SÉPTIMO Y ÚLTIMO DIÁLOGO

PERSONAJES:

SEÑORA DE SAINT–ANGE, EUGENIA, EL CABALLERO, AGUSTÍN, DOLMANCÉ, SEÑORA DE MISTIVAL.

SRA. DE MISTIVAL, a la Sra. de SAINT–ANGE: Os ruego que me excuséis, señora, por llegar a vuestra casa sin preveniros; pero me han dicho que mi hija está aquí y, como su edad no permite todavía que vaya sola, os ruego, señora, tengáis a bien devolvérmela y no desaprobar mi llegada.

SRA. DE SAINT–ANGE: Su llegada es de lo más descortés, señora; de oíros se diría que vuestra hija está en malas manos.

SRA. DE MISTIVAL: A fe mía que si hay que juzgar por el estado en que la encuentro a ella, a vos y a vuestra compañía, señora, creo que no me equivoco mucho pensando que está muy mal aquí.

DOLMANCÉ: Ese principio es impertinente, señora, y sin conocer exactamente el grado de las relaciones que existen entre la Sra. de SAINT–ANGE y vos, no os oculto que yo, en su lugar, os habría mandado tirar por la ventana.

SRA. DE MISTIVAL: ¿Qué entendéis vos por tirar por la ventana? ¡Sabed, señor, que no se tira por ahí a una mujer como yo! Ignoro quién sois, pero por vuestras palabras, por el estado en que os halláis, es fácil juzgar vuestras costumbres. ¡Eugenia, sígueme!

EUGENIA: Os pido perdón, señora, pero no puedo tener ese honor.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Cómo! ¡Mi hija se me resiste!

DOLMANCÉ: Os desobedece formalmente incluso, como veis, señora. Creedme, no lo permitáis. ¿Queréis que mande a buscar azotes para corregir a esta niña indócil?

EUGENIA: Mucho me temo que, si los trajeran, sirviesen más para la señora que para mí.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Impertinente criatura!

DOLMANCÉ, acercándose a la Sra. de Místíval: Despacio, amor mío, nada de insultos; todos nosotros protegemos a Eugenia, y podríais arrepentiros de vuestras vehemencias con ella.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Cómo! ¿Mi hija me ha de desobedecer y yo no he de poder hacerle sentir los derechos que tengo sobre ella?

DOLMANCÉ: ¿Y cuáles son esos derechos, por favor, señora? ¿Alardeáis de su legitimidad? Cuando el Sr. de Mistival, o no sé quién, os lanzó en la vagina las gotas de leche que hicieron brotar a Eugenia, ¿la tuvisteis en cuenta entonces? No, ¿verdad? Pues bien, ¿qué agradecimiento queréis que os tenga hoy por haberos corrido cuando os jodían ese despreciable coño? Sabed, señora, que no hay nada más ilusorio que los sentimientos del padre o de la madre para con los hijos, ni los de éstos por los autores de sus días. Nada funda, nada establece semejantes sentimientos, en uso aquí, detestados allá, puesto que hay países en que los padres matan a sus hijos, otros en los que éstos degüellan a aquellos de los que han recibido la vida. Si los movimientos de amor recíproco correspondieran a la naturaleza, la fuerza de la sangre no sería ya quimérica, y sin verse, sin conocerse mutuamente, los padres distinguirían, adorarían a sus hijos, y a la inversa, éstos, en medio de la mayor asamblea, reconocerían a sus padres desconocidos, volarían a sus brazos y los adorarían. ¿Qué vemos en lugar de esto? Odios recíprocos e inveterados; hijos que, incluso antes de la edad de razón, nunca han podido soportar la vista de sus padres; padres que alejan a sus hijos de sí porque nunca pudieron sufrir su proximidad. Estos pretendidos impulsos son por tanto ilusorios, absurdos; sólo el interés los imaginó, el uso los prescribió, la costumbre los sostuvo, pero jamás los imprimió la naturaleza en nuestros corazones. Ved si los conocen los animales; indudablemente, no: y sin embargo, a ellos hay que remitirse siempre que se quiere conocer la naturaleza. ¡Oh padres! Tranquilizaos por tanto sobre las pretendidas injusticias que vuestras pasiones o vuestros intereses os llevan a cometer sobre esos seres nulos para vosotros, a los que algunas gotas de vuestro esperma han dado la luz; no les debéis nada, estáis en el mundo para vosotros y no para ellos; estaríais muy locos si os molestarais, si no os ocuparais más que de vosotros: sólo para vosotros debéis vivir; y vosotros, hijos, mucho más libres, si es posible, de esa piedad filial cuya base es una verdadera quimera, convenceos asimismo de que tampoco debéis nada a esos individuos cuya sangre os ha traído a la vida. Piedad, reconocimiento, amor, ninguno de esos sentimientos se les debe; quienes os han dado la vida no tienen ni un solo título para exigirlos de vosotros; no trabajan más que para ellos, que se las apañen; pero el mayor de todos los engaños sería darles cuidados o ayudas que no les debéis por ningún concepto; nada prescribe la ley sobre esto, y si por casualidad imagináis que el órgano de esos sentimientos está en las inspiraciones del uso o en las de los efectos morales del carácter, ahogad sin remordimientos tales sentimientos absurdos…, sentimientos locales, fruto de costumbres climáticas[64] que la naturaleza reprueba y que siempre desautorizó la razón.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Cómo! ¡Los cuidados que con ella he tenido, la educación que le he dado!…

DOLMANCÉ: ¡Oh! Respecto a los cuidados, nunca han sido otra cosa que fruto de la costumbre o del orgullo; como no habéis hecho por ella más de lo que prescriben las costumbres del país en que habitáis, evidentemente Eugenia no os debe nada. En cuanto a la educación, tiene que haber sido muy mala, porque aquí nos hemos visto obligados a refundir todos los principios que le habéis inculcado; no hay uno solo encaminado a su felicidad, ni uno que no sea absurdo o quimérico. ¡Le habéis hablado de Dios, como si existiera alguno; de virtud, como si fuera necesaria; de religión, como si todos los cultos religiosos fuesen otra cosa que el resultado de la impostura del más fuerte y de la imbecilidad del más débil; de Jesucristo, como si ese tunante no fuera otra cosa que un trapacero y un malvado! Le habéis dicho que joder era un pecado, mientras que joder es la acción más deliciosa de la vida; habéis querido darle buenas costumbres, como si la felicidad de una joven no estuviera en el desenfreno y la inmoralidad, como si la más feliz de todas las mujeres no tuviera que ser, indiscutiblemente, la que más se revuelca en la porquería y el libertinaje, la que mejor desafía todos los embustes y la que más se burla de la reputación. ¡Ah! Desengañaos, desengañaos, señora. Nada habéis hecho por vuestra hija, ninguna obligación que esté dictada por la naturaleza habéis cumplido respecto a ella: Eugenia no os debe, pues, más que odio.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Santo cielo! Mi Eugenia está perdida, es evidente… Eugenia, mi querida Eugenia, oye por última vez las súplicas de la que te ha dado la vida; ya no son órdenes, hija mía, son súplicas; por desgracia es demasiado cierto que aquí estás entre monstruos; ¡aléjate de este comercio peligroso y sígueme, te lo pido de rodillas! (Se echa a sus pies).

DOLMANCÉ: ¡Ah! ¡Bueno! ¡Vaya escena de lagrimas!… ¡Vamos, Eugenia, enterneceos!

EUGENIA, medio desnuda, como se recordará: Tomad, mamaíta, os doy mis nalgas… ahí las tenéis, a la altura de vuestra boca; besadlas, corazón mío, chupadlas, es todo cuanto Eugenia puede hacer por vos… Recuerda, Dolmancé, que siempre me mostraré digna de ser tu alumna.

SRA. DE MISTIVAL, rechazando a Eugenia con horror: ¡Ah! ¡Monstruo! ¡Aléjate, reniego para siempre de que seas hija mía!

EUGENIA: ¡Unid a ello vuestra maldición, madrecita mía, si queréis, para que la cosa sea más conmovedora, y me veréis siempre de la misma flema!

DOLMANCÉ: ¡Oh! Despacio, despacio, señora; eso ha sido un insulto; acabáis de rechazar a Eugenia con demasiada dureza; ya os he dicho que está bajo nuestra protección; es preciso un castigo para este crimen; tened la bondad de desnudaros por completo para recibir el que merece vuestra brutalidad.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Desnudarme!…

DOLMANCÉ: Agustín, sirve de doncella a la señora, ya que se resiste. (Agustín lo hace brutalmente; ella se defiende).

SRA. DE MISTIVAL, a la Sra. de SAINT–ANGE: ¡Oh, cielos! ¿Dónde estoy? Pero, señora, ¿pensáis en lo que permitís que se me haga en vuestra casa? ¿Imagináis que no me quejaré de semejantes procedimientos?

SRA. DE SAINT–ANGE: No es muy seguro que podáis hacerlo.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Oh, Dios mío! ¡Aquí me van a matar!

DOLMANCÉ: ¿Y por qué no?

SRA. DE SAINT–ANGE: Un momento, señores. Antes de exponer a vuestros ojos el cuerpo de esta encantadora belleza, conviene que os prevenga del estado en que vais a encontrarla. Eugenia acaba de decírmelo al oído: ayer su marido la azotó a más no poder por algunos pecadillos caseros… y, según me asegura Eugenia, vais a encontrar sus nalgas como tafetán chino.

DOLMANCÉ, cuando la Sra. de Mistival está desnuda: ¡Ah, vaya, nada es más cierto! Creo que en mi vida he visto un cuerpo más maltratado… Pero ¡cómo!, diablos, tiene tanto por delante como por detrás… Sin embargo, tiene un culo muy hermoso. (Lo besa y lo soba).

SRA. DE MISTIVAL: ¡Dejadme, dejadme o pediré socorro!

SRA. DE SAINT–ANGE, acercándose a ella y cogiéndola por el brazo: ¡Escucha, puta! ¡Voy a decirte por fin la verdad!… Para nosotros eres una víctima enviada por tu mismo marido; es preciso que sufras tu suerte; nada podrá librarte de ella… ¿Cuál será? No lo sé. Quizá seas colgada, supliciada, descuartizada, atenazada, quemada viva; la elección de tu suplicio depende de tu hija: es ella la que ha de pronunciar tu condena. Pero sufrirás, ¡furcia! ¡Oh, sí, no serás inmolada hasta después de haber sufrido una infinidad de tormentos previos! En cuanto a tus gritos, he de prevenirte que serán inútiles: podría degollar a un buey en este gabinete sin que sus mugidos fueran oídos. Tus caballos, tus criados, todo ha partido ya. Te lo repito, hermosa, tu marido nos autoriza a lo que hagamos, y tu venida no es más que una trampa tendida a tu simplicidad, en la que, como ves, no se puede haber caído mejor.

DOLMANCÉ: Espero que ahora la señora se haya tranquilizado por completo.

EUGENIA: Prevenirla hasta ese punto es lo que se dice tener miramientos.

DOLMANCÉ, palpándola y dándola siempre azotes en las nalgas: En verdad, señora, se ve que tenéis una buena amiga en la Sra. de SAINT–ANGE… ¿Dónde encontrar ahora esa franqueza? ¡Os dice unas verdades!… Eugenia, venid a poner vuestras nalgas al lado de las de vuestra madre…, que yo compare vuestros dos culos. (Eugenia obedece). A fe que el tuyo es bello, querida; pero, diablos, el de la mamá no está mal tampoco… Es preciso que me divierta un instante jodiéndolos a los dos… Agustín, contened a la señora.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Ah, santo cielo! ¡Qué ultraje!

DOLMANCÉ, cumpliendo su propósito y comenzando por encular a la madre: ¡Eh, nada de nada, qué sencillo!… ¡Ved, ni siquiera lo habéis sentido!… ¡Ah! ¡Cómo se nota que vuestro marido se ha servido con frecuencia de esta ruta! Ahora tú, Eugenia… ¡Qué diferencia!… Ya, ya estoy satisfecho; sólo quería magrear un poco para ponerme a punto… Un poco de orden ahora. En primer lugar, señoras mías, vos, SAINT–ANGE, y vos, Eugenia, tened la bondad de armaros de estos consoladores a fin de dar por turno a esta respetable dama, bien en el coño, bien en el culo, los golpes más temibles. El caballero, Agustín y yo trabajaremos con nuestros propios miembros, y os relevaremos puntualmente. Yo voy a empezar, y, como supondréis, será una vez más su culo el que reciba mi homenaje. Durante el goce, cada cual será dueño de condenarla al suplicio que mejor le parezca, teniendo cuidado de ir gradualmente a fin de no reventarla de golpe… Agustín, por favor, consuélame, enculándome, de la obligación en que me veo de sodomizar a esta vieja vaca. Eugenia, dame a besar tu hermoso trasero mientras jodo el de tu mamá; y vos, señora, acercad el vuestro, quiero sobarlo, quiero socratizarlo… Hay que estar rodeado de culos cuando es un culo lo que se jode.

EUGENIA: ¿Qué vas a hacer, amigo mío, qué vas a hacerle a esta zorra? ¿A qué vas a condenarla mientras pierdes tu esperma?

DOLMANCÉ, continúa azotándola: La cosa más natural del mundo: la voy a depilar y la voy a magullar los muslos a fuerza de pellizcos.

SRA. DE MISTIVAL, al recibir esta vejación: ¡Ah! ¡Monstruo! ¡Malvado! ¡Me va a lisiar!… ¡santo cielo!…

DOLMANCÉ: No le imploréis, amiga mía; será sordo a tu voz como lo es a la de todos los hombres; ese cielo poderoso nunca se ha preocupado por un culo.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Ay, qué daño me hacéis!

DOLMANCÉ: ¡Increíbles efectos de las extravagancias del espíritu humano!… Sufres, querida, lloras, y yo me corro… ¡Ay, putorra! Te estrangularía si no quisiera dejar placer a los otros. Ahora te toca a ti, SAINT–ANGE. (La Sra. de SAINT–ANGE la encula y la encoña con su consolador; le da algunos puñetazos; viene luego el caballero; recorre igualmente las dos rutas, y la abofetea mientras descarga; luego viene Agustín; hace lo mismo y termina con algunos cachetes y pellizcos. Durante estos distintos ataques, Dolmancé ha recorrido con su aparato los culos de todos los agentes, excitándoles con sus palabras). Vamos, hermosa Eugenia, follad a vuestra madre; ¡primero por el coño!

EUGENIA: Venid, mamaíta, venid, que os sirva de marido. Es un poco más gorda que la de vuestro esposo, ¿no es verdad, querida? No importa, entrará… ¡Ah, gritas, madre mía, gritas cuando tu hija te folla!… ¡Y tú, Dolmancé, me estás dando por el culo!… Heme aquí a la vez incestuosa, adúltera, sodomita, y todo esto para una joven que acaba de ser desvirgada hoy… ¡Qué progresos, amigos míos!…, ¡con qué rapidez recorro la espinosa ruta del vicio!… ¡Oh, soy una perdida!… ¡Creo que te estás corriendo, dulce mamaíta!… Dolmancé, mira sus ojos, ¿no es cierto que se corre?… ¡Ah, putona! ¡Voy a enseñarte a ser libertina! ¡Toma, ramera, toma!… (La aprieta y la magulla el cuello). ¡Ay, jódeme, Dolmancé!… ¡Jódeme, mi dulce amigo, me muero!… (Eugenia, al correrse, da diez o doce puñetazos en el pecho y en los costados de su madre).

SRA. DE MISTIVAL, perdiendo el conocimiento: ¡Tened piedad de mí, os lo suplico!… Me siento mal…, me mareo… (La Sra. de SAINT–ANGE quiere socorrerla; Dolmancé se opone).

DOLMANCÉ: ¡Eh! No, no, dejadla en ese síncope; no hay nada tan lúbrico como ver a una mujer desvanecida; la azotaremos para volverle el sentido… Eugenia, venid a tumbaros sobre el cuerpo de la víctima… Ahora voy a saber si sois firme. Caballero, folladla sobre el pecho de su madre desfallecida, y que ella nos la menee a Agustín y a mí con cada una de sus manos. Vos, SAINT–ANGE, magreadla mientras la joden.

EL CABALLERO: ¡Realmente, Dolmancé, cuanto nos mandáis hacer es horrible!; es ultrajar a un tiempo a la naturaleza, al cielo y a las leyes más santas de la humanidad.

DOLMANCÉ: Nada me divierte tanto como los firmes arranques de virtud del caballero. ¿Dónde diablos verá, en cuanto hacemos, el menor ultraje a la naturaleza, al cielo y a la humanidad? Amigo mío, es de la naturaleza de la que los viciosos reciben los principios que ponen en práctica. Ya te he dicho mil veces que la naturaleza —que para el perfecto mantenimiento de las leyes de su equilibrio tiene unas veces necesidad de vicios, otras de virtudes— nos inspira por turno el movimiento que necesita; no hacemos, pues, ninguna clase de mal entregándonos a estos impulsos, cualesquiera que sean los que podamos imaginar. Y en cuanto al cielo, te lo suplico, caballero, deja de temer sus efectos: un solo motor actúa en el universo, y ese motor es la naturaleza. Los milagros, o mejor, los efectos físicos de esta madre del género humano, diferentemente interpretados por los hombres, han sido deificados por ellos bajo mil formas a cual más extraordinaria; ganapanes o intrigantes, abusando de la credulidad de sus semejantes, han propagado sus ridículas ensoñaciones: y eso es lo que el caballero denomina cielo, ¡eso es lo que teme ultrajar!… Las leyes de la humanidad, añade, son violadas por las tonterías que nos permitimos. Recuerda, de una vez por todas, hombre simple y pusilánime, que lo que los tontos llaman humanidad no es más que una debilidad nacida del temor y del egoísmo; que esta quimérica virtud, encadenando sólo a los hombres débiles, es desconocida de aquéllos cuyo estoicismo, valor y filosofía forman su carácter. Actúa, por tanto, caballero, actúa sin temer nada; si pulverizáramos a esta ramera no habría siquiera el menor indicio de crimen. Los crímenes son imposibles para el hombre. Al inculcarle la naturaleza el irresistible deseo de cometerlo, supo sabiamente alejar de ellos las acciones que podían perturbar sus leyes. Convéncete, amigo mío, de que todo lo demás está completamente permitido y que no ha sido absurda hasta el punto de darnos el poder de perturbarla o de perjudicarla en su marcha. Ciegos instrumentos de sus inspiraciones, aunque nos ordenara quemar el universo, el único crimen sería resistirnos a ello, y todos los malvados de la tierra no son más que agentes de sus caprichos… Vamos, Eugenia, colocaos… Pero ¿qué veo?… ¡Palidece!…

EUGENIA, tendiéndose sobre su madre: ¿Yo palidecer? ¡Rediós! Vais a ver ahora mismo que no. (Adoptan la postura; la Sra. de Mistival sigue en su síncope. Cuando el caballero se ha corrido, el grupo se deshace).

DOLMANCÉ: ¡Cómo! ¡Esta golfa no ha vuelto en sí todavía! ¡Vergas! ¡Vergas!… Agustín, vete enseguida a coger un puñado de espinos del jardín. (Mientras los espera, la abofetea y le da cachetes). ¡Oh! ¡A fe que temo que esté muerta: nada la vuelve en sí!

EUGENIA, con humor: ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Cómo! ¿Voy a tener que llevar luto este verano, con los hermosos vestidos que me he mandado hacer?

SRA. DE SAINT–ANGE, estallando de risa: ¡Ah, vaya con el pequeño monstruo!…

DOLMANCÉ, cogiendo los espinos de la mano de Agustín, que vuelve: Vamos a ver el efecto de este último remedio. Eugenia, chúpame la polla mientras trabajo en devolveros una madre y mientras Agustín me devuelve los golpes que voy a dar. No me molestaría, caballero, verte encular a tu hermana: ponte de tal modo que pueda besarte las nalgas durante la operación.

EL CABALLERO: Obedezcamos, puesto que no hay ningún medio de convencer a este malvado de que cuanto nos ordena hacer es horroroso. (Se dispone el cuadro; a medida que la Sra. de Mistival es azotada, vuelve a la vida).

DOLMANCÉ: ¡Y bien! ¿Veis el efecto de mi remedio? Ya os había dicho que era seguro.

SRA. DE MISTIVAL, abriendo los ojos: ¡Oh, cielos! ¿Por qué me sacan del seno de las tumbas? ¿Por qué devolverme a los horrores de la vida?

DOLMANCÉ, que sigue flagelándola: Es que, en realidad, madrecita, no está todo dicho. ¿No es preciso que oigáis vuestra condena?… ¿No es preciso que se cumpla?… Vamos, reunámonos en torno de la víctima, que se ponga en medio del círculo y que escuche temblando lo que hemos de anunciarle. Comenzad, señora de SAINT–ANGE. (Los fallos siguientes se dicen mientras los actores continúan en acción).

SRA. DE SAINT–ANGE: Yo la condeno a ser colgada.

EL CABALLERO: Cortada, como entre los chinos, en veinticuatro mil trozos.

AGUSTÍN: Mirad, por mí, yo la dejaría con tal de zer rota en vida.

EUGENIA: Mi mamaíta será mechada con pastillas de azufre, que yo me encargaré de prender una a una. (Aquí la postura se deshace).

DOLMANCÉ, con sangre fría: Y bien, amigos míos, en mi calidad de preceptor vuestro, suavizo la condena; pero la diferencia que va a haber entre mi fallo y el vuestro es que vuestras sentencias no eran sino los efectos de una mistificación mordaz, mientras que la mía va a ejecutarse. Tengo abajo un criado provisto de uno de los más hermosos miembros que haber pueda en la naturaleza, pero que desgraciadamente destila el virus y está roído por una de las más terribles sífilis que se hayan visto en el mundo. Voy a hacerle subir: lanzará su veneno en los dos conductos de la naturaleza de esta querida y amable dama, a fin de que, durante todo el tiempo que duren las impresiones de esta cruel enfermedad, la puta se acuerde de no molestar a su hija cuando ésta se dedique a joder. (Todo el mundo aplaude, mandan subir al criado. Dolmancé, al criado). Lapierre, follad a esa mujer; está extraordinariamente sana; este goce puede curaros: hay ejemplos de ese remedio.

LAPIERRE: ¿Delante de todos, señor?

DOLMANCÉ: ¿Tienes miedo de enseñarnos tu polla?

LAPIERRE: No, al revés, porque es muy hermosa… Vamos, señora, tened la bondad de colocaros, por favor.

SRA. DE MISTIVAL: ¡Oh! ¡Justo cielo! ¡Qué horrible condena!

EUGENIA: Más vale eso que morir, mamá; por lo menos podré llevar mis lindos vestidos este verano.

DOLMANCÉ: Divirtámonos mientras tanto; mi opinión es que nos flagelemos todos; la Sra. de SAINT–ANGE zurrará a Lapierre, para que encoñe con firmeza a la Sra. de Mistival; yo zurrare a la Sra. de SAINT–ANGE, Agustín me zurrará a mí, Eugenia zurrará a Agustín y será azotada vigorosamente por el caballero. (Todos se colocan. Cuando Lapierre ha follado el coño, su amo le ordena joder el culo, y lo hace). Bueno, vete, Lapierre. Toma, aquí tienes diez luises. ¡Oh, diablos! ¡Vaya inoculación! ¡Ni Tronchin hizo una igual en su vida[65]!

SRA. DE SAINT–ANGE: Creo que ahora es muy esencial que el veneno que circula en las venas de la señora no pueda salirse; por tanto es preciso que Eugenia os cosa con cuidado el coño y el culo, para que el humor virulento, más concentrado, menos sometido a evaporación, os calcine los huesos con rapidez.

EUGENIA: ¡Excelente idea! Vamos, vamos, agujas, hilo… Separad vuestros muslos, mamá, para que os cosa a fin de que no me deis más hermanas ni hermanos. (La Sra. de SAINT–ANGE da a Eugenia una gran aguja, que tiene un grueso hilo rojo encerado[66]. Eugenia cose).

SRA. DE MISTIVAL: ¡Oh! ¡Cielos, qué dolor!

DOLMANCÉ, riendo como un loco: ¡Diablos! La idea es excelente, te honra; nunca habría dado con ella.

EUGENIA, pinchando de vez en cuando los labios del coño, el interior y a veces el vientre y el monte: Esto no es nada, mamá: es para probar mi aguja.

EL CABALLERO: ¡Esta pequeña puta la va a llenar de sangre!

DOLMANCÉ, haciendo que la Sra. de SAINT–ANGE se la menee, en frente de la operación: ¡Ah! ¡Santo dios! ¡Qué tiesa me la pone este extravío! Eugenia, multiplicad los puntos para que se me ponga más gorda.

EUGENIA: Haré más de doscientos, si es preciso… Caballero, masturbadme mientras opero.

EL CABALLERO, obedeciendo: ¡Jamás se ha visto una joven tan bribona como ésta!

EUGENIA, muy inflamada: Nada de invectivas, caballero, porque os pincho. Contentaos con sobarme como es debido. Un poco más el culo, querido, por favor; ¿sólo tienes una mano? Ya no veo nada… voy a dar puntadas por todas partes… Mirad hasta dónde se extravía mi aguja…, hasta los muslos, las tetas… ¡Ay! ¡Joder! ¡Qué placer!…

SRA. DE MISTIVAL: ¡Me desgarras, malvada!… ¡Cómo me avergüenzo de haberte dado el ser!

EUGENIA: Vamos, paz, mamaíta, que ya termino.

DOLMANCÉ, saliendo empalmado de las manos de la Sra. de SAINT–ANGE: Eugenia, cédeme el culo, es la parte que me toca.

SRA. DE SAINT–ANGE: Estás demasiado empalmado, Dolmancé; la vas a martirizar.

DOLMANCÉ: ¿Y qué importa? ¿No tenemos acaso permiso por escrito? (La tiende boca abajo, coge una aguja y comienza a coserle el agujero del culo).

SRA. DE MISTIVAL, gritando como un diablo: ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

DOLMANCÉ, metiéndole la aguja profundamente en las carnes: ¡Cállate, furcia, o te pongo las nalgas como mermelada!… ¡Eugenia, menéamela!…

EUGENIA: Sí, pero a condición de que pinchéis más fuerte, porque estaréis de acuerdo conmigo en que tenemos demasiados miramientos con ella. (Se la menea).

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Trabajadme un poco esas dos gordas nalgas!

DOLMANCÉ: Paciencia, voy a mecharla enseguida como si fuera un trasero de buey; ¡olvidas las lecciones, Eugenia, estás cubriéndome la polla!

EUGENIA: Es que los dolores de esta ramera inflaman mi imaginación hasta el punto de que no sé exactamente lo que hago.

DOLMANCÉ: ¡Hostia bendita! Empiezo a perder la cabeza. SAINT–ANGE, que Agustín te dé por el culo delante de mí, por favor, mientras tu hermano te encoña, y que yo vea sobre todo los culos: este cuadro va a acabar conmigo. (Pincha las nalgas mientras se prepara la postura que ha pedido). ¡Toma, querida mamá, toma ésta, y ésta otra!… (La pincha en más de veinte sitios).

SRA. DE MISTIVAL: ¡Ay, perdón, señor! ¡Mil y mil perdones! ¡Me estáis matando!

DOLMANCÉ, extraviado por el placer: Mucho me gustaría… Hacía mucho tiempo que no se me ponía tan tiesa; no lo habría creído después de tantas descargas.

SRA. DE SAINT–ANGE, adoptando la postura exigida: ¿Estamos bien así, Dolmancé?

DOLMANCÉ: Que Agustín gire un poco a la derecha; no veo lo suficiente el culo; que se incline: quiero ver el ojete.

EUGENIA: ¡Ay! ¡Joder! ¡Ya sangra la bujarrona!

DOLMANCÉ: No le va mal. Vamos, ¿estáis preparados vosotros? En cuanto a mí, dentro de un instante rocío con el bálsamo de la vida las llagas que acabo de producir.

SRA. DE SAINT–ANGE: Sí, sí, corazón mío, me corro…, alcanzamos la meta al mismo tiempo que tú.

DOLMANCÉ, que ha terminado su operación, no hace más que multiplicar sus pinchazos sobre las nalgas de la víctima, corriéndose: ¡Ay, rediós! ¡Mi esperma corre… se pierde, santo dios!… Eugenia, dirígelo sobre las nalgas que martirizo… ¡Ah! ¡Joder! ¡Joder! Se acabó…, ya no puedo más. ¿Por qué tiene que suceder la debilidad a pasiones tan intensas?

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Fóllame! ¡Fóllame, hermano, que me corro!… (A Agustín). ¡Muévete, jodido! ¿No sabes que cuando me corro es cuando hay que entrar más adentro en mi culo?… ¡Ay, santo nombre de dios! ¡Qué dulce ser jodida por dos hombres de este modo! (El grupo se deshace).

DOLMANCÉ: Todo está dicho. (A la Sra. de Mistival). ¡Puta!, puedes vestirte y partir ahora cuando quieras. Has de saber que estábamos autorizados por tu esposo mismo a cuanto acabamos de hacer. Nosotros te lo hemos dicho, tú no lo has creído: lee la prueba. (Le enseña la carta). Que este ejemplo sirva para recordarte que tu hija está en edad de hacer lo que quiera; que le gusta joder, que ha nacido para joder y que si no quieres que te joda a ti, lo mejor es dejarla que haga lo que quiera. Sal: el caballero va a llevarte. ¡Saluda a todos, puta! Ponte de rodillas ante tu hija, y pídele perdón por tu abominable conducta con ella… Vos, Eugenia, dadle dos buenas bofetadas a vuestra señora madre, y tan pronto como esté en el umbral de la puerta, hacédselo cruzar a patadas en el culo. (Todo esto se hace). Adiós, caballero; no se os ocurra joder a la señora en el camino, recordad que está cosida y que tiene la sífilis. (Cuando se han ido). Y nosotros, amigos míos, vamos a sentarnos a la mesa, y de ahí los cuatro nos iremos a la misma cama. ¡Un día estupendo! Nunca como tan bien ni duermo más tranquilo que cuando me he manchado suficientemente durante el día con lo que los imbéciles llaman crímenes.