobierno la población es superior a los medios de existencia, ese gobierno languidece. Examinad atentamente Francia: veréis lo que os ofrece. ¿Qué resulta de ello? Ya se ve. El chino, más sabio que nosotros, se guarda mucho de dejarse dominar así por una población demasiado abundante. Nada de asilo para los frutos vergonzosos de su desenfreno: abandona esos horribles resultados como las secuelas de una digestión. Nada de casas para la pobreza: no se la conoce en China. Allí todo el mundo trabaja; allí todo el mundo es feliz, nada altera la energía del pobre y cada uno puede decir como Nerón: Quid est pauper[4]?
EUGENIA, a la Sra. de SAINT–ANGE: Querida amiga, mi padre piensa lo mismo que el señor: en su vida ha hecho una obra buena. No cesa de reñir a mi madre por las sumas que gasta en tales prácticas. Era de la Sociedad maternal, de la Sociedad filantrópica: no sé de qué sociedad no era; él la ha obligado a dejar todo eso, asegurándola que le dejaría la pensión más módica si se le ocurría volver a caer en semejantes estupideces.
SRA. DE SAINT–ANGE: No hay nada más ridículo y al mismo tiempo más peligroso, Eugenia, que todas esas asociaciones; es a ellas, a las escuelas gratuitas y a las casas de caridad a las que debemos el horrible caos en que estamos ahora. No des jamás limosna, querida, te lo suplico.
EUGENIA: No temas; hace tiempo que mi padre exigió de mí lo mismo, y la beneficencia me tienta demasiado poco para infringir, en esto, sus órdenes…, los impulsos de mi corazón y tus deseos.
DOLMANCÉ: No dividamos esa porción de sensibilidad que hemos recibido de la naturaleza: es aniquilarla más que ampliarla. ¿Qué me importan a mí los males de los demás? ¿No tengo bastante con los míos para ir a afligirme con los que me son extraños? ¡Qué el fuego de esa sensibilidad no alumbre nunca otra cosa que nuestros placeres! Seamos sensibles a cuanto los halaga, absolutamente inflexibles con todo lo demás. De ese estado anímico resulta una especie de crueldad no exenta a veces de delicia. No siempre se puede hacer el mal. Privados del placer que da, compensemos al menos esa sensación mediante la pequeña maldad excitante de no hacer nunca el bien.
EUGENIA: ¡Ah, Dios! ¡Cómo me inflaman vuestra lecciones! Creo que me mataría antes que obligarme ahora a hacer una buena acción.
SRA. DE SAINT–ANGE: Y si se presentase una mala, ¿estarías también dispuesta a cometerla?
EUGENIA: Cállate, seductora; no responderé hasta que no hayas terminado de instruirme. Me parece que después de cuanto me decís, Dolmancé, nada es tan indiferente sobre la tierra como cometer en ella el bien o el mal; ¿sólo nuestros gustos, nuestro temperamento, deben ser respetados?
DOLMANCÉ: ¡Ah! No lo dudéis, Eugenia; esas palabras de vicio y virtud sólo nos dan ideas puramente locales. No hay ninguna acción, por singular que podáis suponerla, que sea verdaderamente criminal; ninguna que pueda llamarse realmente virtuosa. Todo es en razón de nuestras costumbres y del clima que habitamos; lo que aquí es crimen, es con frecuencia virtud cien leguas más abajo, y las virtudes de otro hemisferio podrían, a la recíproca, ser crímenes para nosotros. No hay horror que no haya sido divinizado, ninguna virtud que no haya sido reprobada. De tales diferencias puramente geográficas nace el poco caso que debemos hacer de la estima o del desprecio de los hombres, sentimientos ridículos y frívolos, por encima de los cuales debemos ponernos, hasta el punto incluso de preferir sin temor su desprecio, a poco que las acciones que nos lo merezcan tengan alguna voluptuosidad para nosotros.
EUGENIA: Pero me parece, sin embargo, que debe de haber acciones bastante peligrosas, bastante malas en sí mismas como para haber sido generalmente consideradas como criminales, y castigadas por tales de una punta a otra del universo.
SRA. DE SAINT–ANGE: Ninguna, amor mío, ninguna; ni siquiera la violación o el incesto; ni siquiera el asesinato o el parricidio.
EUGENIA: ¡Cómo! ¿Pueden excusarse en alguna parte tales horrores?
DOLMANCÉ: Han sido honrados, coronados, considerados como excelentes acciones, mientras que en otros lugares la humanidad, el candor, la beneficencia, la castidad, todas nuestras virtudes, en fin, eran miradas como monstruosidades.
EUGENIA: Os suplico que me expliquéis todo eso: exijo un breve análisis de cada uno de esos crímenes, rogándoos que comencéis por explicarme, primero, vuestra opinión sobre el libertinaje de las muchachas, luego sobre el adulterio de las mujeres.
SRA. DE SAINT–ANGE: Escúchame entonces, Eugenia. Es absurdo decir que tan pronto como una muchacha está fuera del seno de su madre, debe, desde ese momento, convertirse en víctima de la voluntad de sus padres, para permanecer así hasta su último aliento. No es en un siglo en que la amplitud y los derechos del hombre acaban de ser profundizados con tanto cuidado en el que las muchachas jóvenes deben seguir creyéndose esclavas de sus familias, cuando está probado que los poderes de esas familias sobre ellas son absolutamente quiméricos. Escuchemos a la naturaleza sobre tema tan interesante, y que las leyes de los animales, mucho más cercanos a ella, nos sirvan un momento de ejemplo. ¿Se extienden los deberes paternales en ellas más allá de las primeras necesidades físicas? Los frutos del goce del macho y de la hembra ¿no poseen toda su libertad, todos sus deseos? Tan pronto como pueden caminar y nutrirse solos, desde ese instante, ¿les conocen los autores de sus días? Y ellos, ¿creen deber algo a los que les han dado la vida? Indudablemente no. ¿Con qué derecho los hijos de los hombres están, pues, constreñidos a otros deberes? ¿Y qué fundamenta esos deberes si no es la avaricia o la ambición de los padres? Ahora yo pregunto si es justo que una joven que comienza a sentir y a razonar se someta a tales frenos. ¿No es acaso el prejuicio únicamente el que prolonga esas cadenas? No hay nada más ridículo que ver a una joven de quince o dieciséis años, urgida por deseos que está obligada a vencer, esperar, entre tormentos peores que los del infierno, que plazca a sus padres, tras haber hecho desgraciada su juventud, sacrificar aun su edad madura, inmolándola a su pérfida codicia, asociándola, a pesar suyo, a un esposo que o no tiene nada para hacerse amar o lo tiene todo para hacerse odiar.
¡Ay! No, no, Eugenia, tales ataduras serán muy pronto aniquiladas; es preciso que, alejando desde la edad de razón a la joven de la casa paterna, y tras haberle dado una educación nacional, se la deje dueña de convertirse, a los quince años, en lo que quiera. ¿Dará en el vicio? ¿Y qué importa? Los servicios que brinda una joven consintiendo en hacer la felicidad de todos los que a ella se dirigen, ¿no son infinitamente más importantes que los que, aislándose, ofrece a su esposo? El destino de la mujer es ser como la perra, como la loba: debe pertenecer a cuantos quieran algo de ella. Es, evidentemente, ultrajar al destino que la naturaleza impone a las mujeres encadenarlas por el lazo absurdo de un himeneo solitario.
Esperemos que se abran los ojos, y que, al asegurar la libertad de todos los individuos, no se olvide la suerte de las desgraciadas muchachas; pero, si son tan dignas de lástima que resultan olvidadas, deben colocarse ellas mismas por encima de la costumbre y del prejuicio y pisotear audazmente los hierros vergonzosos con que pretenden esclavizarlas; triunfarán entonces al punto de la costumbre y de la opinión; el hombre, vuelto más sabio porque será más libre, sentirá la injusticia que cometía por despreciar a las que así actuaron, y que el hecho de ceder a los impulsos de la naturaleza, mirado como un crimen en un pueblo cautivo, no puede serlo en un pueblo libre. Parte, por tanto, de la legitimidad de tales principios, Eugenia, y rompe tus cadenas al precio que sea; desprecia las vanas reprimendas de una madre imbécil, a quien legítimamente no debes más que odio y desprecio. Si tu padre, que es un libertino, lo desea, en buena hora: que goce de ti, pero sin encadenarte; rompe el yugo si quiere esclavizarte; más de una joven ha actuado de la misma forma con su padre. Jode, en una palabra, jode; para esto has venido al mundo; no pongas límite alguno a tus placeres, a no ser el de tus fuerzas o el de tus deseos; ninguna excepción de lugares, de tiempos ni de personas; a toda hora y en todos los lugares, todos los hombres deben servir a tus voluptuosidades; la continencia es una virtud imposible, de la que la naturaleza, violada en sus derechos, nos castiga al punto con mil desgracias. Mientras las leyes sean las que todavía son, usemos de ciertos velos; la opinión nos obliga a ello; pero compensémonos en silencio de esa castidad cruel que estamos obligadas a tener en público. Que una muchacha trabaje por conseguir una buena amiga que, libre y de mundo, pueda hacerle gustar secretamente los placeres; que, a falta de esa amiga, trate de seducir a los argos de que está rodeada; que les suplique que la prostituyan, prometiéndoles todo el oro que puedan sacar de su venta, y esos argos por sí mismos, o las mujeres que ellos encuentren, y que se llaman celestinas, realizarán al punto las miras de la joven; que entonces arroje polvo a los ojos de cuantos la rodean, hermanos, primos, amigos, padres; que se entregue a todos, si es necesario para ocultar su conducta; que haga incluso, si se lo exigen, sacrificio de sus gustos y de sus afectos, una intriga que le ha desagradado, y a la que se habrá entregado sólo por política, no tardará en llevarla a una situación más agradable, y ya está lanzada. Pero que nunca vuelva a los prejuicios de su infancia; amenazas, exhortaciones, deberes, virtudes, religión, consejos, que pisotee todo; que rechace y desprecie obstinadamente cuanto sólo tienda a encadenarla de nuevo, cuanto, en una palabra, no apunte a guiarla al seno de la impudicia. Las predicciones de desgracias en el camino del libertinaje no son más que una extravagancia de nuestros padres; hay espinas en todas partes, pero las rosas se encuentran por encima de ellas en la carrera del vicio; sólo en los senderos cenagosos de la virtud no las ha hecho nacer nunca la naturaleza. El único escollo a temer en el primero de esos caminos es la opinión de los hombres; pero ¿qué muchacha ingeniosa no ha de superar esa despreciable opinión a poco que reflexione? Los placeres recibidos de la estima, Eugenia, no son más que placeres morales, sólo convenientes a ciertas cabezas; los de la jodienda agradan a todos, y estos seductores atractivos nos compensan pronto de ese desprecio ilusorio al que es difícil escapar si se desafía a la opinión pública, pero del que muchas mujeres sensatas se han burlado hasta el punto de hacer de él un placer más. Jode, Eugenia, jode pues, ángel mío: tu cuerpo es tuyo, sólo tuyo; sólo tú en el mundo tienes derecho a gozar de él y a hacer gozar con él a quien bien te parezca. Aprovecha el tiempo más feliz de tu vida: ¡son demasiado cortos estos felices años de nuestros placeres! Si somos lo bastante afortunadas para haber gozado en ellos, deliciosos recuerdos nos consuelan y nos divierten aún en nuestra vejez. ¿Qué los hemos perdido?… Recuerdos amargos, horribles remordimientos nos desgarran y se unen a los tormentos de la edad para rodear de lágrimas y zarzas la funesta proximidad del ataúd… ¿Tienes acaso la locura de la inmortalidad? Pues bien, querida, es jodiendo como permanecerás en la memoria de los hombres. Se ha olvidado pronto a las Lucrecias, mientras que las Teodoras y las Mesalinas son motivo de las conversaciones más dulces y más frecuentes de la vida ¿Cómo pues, Eugenia, no preferir un partido que, coronándonos de flores aquí abajo, nos deja aún la esperanza de culto más allá de la tumba? ¿Cómo, pregunto yo, no preferir este partido a aquel que, haciéndonos vegetar imbécilmente en la tierra, no nos promete después de nuestra existencia más que el desprecio y el olvido?
EUGENIA, a la Sra. de SAINT–ANGE: ¡Ay, amor mío, cómo inflaman mi cabeza y seducen mi alma esos discursos seductores! Estoy en un estado difícil de pintar… Y, dime, ¿podrás presentarme a algunas de esas mujeres… (turbada) que me prostituirán, si se lo digo?
SRA. DE SAINT–ANGE: De aquí a que tengas más experiencia, eso sólo me atañe a mí, Eugenia; déjame a mí ese cuidado, y, más aún, todas las precauciones que adopte para cubrir tus extravíos: mi hermano y este amigo seguro que te instruye serán los primeros a quienes quiero que te entregues; luego te buscaremos otros. No te inquietes, querida amiga: ¡te haré volar de placer en placer, te sumergiré en un mar de delicias, te colmaré de ellas, ángel mío, te hartaré de ellas!
EUGENIA, precipitándose en brazos de la Sra. de SAINT–ANGE: ¡Oh, querida, te adoro!, mira, nunca tendrás una alumna más sumisa que yo; pero me parece que me diste a entender, en nuestras antiguas conversaciones, que era difícil para una joven lanzarse al libertinaje sin que el esposo que debe tomar se dé cuenta.
SRA. DE SAINT–ANGE: Cierto, querida, pero hay secretos que zurcen todas esas brechas. Te prometo hacértelos conocer, y entonces, aunque hayas jodido como Antonieta, me encargo de hacerte tan virgen como el día en que viniste al mundo.
EUGENIA: ¡Ah! ¡Eres deliciosa! Vamos, sigue instruyéndome. Apresúrate, en tal caso, a enseñarme cuál ha de ser la conducta de una mujer en el matrimonio.
SRA. DE SAINT–ANGE: En cualquier estado, querida, en que se encuentre una mujer, sea doncella, sea mujer, sea viuda, nunca debe tener otra meta, otra ocupación y otro deseo, que hacerse joder de la mañana a la noche: para este único fin es para lo que la ha creado la naturaleza; y si, para cumplir tal intención, exijo de ella pisotear todos los prejuicios de su infancia, si le prescribo la desobediencia más formal a las órdenes de su familia, el desprecio más constante de todos los consejos de sus padres, convendrás, Eugenia, que, de todos los frenos a romper, el que antes le aconsejaré aniquilar será con toda seguridad el del matrimonio.
Considera, en efecto, Eugenia, a una joven apenas salida de la casa paterna, que no conoce nada, que no tiene experiencia alguna, obligada a pasar súbitamente a los brazos de un hombre al que jamás ha visto, obligada a jurar a este hombre, al pie de los altares, una obediencia y una fidelidad injusta, porque en el fondo de su corazón sólo tiene el mayor deseo de faltar a esa palabra. ¿Hay en el mundo, Eugenia, suerte más horrible que ésa? Sin embargo, mírala ahí atada, le plazca o no su marido, tenga él o deje de tener para con ella ternura o malos modos; su honor se basa en sus juramentos; él queda mancillado si ella los infringe; es preciso que ella se pierda o que arrastre el yugo, aunque tenga que morir por ello de dolor. ¡Ah, no, Eugenia, no, no es para ese fin para el que nosotras hemos nacido! Esas leyes absurdas son obra de los hombres, y nosotras no debemos someternos a ellas. El divorcio incluso, ¿es capaz de satisfacernos?
Indudablemente, no. ¿Quién nos responde de encontrar con mayor seguridad en unos segundos lazos la dicha que se nos ha escapado en los primeros? Compensemos por tanto en secreto toda la coacción de ataduras tan absurdas, seguras de que nuestros desórdenes en este punto, sean cuales fueren los excesos a que podamos llevarlos, lejos de ultrajar a la naturaleza, no son más que un homenaje sincero que le rendimos; ceder a los deseos que sólo ella ha puesto en nosotros no es más que obedecer sus leyes; sólo resistiendo a ellos la ultrajaríamos. El adulterio, que los hombres miran como un crimen, que han osado castigar como tal arrancándonos por él la vida, el adulterio, Eugenia, no es más que el pago de un derecho a la naturaleza, del que las fantasías de esos tiranos jamás podrán sustraernos. Pero ¿no es horrible, dicen nuestros esposos, exponernos a querer como a hijos nuestros, a abrazar como a tales, los frutos de vuestros desórdenes? Esa es la objeción de Rousseau[5]; y es, convengo en ello, la única algo especiosa con que puede combatirse el adulterio. Pero ¿no es extremadamente fácil entregarse al libertinaje sin temer el embarazo? ¿No es más fácil todavía destruirlo, si por imprudencia ha ocurrido? Pero como volveremos sobre este tema no trataremos ahora más que el fondo de la cuestión: veremos que el argumento, por especioso que parezca al principio, sólo es, sin embargo, quimérico.
En primer lugar, mientras me acueste con mi marido, mientras su semilla corra hasta el fondo de mi matriz, aunque vea a diez hombres al mismo tiempo que a él, nada podrá probarle nunca que el hijo que nazca no le pertenece; puede ser suyo como puede no serlo, y en caso de incertidumbre no puede ni debe jamás (puesto que ha cooperado a la existencia de esta criatura) tener escrúpulo alguno por conservar esa existencia. Desde el momento en que puede pertenecerle, le pertenece, y cualquier hombre que sufra por sospechas sobre este tema, sería igual de desgraciado aunque su mujer fuera una vestal, porque es imposible responder de una mujer y porque la que ha sido prudente diez años puede dejar de serlo un día. Por tanto, si ese marido es suspicaz, lo será en todos los casos; jamás estará seguro de que el hijo que abraza es verdaderamente el suyo. Y si puede ser suspicaz siempre, no hay ningún inconveniente en legitimar algunas veces las sospechas; para su estado de dicha o de desgracia moral no sería ni más ni menos; por lo tanto, da lo mismo que ocurra. Ahí lo tienes, supongo, en un completo error: ahí lo tienes acariciando el fruto del libertinaje de su mujer: ¿dónde está el crimen? ¿No son comunes nuestros bienes? En tal caso, ¿qué mal hago metiendo en el hogar un hijo que debe gozar de una parte de esos bienes? Será de la mía de la que gozará; no robará nada a mi tierno esposo; esa parte que va a disfrutar, la considero tomada de mi dote; por lo tanto, ni ese hijo ni yo le quitamos nada a mi marido. Si ese hijo hubiera sido suyo, ¿a título de qué habría participado de mis bienes? ¿No sería en razón de lo que hubiera emanado de mí? Pues bien, va a gozar de esa parte en virtud de esa misma razón de alianza íntima. Es porque ese hijo me pertenece por lo que le debo una porción de mis riquezas.
¿Qué reproche tenéis que hacerme, si él también las disfruta?
Pero engañáis a vuestro marido; esa falsedad es atroz.
No, se trata de una devolución, eso es todo; he sido la primera víctima de unos lazos que él me ha forzado a tomar: y me vengo de ello, ¿hay algo más simple?
Pero se trata de un ultraje real hecho al honor de vuestro marido.
¡Prejuicios! Mi libertinaje no afecta a mi marido para nada; mis faltas son personales. Ese pretendido deshonor estaba bien hacía un siglo; hoy ya estamos de vuelta de esa quimera y mi marido no queda más mancillado por mis desenfrenos de lo que yo podría estarlo por los suyos.
¡Yo joderé con toda la tierra sin hacerle siquiera un rasguño! Esa pretendida lesión no es, por tanto, más que una fábula, de existencia imposible. Una de dos: o mi marido es brutal y celoso, o es un hombre delicado; en la primera hipótesis, lo mejor que puedo hacer es vengarme de su conducta; en la segunda, no podría afligirlo; dado que me gustan los placeres, se sentirá feliz por ello si es honesto; no hay ningún hombre delicado que no goce con el espectáculo de la felicidad de la persona que adora.
Pero si le amáis, ¿os gustaría que hiciera otro tanto?
¡Ay, desgraciada de la mujer a la que se le ocurra estar celosa de su marido! Que se contente con lo que la da, si le ama; pero que no trate de contradecirle; no sólo no lo conseguiría, sino que se haría detestar enseguida. Si soy razonable, nunca me afligiré por tanto de los desenfrenos de mi marido. ¡Qué haga él lo mismo conmigo, y la paz reinará en el hogar!
Resumamos: Sean cuales fueren los efectos del adulterio, aunque sea introducir en el hogar hijos que no pertenecen al esposo, desde el momento en que son de la mujer tienen derechos seguros a una parte de la dote de esa mujer; el marido, si lo sabe, debe mirarlos como a hijos que su mujer hubiera tenido de un primer matrimonio; si no sabe nada, no podrá ser desgraciado, porque es imposible serlo por un mal que se ignora; si el adulterio no tiene secuelas, y si es desconocido por el marido, ningún jurisconsulto podría probar, en ese caso, que pueda ser un crimen; desde ese momento el adulterio no es más que una acción completamente indiferente para el marido, que no la conoce, y perfectamente buena para la mujer, a la que deleita; si el marido descubre el adulterio, entonces no es el adulterio lo que es un mal, porque no lo era hacía un momento, y él no puede cambiar de naturaleza; lo único que hay es el descubrimiento que de él ha hecho el marido; ahora bien, este error sólo a él pertenece: no podría afectar a la mujer.
Quienes antaño castigaron el adulterio eran, por tanto, verdugos, tiranos, celosos que, remitiendo todo a sí mismos, imaginaban injustamente que bastaba con ofenderlos para ser criminal, como si una injuria personal debiera considerarse alguna vez un crimen, y como si en justicia pudiera llamarse crimen a una acción que, lejos de ultrajar a la naturaleza y a la sociedad, sirve evidentemente a la una y a la otra. Hay, sin embargo, casos en que el adulterio, fácil de probar, se vuelve más embarazoso para la mujer, sin ser por ello más criminal; es, por ejemplo, el del esposo que se encuentra en la impotencia o sometido a gustos contrarios a la procreación. Como ella goza mientras su marido no goza nunca, tales excesos se tornan indudablemente más ostensibles entonces; pero ¿debe molestarse ella por esto? Indudablemente, no. La única precaución que debe usar es no hacer hijos, o abortar si tales precauciones le fallan. Si son gustos antifísicos los que la obligan a compensarse por las negligencias de su marido, ante todo tiene que satisfacerle sin repugnancia en sus gustos, sean de la naturaleza que sean; luego, que le haga entender que semejantes complacencias merecen sobradamente algunos miramientos; que pida una libertad total en razón de la que otorga. Entonces el marido niega o consiente; si consiente, como ha hecho el mío, una mujer vive tranquila, redoblando los cuidados y las condescendencias para con sus caprichos; si se niega, hay que espesar los velos, y entonces una jode tranquilamente a su sombra. ¿Qué es impotente? Una se separa, pero, en cualquier caso, ha de vivir a gusto; hay que joder siempre, amor mío, porque nosotras hemos nacido para joder, porque cumplimos las leyes de la naturaleza jodiendo, y porque toda la ley humana que contraría las de la naturaleza no merece otra cosa que el desprecio.
Vive muy engañada la mujer a la que nudos tan absurdos como los del himeneo impiden entregarse a sus inclinaciones, que teme bien el embarazo, bien los ultrajes de su esposo, o la mancilla, más vana aún, de su reputación. Acabas de verlo, Eugenia, sí, acabas de sentir cuán engañada está, cómo inmola vilmente a los más ridículos prejuicios tanto su felicidad como todas las delicias de la vida. ¡Ah! ¡Qué joda, qué joda impunemente! Un poco de falsa gloria, algunas frívolas esperanzas religiosas, ¿podrán compensarla de tales sacrificios? No, no, tanto la virtud como el vicio se confunden en la tumba. Al cabo de algunos años, ¿exalta el público más a unos de lo que condena a otros? ¡No, una vez más, no, y no! Y la desgraciada que haya vivido sin placer, expira, ¡ay!, sin compensación.
EUGENIA: ¡Cómo me convences, ángel mío! ¡Cómo triunfas de mis prejuicios! ¡Cómo destruyes todos los falsos principios que mi madre había puesto en mí! ¡Ay! Quisiera estar casada mañana mismo para poner al punto en práctica tus máximas. ¡Qué seductoras son, qué verdaderas, y cuánto las amo! Sólo una cosa me inquieta, querida amiga, en lo que acabas de decirme, y como no lo entiendo te suplico que me lo expliques. Pretendes que tu marido no se comporta, durante el goce, de forma que pueda tener hijos. Dime, por favor, ¿qué es lo que te hace entonces?
SRA. DE SAINT–ANGE: Mi marido era ya viejo cuando me casé con él. Desde la primera noche de bodas me previno de sus fantasías, asegurándome que por su parte jamás pondría obstáculos a las mías. Juré obedecerle, y desde esa época siempre hemos vivido los dos en la más deliciosa libertad. El gusto de mi marido consiste en que se la chupe, y mira el singularísimo episodio que une a esto: mientras que, inclinada sobre él, con mis nalgas a plomo sobre su rostro, absorbo con ardor la leche de sus cojones, tengo que cagarle en la boca… ¡Lo traga!…
EUGENIA: ¡Vaya fantasía extraordinaria!
DOLMANGÉ: Ninguna puede ser calificada así, querida; todas están en la naturaleza; al crear a los hombres, diferenciar sus rostros como sus figuras, y no debemos asombrarnos de la diversidad que ha puesto en nuestros trazos más que de la que ha puesto en nuestros afectos. La fantasía de que acaba de hablaros vuestra amiga no puede estar más de moda; una infinidad de hombres, y sobre todo los de cierta edad, se entregan a ella prodigiosamente; ¿os negaríais, Eugenia, si alguien la exigiera de vos?
EUGENIA, enrojeciendo: Según las máximas que me son inculcadas aquí, ¿puedo negarme a algo? Sólo pido perdón para mi sorpresa: es ésta la primera vez que oigo todas esas lubricidades; es preciso, en primer lugar, que las conciba; pero de la solución del problema a la ejecución del procedimiento, creo que mis preceptores deben estar seguros de que no habrá nunca más distancia que la que ellos mismos exijan. De cualquier modo, querida, ¿ganas tu libertad a cambio del consentimiento a esta complacencia?
SRA. DE SAINT–ANGE: La libertad más total, Eugenia. Hago por mi parte lo que quiero, sin que él ponga obstáculos, pero no tomo amantes: amo demasiado el placer para eso. ¡Pobre de la mujer que se ata! ¡Basta un amante para perderla, mientras que diez escenas de libertinaje repetidas cada día, si ella lo quiere, se desvanecerán en la noche del silencio tan pronto como estén consumadas! Yo era rica: pagaba a jóvenes que me jodían sin conocerme; me rodeaba de sirvientes encantadores, seguros de gustar los más dulces placeres conmigo si eran discretos, también de ser despedidos si decían una sola palabra. No tienes idea, ángel mío, del torrente de delicias en que me sumergí de esta manera. Ésa es la conducta que siempre prescribiré a todas las mujeres que quieran imitarme. Desde hace doce años que estoy casada, me han jodido más de diez o doce mil individuos… ¡y en mi sociedad me creen mojigata! Cualquier otra habría tenido amantes, y al momento habría estado perdida.
EUGENIA: Esta máxima es la más segura; y será por supuesto la mía; es preciso que, como tú, me case con un hombre rico y sobre todo con un hombre de fantasías… Pero, querida, tu marido, estrictamente ligado a sus gustos, ¿no exigió nunca otra cosa de ti?
SRA. DE SAINT–ANGE: Nunca, desde hace doce años no se ha desdicho un solo día, excepto cuando tengo mis reglas. Una joven muy hermosa, que él ha querido que tome a mi servicio, me reemplaza entonces, y todo va a pedir de boca.
EUGENIA: Pero sin duda él no se queda ahí; ¿no concurren exteriormente otros objetos a diversificar sus placeres?
DOLMANCÉ: No lo dudéis, Eugenia: el marido de la señora es uno de los mayores libertinos de su siglo; gasta más de cien mil escudos anuales en los gustos obscenos que vuestra amiga acaba de pintaros hace un instante.
SRA. DE SAINT–ANGE: A decir verdad, tampoco yo lo dudo; pero ¿qué me importan a mí sus excesos cuando su multiplicidad autoriza y oculta con un velo los míos?
EUGENIA: Sigamos, te lo ruego, el pormenor de las maneras con que una joven, casada o no, puede preservarse del embarazo, porque he de confesarte que ese temor me asusta mucho, sea con el esposo que debo tomar, sea en la carrera del libertinaje; acabas de indicarme una al hablar de los gustos de tu esposo; pero esa forma de gozar, que puede ser muy agradable para el hombre, no me parece que lo sea tanto para la mujer, y es de nuestros goces exentos de unos riesgos que temo de lo que deseo que me hables.
SRA. DE SAINT–ANGE: Una joven nunca se expone a tener hijos mientras no se la deje meter en el coño. Que evite con cuidado esa manera de gozar; que ofrezca en su lugar indistintamente su mano, su boca, sus tetas o el ojete de su culo. Por esta última vía, recibirá mucho placer, e incluso más que por otras partes; de las demás maneras, lo dará.
A la primera de esas formas, quiero decir, a la de la mano, se procede como acabas de ver, Eugenia: una sacude, como si lo bombease, el miembro de su amigo; al cabo de algunos movimientos, el esperma salta; el hombre te besa, te acaricia durante ese tiempo, y cubre con ese licor la parte de tu cuerpo que mejor le place. ¿Qué lo quiere hacer metido entre los senos? Nos tendemos en la cama, colocamos el miembro viril en medio de los dos pechos, lo presionamos, y al cabo de unas cuantas sacudidas el hombre se corre de tal modo que nos inunda las tetas y algunas veces la cara. Esta manera es la menos voluptuosa de todas, y sólo puede convenir a mujeres cuyo pecho, a fuerza de servicio, haya adquirido suficiente flexibilidad para apretar el miembro del hombre comprimiéndose sobre él. El goce de la boca es infinitamente más agradable, tanto para el hombre como para la mujer. La mejor forma de gustarlo es que la mujer se tienda a contra sentido sobre el cuerpo de su jodedor; te mete la polla en la boca y, con la cabeza entre tus muslos, te devuelve lo que le haces, introduciéndote su lengua en el coño o sobre el clítoris; cuando se adopta esta postura hay que agarrar, empuñar las nalgas y cosquillearse recíprocamente el agujero del culo, episodio siempre necesario para el complemento de la voluptuosidad. Amantes calientes y llenas de imaginación tragan entonces la leche que exhalan en su boca, y gozan delicadamente de este modo el placer voluptuoso de hacer pasar mutuamente a sus entrañas ese precioso licor, malvadamente escamoteado a su destino usual.
DOLMANCÉ: Esta forma es deliciosa, Eugenia; os recomiendo su ejecución. Echar a perder así los derechos de la propagación y contrariar de esta forma lo que los tontos llaman leyes de la naturaleza, está realmente lleno de encantos. Los muslos, las axilas, sirven a veces también de asilo al miembro del hombre, y le ofrecen reductos donde su semilla puede perderse sin riesgo de embarazo.
SRA. DE SAINT–ANGE: Algunas mujeres se meten en el interior de la vagina esponjas que, al recibir el esperma, le impiden lanzarse en el vaso que lo haría propagarse; otras obligan a sus jodedores a servirse de una bolsita de piel de Venecia, vulgarmente llamada condón, donde la semilla corre sin riesgo de alcanzar la meta; pero de todas estas maneras, la del culo es la más deliciosa indudablemente. Dolmancé, os dejo que disertéis sobre ella. ¿Quién mejor que vos para pintar un gusto por el que daríais vuestra vida, si su defensa lo exigiera?
DOLMANCÉ: Confieso mi debilidad. Convengo en que no hay ningún goce en el mundo que sea preferible a éste; lo adoro en los dos sexos; pero el culo de un joven muchacho, debo admitirlo, me da aún más voluptuosidad que el de una muchacha. Se llama bujarrones[6] a quienes se entregan a esta pasión; ahora bien, cuando uno es bujarrón, Eugenia, hay que serlo hasta el final. Joder a las mujeres por el culo no es más que serlo a medias: es en el varón donde la naturaleza quiere que el hombre se sirva de esta fantasía; y es especialmente por el hombre por el que nos ha dado gusto. Es absurdo decir que tal manía ultraja a la naturaleza. ¿Puede ser, cuando es la que nos lo inspira? ¿Puede dictar lo que la degrada? No, Eugenia, no; se la sirve tan bien ahí como en otra parte, y quizá de forma más santa incluso. La propagación no es más que una tolerancia por su parte. ¿Cómo podría haber prescrito por ley un acto que la priva de los derechos de su omnipotencia, puesto que la propagación no es más que una secuela de sus primeras intenciones, y dado que, si nuestra especie fuera destruida totalmente, nuevas construcciones rehechas por su mano volverían a hacer surgir las intenciones primordiales cuya realización sería más halagadora aún para su orgullo y para su poder?
SRA. DE SAINT–ANGE: ¿Sabéis, Dolmancé, que mediante este sistema llegáis a probar incluso que la extinción total de la raza humana sólo sería un servicio hecho a la naturaleza?
DOLMANCÉ: ¿Quién lo duda, señora?
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Oh, santo cielo! Las guerras, las pestes, las hambres, los asesinatos, ¿no serían más que accidentes necesarios a las leyes de la naturaleza, y el hombre, agente o paciente de tales efectos, no sería por tanto más criminal en un caso de lo que sería víctima en el otro?
DOLMANCÉ: Víctima lo es, sin duda cuando se doblega bajo los golpes de la desgracia; pero criminal, nunca. Ya volveremos sobre todas estas cosas; mientras tanto, analicemos para la bella Eugenia el goce sodomita que constituye ahora el objeto de nuestra conversación. La postura más usada para la mujer, en este goce, es acostarse boca abajo, en el borde de la cama, con las nalgas bien separadas, la cabeza lo más bajo posible. El lascivo, tras haber disfrutado un instante con la perspectiva del bello culo que se le ofrece, tras haberlo palmoteado, palpado, a veces incluso latigado, pellizcado y mordido, humedece con su boca el lindo ojete que va a perforar, y prepara la introducción con la punta de su lengua; moja asimismo su aparato con saliva o con pomada y lo presenta suavemente al agujero que va a horadar; con una mano lo lleva, con la otra separa las nalgas de su goce; cuando siente su miembro penetrar, es preciso que empuje con ardor, teniendo mucho cuidado de no perder terreno; a veces la mujer sufre entonces, si es nueva y joven; pero sin miramiento alguno para con los dolores que pronto van a convertirse en placeres, el jodedor debe empujar con vivacidad su polla gradualmente, hasta que por fin haya alcanzado la meta, es decir, hasta que el pelo de su aparato frote exactamente los bordes del ano del objeto al que encula. Que prosiga entonces su camino con rapidez: todas las espinas están ya cogidas; sólo quedan las rosas. Para acabar de metamorfosear en placer los restos de dolor que su objeto aún experimenta, si es un joven muchacho que le coja la polla y se la menee; que acaricie el clítoris si es una muchacha; las titilaciones del placer que provoca cuando encoge prodigiosamente el ano de la paciente, redoblarán los placeres del agente que, colmado de gusto y de voluptuosidad, disparará pronto al fondo del culo de su goce un esperma tan abundante como espeso, que habrán provocado tan lúbricos detalles. Hay otros que no quieren que la paciente goce: es lo que explicaremos en seguida.
SRA. DE SAINT–ANGE: Permitid un momento que sea alumna a mi vez y que os pregunte, Dolmancé, en qué estado debe encontrarse, para complemento de los placeres del agente, el culo del paciente.
DOLMANCÉ: Lleno, por supuesto; es esencial que el objeto que sirve tenga entonces las mayores ganas de cagar, a fin de que la punta de la polla del jodedor, al alcanzar el mojón, se hunda en él y deposite más cálida y blandamente la leche que lo irrita y enardece.
SRA. DE SAINT–ANGE: Me temo que el paciente ha de conseguir así menos placer.
DOLMANCÉ: ¡Error! Ese goce es tal que resulta imposible que algo lo perjudique y que el objeto que lo sirve no se vea transportado al séptimo cielo al gozarlo. Ninguno vale tanto, ninguno puede satisfacer de este modo tan completo a los dos individuos que se le entregan, y es difícil que quienes lo hayan gustado vuelvan a probar otra cosa. Ésas son, Eugenia, las mejores formas de saborear el placer con un hombre sin correr los riesgos del embarazo; porque, estad bien segura de ello, se goza no sólo ofreciendo el culo a un hombre del modo que acabo de explicaros, sino también chupándolo, magreándolo, etc., y he conocido mujeres libertinas que ponían con frecuencia mayores encantos en estos episodios que en los goces reales. La imaginación es el aguijón de los placeres; en los de esta especie, lo regula todo, es el móvil de todo; ahora bien, ¿no se goza por ella? ¿No es de ella de la que proceden las voluptuosidades más excitantes?
SRA. DE SAINT–ANGE: De acuerdo, pero Eugenia debe tener cuidado; la imaginación sólo nos sirve cuando nuestro espíritu se halla totalmente liberado de prejuicios: uno solo basta para enfriarla. Esta caprichosa porción de nuestro espíritu es de un libertinaje que nada puede contener; su mayor triunfo, sus delicias más eminentes, consisten en rompertodos los frenos que se le oponen; es enemiga de la regla, idólatra del desorden y de todo lo que lleva los colores del crimen; de ahí procede la singular respuesta que dio una mujer imaginativa que jodía fríamente con su marido:
¿Por qué tanto hielo?, le decía éste.
¡Vaya! Pues la verdad, le respondió aquella singular criatura, es que lo que me hacéis es completamente tonto.
EUGENIA: Me gusta hasta la locura esa respuesta… ¡Ay, querida, qué disposiciones siento en mí para conocer esos divinos impulsos de una imaginación desordenada! No imaginas, desde que estamos juntas…, sólo desde ese instante, no, no querida, no puedes figurarte todas las ideas voluptuosas que ha acariciado mi espíritu… ¡Ay, cómo comprendo ahora el mal!… ¡Cuánto lo desea mi corazón!
SRA. DE SAINT–ANGE: Que las atrocidades, los horrores, los crímenes más odiosos no te asombren ya, Eugenia: lo más sucio, lo más infame y lo más prohibido es lo que mejor excita la cabeza…, es siempre lo que nos hace descargar con mayores delicias.
EUGENIA: ¡A cuántos extravíos increíbles no habréis debido de entregaros uno y otra! ¡Cuánto me gustaría conocer los detalles!
DOLMANCÉ, besando y palpando a la joven: Bella Eugenia, antes preferiría cien veces veros experimentar cuanto yo quisiera hacer que contaros lo que he hecho.
EUGENIA: No sé si sería demasiado para mí prestarme a todo.
SRA. DE SAINT–ANGE: Yo no te lo aconsejaría, Eugenia.
EUGENIA: Bueno, le perdono a Dolmancé sus detalles; pero tú, mi buena amiga, dime, te lo ruego, qué es lo más extraordinario que has hecho en tu vida.
SRA. DE SAINT–ANGE: Me las he entendido yo sola con quince hombres: he sido jodida noventa veces en veinticuatro horas, tanto por delante como por detrás.
EUGENIA: Eso no son más que desenfrenos, proezas: apuesto a que has hecho cosas más singulares.
SRA. DE SAINT–ANGE: He estado en el burdel.
EUGENIA: ¿Qué quiere decir esa palabra?
DOLMANCÉ: Se llama así a las casas públicas donde, por un precio convenido, cualquier hombre encuentra jóvenes y hermosas muchachas dispuestas a satisfacer sus pasiones.
EUGENIA: ¿Y tú te has entregado allí, querida?
SRA. DE SAINT–ANGE: Sí, he estado allí de puta, he satisfecho durante una semana entera las fantasías de muchos viciosos, y he visto gustos muy singulares; por un principio igual de libertinaje, como la célebre emperatriz Teodora, mujer de Justiniano[7], los atrapé en las esquinas de las calles…, en los paseos públicos, y me jugué a la lotería el dinero ganado en esas prostituciones.
EUGENIA: Querida, conozco tu cabeza, has ido mucho más lejos todavía.
SRA. DE SAINT–ANGE: ¿Es eso posible?
EUGENIA: ¡Oh! Sí, sí, y mira cómo lo imagino: ¿no me has dicho que las sensaciones morales más deliciosas nos venían de la imaginación?
SRA. DE SAINT–ANGE: Sí lo he dicho.
EUGENIA: Pues bien, dejando errar esa imaginación, dándole libertad para franquear los últimos límites que querrían prescribirle la religión, la decencia, la humanidad, la virtud, en fin, todos nuestros presuntos deberes, ¿no es cierto que sus extravíos serían prodigiosos?
SRA. DE SAINT–ANGE: Indudablemente.
EUGENIA: Ahora bien, ¿no ha de excitaros más gracias a la inmensidad de sus extravíos?
SRA. DE SAINT–ANGE: Nada más cierto.
EUGENIA: Si esto es así, cuanto más agitadas queramos estar, más desearemos conmovernos con violencia, más rienda suelta habrá que dar a nuestra imaginación en las cosas más inconcebibles; nuestro goce mejorará entonces en razón del camino que haya hecho la cabeza, y…
DOLMANCÉ, besando a Eugenia: ¡Deliciosa!
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Qué progresos ha hecho la bribona en tan poco tiempo! Pero ¿sabes, encanto, que se puede ir lejos por el camino que nos trazas?
EUGENIA: Así lo entiendo, y puesto que no me impongo ningún freno, ya ves adónde sospecho que se puede llegar.
SRA. DE SAINT–ANGE: A los crímenes, malvada, a los crímenes más negros y más horribles.
EUGENIA, en voz baja y entrecortada: Pero tú dices que no existen… y además, sólo es para calentarse la cabeza: no se hace nada.
DOLMANCÉ: ¡Es, sin embargo, tan dulce hacer lo que uno ha imaginado!
EUGENIA, ruborizándose: Pues bien, se hace… No pretenderéis convencerme, queridos preceptores, de que jamás habéis hecho lo que habéis imaginado…
SRA. DE SAINT–ANGE: A veces lo he hecho.
EUGENIA: ¡Ya llegamos!
DOLMANCÉ: ¡Qué cabeza!
EUGENIA, prosiguiendo: Lo que te pido es lo que has imaginado, y lo que has hecho tras haberlo imaginado.
SRA. DE SAINT–ANGE, balbuceando: Eugenia, algún día te contaré mi vida. Prosigamos nuestra instrucción…, porque me harías decir unas cosas…
EUGENIA: Vamos, ya veo que no me amas lo bastante para abrirme hasta ese punto tu alma; esperaré el plazo que me impones; prosigamos con nuestros detalles. Dime, querida, ¿quién fue el primer mortal al que hiciste dueño de tus primicias?
SRA. DE SAINT–ANGE: Mi hermano: me adoraba desde la infancia; desde nuestros años más tempranos nos habíamos divertido con frecuencia sin llegar al final; le había prometido entregarme a él cuando estuviera casada; mantuve mi palabra; felizmente, mi marido no había estropeado nada y él cogió todo. Seguimos dedicándonos a esta intriga, pero sin molestarnos el uno al otro; no por ella dejamos de sumergirnos menos, cada uno por nuestro lado, en los excesos más divinos del libertinaje; incluso nos ayudamos mutuamente: yo le procuro mujeres, y él me hace conocer hombres.
EUGENIA: ¡Delicioso apaño! Pero ¿no es el incesto un crimen?
DOLMANCÉ: ¿Podría considerarse así a las uniones más dulces de la naturaleza, a aquella que ésta nos prescribe y nos aconseja como la mejor? Razonad un momento, Eugenia: ¿cómo pudo la naturaleza humana, tras las grandes catástrofes que experimentó nuestro globo, reproducirse si no por el incesto? ¿No tenemos el ejemplo, y la prueba incluso, en los libros respetados por el cristianismo? Las familias de Adán y de Noé[8], ¿pudieron perpetuarse de otro modo que por este medio? Hojead y compulsad las costumbres del universo: por doquiera veréis el incesto autorizado, mirado como ley sabia y hecha para cimentar los lazos de la familia. Si el amor, en una palabra, nace del parecido, ¿dónde puede haberlo más perfecto que entre hermano y hermana, que entre padre e hija? Una política mal entendida, causada por el temor a permitir que ciertas familias se volvieran demasiado poderosas, prohibió el incesto en nuestras costumbres; pero no abusemos hasta el punto de tomar por ley de la naturaleza lo que no ha sido dictado más que por el interés y por ambición; sondeemos nuestros corazones: a ellos remito siempre a nuestros pedantes moralistas; interroguemos a ese órgano sagrado, y reconoceremos que no hay nada más delicado que la unión carnal de las familias; cesemos de cegarnos sobre los sentimientos de un hermano por su hermana, de un padre por su hija. En vano uno y otro los disfrazan bajo el velo de una legítima ternura: el amor más violento es el único sentimiento que los inflama, el único que la naturaleza ha puesto en sus corazones. Doblemos, tripliquemos, por tanto, sin temer nada, esos deliciosos incestos, y estemos seguros de que, cuanto más cercano nos sea el objeto de nuestros deseos, más encantos tendremos para gozar.
Uno de mis amigos vive habitualmente con la hija que ha tenido de su propia madre; no hace ocho días desfloró a un muchacho de trece años, fruto de un comercio carnal con esa hija; dentro de algunos años, ese mismo joven se casará con su madre; son los deseos de mi amigo; reserva una suerte análoga a estos proyectos, y sus intenciones, según sé, son gozar también de los frutos que nacerán de ese himeneo; es joven y puede esperar. Ved, tierna Eugenia, con qué cantidad de incestos y de crímenes se habría mancillado este honrado amigo si hubiera algo de verdad en el prejuicio que nos hace admitir el mal en estas relaciones. En resumen, en todo esto parto siempre de un principio: si la naturaleza prohibiese los goces sodomitas, los goces incestuosos, las masturbaciones, etcétera, ¿permitiría que encontráramos en ellos tanto placer? Es imposible que pueda tolerar lo que realmente la ultraja.
EUGENIA: ¡Oh! Comprendo claramente, divinos preceptores míos, que según vuestros principios hay pocos crímenes sobre la tierra, y que podemos entregarnos en paz a todos nuestros deseos, por singulares que puedan parecer a los tontos que, ofendiéndose y alarmándose por todo, toman imbécilmente las instituciones sociales por leyes divinas de la naturaleza. Pero, sin embargo, amigos míos, ¿no admitís al menos que existan ciertas acciones absolutamente escandalosas y decididamente criminales, aunque estén dictadas por la naturaleza? Estoy de acuerdo con vosotros en que esta naturaleza, tan singular en las producciones que ha creado como variada en las inclinaciones que nos da, nos lleva con frecuencia a hechos crueles; pero si, entregados a estas depravaciones, cediésemos a las inspiraciones de esa extravagante naturaleza hasta el punto de atentar, es una suposición, contra la vida de nuestros semejantes, me concederéis, eso espero al menos, que tal acción sería un crimen.
DOLMANCÉ: Eugenia, ni con mucho podemos concederos tal cosa. Siendo la destrucción una de las primeras leyes de la naturaleza, nada de lo que destruye podría ser un crimen. ¿Cómo podría ultrajarla una acción que sirve tan bien a la naturaleza? Esa destrucción, de la que el hombre se vanagloria, no es por otra parte sino una quimera; el asesinato no es una destrucción, quien lo comete no hace más que variar las formas; da a la naturaleza los elementos de que ésta, con su hábil mano, se sirve para recompensar al punto a otros seres; y como las creaciones no pueden ser más que goce para quien se entrega a ellas, el asesino le prepara, por tanto, uno a la naturaleza; le proporciona materiales que ella utiliza inmediatamente, y la acción que los tontos locamente censuran no es más que un mérito a los ojos de este agente universal. Es a nuestro orgullo al que se le ocurre erigir el asesinato en crimen. Estimándonos las primeras criaturas del universo, hemos imaginado tontamente que toda lesión que sufra esta sublime criatura debería ser por necesidad un crimen enorme; hemos creído que la naturaleza perecería si nuestra maravillosa especie llegara a aniquilarse en este globo, mientras que la total destrucción de la especie, devolviendo a la naturaleza la facultad creadora que ella nos cede, le daría de nuevo una energía de la que nosotros la privamos al propagarnos; ¡pero qué inconsecuencia, Eugenia! ¡Pues qué! Un soberano ambicioso podrá destruir a su capricho y sin el menor escrúpulo a los enemigos que obstaculizan sus proyectos de grandeza; leyes crueles, arbitrarias, imperiosas, podrán incluso asesinar cada siglo millones de individuos… y nosotros, débiles y desgraciadas criaturas, ¿no podremos sacrificar un solo ser a nuestras venganzas o a nuestros caprichos? ¿Hay algo tan bárbaro, tan ridículamente extraño? ¿Y no debemos nosotros, bajo el velo del más profundo misterio, vengarnos ampliamente de semejante inepcia[9]?
EUGENIA: Desde luego… ¡Oh! ¡Cuán seductora es vuestra moral, y cómo me gusta!… Pero, decidme en conciencia, Dolmancé, ¿nunca os habéis satisfecho en ese punto?
DOLMANCÉ: No me forcéis a revelaros mis faltas: su número y su especie me obligarían a ruborizarme demasiado. Quizás un día os las confiese.
SRA. DE SAINT–ANGE: Dirigiendo la espada de las leyes, el malvado se ha servido muchas veces de ella para satisfacer sus pasiones.
DOLMANCÉ: ¡Ojalá no tuviera otros reproches que hacerme!
SRA. DE SAINT–ANGE, saltando a su cuello: ¡Hombre divino!… ¡Os adoro!… ¡Qué espíritu y qué valor hay que tener para haber gustado como vos todos los placeres! Sólo al hombre de genio le está reservado el honor de romper todos los frenos de la ignorancia y de la estupidez. ¡Besadme, sois encantador!
DOLMANCÉ: Sed franca, Eugenia, ¿no habéis deseado nunca la muerte a nadie?
EUGENIA: ¡Oh!, sí, sí, y ante mis ojos he tenido cada día una abominable criatura a la que desde hace mucho tiempo quisiera ver en la tumba.
SRA. DE SAINT–ANGE: Apuesto a que adivino quién es.
EUGENIA: ¿De quién sospechas?
SRA. DE SAINT–ANGE: De tu madre.
EUGENIA: ¡Ah! ¡Deja que oculte mi rubor en tu seno!
DOLMANCÉ: ¡Voluptuosa criatura! ¡Quiero a mi vez abrumarte a caricias que han de ser el premio a la energía de tu corazón y de tu deliciosa cabeza! (Dolmancé la besa en todo el cuerpo, y le da ligeras palmadas en las nalgas; se le pone tiesa; la Sra. de SAINT–ANGE empuña y menea su polla; las manos de Dolmancé se pierden también de vez en cuando por el trasero de la Sra. de SAINT–ANGE, que se lo presta con lubricidad; algo repuesto, Dolmancé continúa). Pero ¿por qué no habríamos de poner en práctica esa idea sublime?
SRA. DE SAINT–ANGE: Eugenia, yo detesté a mi madre tanto como tú odias a la tuya, y no dudé. EUGENIA: Me han faltado medios.
SRA. DE SAINT–ANGE: Di mejor el valor.
EUGENIA: ¡Ay! ¡Tan joven todavía!
DOLMANCÉ: Pero ahora, Eugenia, ¿ahora qué haríais?
EUGENIA: Todo… ¡Qué me den los medios… y entonces se verá!
DOLMANCÉ: Los tendréis, Eugenia, os lo prometo; pero pongo una condición.
EUGENIA: ¿Cuál? O mejor, ¿cuál es la que no estoy dispuesta a aceptar?
DOLMANCÉ: Ven, perversa, ven a mis brazos; no puedo aguantar más; es preciso que tu encantador trasero sea el precio del don que te prometo, es preciso que un crimen pague el otro. ¡Ven!… ¡O mejor, venid ambas a apagar con oleadas de leche el fuego divino que nos inflama!
SRA. DE SAINT–ANGE: Pongamos, si os place, un poco de orden en estas orgías: es preciso hacerlo hasta en el seno del delirio y de la infamia.
DOLMANCÉ: Nada más sencillo: el objetivo principal, en mi opinión, es que yo me corra dando a esta encantadora muchachita el mayor placer que pueda. Voy a meterle mi polla en el culo mientras, doblada en vuestros brazos, la magreáis como mejor sepáis; en la postura en que os coloco, ella podrá devolvéroslo: os besaréis la una a la otra. Y tras algunas correrías en el culo de esta criatura, variaremos el cuadro. Yo os encularé, señora; Eugenia, encima de vos, con vuestra cabeza entre sus piernas, me dará a chupar su clítoris: de este modo le haré perder leche por segunda vez. Luego, yo me volveré a colocar en su ano; vos me ofreceréis vuestro culo en lugar del coño que ella me ofrecía, es decir, que pondréis, como ella acabará de hacerlo, su cabeza entre vuestras piernas; yo chuparé el ojete de vuestro culo de la misma forma que habré chupado el coño; vos descargaréis, yo haré otro tanto mientras mi mano, abrazando el lindo cuerpecito de esta encantadora novicia, irá a cosquillearle el clítoris para hacerla correrse también.
SRA. DE SAINT–ANGE: Bien, mi querido Dolmancé, pero os faltará algo.
DOLMANCÉ: ¿Una polla en el culo? Tenéis razón, señora.
SRA. DE SAINT–ANGE: Dejémoslo por esta mañana; la tendremos por la tarde: mi hermano vendrá a ayudarnos, y nuestros placeres quedarán colmados. Pongamos manos a la obra.
DOLMANCÉ: Quisiera que Eugenia me la menease un momento. (Ella lo hace). Sí, así es…, un poco más rápido, amor mío…, mantened siempre bien desnuda esa cabeza bermeja, no la recubráis nunca… Cuanto más tenso pongáis el frenillo, mejor es la erección… nunca hay que cubrir la polla que se está meneando… ¡Bien!… De este modo, vos misma preparáis el estado del miembro que va a perforaros… ¿Veis cómo se decide?… ¡Dadme vuestra lengua, bribonzuela!… ¡Qué vuestras nalgas se posen sobre mi mano derecha, mientras mi mano izquierda os cosquillea el clítoris!
SRA. DE SAINT–ANGE: Eugenia, ¿quieres hacerle gustar el mayor de los placeres?
EUGENIA: Por supuesto…, quiero hacer cualquier cosa para procurárselo.
SRA. DE SAINT–ANGE: Pues bien, métete su polla en la boca y chúpala unos instantes.
EUGENIA, lo hace: ¿Es así?
DOLMANCÉ: ¡Ah, qué boca tan deliciosa! ¡Qué calor!… ¡Vale para mí tanto como el más hermoso de los culos!… Mujeres voluptuosas y hábiles, no neguéis nunca este placer a vuestros amantes; los encadenará a vosotras para siempre… ¡Ah, santo Dios, rediós!…
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Cómo blasfemas, amigo mío!
DOLMANCÉ: Dadme vuestro culo, señora… Sí, dádmelo que lo bese mientras me chupan, y no os asombréis de mis blasfemias: uno de mis mayores placeres es jurar cuando estoy empalmado. Me parece que mi espíritu, mil veces más exaltado entonces, aborrece y desprecia mucho mejor esa repugnante quimera; quisiera encontrar una forma de denostarlo o de ultrajarlo más; y cuando mis malditas reflexiones me llevan a la convicción de la nulidad de ese repugnante objeto de mi odio, me excito, y querría poder reconstruir al punto el fantasma para que mi rabia se dirigiera al menos contra algo. Imitadme, mujer encantadora, y veréis cómo tales palabras acrecientan de modo infalible vuestros sentidos. Pero ¡rediós!… veo que, por más placer que sienta, debo retirarme inmediatamente de esa boca divina, ¡dejaré ahí mi leche!… Vamos, Eugenia, colocaos; ejecutemos el cuadro que he trazado, y sumerjámonos los tres en la ebriedad más voluptuosa. (Adoptan la postura).
EUGENIA: ¡Cuánto temo, querido, la impotencia de vuestros esfuerzos! La desproporción es demasiado grande.
DOLMANCÉ: Sodomizo todos los días a gente más joven; ayer incluso, un niño de siete años fue desflorado por esta polla en menos de tres minutos… ¡Valor, Eugenia, valor!…
EUGENIA: ¡Ay! ¡Me desgarráis!
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Tened cuidado, Dolmancé; pensad que yo respondo de ella!
DOLMANCÉ: Magreadla bien, señora, sentirá menos el dolor; además, ya está todo dicho: la he metido hasta el pelo.
EUGENIA: ¡Oh, cielos! No ha sido sin esfuerzo… Mira el sudor que cubre mi frente, querida… ¡Ay! ¡Dios! ¡Jamás experimenté dolores tan vivos!…
SRA. DE SAINT–ANGE: Ya estás desflorada a medias, ya has ingresado en el rango de las mujeres; bien puede comprarse esa gloria a cambio de un poco de dolor; además, ¿no te alivian un poco mis dedos?
EUGENIA: ¿Podría resistir sin ellos? Hazme cosquillas, ángel mío… Siento que imperceptiblemente el dolor se metamorfosea en placer… ¡Empujad!… ¡Empujad!… ¡Dolmancé…, me muero!…
DOLMANCÉ: ¡Ay! ¡Santo Dios! ¡Rediós! ¡Recontradiós! Cambiemos, o no aguantaré más… Vuestro trasero, señora, por favor, y colocaos inmediatamente como os he dicho. (Se colocan, y Dolmancé continúa). Aquí me cuesta menos… ¡Cómo entra mi polla!… Pero este bello culo no es menos delicioso, señora.
EUGENIA: ¿Estoy bien así, Dolmancé?
DOLMANCÉ: ¡De maravilla! Este lindo coñito virgen se ofrece deliciosamente a mí. Soy un culpable, un infractor, lo sé; estos atractivos no están hechos para mis ojos; pero el deseo de dar a esta niña las primeras lecciones de la voluptuosidad es mayor que cualquier otra consideración. Quiero hacer correr su leche…, quiero agotarla si es posible… (la lame).
EUGENIA: ¡Ay! ¡Me hacéis morir de placer, no puedo resistirlo!…
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Ya me voy! ¡Ay! ¡Jode!… ¡Jode!… ¡Dolmancé, me corro!…
EUGENIA: ¡Yo hago lo mismo, querida! ¡Ay, Dios mío, cómo me chupa!…
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Jura entonces, putilla, jura!…
EUGENIA: Bien, ¡rediós! ¡Descargo!… ¡Estoy en la más dulce de las embriagueces!…
DOLMANCÉ: ¡A tu sitio!… ¡A tu sitio, Eugenia!… Seré víctima de todos estos cambios de mano. (Eugenia se coloca). ¡Ah, bien! Ya estoy en mi primera guarida…, mostradme el agujero de vuestro culo, quiero lamerlo a mi gusto… ¡Cuánto me gusta besar un culo que acabo de joder!… ¡Ay! Dejadme que os lo chupe bien mientras lanzo mi esperma al fondo del coño de vuestra amiga… ¿Podríais creerlo, señora? Esta vez ha entrado sin esfuerzo… ¡Ay! ¡Joder, joder! No imagináis cómo lo aprieta, cómo lo comprime… ¡Jodido santo dios, qué placer siento!… ¡Ay, ya está, no aguanto más…, mi leche corre… y me muero!…
EUGENIA: También él me hace morir a mí, querida, te lo juro…
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡La muy bribona! ¡Qué pronto se acostumbrará!
DOLMANCÉ: Conozco una infinidad de jovencitas de su edad a las que nada en el mundo podría convencer para gozar de otro modo; sólo cuesta la primera vez; una mujer sólo tiene que probar de esta manera para que no quiera hacer otra cosa… ¡Oh, cielos! Estoy agotado; dejadme que recupere el aliento al menos un instante.
SRA. DE SAINT–ANGE: Así son los hombres, querida, apenas nos miran cuando sus deseos quedan satisfechos; este aniquilamiento los lleva a la desgana, y la desgana pronto al desprecio.
DOLMANCÉ, fríamente: ¡Ah, qué injuria, divina belleza! (Abraza a ambas). Sólo estáis hechas para los homenajes, cualquiera que sea el estado en que uno se encuentre.
SRA. DE SAINT–ANGE: Pero consuélate, Eugenia mía: si adquieren el derecho a despreocuparse de nosotras porque están satisfechos, también nosotras tenemos el de despreciarlos cuando su proceder nos fuerza a ello. Si Tiberio sacrificaba a Caprea los objetos que acababan de servir a sus pasiones[10], también Zingua, reina de África, inmolaba a sus amantes[11].
DOLMANCÉ: Estos excesos, perfectamente sencillos y de sobra conocidos por mí, desde luego, nunca deben realizarse, sin embargo, entre nosotros. «Jamás entre sí se comen los lobos», dice el proverbio, y por trivial que sea es exacto. No temáis nada de mí, amigas mías: quizá pudiera haceros mucho mal, pero nunca os lo haré.
EUGENIA: ¡Oh! No, no, querida, me atrevo a responder de ello: Dolmancé nunca abusará de los derechos que sobre nosotras le demos; creo que tiene la probidad de los viciosos: es la mejor; pero volvamos a nuestro preceptor a sus principios y retornemos, os lo suplico, al gran designio que nos inflamaba antes de que nos excitásemos.
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Cómo! ¡Bribona, todavía piensas en ello! Había creído que la historia nacía sólo de la efervescencia de tu cabeza.
EUGENIA: Es el impulso más nítido de mi corazón, y no quedaré contenta hasta la consumación de ese crimen.
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Oh! Bueno, bueno, perdónala; piensa que es tu madre.
EUGENIA: ¡Bonito título!
DOLMANCÉ: Tienes razón: esa madre ¿ha pensado en Eugenia al traerla al mundo? La muy tunanta se dejaba follar porque sentía placer, pero estaba muy lejos de pensar en esta hija. Que actúe como quiera a ese respecto; dejémosla en total libertad y contentémonos con asegurarle que, sea el exceso que fuere al que llegue en este caso, jamás se hará culpable de ningún mal.
EUGENIA: La aborrezco, la detesto, mil razones legitiman mi odio; es preciso que obtenga su vida al precio que sea.
DOLMANCÉ: Pues bien, puesto que tus resoluciones son inquebrantables, quedarás satisfecha, Eugenia, te lo juro; pero permíteme algunos consejos que, antes de actuar, se convierten en lo más necesario para ti. Que jamás se te escape tu secreto, y, sobre todo, actúa sola: nada tan peligroso como los cómplices; desconfiemos siempre de aquellos mismos que creemos que nos son los más adictos. Nunca, decía Maquiavelo, hay que tener cómplices, o hay que deshacerse de ellos en cuanto nos han servido. Y esto no es todo: resulta indispensable, Eugenia, fingir para los proyectos que maquinas. Acércate más que nunca a tu víctima antes de inmolarla; finge agradarla o consolarla; mímala, comparte sus penas, júrale que la adoras; haz más aún, convéncela: en tales casos, nunca podrá llevarse demasiado lejos la falsedad. Nerón acariciaba a Agripina[12] en la barca misma que debía engullirla: imita este ejemplo, usa toda la trapacería, todas las imposturas que pueda sugerirte tu espíritu. Si la mentira es siempre necesaria a las mujeres, cuando quieren engañar es cuando se vuelve más indispensable.
EUGENIA: Estas lecciones serán retenidas y puestas en práctica sin duda; pero profundicemos, por favor, en esa falsedad que aconsejáis usar a las mujeres; ¿consideráis absolutamente esencial en el mundo tal manera de ser?
DOLMANCÉ: Indudablemente no conozco otra más necesaria en la vida; una verdad cierta va a probaros su indispensabilidad; todo el mundo la emplea; tras esto, yo os pregunto: ¿cómo no ha de fracasar siempre un individuo sincero en medió de una sociedad de gentes falsas? Ahora bien, si es verdad, como pretenden, que las virtudes son de alguna utilidad en la vida civil, ¿cómo queréis que aquel a quien ni la voluntad, ni el poder, ni el don de ninguna virtud, cosa que le ocurre a muchas personas, cómo queréis, repito, que tal ser no esté esencialmente obligado a fingir para obtener a su vez un poco de la porción de felicidad que sus competidores le arrebatan? Y, en la práctica, ¿no es desde luego la virtud, o su apariencia, lo que se vuelve realmente necesario al hombre social[13]? No dudemos que la apariencia sola le basta: poseyéndola, tiene todo lo necesario. Puesto que en sociedad los hombres no hacen más que rozarse, ¿no ha de bastarles con mostrarnos la corteza? Convenzámonos, además, de que la práctica de las virtudes apenas es útil a quien la posee: los demás sacan tan poco de ella que, con tal que quien haya de vivir con nosotros parezca virtuoso, nos da igual que lo sea en realidad o no. Por otra parte, la falsedad es casi siempre un medio seguro de triunfar: quien la posee adquiere necesariamente una especie de prioridad sobre quien comercia o tiene tratos con él: deslumbrándole con falsas apariencias, lo convence: desde ese momento triunfa. Si me doy cuenta de que me han engañado, sólo me culpo a mí, y mi engañador triunfará, sobre todo, porque yo, por orgullo, no habré de quejarme; su ascendiente sobre mí será siempre notable; tendrá razón cuando yo esté equivocado; progresará, mientras que yo no seré nada; él se enriquecerá mientras que yo me arruinaré; siempre, en fin, por encima de mí, cautivará pronto a la opinión pública; una vez logrado, por más que lo inculpe, ni siquiera me escucharán. Entreguémonos por tanto audazmente y sin cesar a la más insigne falsedad; mirémosla como la llave de todas las gracias, de todos los favores, de todas las reputaciones, de todas las riquezas, y calmemos cumplidamente el pequeño pesar de haber cometido engaños con el excitante placer de ser bribones.
SRA. DE SAINT–ANGE: Pienso que esto es infinitamente más de lo que requiere esta materia. Una vez convencida, Eugenia debe estar tranquila y animada: que actúe cuando quiera. Pienso que es preciso seguir ahora nuestras disertaciones sobre los diferentes caprichos de los hombres en el libertinaje; este campo ha de ser vasto, recorrámoslo; acabamos de iniciar a nuestra alumna en algunos misterios de la práctica, no descuidemos la teoría.
DOLMANCÉ: Los detalles libertinos de las pasiones del hombre son, señora, poco susceptibles de motivos de instrucción para una joven que, como Eugenia sobre todo, no está destinada al oficio de mujer pública; se casará y, en tal hipótesis, apuesto diez contra uno a que su marido no tendrá estos gustos; si así fuera, no obstante, su conducta es fácil: mucha dulzura y complacencia con él por un lado; por otro, mucha falsedad y compensaciones secretas: estas pocas palabras lo encierran todo. Si, no obstante, vuestra Eugenia desea algunos análisis de los gustos del libertinaje, para examinarlos más someramente, los reduciremos a tres: la sodomía, las fantasías sacrílegas y los gustos crueles. La primera pasión es hoy universal. Sumemos algunas reflexiones a lo que ya hemos dicho. Se divide en dos clases: la activa y la pasiva: el hombre que encula, bien a un muchacho, bien a una mujer, comete sodomía activa; es sodomita pasivo cuando se hace joder. Con frecuencia se ha puesto en tela de juicio cuál de estas dos formas de cometer sodomía era más voluptuosa: con toda seguridad lo es la pasiva, puesto que se goza a la vez de la sensación de delante y de la de atrás; es tan dulce cambiar de sexo, tan delicioso imitar a la puta, entregarse a un hombre que nos trata como a una mujer, llamar a ese hombre amante, confesarse su querida. ¡Ay, amigas mías, qué voluptuosidad! Pero, Eugenia, limitémonos aquí a algunos consejos de detalle, sólo relativos a las mujeres que, metamorfoseándose en hombres, quieren gozar, siguiendo nuestro ejemplo, de este delicioso placer. Acabo de familiarizaros con esos ataques, Eugenia, y he visto suficiente para estar convencido de que, algún día, haréis progresos en esta carrera. Os exhorto a recorrerla como una de las más deliciosas de la isla de Citerea, perfectamente convencido de que cumpliréis el consejo. Voy a limitarme a dos o tres avisos esenciales para cualquier persona decidida a conocer sólo este género de placeres, o los que le son análogos. En primer lugar, debéis haceros masturbar siempre el clítoris cuando os sodomicen: nada casa mejor que esos dos placeres; evitad el bidé o el roce de telas cuando acabáis de ser jodida de esa forma: conviene que la brecha esté siempre abierta: de ello se derivan deseos y titilaciones que pronto apagan los cuidados de la limpieza; no se tiene idea de hasta qué punto se prolongan las sensaciones. Así, cuando estéis en trance de gozar de esa manera, Eugenia, evitad los ácidos: inflaman las hemorroides y vuelven las introducciones dolorosas; oponeos a que varios hombres os decarguen sucesivamente en el culo: esa mezcla de esperma, aunque voluptuosa para la imaginación, es con frecuencia peligrosa para la salud; echad siempre fuera las distintas emisiones a medida que se produzcan.
EUGENIA: Pero ¿no sería un crimen si fueran hechas por delante?
SRA. DE SAINT–ANGE: No imagines, pobre loca, que hay el menor mal en prestarse, de la manera que sea, a desviar del principal camino la semilla del hombre, porque la propagación no es en modo alguno el objetivo de la naturaleza: sólo es una tolerancia; y cuando no la aprovechamos, sus intenciones quedan cumplidas mejor. Eugenia, sé enemiga jurada de esa fastidiosa propagación, y desvía sin cesar, incluso en el matrimonio, ese pérfido licor cuya vegetación sólo sirve para estropearnos nuestros talles, para debilitar en nosotras las sensaciones voluptuosas, para marchitarnos, para envejecernos y para perturbar nuestra salud; obliga a tu marido a acostumbrarse a tales pérdidas; ofrécele todas las rutas que puedan alejar el homenaje del templo; dile que detestas los hijos, que le suplicas no hacértelos. Cumple este artículo, querida, porque, te lo aseguro, siento por la propagación un horror tal que dejaría de ser tu amiga en el instante mismo en que estuvieras encinta. Y si esta desgracia te ocurre sin que tú tengas culpa, avísame en las siete u ocho primeras semanas, y te haré echarlo suavemente. No temas el infanticidio; ese crimen es imaginario; nosotras somos siempre dueñas de lo que llevamos en nuestro seno, y no hacemos peor destruyendo esa especie de materia que purgando la otra mediante medicamentos cuando sentimos necesidad de ello.
EUGENIA: ¿Y si el niño estuviera ya hecho?
SRA. DE SAINT–ANGE: Aunque estuviera en el mundo siempre seguiríamos siendo dueñas de destruirlo. No hay sobre la tierra derecho más cierto que el de las madres sobre sus hijos. No hay ningún pueblo que no haya reconocido esa verdad: está basada en la razón, en los principios.
DOLMANCÉ: Tal derecho está en la naturaleza… es indiscutible. La extravagancia del sistema deifico fue la fuente de todos estos groseros errores. Los imbéciles que creían en Dios, convencidos de que nosotros sólo recibíamos la existencia de él, y de que tan pronto como un embrión se hallaba maduro una pequeña alma, emanada de Dios, venía a animarla al punto, esos imbéciles, digo, debieron con toda certeza considerar como un crimen capital la destrucción de esa pequeña criatura porque, según ellos, no pertenecía ya a los hombres. Era obra de Dios: era de Dios; ¿se podía disponer de ella sin pecar? Pero desde que la antorcha de la filosofía ha disipado todas esas imposturas, desde que la quimera divina ha sido pisoteada, desde que, mejor instruidos en las leyes y en los secretos de la física, hemos desarrollado el principio de la generación, y, desde que ese mecanismo artificial no ofrece a los ojos nada más sorprendente que la vegetación del grano de trigo, hemos apelado a la naturaleza contra el error de los hombres. Ampliando la extensión de nuestros derechos, por fin hemos llegado a reconocer que éramos perfectamente libres de volver a tomar lo que sólo de mala gana y por azar habíamos entregado, y que es imposible exigir de un individuo cualquiera que se convierta en padre o en madre si no lo desea; que una criatura de más o de menos sobre la tierra no tenía mayores consecuencias, y que, en resumen, éramos tan palmariamente dueños de ese trozo de carne, por animado que estuviese, como lo somos de las uñas que cortamos de nuestros dedos, de las excrecencias de carne que extirpamos de nuestro cuerpo, o de las digestiones que suprimimos de nuestras entrañas, porque todo ello es de nosotros, porque todo ello está en nosotros, y porque somos absolutamente dueños de lo que de nosotros emana. Cuando desarrollaba para vos, Eugenia, la muy escasa importancia que la acción del asesinato tenía en la tierra, habréis podido apreciar la pequeña secuela que debe de tener asimismo cuanto atañe al infanticidio, cometido incluso sobre una criatura en la edad de razón; es por tanto inútil volver sobre ello: la excelencia de vuestro ingenio aumentará mis pruebas. La lectura de la historia de las costumbres de todos los pueblos de la tierra, haciéndonos ver que este uso es universal, acabará por convenceros de que sólo sería una imbecilidad admitir como tal esta acción totalmente indiferente.
EUGENIA, primero a Dolmancé: No puedo deciros hasta qué punto me convencéis. (Dirigiéndose luego a la Sra. de SAINT–ANGE). Pero dime, querida, ¿has empleado alguna vez el remedio que me ofreces para destruir interiormente el feto?
SRA. DE SAINT–ANGE: En dos ocasiones, y siempre con el mayor éxito; pero debo confesarte que sólo he hecho la prueba en los primeros días; no obstante, dos mujeres que conozco han empleado este mismo remedio en la mitad del embarazo, y me han asegurado que habían obtenido buenos resultados. Cuenta, por tanto, conmigo si te ocurre, querida, pero te exhorto a no ponerte nunca en el caso de necesitarlo: es más seguro. Prosigamos ahora la serie de detalles lúbricos que hemos prometido a esta joven. Continuad, Dolmancé, estamos en las fantasías sacrílegas.
DOLMANCÉ: Supongo que Eugenia está demasiado de vuelta de los errores religiosos para no hallarse íntimamente convencida de que cuanto implica burlarse de los objetos de la piedad de los tontos, apenas tiene alguna clase de consecuencia. Estas fantasías tienen tan pocas que, en la práctica, no deben calentar más que a cabezas muy jóvenes, para quienes toda ruptura de cualquier freno se convierte en goce; es una especie de pequeña venganza que enardece la imaginación y que, sin duda, puede divertir durante unos instantes; pero tales voluptuosidades han de volverse, en mi opinión, insípidas y frías, cuando uno ha tenido tiempo de instruirse y convencerse de la nulidad de objetos que no son sino pobre representación de los ídolos que nosotros escarnecemos. Profanar las reliquias, las imágenes de los santos, la hostia, el crucifijo, todo eso no debe suponer, a ojos del filósofo, más de lo que supondría la degradación de una estatua profana. Una vez que se ha condenado al desprecio tan execrables fruslerías, hay que olvidarlas sin preocuparse más por ellas; de todo ello sólo hay que conservar la blasfemia, no porque en ella haya más realidad, dado que, desde el momento en que no hay Dios, ¿de qué sirve insultar su nombre? Sino porque es esencial pronunciar palabras fuertes o sucias en la embriaguez del placer, y porque las de la blasfemia van bien a la imaginación. No hay que ahorrar nada: hay que adornar esas palabras con el mayor lujo de expresiones; es preciso que escandalicen lo más posible; porque es muy dulce escandalizar: hay en ello, para el orgullo, un pequeño triunfo de ningún modo desdeñable; os lo confieso, señoras mías, es una de mis voluptuosidades secretas: pocos placeres morales hay más activos sobre mi imaginación. Probadlo, Eugenia, y veréis cuáles son sus resultados. Haced gala, sobre todo, de una prodigiosa impiedad cuando os encontréis con personas de vuestra edad que vegetan aún en las tinieblas de la superstición; haced alarde de desenfreno y de libertinaje; fingid que hacéis de puta, dejando ver vuestro pecho; si vais con ellas a lugares secretos, remangaos los vestidos con indecencia; dejadles ver con afectación las partes más secretas de vuestro cuerpo; exigid lo mismo de ellas; seducidlas, sermoneadlas, demostradles lo ridículo de sus prejuicios; hacedles sentirse lo que se dice mal; jurad como un hombre con ellas; si son más jóvenes que vos, tomadlas por la fuerza, divertíos y corrompedlas mediante ejemplos, mediante consejos, mediante todo aquello que os parezca idóneo para pervertirlas; sed asimismo extremadamente libre con los hombres; haced alarde con ellos de irreligión y de impudor: lejos de asustaros por las libertades que tomen, concededles misteriosamente cuanto pueda divertirles sin comprometeros; dejaos magrear por ellos, meneádsela, que os masturben; llegad incluso a poner el culo; pero, puesto que el honor quimérico de las mujeres afecta a las primicias anteriores, haceos más difícil en ellas; una vez casada, tomad criados, nada de amantes, o pagad a algunas personas seguras; desde ese momento todo queda a cubierto; nada podrá dañar vuestra reputación, y sin que se haya podido sospechar nunca de vos, habréis encontrado el arte de hacer cuanto os plazca. Prosigamos: Son los placeres de la crueldad los que hemos prometido analizar en tercer lugar. Esa clase de placeres es hoy muy común entre los hombres, y éste es el argumento de que se sirven para legitimarla: queremos que nos conmuevan, dicen, ése es el objetivo de todo hombre que se entrega a la voluptuosidad, y queremos serlo por los medios más activos. Partiendo de este punto, no se trata de saber si nuestros procedimientos agradarán o desagradarán al objeto que nos sirve, se trata sólo de hacer estremecerse la masa de nuestros nervios mediante el choque más violento posible; ahora bien, si no puede ponerse en duda que el dolor afecta con más viveza que el placer, los choques sobre nosotros de esa sensación producida en otros tendrán esencialmente una vibración más vigorosa, resonarán con más energía en nosotros, pondrán en circulación más violenta los espíritus animales que, al ser determinados en las regiones bajas por el movimiento de retrogradación que les es esencial, abrasarán de inmediato los órganos de la voluptuosidad y los dispondrán para el placer. Los efectos del placer son siempre falaces en las mujeres: es además muy difícil que un hombre viejo y feo los produzca. ¿Y si lo consiguen? En tal caso son débiles, y los choques mucho menos nerviosos. Por tanto hay que preferir el dolor, cuyos efectos no pueden engañar y cuyas vibraciones son más activas. Pero —objetan a los hombres encaprichados con esta manía—, ese dolor aflige al prójimo; ¿es caritativo hacer daño a los demás para deleitarse uno mismo? Los tunantes os responderán que, acostumbrados como están en el acto del placer a creerse ellos todo y a no creer nada en los demás, están convencidos de que es muy fácil, según los impulsos de la naturaleza, preferir lo que sienten a lo que no sienten de ningún modo. ¿Qué nos importan, se atreven a decir, dolores ocasionales en el prójimo? ¿Los sentimos nosotros? No, al contrario; acabamos de demostrar que producirlos nos depara una sensación deliciosa. ¿Por qué motivo habríamos de tener consideración con un individuo que no nos afecta para nada? ¿Con qué motivo hemos de evitarle nosotros un dolor que nunca nos arrancará una lágrima, cuando es seguro que de ese dolor ha de nacer un gran placer para nosotros? ¿Hemos experimentado alguna vez un solo impulso de la naturaleza que nos aconseje preferir los demás a nosotros, y no debe cada uno mirar para sí mismo en el mundo[14]? Nos habláis de una voz quimérica de esa naturaleza, que nos dice que no ha de hacerse a los demás lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros; pero ese absurdo consejo sólo nos ha venido de hombres, y de hombres débiles. Al hombre fuerte no se le ocurrirá nunca emplear ese lenguaje. Fueron los primeros cristianos los que, perseguidos diariamente por su estúpido sistema, gritaban a quien quería oírlos: «¡No nos queméis, no nos desolléis! La naturaleza dice que no hay que hacer a los otros lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros». ¡Imbéciles[15]! ¿Cómo la naturaleza, que siempre nos aconseja deleitarnos, que nunca imprime en nosotros otros impulsos ni otras inspiraciones, podría al momento siguiente, por una incoherencia sin ejemplo, asegurarnos que no hemos de pensar en deleitarnos si eso puede causar dolor a los demás? ¡Ah! Hagámosla caso, hagámosla caso, Eugenia; la naturaleza, nuestra madre común, sólo nos habla de nosotros; no hay nada tan egoísta como su voz, y lo que vemos más claro en ella es el inmutable y santo consejo que nos da de deleitarnos, sin importar a expensas de quién. Pero los demás —responden ellos a esto— pueden vengarse… En buena hora, sólo el más fuerte tendrá razón… Pues bien, así estamos en el estado primitivo de guerra y de destrucción perpetua para el que su mano nos creó, y en el que sólo le conviene que estemos.
Así es, mi querida Eugenia, como razonan esas gentes, y yo añado, tras mi experiencia y mis estudios, que la crueldad, lejos de ser un vicio, es el primer sentimiento que imprime en nosotros la naturaleza. El niño rompe su sonajero, muerde la teta de su nodriza, estrangula su pájaro mucho antes de entrar en la edad de la razón[16]. La crueldad está impresa en los animales, en los que, como creo haber dicho, las leyes de la naturaleza se leen más enérgicamente que en nosotros; y está en los salvajes, más próximos a la naturaleza que el hombre civilizado; sería por tanto absurdo concluir que es una secuela de la depravación. Tal sistema es falso, lo repito. La crueldad está en la naturaleza; todos nosotros nacemos con una dosis de crueldad que sólo la educación modifica; pero la educación no está en la naturaleza, perjudica a los efectos sagrados de la naturaleza tanto como el cultivo perjudica a los árboles. Comparad en vuestros vergeles el árbol abandonado a los cuidados de la naturaleza, con ese otro que vuestro arte cuida dominándolo, y veréis cuál es más bello, cuál os da mejores frutos. La crueldad no es otra cosa que la energía del hombre que la civilización no ha corrompido todavía: es por tanto una virtud y un vicio. Eliminad vuestras leyes, vuestros castigos, vuestras costumbres y la crueldad dejará de tener efectos peligrosos, puesto que no obrará nunca sin que pueda ser rechazada al punto por los mismos medios; es en el estado de civilización en el que es peligrosa, porque el ser lesionado carece casi siempre o de la fuerza o de los medios para rechazar la injuria; pero en el estado de incivilización, si actúa sobre el fuerte será rechazada por éste, y si actúa sobre el débil, no hay el menor inconveniente, puesto que sólo lesiona a un ser que cede ante el fuerte de acuerdo con las leyes de la naturaleza.
No analizaremos la crueldad en los placeres lúbricos de los hombres; ya veis, Eugenia, poco más o menos, los diferentes excesos a que pueden llevar, y vuestra ardiente imaginación ha de haceros comprender fácilmente que, en un alma firme y estoica, no deben tener límites. Nerón, Tiberio, Heliogábalo, inmolaban niños para conseguir que se les pusiera dura; el mariscal de Retz, Charolais[17], tío de Condé, cometieron también los asesinatos del desenfreno: el primero confesó en su interrogatorio que no conocía voluptuosidad más poderosa que la que sacaba del suplicio infligido por su limosnero y él a niños de ambos sexos. En uno de sus castillos de Bretaña se hallaron setecientos u ochocientos inmolados. Todo ello es concebible, acabo de probároslo. Nuestra constitución, nuestros órganos, el curso de los licores, la energía de los espíritus animales: he ahí las causas físicas que producen en el mismo momento los Titos o los Nerones, las Mesalinas o las Chantal[18]; no hay por qué enorgullecerse más de la virtud que arrepentirse del vicio, ni tampoco hay por qué acusar a la naturaleza por habernos hecho nacer buenos más que por habernos creado perversos; ella ha actuado según sus miras, sus placeres y sus necesidades: sometámonos. Por tanto sólo examinaré aquí la crueldad de las mujeres, siempre más activa en ellas que en los hombres, por la poderosa razón de la excesiva sensibilidad de sus órganos.
En general distinguimos dos clases de crueldad: la que nace de la estupidez, que, nunca razonada, nunca analizada, iguala al individuo nacido así con la bestia feroz: no proporciona ningún placer, porque quien está inclinado a ella no es susceptible de ningún refinamiento; las brutalidades de un ser así, rara vez son peligrosas; siempre es fácil evitarlas; la otra especie de crueldad, fruto de la extrema sensibilidad de los órganos, sólo es conocida por seres extremadamente delicados, y los excesos a que lleva no son sino refinamientos de su delicadeza; es esa delicadeza, embotada demasiado deprisa por su excesiva finura, la que, para despertar, utiliza todos los recursos de la crueldad. ¡Qué pocas personas conciben estas diferencias! ¡Cuán pocas las que las sienten! Y sin embargo existen, son indudables. Ahora bien, este segundo género de crueldad es el que afecta con más frecuencia a las mujeres. Estudiadlas bien: veréis si no es el exceso de su sensibilidad lo que las ha llevado ahí; veréis si no es la extrema actividad de su imaginación, la fuerza de su espíritu, lo que las vuelve malvadas y feroces; por ello son tan encantadoras; por ello también no hay una sola de esta especie que no desemboque en la locura cuando empieza; por desgracia, la rigidez, o, más bien, la absurdidad de nuestras costumbres, otorga poco alimento a su crueldad; están obligadas a esconderse, a disimular, a cubrir su inclinación por medio de ostensibles actos de beneficencia que en el fondo de su corazón detestan; sólo bajo el velo más oscuro, con las precauciones más grandes, ayudadas de algunas amigas seguras, pueden entregarse a sus inclinaciones; y, como hay muchas de esta clase, muchas son las desgraciadas en consecuencia. ¿Queréis conocerlas? Anunciad un espectáculo cruel, un duelo, un incendio, una batalla, un combate de gladiadores; veréis cómo acuden; pero estas ocasiones no son lo suficientemente numerosas para alimentar su furor: se contienen y sufren.
Lancemos una rápida ojeada sobre las mujeres de esa clase. Zingua, reina de Angola, la más cruel de las mujeres, inmolaba a sus amantes nada más gozar de ella; con frecuencia hacía luchar a guerreros ante sus ojos y se convertía en premio del vencedor; para halagar su alma feroz, se divertía mandando machacar en un mortero a todas las mujeres que habían quedado embarazadas antes de los treinta años[19]. Zoé[20], mujer de un emperador chino, no tenía mayor placer que ver ejecutar criminales ante sus ojos; a falta de ellos, hacía inmolar esclavos mientras jodía con su marido, y los impulsos de su descarga eran proporcionales a la crueldad de las angustias que hacía soportar a aquellos desdichados.
Ella fue la que, afinando sobre la clase de suplicio que iba a imponer a sus víctimas, inventó esa famosa columna de bronce hueca que se ponía al rojo vivo tras haber introducido en ella al paciente. Teodora, la mujer de Justiniano, se divertía viendo hacer eunucos; y Mesalina se masturbaba mientras, ante ella, por el mismo procedimiento, se hacía morir por agotamiento a los hombres. Las mujeres de Florida hacían hincharse el miembro de sus esposos y ponían pequeños insectos sobre el glande, lo cual les hacía sufrir horribles dolores; para esta operación los ataban y se reunían varias en torno a un solo hombre para lograr más fácilmente sus propósitos. Cuando vieron a los españoles, ellas mismas sujetaban a sus esposos mientras esos bárbaros europeos los asesinaban. La Voisin y la Brinvilliers envenenaban por el solo placer de cometer un crimen. En resumen, la historia nos proporciona miles de rasgos de la crueldad de las mujeres, y, debido a la inclinación natural que sienten por esos impulsos, desearía que se acostumbraran a usar la flagelación activa, medio por el que los hombres crueles aplacan su ferocidad. Algunas de ellas la utilizan, lo sé, pero no se halla extendida entre ese sexo hasta el punto que yo desearía. Con esta salida brindada a la barbarie de las mujeres, la sociedad ganaría; porque al no poder ser malvadas de esa forma, lo son de otra y, diseminando su veneno en la sociedad, causan la desesperación de sus esposos y de su familia. Su negativa a hacer una buena acción cuando la ocasión se presenta, la de socorrer al infortunado, desarrolla perfectamente, si se quiere, esa ferocidad a que ciertas mujeres son arrastradas por naturaleza; pero eso es poco y a menudo dista mucho de su necesidad de hacer lo peor. Indudablemente habría otros medios con los que una mujer a un tiempo sensible y feroz puede calmar sus fogosas pasiones, pero son peligrosos, Eugenia, y nunca me atreveré a aconsejártelos. ¡Oh, cielos! ¿Qué os pasa, ángel querido?… Señora…, ¡en qué estado se encuentra vuestra alumna!…
EUGENIA, masturbándose: ¡Ay, santo Dios! ¡Me volvéis loca!… ¡Aquí tenéis el efecto de vuestras jodidas palabras!…
DOLMANCÉ: ¡Ayuda, señora, ayuda! ¿Dejaremos correrse a esta hermosa niña sin ayudarla?…
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Oh! ¡Sería injusto! (Tomándola en sus brazos). ¡Adorable criatura, nunca he visto una sensibilidad como la tuya, nunca una cabeza tan deliciosa!…
DOLMANCÉ: Ocupaos de la parte delantera, señora; con mi lengua voy a lamer el lindo agujerito de su culo, mientras doy leves cachetadas en las nalgas; tiene que correrse entre nuestras manos por lo menos siete u ocho veces de esta forma.
EUGENIA, extraviada: ¡Ay! ¡Joder! ¡No será difícil!
DOLMANCÉ: Por la postura en que estamos, señoras mías, observo que podríais chuparme la polla por turno; así excitado, procedería con mayor energía a los placeres de nuestra encantadora alumna.
EUGENIA: Querida, te disputo el honor de chupar esta hermosa polla. (La empuña).
DOLMANCÉ: ¡Ay! ¡Qué delicias!… ¡Qué calor voluptuoso!… Pero, Eugenia, ¿os portaréis bien en el momento de la crisis?
SRA. DE SAINT–ANGE: Tragará…, tragará…, respondo de ella; y además, si por niñería… o por no sé qué otro motivo… descuidara los deberes que aquí le impone la lubricidad…
DOLMANCÉ, muy animado: ¡No la perdonaría, señora, no la perdonaría!… ¡Un castigo ejemplar…, os juro que sería azotada…, que sería azotada hasta la sangre!… ¡Ay, rediós!… Descargo… ¡Mi leche corre!… ¡Traga!… ¡Traga, Eugenia, que no se pierda ni una sola gota!… Y vos, señora, ocupaos de mi culo, que a vos se ofrece… ¿No veis cómo está entreabierto mi jodido culo? ¿No veis cómo apela a vuestros dedos?… ¡Hostias! Mi éxtasis es completo… ¡Los hundís hasta la muñeca!… ¡Ah, calmémonos, no puedo más…, esta encantadora niña me ha chupado como un ángel!…
EUGENIA: Querido y adorable preceptor, no he perdido ni una sola gota. Bésame, amor, tu leche está ahora en el fondo de mis entrañas.
DOLMANCÉ: Es deliciosa… ¡Y cómo ha descargado la pequeña bribona!…
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Está inundada! ¡Oh, cielos! ¿Qué oigo?… Llaman: ¿quién puede venir a molestarnos de este modo?… Es mi hermano… ¡Imprudente!…
EUGENIA: Pero, querida, ¡esto es una traición!
DOLMANCÉ: Una traición inaudita, ¿no es así? No temáis nada, Eugenia, sólo trabajamos para vuestros placeres.
SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Ah, pronto quedará convencida! Acércate, hermano mío, y ríete de esta jovencita que se esconde para que no la veas.