QUINTO DIÁLOGO

PERSONAJES:

DOLMANCÉ, EL CABALLERO, AGUSTÍN, EUGENIA, SRA. DE SAINT–ANGE.

SRA. DE SAINT–ANGE, trayendo a Agustín: Aquí está el hombre del que os he hablado. Vamos, amigos míos, divirtámonos. ¿Qué sería la vida sin placer? ¡Acércate, pánfilo! ¡Oh, qué tonto! ¿Podéis creer que hace seis meses que trabajo por desbravar a este gran cerdo sin conseguirlo?

AGUSTÍN: ¡Vaya, zeñora! Deciz a veces que empiezo hora no ir tanto mal, y cuando hay terreno barbecho, siempre a mi lo dais.

DOLMANCÉ, riendo: ¡Ah, encantador… encantador! Nuestro querido amigo es tan franco como fresco… (Señalando a Eugenia). Agustín, aquí tienes un bancal de flores en barbecho; ¿quieres encargarte?

AGUSTÍN: ¡Ay, caray, señores, tan gentiles pedazoz no están hecho para nozotroz!

DOLMANCÉ: Vamos, señorita.

EUGENIA, ruborizándose: ¡Oh, cielos, qué vergüenza!

DOLMANCÉ: Alejad de vos ese sentimiento pusilánime; de todas nuestras acciones, sobre todo de las del libertinaje por sernos inspiradas por la naturaleza, no hay ninguna, sea cual fuere la especie de que podáis suponerla, por la que debamos sentir vergüenza. Vamos, Eugenia, haced acto de putanismo con este joven; pensad que toda provocación de una muchacha a un muchacho es una ofrenda a la naturaleza, y que vuestro sexo nunca la sirve mejor que cuando se prostituye al nuestro: en una palabra, que habéis nacido para ser jodida, y que la mujer que se niega a esta intención de la naturaleza no merece ver la luz. Bajad vos misma los calzones de este joven hasta más abajo de sus bellos muslos, enrolladle la camisa debajo de la chaqueta de modo que la delantera… y el trasero, que tiene, entre paréntesis, muy hermoso, se encuentren a vuestra disposición. Que ahora una de vuestras manos se apodere de ese gran trozo de carne que pronto, lo estoy viendo, va a espantaros por su forma, y que la otra se pasee por las nalgas, y le haga cosquillas, así, en el orificio del culo… Sí, así… (Para demostrar a Eugenia cómo debe hacerlo, él mismo socratiza a Agustín). Descapullad bien esa cabeza rubicunda; no la cubráis nunca al masturbarla; mantenedla desnuda… tensad el frenillo hasta romperlo… ¡Bien! ¿Veis ahora el efecto de mis lecciones?… Y tú, hermoso mío, te lo ruego, no te quedes así con las manos juntas; ¿no tienes en qué ocuparlas?… Paséalas por ese hermoso seno, por esas hermosas nalgas…

AGUSTÍN: Zeñorez, ¿no pudiera yo bezar a zeñorita que me da tanto placer?

SRA. DE SAINT–ANGE: Pues bésala, imbécil, bésala cuanto quieras, ¿o es que no me besas a mí cuando me acuesto contigo?

AGUSTÍN: ¡Ah, caray! ¡Qué hermosa boca!… ¡Qué frezca eztáiz!… Me parece tener la nariz zobre laz rozaz de nuestro jardín. (Mostrando su polla tiesa). ¡Veiz, zeñorez, veiz el efecto que ezo ha producido!

EUGENIA: ¡Cielos! ¡Qué larga!…

DOLMANCÉ: Que vuestros movimientos sean ahora más regulares, más enérgicos… Dejadme el sitio un momento, y mirad bien cómo lo hago. (Se la menea a Agustín). ¿Veis cómo estos movimientos son más firmes y al mismo tiempo más blandos?… Tomad, seguid, y sobre todo no tapéis el capullo… ¡Bien! Ya está en toda su potencia; examinemos si es cierto que la tiene más gorda que el caballero.

EUGENIA: No hay ninguna duda: ya veis que no puedo empuñarla.

DOLMANCÉ, mide: Sí, tenéis razón: trece de longitud por ocho y medio de circunferencia. Nunca la he visto tan gorda. Es lo que se dice una polla soberbia. ¿Y os servís de ella, señora?

SRA. DE SAINT–ANGE: Regularmente todas las noches cuando estoy en este campo.

DOLMANCÉ: Espero que por el culo.

SRA. DE SAINT–ANGE: Con más frecuencia por el coño.

DOLMANCÉ: ¡Ay, rediós! ¡Qué libertinaje! Pues bien, palabra de honor que no sé si me va a caber.

SRA. DE SAINT–ANGE: No os hagáis el estrecho, Dolmancé; entrará en vuestro culo como entra en el mío.

DOLMANCÉ: Ya lo veremos: me halaga que mi Agustín me haga el honor de lanzarme un poco de leche en el trasero; se lo devolveré; pero prosigamos nuestra lección… Vamos, Eugenia, la víbora va a vomitar su veneno; preparaos; que vuestros ojos estén fijos en la cabeza de este sublime miembro; y cuando, en prueba de su pronta eyaculación, lo veáis hincharse y matizarse del púrpura más bello, que vuestros movimientos adquieran toda la energía de que son capaces; que los dedos que cosquillean el ano se hundan lo más profundo que puedan; entregaos por completo al libertino que goza de vos; buscad su boca para chuparla; que vuestros atractivos vuelen, por así decir, hacia sus manos… ¡Se corre, Eugenia, ahí tenéis el instante de vuestro triunfo!

AGUSTÍN: ¡Ají! ¡Ají! ¡Ají! ¡Zeñorita, me muero!… ¡No puedo máz!… Ahora máz fuerte, oz lo zuplico… ¡Ay, redióz, no veo nada claro!…

DOLMANCÉ: ¡Más fuerte, más fuerte, Eugenia, sin miramientos, está en la ebriedad!… ¡Ah, qué abundancia de esperma!… ¡Con qué vigor la ha lanzado!… Ved las huellas del primer chorro: ha saltado más de diez pies… ¡Recristo! ¡Ha llenado toda la habitación!… Nunca he visto a nadie correrse así; y decid, señora, ¿os ha jodido esta noche?

SRA. DE SAINT–ANGE: Nueve o diez veces, me parece: hace tiempo que ya no contamos.

EL CABALLERO: Hermosa Eugenia, estáis toda cubierta.

EUGENIA: Quisiera estar inundada. (A Dolmancé). Y bien, maestro mío, ¿estás contento?

DOLMANCÉ: Mucho, para empezar; pero todavía hay algunos episodios que habéis descuidado.

SRA. DE SAINT–ANGE: Esperemos: en ella no pueden ser más que fruto de la experiencia; en cuanto a mí, lo confieso, estoy muy contenta de mi Eugenia; anuncia las mejores disposiciones, y creo que ahora debemos hacerla gozar de otro espectáculo. Hagámosle ver los efectos de una polla en el culo. Dolmancé, voy a ofreceros el mío; yo estaré en brazos de mi hermano; él me la meterá por el coño, vos por el culo, y será Eugenia la que preparará vuestra polla, quien la colocará en mi culo, regulará todos los movimientos y los estudiará a fin de familiarizarse con esta operación que inmediatamente le haremos sufrir a ella misma con la enorme polla de este hércules.

DOLMANCÉ: Me agrada la idea, y ese lindo culito será pronto desgarrado ante nuestros ojos por las violentas sacudidas del bravo Agustín. Apruebo, entre tanto, lo que proponéis, señora, pero si queréis que os trate bien, permitidme añadir una cláusula: Agustín, a quien voy a lograr que se le ponga tiesa con dos pasadas de mano, me enculará mientras yo os sodomizo.

SRA. DE SAINT–ANGE: Apruebo de buena gana el arreglo; yo saldré ganando, y para mi alumna serán dos excelentes lecciones en vez de una.

DOLMANCÉ, apoderándose de Agustín: Ven aquí, muchachote mío, ven que te reanime… ¡Qué guapo eres!… Bésame, amigo mío…, todavía estás todo mojado de leche, y es leche lo que yo te pido… ¡Rediós, tengo que chuparle el culo a la vez que se la meneo!…

EL CABALLERO: Acércate, hermana; para responder mejor a las intenciones de Dolmancé y a las tuyas, voy a tumbarme en esta cama, te acostarás en mis brazos, exponiéndole a él tus hermosas nalgas lo más separadas posible… Sí, así: ahora ya podemos empezar.

DOLMANCÉ: Todavía no, esperadme, antes tengo que encular a tu hermana, puesto que Agustín me lo insinúa; luego os casaré a vosotros: serán mis dedos los que os unan. No faltemos a ninguno de los principios: pensemos que una alumna nos mira, y que le debemos lecciones precisas. Eugenia, venid a meneármela mientras yo decido al enorme aparato de este mal sujeto; mantened la erección de mi polla masturbándola levemente sobre vuestra nalgas. (Ella lo pone en práctica).

EUGENIA: ¿Lo hago bien?

DOLMANCÉ: Siempre ponéis demasiada blandura en vuestros movimientos; apretad mucho más la polla que meneáis, Eugenia: si la masturbación sólo es agradable porque comprime más que el goce, la mano que coopera tiene que volverse, para el aparato que trabaja, un lugar infinitamente más estrecho que ninguna otra parte del cuerpo… ¡Mejor, mucho mejor, así!… Separad el trasero un poco más, para que, a cada sacudida, la cabeza de mi polla toque el ojete de vuestro culo… ¡Sí, así! Masturba a tu hermana entretanto, caballero; estamos contigo dentro de un minuto… ¡Ah, bien, ya se le pone tiesa a mi hombre!… Vamos, preparaos, señora; abrid ese culo sublime a mi ardor impuro; guía el dardo, Eugenia; ha de ser tu mano la que lo encamine a la brecha; es preciso que sea ella la que lo haga penetrar; cuando esté dentro, cogerás el de Agustín, con el que llenarás mis entrañas; ésos son tus deberes de novicia; en todo ello hay enseñanzas que puedes sacar; por eso te mando que lo hagas.

SRA. DE SAINT–ANGE: ¿Mis nalgas están bien para ti, Dolmancé? ¡Ay, ángel mío! ¡Si supieras cómo te deseo, cuánto tiempo hace que quiero que me encule un bujarrón!

DOLMANCÉ: Vuestros deseos van a ser saciados, señora; mas permitid que me detenga un instante a los pies del ídolo: ¡quiero festejarlo antes de introducirme hasta el fondo de su santuario!… ¡Qué culo divino!… ¡Dejadme que lo bese!… ¡Qué lo lama mil y mil veces!… ¡Toma, aquí está esta polla que deseas!… ¿La sientes, granuja? Di, di: ¿sientes cómo penetra?…

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Ay, métemela hasta el fondo de las entrañas!… ¡Oh, dulce voluptuosidad, cuán poderoso es tu imperio!

DOLMANCÉ: No he jodido otro culo igual en mi vida: ¡es digno del mismo Ganímedes! Vamos, Eugenia, que por vuestros cuidados Agustín me encule al instante.

EUGENIA: Aquí está, os lo traigo. (A Agustín). Vamos, angelito, ¿ves el agujero que tienes que perforar?

AGUSTÍN: Veo bien… ¡Maldizión! ¡Ahí zí que hay zitio!… Entraré mejor que en voz, zeñorita; bezarme un poco para entrar mejor.

EUGENIA, besándole: ¡Oh, todo lo que quieras… estás tan fresco!… Pero empuja… ¡Qué pronto ha entrado la cabeza!… Me parece que el resto no tardará mucho…

DOLMANCÉ: ¡Empuja, empuja, amigo mío!… Desgárrame si hace falta… Venga, que mi culo ya está dispuesto… ¡Ay, rediós, qué maza! ¡No he recibido nunca nada semejante!… ¿Cuántas pulgadas quedan fuera, Eugenia?

EUGENIA: Dos apenas.

DOLMANCÉ: ¡Tengo, por tanto, once pulgadas en el culo!… ¡Qué delicia!… ¡Me revienta, no puedo más!… Vamos, caballero, ¿estás listo?…

EL CABALLERO: Prueba y dime lo que te parece.

DOLMANCÉ: Venid, hijos míos, que os case… quiero cooperar lo mejor posible a este divino incesto. (Introduce la polla del caballero en el coño de su hermana).

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Ay, amigos míos, heme aquí jodida por los dos lados!… ¡Rediós! ¡Qué divino placer!… ¡No, no hay nada en el mundo que pueda comparársele!… ¡Ay, joder! ¡Qué pena me da la mujer que no lo haya probado!… ¡Sacúdeme, Dolmancé, sacúdeme!…, fuérzame con la violencia de tus movimientos a precipitarme en la espada de mi hermano, y tú, Eugenia, contémplame; ven a mirarme en el vicio; ven a aprender siguiendo mi ejemplo, a gustarlo con arrobo, a saborearlo con delicia… Mira, amor mío, mira todo lo que hago a la vez: ¡escándalo, seducción, mal ejemplo, incesto, adulterio, sodomía!… ¡Oh, Lucifer, solo y único dios de mi alma, inspírame alguna cosa más, ofrece a mi corazón nuevos extravíos y verás cómo me sumerjo en ellos!

DOLMANCÉ: ¡Voluptuosa criatura! ¡Cómo empujas mi leche, cómo me obligas a correrme con tus frases y con el extremado calor de tu culo!… Todo me fuerza a correrme hora mismo… Eugenia, da ánimos al coraje de mi jodedor; oprime sus flancos, entreabre sus nalgas; ahora ya sabes el arte de reanimar los deseos vacilantes… Tu sola proximidad da energía a la polla que me jode… La siento, sus sacudidas son más vivas… ¡Bribona, tengo que cederte lo que hubiera querido deber sólo a mi culo!… Caballero… te vas, lo siento… ¡Espérame!… ¡Esperadnos!… ¡Oh, amigos míos, corrámonos juntos: es la única felicidad de la vida!…

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Ay! ¡Joder, joder! Correos cuando queráis… yo no aguanto más. ¡Rediós en quien me jodo!… ¡Sagrado bujarrón de dios! ¡Descargo!… Inundadme, amigos míos, inundad a vuestra puta…, lanzad las olas de vuestra leche espumosa hasta el fondo de mi alma abrasada: sólo existe para recibirlas. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Joder… joder!… ¡Qué increíble exceso de voluptuosidad!… ¡Me muero!… ¡Eugenia, déjame que te bese, que te coma, que devore tu leche mientras pierdo la mía!… (Agustín, Dolmancé y el caballero le hacen coro; el temor a ser monótonos nos impide transcribir expresiones que, en tales instantes, siempre son parecidas).

DOLMANCÉ: ¡Ha sido uno de los mejores goces que he tenido en mi vida! (Señalando a Agustín). Este bujarrón me ha llenado de esperma… ¡Pero bien os lo he devuelto, señora!…

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Ay, no me habléis, estoy inundada!

EUGENIA: ¡Yo no puedo decir otro tanto! (Arrojándose retozona en los brazos de su amíga). Dices que has cometido muchos pecados, querida; ¡pero yo, gracias a Dios, ni uno solo! ¡Ay, si como mucho tiempo pan con humo como ahora, no tengo que temer ninguna indigestión!

SRA. DE SAINT–ANGE, estallando de risa: ¡Qué pícara!

DOLMANCÉ: ¡Es encantadora!… Venid aquí, pequeña, que os azote. (Le da cachetes en el culo). Besadme, que pronto os tocará.

SRA. DE SAINT–ANGE: De ahora en adelante, hermano mío, sólo tenemos que ocuparnos de ella; mírala, es tu presa; examina esa encantadora virginidad, pronto te va a pertenecer.

EUGENIA: ¡Oh, por delante no! Me haría mucho daño, por detrás cuanto queráis, como Dolmancé acaba de hacerme hace un rato.

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Ingenua y deliciosa muchachita! ¡Os pide precisamente lo que tanto cuesta obtener de otras!

EUGENIA: ¡Oh! Y no sin remordimientos; porque no me habéis tranquilizado sobre el crimen enorme que siempre oí decir que había en ello, y, sobre todo, en hacerlo entre hombres, como acaba de ocurrir entre Dolmancé y Agustín. Veamos, veamos, señor, ¿cómo explica vuestra filosofía esta clase de delito? ¿Es horrible, verdad?

DOLMANCÉ: Partid de lo siguiente, Eugenia, y es que no hay nada horroroso en libertinaje, porque todo lo que el libertinaje inspira está inspirado asimismo por la naturaleza; las acciones más extraordinarias, las más extravagantes, las que parecen chocar con más evidencia a todas las leyes, a todas las instituciones humanas porque en cuanto al cielo, de él no hablo, pues bien, Eugenia, ni siquiera éstas son horrorosas, y ni una sola carece de modelo en la naturaleza; cierto que ésa de que habláis, hermosa Eugenia, es la misma, relativamente, que aquella que se encuentra en una fábula tan singular de la insulsa narración de la santa Escritura, fastidiosa compilación de un judío ignorante durante el cautiverio de Babilonia; pero es falso, y completamente inverosímil, que fuese como castigo a estos extravíos por lo que esas ciudades, o mejor, esas aldeas, perecieron por el fuego; situadas en el cráter de algunos antiguos volcanes, Sodoma y Gomorra perecieron como esas ciudades de Italia que engulleron las lavas del Vesubio: eso es todo el milagro, y, sin embargo, fue de ese suceso tan simple de donde partieron para inventar bárbaramente el suplicio del fuego contra los desgraciados humanos que se entregaban en una parte de Europa a esa fantasía natural.

EUGENIA: ¡Oh, natural!

DOLMANCÉ: Sí, natural, lo repito; la naturaleza no tiene dos voces: una con la misión de condenar diariamente lo que la otra inspira; y es muy cierto que sólo por su órgano reciben los hombres encaprichados con esta manía las impresiones que hacia ella los llevan. Quienes intentan proscribir o condenar este gusto pretenden que perjudica a la procreación. ¡Qué tontos son! Esos imbéciles nunca han tenido en la cabeza otra idea que la procreación, ni han visto nunca otra cosa que crimen en todo lo que se aparta de ella. ¿Está demostrado acaso que la naturaleza tenga tanta necesidad de esa procreación como quisieran hacérnoslo creer? ¿Es totalmente cierto que se la ultraja cada vez que uno se aparta de esa estúpida procreación? Escrutemos un instante, para convencernos de ello, tanto su marcha como sus leyes. Si la naturaleza no hiciera más que crear, y si no destruyese nunca, yo podría creer, con esos fastidiosos sofistas, que el más sublime de todos los actos sería trabajar sin cesar en el que produce, y, por ende, les concedería que la negativa a producir deba ser necesariamente un crimen. La más leve ojeada sobre las operaciones de la naturaleza, ¿no prueba que las destrucciones son tan necesarias para sus planes como las creaciones? ¿Qué estas dos operaciones están ligadas y encadenadas tan íntimamente que le resulta imposible a una actuar sin la otra? ¿Qué nada nacería, ni nada se regeneraría sin destrucciones? La destrucción es, por tanto, una de las leyes de la naturaleza, igual que la creación.

Admitido este principio, ¿cómo puedo ofender a la naturaleza negándome a crear? Si suponemos como mal tal acción, sería infinitamente más pequeño, desde luego, que el de destruir, que, sin embargo, se encuentra entre sus leyes como acabo de probar. Si por un lado admito la inclinación que la naturaleza me impone hacia tal pérdida, por otro veo que le es necesario y que no hago otra cosa que entrar en sus miras entregándome a ella. ¿Dónde estaría entonces el crimen, os pregunto? Pero los tontos y los procreadores objetan aún lo que es sinónimo, ese esperma procreador no puede haber sido puesto en vuestros riñones para más uso que el de la procreación: volverlo hacia otra parte es una ofensa. Acabo de probar, en primer lugar, que no, puesto que esta pérdida no equivaldría siquiera a una destrucción, y que la destrucción, mucho más importante que la pérdida, no sería en sí misma un crimen. En segundo lugar, es falso que la naturaleza quiera que este licor espermático esté absoluta y enteramente destinado a producir; si así fuera, no sólo no permitiría que tal derrame se produjera en otros casos, como nos prueba la experiencia, puesto que lo perdemos cuando queremos y donde queremos, sino que, además, se opondría a que tales pérdidas ocurrieran sin coito, como sucede tanto en nuestros sueños como en nuestros recuerdos; avara de un licor tan precioso, nunca permitiría su derrame salvo en el vaso de la propagación; no querría, con toda seguridad, que esta voluptuosidad con que entonces nos corona pudiera ser sentida de nuevo si desviásemos el homenaje; porque no sería razonable suponer que consiente en darnos placer en el momento mismo en que nosotros la abrumamos a ultrajes. Vayamos más lejos: si las mujeres no hubieran nacido para producir, cosa que sería así si tal procreación fuera tan cara a la naturaleza, ocurriría, suponiendo la vida de mujer más larga, que sólo durante siete años, hechas todas las deducciones, se hallaría en condiciones de dar la vida a su semejante. ¡Cómo! ¡La naturaleza está ávida de procreación; todo lo que no tiende a esa meta la ofende, y, en cien años de vida, el sexo destinado a producirla no podrá hacerlo más que durante siete años! ¡La naturaleza sólo quiere propagaciones, y la semilla que presta al hombre para servir a esas propagaciones se pierde siempre que place al hombre! ¡Él encuentra el mismo placer en esta pérdida que en su empleo útil, y nunca el menor inconveniente!…

Cesemos, amigos, cesemos de creer en tales absurdos: hacen estremecerse al sentido común. ¡Ah! Lejos de ultrajar a la naturaleza, convenzámonos bien, por el contrario, de que el sodomita y la tríbada están a su servicio, negándose obstinadamente a una conjunción de la que sólo resulta una progenitura fastidiosa para ella. No nos engañemos, tal propagación no fue nunca una de sus leyes, sino todo lo más una tolerancia, ya os lo he dicho. ¡Pero qué le importa que la raza de los hombres se extinga o aniquile en la tierra! ¡Se ríe de nuestro orgullo, que nos ha convencido de que todo terminaría si esa desgracia ocurriese! Ella ni se daría cuenta. ¿Cree alguien que no ha habido ya razas extinguidas? Buffon cuenta varias, y la naturaleza, muda por una pérdida tan preciosa, ni siquiera lo tiene en cuenta. La especie entera se aniquilaría, y el aire no sería menos puro por ello, ni el astro menos brillante, ni la marcha del universo menos exacta. ¡Hay que ser imbécil para creer que nuestra especie es tan útil al mundo que quien no trabaje por propagarla o quien perturbe esa propagación se volvería necesariamente un criminal! Cesemos de estar ciegos en este punto, y que el ejemplo de los pueblos más razonables nos sirva para convencernos de nuestros errores. No hay un solo rincón de la tierra donde ese pretendido crimen de sodomía no haya tenido templos ni partidarios. Los griegos, que hacían de él una virtud, le erigieron una estatua con el nombre de Venus Calípiga; Roma envió en busca de leyes a Atenas, y de allí se trajo este gusto divino.

¡Qué progresos no le vemos hacer bajo los emperadores! Al amparo de las águilas romanas se extiende de un extremo a otro de la tierra; cuando desaparece el imperio, se refugia junto a la tiara, sigue a las artes en Italia, nos llega cuando nos civilizamos. Descubrimos un hemisferio, y allí encontramos la sodomía. Cook fondea en un mundo nuevo: allí reina ella. Si nuestros globos hubieran estado en la luna, allí la habrían encontrado igualmente. Gusto delicioso, hijo de la naturaleza y del placer, debéis estar doquiera se hallen hombres, y doquiera se os haya conocido os erigirán altares. ¡Oh, amigos míos, puede haber extravagancia igual a la de imaginar que un hombre ha de ser un monstruo digno de perder la vida por preferir en sus goces el agujero del culo al de un coño, por haberle parecido preferible un joven con el que encuentra dos placeres, el de ser a la vez amante y querida, a una muchacha que no le promete más que un goce! ¡Sería un malvado, un monstruo por haber querido jugar el papel de un sexo que no es el suyo! Y entonces, ¿por qué la naturaleza lo ha creado sensible a este placer?

Examinad su conformación; observaréis en ella diferencias radicales con la de los hombres que no comparten este gusto; sus nalgas serán más blancas, más rollizas; ni un pelo sombreará el altar del placer, cuyo interior, tapizado de una membrana más delicada, más sensual, más acariciadora, será positivamente de la misma clase que el interior de la vagina de una mujer; el carácter de este hombre, también diferente del carácter de los demás, tendrá más blandura, más flexibilidad; encontraréis en él casi todos los vicios y todas las virtudes de las mujeres; reconoceréis incluso su debilidad; todos tendrán sus manías y, algunos, los rasgos. ¿Será, pues, posible que la naturaleza, asimilando de este modo a las mujeres, se irrite por tener los gustos de ellas? ¿No es evidente que se trata de una clase de hombres distinta de la otra, y que la naturaleza la creó así para disminuir esta propagación, cuya extensión excesiva la perjudicaría infaliblemente?… ¡Ay, querida Eugenia, si supierais cuán deliciosamente se goza cuando una polla gorda nos llena el trasero; cuando, hundida hasta los cojones, se mueve con ardor; cuando, retraída hasta el prepucio, vuelve a hundirse hasta el pelo! ¡No!, no, no hay en el mundo entero un goce comparable a éste: es el de los filósofos, es el de los héroes, sería el de los dioses si las partes de ese divino goce no fueran ellas mismas los únicos dioses que debemos adorar en la tierra[22].

EUGENIA, muy animada: ¡Oh, amigos míos, que alguien me encule! Tomad, aquí están mis nalgas…, os las ofrezco… ¡Jodedme, me corro!… (Al pronunciar estas palabras cae en brazos de la Sra. de SAINT–ANGE, quien la estrecha, la besa y ofrece los lomos alzados de esta joven a Dolmancé).

SRA. DE SAINT–ANGE: Divino preceptor, ¿resistiríais esta propuesta? ¿No ha de tentaros este sublime trasero? ¡Mirad cómo respira, cómo se entreabre!

DOLMANCÉ: Os pido perdón, hermosa Eugenia; no seré yo, si lo permitís, quien se encargue de apagar los fuegos que enciendo. Querida niña, tenéis a mis ojos el gran pecado de ser mujer. De buena gana quisiera olvidar toda prevención para cosechar vuestras primicias; espero que os parezca bien que me quede ahí; el caballero se encargará de la faena. Su hermana, armada con este consolador, dará en el culo de su hermano los golpes más temibles, al tiempo que presentará su hermoso trasero a Agustín, que la enculará y al que yo joderé entretanto; porque, no quiero ocultároslo, el culo de este hermoso muchacho me tienta desde hace una hora, y quiero devolverle totalmente lo que me ha hecho.

EUGENIA: Acepto el cambio; pero, de verdad, Dolmancé, la franqueza de vuestra confesión no deja de encerrar cierta descortesía.

DOLMANCÉ: Mil perdones, señorita; pero nosotros, los bujarrones, no alardeamos más que de franqueza y de justicia en nuestros principios.

SRA. DE SAINT–ANGE: Reputación de franqueza no es, sin embargo, lo que se tiene de los que, como vos, están acostumbrados a poseer a las personas sólo por detrás.

DOLMANCÉ: Algo traidores, sí, algo falsos, ¿eso creéis? Pues bien, señora, os he demostrado que tal carácter era indispensable en la sociedad. Condenados a vivir con personas que tienen el mayor interés en ocultarse a nuestros ojos, en disfrazar sus vicios que tienen para no ofrecernos más que las virtudes que nunca veneraron, correríamos el mayor peligro si mostrásemos únicamente franqueza; porque, entonces, es evidente que les concederíamos sobre nosotros todas las ventajas que ellos nos niegan, y el engaño sería manifiesto. El disimulo y la hipocresía son necesidades que la sociedad nos ha impuesto: cedamos ante ella. Permitidme que me ofrezca a vos un instante como ejemplo, señora: con toda probabilidad, no hay en el mundo un ser más corrompido; pues bien, mis contemporáneos están engañados; preguntadles qué piensan de mí, todos os dirán que soy un hombre honrado, cuando no hay un solo crimen del que no haya hecho mis delicias más queridas.

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Oh, no me convenceréis de que los habéis cometido atroces!

DOLMANCÉ: ¡Atroces!… De verdad, señora, he cometido horrores.

SRA. DE SAINT–ANGE: Pues bien, sí, sois como aquel que decía a su confesor: «El detalle es inútil, señor; excepto el asesinato y el robo, podéis estar seguro de que lo he hecho todo».

DOLMANCÉ: Sí, señora, yo diría lo mismo, aunque con una excepción.

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Cómo! ¿Libertino, os habéis permitido?…

DOLMANCÉ: Todo, señora, todo; ¿puede uno negarse a algo con mi temperamento y con mis principios?

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Ay, jodamos, jodamos!… Ante estas palabras, no puedo aguantar más; ya volveremos sobre ello, Dolmancé; pero, para añadir mayor fe a vuestras confesiones, quiero oírlas únicamente con la cabeza fría. Cuando la tenéis tiesa os gusta decir horrores, y quizá nos dierais ahora por verdades los libertinos prodigios de vuestra imaginación inflamada. (Se colocan).

DOLMANCÉ: Espera, caballero, espera; yo mismo seré quien la introduzca; pero previamente, y por ello pido perdón a la hermosa Eugenia, tiene que permitirme azotarla para ponerla a punto. (La azota).

EUGENIA: Os aseguro que esta ceremonia es inútil… Decid, más bien, Dolmancé, que satisface vuestra lujuria; pero al proceder a ella, os suplico que no finjáis que hacéis algo por mí.

DOLMANCÉ, que sigue azotándola: ¡Ah, ya me daréis noticias dentro de poco!… No conocéis el imperio de este preliminar… ¡Vamos, vamos, bribonzuela, seréis fustigada!

EUGENIA: ¡Oh, cielos! ¡Con qué empeño golpea!… ¡Mis nalgas están ardiendo!… Pero ¡me hacéis daño, de veras!…

SRA. DE SAINT–ANGE: Voy a vengarte, amiga mía; voy a devolvérselo. (Y azota ella a Dolmancé).

DOLMANCÉ: ¡Oh! ¡Muchísimas gracias! Sólo un favor le pido a Eugenia: que me deje azotarla con la misma cuerda con la que yo deseo que me azoten; ya veis que sigo en esto la ley de la naturaleza; pero esperad, arreglémoslo mejor: que Eugenia se suba a vuestros lomos, señora; se agarrará a vuestro cuello, como esas madres que llevan a sus hijos a la espalda; así tendré dos culos al alcance de mi mano; los zurraré juntos; el caballero y Agustín me lo devolverán golpeando los dos juntos a la vez mis nalgas… Sí, así es… ¡Ay, ya estamos!… ¡Qué delicia!

SRA. DE SAINT–ANGE: No tengáis miramientos con esta bribona, por favor, y como yo no os pido gracia tampoco quiero que le concedáis ninguna.

EUGENIA: ¡Ají! ¡Ají! ¡Ají! Creo que mi sangre corre de veras.

SRA. DE SAINT–ANGE: Embellecerá tus nalgas coloreándolas… Valor, ángel mío, valor; acuérdate de que sólo por las penas se alcanzan siempre los placeres.

EUGENIA: No puedo más, de veras.

DOLMANCÉ, se detiene un minuto para contemplar su obra; luego, prosiguiendo: Sesenta más todavía, Eugenia; sí, sí, ¡sesenta más en cada culo!… ¡Oh, tunantes, qué placer vais a tener ahora jodiendo! (La postura se deshace).

SRA. DE SAINT–ANGE, examinando las nalgas de Eugenia: ¡Ay, pobre pequeña, su trasero está lleno de sangre!… ¡Perverso, cuánto placer sacas de besar así los vestigios de tu crueldad!

DOLMANCÉ, masturbándose: Sí, no lo oculto, y mis besos serían más ardientes si los vestigios fueran más crueles.

EUGENIA: ¡Ah, sois un monstruo!

DOLMANCÉ: ¡Estoy de acuerdo!

EL CABALLERO: Por lo menos es sincero.

DOLMANCÉ: Vamos, sodomízala, caballero.

EL CABALLERO: Sostenla por las caderas, y en tres sacudidas está hecho.

EUGENIA: ¡Oh, cielos! ¡La tenéis más gorda que Dolmancé!… ¡Caballero…, me desgarráis!… ¡Tratadme con cuidado, os lo suplico!…

EL CABALLERO: Es imposible, ángel mío. Tengo que llegar al final… Pensad que me encuentro a la vista de mi maestro: debo mostrarme digno de sus lecciones.

DOLMANCÉ: ¡Ya está!… Me encanta ver el pelo de una polla frotar las paredes de un ano… Vamos, señora, enculad a vuestro hermano… Ya está la polla de Agustín dispuesta a introducirse en vos; en cuanto a mí, os aseguro que no he de tratar con miramientos a vuestro jodedor… ¡Ah! ¡Bien! Me parece que ya está formado el rosario; ahora pensemos sólo en corrernos.

SRA. DE SAINT–ANGE: Mirad cómo se estremece la muy pícara.

EUGENIA: ¿Es culpa mía? ¡Me muero de placer!… ¡Esta fustigación…, esta polla inmensa… y este amable caballero que aún sigue masturbándome!… ¡Querida, querida, no puedo más!…

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Dios santo! ¡Yo tampoco, me corro!…

DOLMANCÉ: Vayamos juntos, amigos míos; si quisierais concederme sólo dos minutos, os habré alcanzado en seguida, y nos iríamos todos a la vez.

EL CABALLERO: Ya no hay tiempo; mi leche corre en el culo de la hermosa Eugenia… ¡Me muero!… ¡Ay, santo nombre de un dios!… ¡Qué placer!…

DOLMANCÉ: Os sigo, amigos míos…, os sigo…, también a mí me ciega la leche…

AGUSTÍN: ¡Y a mí también!… ¡Y a mí también!…

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Vaya escena!… ¡Este bujarrón me ha llenado el culo!…

EL CABALLERO: ¡Al bidé, señoras mías, al bidé!

SRA. DE SAINT–ANGE: No, de veras, me gusta así, me gusta sentir la leche en el culo: cuando la tengo no la devuelvo nunca.

EUGENIA: De veras que no puedo más… Ahora, amigos míos, decidme si una mujer debe aceptar siempre la propuesta de ser follada de esta forma cuando se la hacen.

SRA. DE SAINT–ANGE: Siempre, querida, siempre; debe hacer más todavía: como esta manera de joder es deliciosa, debe exigirla de aquellos de quienes se sirve; y si depende de aquél con quien se divierte, si espera obtener de él favores, presentes o gracias, que se dé a valer, que se haga acosar; no hay hombre aficionado a esta postura que, en un caso así, no se arruine por una mujer lo bastante hábil para negarse con el solo propósito de inflamarle más; sacará cuanto quiera si domina el arte de conceder sólo adrede lo que se le pide.

DOLMANCÉ: Y bien, angelito, ¿estás convertida? ¿Has dejado ya de creer que la sodomía es un crimen?

EUGENIA: Y aunque lo fuera, ¿qué me importa? ¿No habéis demostrado vos la nadería de los crímenes? Ahora muy pocas acciones son criminales a mis ojos.

DOLMANCÉ: Nada es crimen, querida hija, sea lo que sea: la más monstruosa de las acciones ¿no tiene un lado por el que nos resulta propicia?

EUGENIA: ¿Quién lo duda?

DOLMANCÉ: Pues bien, desde ese momento deja de ser crimen; porque, aunque lo que sirve a uno perjudicando a otro fuera crimen, habría que demostrar que el ser herido es más precioso para la naturaleza que el ser servido: ahora bien, dado que todos los individuos son iguales a ojos de la naturaleza, tal predilección es imposible; por lo tanto la acción que sirve a uno perjudicando a otro es perfectamente indiferente para la naturaleza.

EUGENIA: Pero si la acción perjudicase a una gran mayoría de individuos, y nos proporcionase a nosotros una dosis muy ligera de placer, ¿no sería horrible entregarse a ella?

DOLMANCÉ: Tampoco, porque no hay comparación posible entre lo que sienten los demás y lo que nosotros sentimos; la dosis más fuerte de dolor en los demás debe ser para nosotros nada, y el más leve cosquilleo de placer experimentado por nosotros nos conmueve; por tanto debemos preferir, al precio que sea, ese ligero cosquilleo que nos deleita a esa suma inmensa de desgracias de los demás, que no podría afectarnos. Antes bien, ocurre por el contrario que la singularidad de nuestros órganos, una construcción extraña, nos hace agradables los dolores del prójimo, como a veces ocurre: ¿quién duda entonces de que ineludiblemente debemos preferir este dolor de otros, que nos divierte, a la ausencia de tal dolor, que se convertiría en una privación para nosotros? La fuente de todos nuestros errores en moral procede de la admisión ridícula de ese hilo de fraternidad que inventaron los cristianos en su siglo de infortunio y de indigencia. Forzados a mendigar la piedad de los demás, no era torpe sostener que eran todos hermanos. ¿Cómo negar ayuda, según esa hipótesis? Pero es imposible admitir semejante doctrina. ¿No nacemos todos aislados? Digo más, ¿no somos enemigos unos de otros, no nos hallamos todos en estado de guerra perpetuo y recíproco? Ahora bien, yo os pregunto si lo sería suponiendo que las virtudes exigidas por ese pretendido hilo de fraternidad estuvieran realmente en la naturaleza. Si su voz las inspirase a los hombres, las sentirían desde el nacimiento. A partir de ese instante la piedad, la beneficencia, la humanidad, resultarían virtudes naturales, de las que sería imposible defenderse, y que harían ese estado primitivo del hombre salvaje totalmente contrario a como lo vemos.

EUGENIA: Pero si, como decís, la naturaleza hace que los hombres nazcan aislados, independientes unos de otros, me concederéis al menos que las necesidades, al acercarlos, han debido establecer obligatoriamente algunos lazos entre ellos[23]; de ahí, los de la sangre nacidos de su alianza recíproca, los del amor, los de la amistad, los del reconocimiento; espero que al menos respetéis éstos.

DOLMANCÉ: No más que los otros, en realidad; pero analicémoslos, lo deseo: echemos una rápida ojeada, Eugenia, sobre cada uno en particular. ¿Diríais vos, por ejemplo, que la necesidad de casarme, para ver prolongada mi raza o para conseguir mi fortuna, debe establecer lazos indisolubles o sagrados con el objeto al que me alío? Os pregunto, ¿no sería absurdo sostenerlo? Mientras dura el acto del coito, puedo indudablemente necesitar ese objeto para que participe en él; pero tan pronto como está concluido, decidme, ¿qué queda entre él y yo? ¿Y qué obligación real encadenará, a él o a mí, a los resultados de ese coito? Estos últimos lazos fueron frutos del pavor que sintieron los padres a ser abandonados en su vejez, y los interesados cuidados que tienen con nosotros en nuestra infancia son únicamente para merecer luego las mismas atenciones en su postrera edad. Dejemos de ser víctimas de todo esto: no debemos nada a nuestros padres…, ni lo más mínimo, Eugenia, y como han trabajado menos para nosotros que para sí, nos está permitido detestarlos y deshacernos incluso de ellos si su proceder nos irrita; sólo debemos amarlos si actúan bien con nosotros, y esa ternura no debe ser un grado superior al que tendríamos con otros amigos, porque los derechos del nacimiento no establecen nada ni fundan nada, y, escrutándolos con prudencia y reflexión, no encontraremos probablemente en ellos otra cosa que razones de odio hacia los que, pensando sólo en sus placeres, no nos han dado a menudo más que una existencia desgraciada o malsana.

¡Me habláis de los lazos del amor, Eugenia! ¿Habéis podido conocerlos alguna vez? ¡Ah, que semejante sentimiento no se acerque jamás a vuestro corazón, por el bien que os deseo! ¿Qué es el amor? A mi entender, sólo puede considerarse como el efecto resultante de las cualidades de un objeto hermoso sobre nosotros; tales efectos nos transportan, nos inflaman; si poseemos ese objeto, ya estamos contentos; si nos es imposible conseguirlo, nos desesperamos. Pero ¿cuál es la base de ese sentimiento?… el deseo. ¿Cuáles son las secuelas de ese sentimiento?… la locura. Atengámonos, pues, al motivo, y librémonos de los efectos. El motivo es poseer el objeto; pues bien, tratemos de triunfar, pero con prudencia; gocémoslo en cuanto lo tengamos; consolémonos en caso contrario: otros mil objetos semejantes, y con frecuencia mejores, nos consolarán de la pérdida de ése; todos los hombres, todas las mujeres, se parecen: no hay amor que resista los efectos de una reflexión sana. ¡Oh! ¡Qué engaño esa embriaguez que, absorbiendo en nosotros el resultado de los sentidos, nos pone en tal estado que ya no vemos ni existimos más que por ese objeto locamente adorado! ¿Es eso vivir? ¿No es más bien privarse voluntariamente de todas las dulzuras de la vida? ¿No es querer permanecer en una fiebre ardorosa que nos absorbe y que nos devora sin dejarnos otra dicha que goces metafísicos, tan semejantes a los efectos de la locura? Si debiéramos amar siempre ese objeto adorable, si fuera seguro que jamás tendríamos que abandonarlo, sería una extravagancia, indudablemente, pero excusable al menos. ¿Ocurre? ¿Hay muchos ejemplos de esas relaciones eternas que jamás se hayan desmentido? Algunos meses de goce, que ponen pronto al objeto en su verdadero lugar, nos hacen avergonzarnos por el incienso que hemos quemado en sus altares, y con frecuencia no llegamos siquiera a concebir que haya podido seducirnos hasta ese punto.

¡Oh jóvenes voluptuosas, entregadnos por tanto vuestros cuerpos cuanto podáis! Follad, divertíos: eso es lo esencial; pero huid con cuidado del amor. Lo único bueno que tiene es la parte física, decía el naturalista Buffon[24], y no sólo sobre este punto razonaba como buen filósofo. Lo repito, divertíos; pero no améis; no os preocupéis más por ser amadas: lo necesario no es extenuarse en lamentaciones, en suspiros, en miradas, en billetes de dulce amor, sino follar, multiplicar y cambiar a menudo de jodedores, oponerse fuertemente sobre todo a que uno solo quiera cautivaros, porque la meta de este constante amor sería, atándoos a él, impediros que os entreguéis a otro, egoísmo cruel que pronto se volvería fatal para vuestros placeres. Las mujeres no están hechas para un solo hombre: la naturaleza las ha creado para todos. Escuchando sólo esta sagrada voz, que se entreguen indiferentemente a cuantos quieran algo de ellas. Siempre putas, nunca amantes, repudiando el amor, adorando el placer, sólo rosas encontrarán en la carrera de la vida; sólo flores será lo que nos prodiguéis. Preguntad, Eugenia, preguntad a la encantadora mujer que ha tenido a bien encargarse de vuestra educación, sobre el caso que hay que hacer a un hombre cuando se ha gozado de él. (Lo suficientemente bajo para no ser oído por Agustín). Preguntadle si daría un paso para conservar a este Agustín que hace hoy día sus delicias. En la hipótesis de que quisieran quitárselo, tomaría otro, no pensaría más en éste, y, pronto cansada del nuevo, lo inmolaría ella misma en dos meses si nuevos goces debieran nacer de tal sacrificio.

SRA. DE SAINT–ANGE: Que mi querida Eugenia esté completamente segura de que Dolmancé le explica mi corazón, igual que el de todas las mujeres, como si le hubiéramos abierto sus entretelas.

DOLMANCÉ: La última parte de mi análisis se dirige por tanto a los lazos de la amistad y a los del reconocimiento. Respetemos los primeros, consiento en ello, mientras nos sean útiles; conservemos a nuestros amigos mientras nos sirvan; olvidémoslos desde el momento en que no podamos sacar nada de ellos; a las personas nunca hay que amarlas más que por uno mismo; amarlas por ellas mismas no es más que un engaño; jamás estuvo en la naturaleza inspirar a los hombres otros impulsos, otros sentimientos que los que deben ser buenos para algo; nada es tan egoísta como la naturaleza; seámoslo por tanto también si queremos cumplir sus leyes. En cuanto al reconocimiento, Eugenia, es indudablemente el más débil de todos los lazos. ¿Acaso nos hacen favores los hombres por nosotros mismos? No lo creamos, querida: lo hacen por ostentación, por orgullo. ¿No es humillante, desde ese momento, convertirse así en el juguete del amor propio de los demás? ¿No lo es más todavía tener que estar agradecido por ello? Nada cuesta tanto como un beneficio recibido. Nada de términos medios: o lo devolvemos o nos envilece. Las almas orgullosas soportan mal el peso del beneficio: pesa sobre ellas con tanta violencia que el único sentimiento que exhalan es el de odio por el bienhechor. ¿Cuáles son ahora, en vuestra opinión, los lazos que sustituyen el aislamiento en que nos ha creado la naturaleza? ¿Cuáles son aquéllos que deben establecer relaciones entre los hombres? ¿A titulo de qué habríamos de amarlos, de quererlos, de preferirlos a nosotros mismos? ¿Con qué derecho consolaríamos su infortunio? ¿Dónde estará ahora en nuestras almas la cuna de vuestras bellas e inútiles virtudes de beneficencia, de humanidad, de caridad, indicadas en el código absurdo de algunas religiones imbéciles, que, predicadas por impostores o por mendigos, debieron necesariamente aconsejar aquello que podía apoyarlas o tolerarlas? Pues bien, Eugenia, ¿admitís aún algo sagrado entre los hombres? ¿Concebís alguna razón que nos haga preferirlos a ellos en vez de a nosotros?

EUGENIA: Esas lecciones, a las que mi corazón ayuda, me halagan demasiado para que mi espíritu las rechace.

SRA. DE SAINT–ANGE: Están en la naturaleza, Eugenia: basta para demostrarlo la aprobación que les das; apenas brotado de su seno, ¿cómo podría ser lo que sientes fruto de la corrupción?

EUGENIA: Pero si todos los errores que preconizáis están en la naturaleza, ¿por qué se oponen a ello las leyes?

DOLMANCÉ: Porque las leyes no están hechas para lo particular, sino para lo general, lo cual las pone en perpetua contradicción con el interés, dado que el interés personal está enfrentado siempre al interés general. Mas las leyes, buenas para la sociedad, son muy malas para el individuo que la compone; porque para una vez que lo protegen o le ofrecen garantías, lo molestan y lo atan las tres cuartas partes de su vida; por eso el hombre sabio y lleno de desprecio hacia ellas las tolera, como hace con las serpientes y las víboras que, aunque hieren o envenenan, sirven sin embargo a veces en medicina; se protegerá de las leyes como lo hará de estas bestias venenosas; se pondrá a cubierto mediante precauciones, mediante misterios, cosas fáciles para la sabiduría y la prudencia. ¡Ojalá la fantasía de algunos crímenes inflame vuestra alma, Eugenia! ¡Pero estad bien segura de cometerlos sin temor, con vuestra amiga y conmigo!

EUGENIA: ¡Ay, esa fantasía está ya en mi corazón!

SRA. DE SAINT–ANGE: ¿Qué capricho te habita, Eugenia? Dínoslo en confianza.

EUGENIA, extraviada: Quisiera una víctima.

SRA. DE SAINT–ANGE: ¿Y de qué sexo la deseas?

EUGENIA: ¡Del mío!

DOLMANCÉ: Y bien, señora, ¿estáis contenta con vuestra alumna? Sus progresos, ¿son suficientemente rápidos?

EUGENIA, como antes: ¡Una víctima, querida, una víctima!… ¡Oh, dioses, haría la felicidad de mi vida!…

SRA. DE SAINT–ANGE: ¿Y qué le harías?

EUGENIA: ¡Todo!… ¡Todo! Todo lo que pudiera hacerle la más desgraciada de las criaturas. ¡Oh, querida, querida mía, ten piedad de mí, no puedo más!…

DOLMANCÉ: ¡Santo Dios, qué imaginación!… Ven, Eugenia, eres deliciosa… Ven que te bese mil y mil veces. (La coge en sus brazos). Ved, señora, ved, mirad a esta libertina cómo se corre de cabeza sin que nadie la toque… ¡Es absolutamente necesario que la dé por el culo una vez más!

EUGENIA: ¿Tendré luego lo que pido? DOLMANCÉ: ¡Sí, loca!… ¡Sí, yo te respondo de ello!

EUGENIA: ¡Oh, amigo mío, aquí está mi culo!… ¡Haced lo que queráis con él!

DOLMANCÉ: Esperad a que disponga este goce de una manera algo lujuriosa. (Todo se cumple a medida que Dolmancé lo indica). Agustín, tiéndete en el borde de esta cama; que Eugenia se acueste en tus brazos; mientras la sodomizo, masturbaré su clítoris con la soberbia cabeza de la polla de Agustín, que, para ahorrar su leche, tendrá cuidado de no correrse; el querido caballero, que sin decir una palabra se la menea suavemente oyéndonos, tendrá a bien tenderse sobre los hombros de Eugenia, exponiendo sus hermosas nalgas a mis besos; yo se la menearé por debajo; es decir, teniendo mi aparato en un culo, menearé una polla con cada mano; y en cuanto a vos, señora, tras haber sido yo vuestro marido, quiero que os convirtáis vos en el mío; ¡poneos el más enorme de vuestros consoladores! (La Sra. de SAINT–ANGE abre un cofre que está lleno de ellos, y nuestro héroe escoge el más temible). ¡Bien! Éste, según el número, tiene catorce pulgadas de largo por diez de contorno; poneos esto a la cintura, señora, y dadme ahora los golpes más terribles.

SRA. DE SAINT–ANGE: Estáis loco, Dolmancé, de veras, y voy a reventaros con esto.

DOLMANCÉ: No temáis nada; empujad, penetrad, ángel mío; yo no encularé a vuestra querida Eugenia hasta que vuestro enorme miembro esté bien dentro en mi culo… ¡Ya está! ¡Ya está, santo Dios!… ¡Ay, me pones en las nubes!… ¡Nada de piedad, hermosa mía!… Te lo advierto, voy a joder tu culo sin prepararlo… ¡Santo Dios, qué hermoso trasero!…

EUGENIA: ¡Oh, amigo mío, me desgarras!… Prepara por lo menos el camino.

DOLMANCÉ: Me guardaré mucho de ello: se pierde la mitad del placer con esas tontas atenciones. Piensa en nuestros principios, Eugenia; trabajo para mí; ¡ahora, víctima un momento, ángel mío, y al cabo de un instante perseguidora!… ¡Ay, santo Dios!… ¡Entra!…

EUGENIA: ¡Me matas!…

DOLMANCÉ: ¡Rediós! ¡He llegado al fondo!

EUGENIA: ¡Ay, ahora puedes hacer lo que quieras!… Ya está ahí…, ¡no siento más que placer!…

DOLMANCÉ: ¡Cuánto me gusta menear esta gruesa polla encima del clítoris de una virgen!… Tú, caballero, ponme buen culo… ¿Te la meneo bien, libertino?… Y vos, señora, jodedme, follad a vuestra puta…, sí, lo soy y quiero serlo… Eugenia, ¡córrete, sí, ángel mío, córrete!… Agustín, a pesar suyo, me llena de leche… Yo recibo la del culo del caballero, la mía se une a ella… No resisto más… Eugenia, agita tus nalgas, que tu ano presione mi polla; voy a lanzar al fondo de tus entrañas la leche ardiente que se exhala… ¡Ay, jodido bujarrón de dios! ¡Me muero! (Se retira, la postura se rompe). Mirad, señora, ahí tenéis a vuestra pequeña libertina llena todavía de leche; la entrada de su coño está inundada; masturbadla, frotad vigorosamente su clítoris todo mojado de esperma; es una de las cosas más deliciosas que se pueden hacer.

EUGENIA, palpitante: ¡Ay, amiga, qué placer me darías! ¡Ay, querido amor, ardo de lubricidad! (Se colocan en esa postura).

DOLMANCÉ: Caballero, como eres tú quien va a desflorar a esta hermosa niña, ayuda a tu hermana para que se pasme en tus brazos, y en esa postura ofréceme las nalgas: voy a joderte mientras Agustín me encula. (Todo se dispone así).

EL CABALLERO: ¿Estoy bien de esta manera?

DOLMANCÉ: Un poco más arriba el culo, amor mío; ahí, bien…, sin preparación, caballero…

EL CABALLERO: ¡A fe que como tú quieras! ¿Puedo sentir otra cosa que placer en el seno de esta muchacha? (La besa y la masturba, hundiéndole ligeramente un dedo en el coño, mientras la Sra. de SAINT–ANGE acaricia el clítoris de Eugenia).

DOLMANCÉ: En cuanto a mí, querido, te aseguro que saco mucho más contigo de lo que saqué con Eugenia; ¡tanta diferencia es la que hay entre el culo de un muchacho y el de una muchacha!… ¡Dame por el culo, Agustín! ¡Cuánto tardas en decidirte!

AGUSTÍN: ¡Maldita zea! ¡Zeñorez, ez que acaba de corrérzeme ahí juntito a enta gentil tortolita, y quereiz que ahora ze ponga tieza en zeguida para vueztro culo, que no ez tan bonito, maldita zea!

DOLMANCÉ: ¡Imbécil! Pero ¿por qué quejarse? Es la naturaleza: cada cual predica para su santo. Vamos, vamos, sigue penetrando, verídico Agustín; y cuando tengas algo más de experiencia, ya me dirás si no valen más los culos que los coños… Eugenia, devuelve al caballero lo que él te hace; preocúpate sólo de ti: tienes razón, libertina; pero en interés mismo de tus placeres, menéasela, puesto que va a ser él quien coja tus primicias.

EUGENIA: Y bien que se la meneo, le beso, pierdo la cabeza… ¡Ají! ¡Ají! ¡Ají!, amigos míos, no puedo más… ¡Tened piedad de mi estado…, me muero…, me corro!… ¡Santo Dios! ¡Estoy fuera de mí!…

DOLMANCÉ: Yo en cambio seré prudente. Sólo pretendía poner en trance este hermoso culo; guardo para la Sra. de SAINT–ANGE la leche acumulada: nada me divierte tanto como empezar en un culo la operación que quiero terminar en otro. ¡Y bien, caballero, ya estás a punto!… ¿La desfloramos?

EUGENIA: ¡Oh, cielos, no, no quiero que me lo haga él, moriría! El vuestro es más pequeño, Dolmancé; ¡qué sólo a vos deba yo esta operación, os lo suplico!

DOLMANCÉ: Es imposible, ángel mío; nunca en mi vida he jodido un coño; me permitiréis que no empiece a mi edad. Vuestras primicias pertenecen al caballero; sólo él es digno de cogerlas: no le quitemos sus derechos…

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Rechazar una desfloración… tan fresca, tan linda como ésta, porque desafío a que alguien diga que mi Eugenia no es la muchacha más hermosa de París! ¡Oh, señor!…, señor, de veras, ¡eso es lo que se dice atenerse demasiado a sus principios!

DOLMANCÉ: No tanto como debiera, señora, porque estoy seguro de que muchos de mis cofrades no os la meterían por el culo… Yo lo he hecho y volveré a hacerlo; no es, por tanto, como suponéis, llevar mi culto hasta el fanatismo.

SRA. DE SAINT–ANGE: Adelante, pues, caballero; pero ten cuidado; mira la pequeñez del estrecho que vas a enfilar: ¿hay alguna proporción entre el contenido y el continente?

EUGENIA: ¡Oh, moriré, eso es inevitable!… Pero el ardiente deseo que tengo de ser jodida me hace atreverme a todo sin temer nada… Vamos, penetra, querido, a ti me entrego.

EL CABALLERO, sosteniendo con toda la mano su polla tiesa: ¡Sí, joder! ¡Es necesario que penetre!… Hermana mía, Dolmancé, sostenedle cada uno una pierna… ¡Ah, santo Dios! ¡Qué empresa!… ¡Sí, sí, aunque tenga que atravesarla, aunque tenga que desgarrarla, es preciso, rediós, pasar por ello!

EUGENIA: ¡Despacio, más suave, no puedo aguantar!… (Ella grita; las lágrimas corren por sus mejillas…). ¡Socorro! ¡Querida amiga!… (Se debate). ¡No, no quiero que entre! ¡Si seguís, gritaré que me están asesinando!…

EL CABALLERO: Grita cuanto quieras, pequeña bribona, te digo que tiene que entrar, aunque hayas de reventar mil veces.

EUGENIA: ¡Qué barbarie!

DOLMANCÉ: ¡Ah, joder! ¿Puede ser uno delicado cuando la tiene tiesa?

EL CABALLERO: ¡Miradla! ¡Ya está! ¡Ya está, santo dios!… ¡Joder! ¡Vaya virginidad del diablo!… ¡Mirad cómo corre su sangre!

EUGENIA: ¡Anda, tigre!… ¡Anda, desgárrame si quieres, ahora me río!… ¡Bésame, verdugo, bésame, te adoro!… ¡Ay, una vez que está dentro no es nada!: todos los dolores se olvidan… ¡Pobres de las jóvenes que se asusten ante semejante ataque!… ¡Qué grandes placeres rechazarían por un pequeño dolor!… ¡Empuja! ¡Empuja, caballero, que me corro!… Rocía con tu leche las llagas con que me has cubierto…, empújala hasta el fondo de mi matriz… ¡Ay, el dolor cede ante el placer, estoy a punto de desvanecerme!… (El caballero descarga; mientras él jodía, Dolmancé le ha sobado el culo y los cojones, y la Sra. de SAINT–ANGE acariciaba el clítoris de Eugenia. La postura se deshace).

DOLMANCÉ: Mi parecer es que, mientras estén abiertos los caminos, Agustín joda inmediatamente a la pequeña bribona.

EUGENIA: ¡Por Agustín!… ¡Una polla de ese tamaño!… ¡Hala, venga, deprisa!… ¡Ahora que todavía sangro!… ¿Tenéis ganas de matarme?

SRA. DE SAINT–ANGE: Amor mío, bésame…, te compadezco…, pero la sentencia se ha pronunciado y es inapelable, corazón mío: tienes que sufrirla.

AGUSTÍN: ¡Ay, jardinero, ya eztoy preparado! ¡Cuándo ze trata de trincar a ezta niñita, vendría, pordioz, dezde Roma a piez!

EL CABALLERO, empuñando la enorme polla de Agustín: ¡Mira, Eugenia, mira qué tiesa está!… Es digna de sustituirme.

EUGENIA: ¡Ay, santo cielo, qué garrote!… ¡Queréis matarme, eso está claro!…

AGUSTÍN, apoderándose de Eugenia: ¡Qué no, zeñorita: ezo no ha hecho nunca morir a nadie!

DOLMANCÉ: ¡Un momento, hijo, un momento!: tienes que ofrecerme el culo mientras la jodes… Sí, así, acercaos, señora de SAINT–ANGE: os he prometido encularos, y mantendré mi palabra; pero colocaos de modo que al joderos esté en condiciones de azotar a Eugenia. ¡Mientras tanto, que el caballero me azote! (Se colocan).

EUGENIA: ¡Ay, joder! ¡Me revienta!… ¡Camina despacio, gran payaso!… ¡Ay, el bujarrón! ¡Cómo clava!… ¡Ya ha llegado, el jodido!… ¡Ya ha llegado al fondo!… ¡Me muero!… ¡Oh, Dolmancé, cómo golpeáis!… Es encenderme por dos partes; me ponéis al rojo las nalgas.

DOLMANCÉ, azotando con toda su fuerza: ¡Lo tendrás…, lo tendrás, pequeña bribona!… ¡Así te correrás más deliciosamente! ¡Cómo la masturbáis, SAINT–ANGE…, cómo debe de endulzar ese ligero dedo los males que Agustín y yo le hacemos!… Pero vuestro ano se aprieta… Ya lo veo, señora, vamos a corrernos al mismo tiempo… ¡Ay, qué divino estar así entre el hermano y la hermana!

SRA. DE SAINT–ANGE, a Dolmancé: ¡Jode, sol mío, jode!… Creo que nunca tuve tanto placer.

EL CABALLERO: Dolmancé, cambiemos de mano; pasa rápidamente del culo de mi hermana al de Eugenia, para hacerle conocer los placeres de estar entre dos, y yo encularé a mi hermana que, mientras tanto, devolverá sobre tus nalgas los golpes de verga con que acabas de ensangrentar las de Eugenia.

DOLMANCÉ, haciéndolo: Acepto… Mira, amigo mío, ¿puede hacerse un cambio más rápido que éste?

EUGENIA: ¡Cómo! ¡Los dos sobre mí, santo cielo!… No sé a cuál atender; tenía bastante con este ganso… ¡Ay, cuánta leche me va a costar este doble goce!… Ya corre. Sin esta sensual eyaculación, creo que estaría ya muerta… Vaya, amiga mía, ¿me imitas? ¡Oh, cómo jura la bribona!… Dolmancé…, córrete, córrete…, amor mío…, este rudo campesino me inunda: me lo lanza al fondo de mis entrañas… ¡Ay, jodedores míos!, ¡cómo! ¡Los dos a la vez, santo cielo!… Amigos míos, recibid mi leche: se une a la vuestra… Estoy anonadada… (La postura se rompe). Y bien, querida, ¿estás contenta con tu alumna?… ¿Ahora soy lo suficientemente puta?… Pero me habéis puesto en un estado…, en una agitación… ¡Oh, sí, juro que, en la embriaguez en que me encuentro, si fuera preciso llegaría a hacerme joder en medio de las calles!…

DOLMANCÉ: ¡Qué bella está así!

EUGENIA: ¡Os detesto, me habéis rechazado!…

DOLMANCÉ: ¿Podía acaso contrariar mis dogmas?

EUGENIA: Entonces, os perdono, y debo respetar los principios que llevan a los extravíos. ¡Cómo no había de adoptarlos yo, que sólo quiero vivir en el crimen! Sentémonos y charlemos un instante: no puedo más. Proseguid mi instrucción, Dolmancé, y decidme algo que me consuele de los excesos a que me he entregado; apagad mis remordimientos; alentadme.

SRA. DE SAINT–ANGE: Es justo; es preciso que un poco de teoría suceda a la práctica; es el medio de hacer una alumna perfecta.

DOLMANCÉ: ¡Bueno! ¿Cuál es el objeto, Eugenia, sobre el que queréis que os instruya?

EUGENIA: Me gustaría saber si las costumbres son verdaderamente necesarias a un gobierno, si su influencia tiene algún peso sobre el genio de la nación.

DOLMANCÉ: ¡Ah, pardiez! Al salir de casa esta mañana, he comprado en el Palacio de la Igualdad[25] un folleto que, de creer al título, debe de responder necesariamente a vuestra pregunta… Acaba de salir de las prensas.

SRA. DE SAINT–ANGE: Veamos. (Lee). Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos. A fe que es un título singular: promete mucho; caballero, tú que posees una hermosa voz, léenos esto.

DOLMANCÉ: O mucho me equivoco o debe de responder perfectamente a la pregunta de Eugenia.

EUGENIA: ¡Desde luego!

SRA. DE SAINT–ANGE: Agustín, esto a ti no te incumbe; pero no te alejes; tocaremos la campanilla cuando sea preciso que vengas.

EL CABALLERO: Empiezo.

FRANCESES, un esfuerzo más si queréis ser republicanos

La religión

Vengo a ofrecer grandes ideas; las escucharán, serán pensadas; si no todas agradan, al menos algunas quedarán; habré contribuido algo al progreso de las luces, y con ello quedaré satisfecho. No lo oculto, veo con pena la lentitud con que tratamos de llegar a la meta; con inquietud siento que estamos en vísperas de no alcanzarla una vez más. ¿Cree alguien que esa meta se alcanza cuando nos hayan dado leyes? Que nadie lo crea. ¿Qué haríamos con las leyes, sin religión? Necesitamos un culto, y un culto hecho para el carácter de un republicano, muy alejado de poder continuar el de Roma. En un siglo en que estamos tan convencidos de que la religión debe apoyarse en la moral, y no la moral en la religión, se necesita una religión que vaya con las costumbres, que sea algo así como su desarrollo, como su necesaria secuela, y qué, elevando el alma, pueda mantenerla perpetuamente a la altura de esa libertad preciosa que constituye hoy día su único ídolo. Ahora bien, yo pregunto si puede suponerse que la de un esclavo de Tito, la de un vil histrión de Judea, puede convenir a una nación libre y guerrera que acaba de regenerarse. No, compatriotas míos, no, no lo creáis. Si, por desgracia para él, el francés volviera a sepultarse en las tinieblas del cristianismo, por un lado el orgullo, la tiranía y el despotismo de los sacerdotes, vicios que siempre renacen en esa horda impura; por otro la bajeza, la estrechez de miras, la insulsez de los dogmas y de los misterios de esa indigna y fabulosa religión, debilitando la altivez del alma republicana, la pondrían pronto bajo el yugo que su energía acaba de romper.

No perdamos de vista que esta pueril religión era una de sus mejores armas en manos de nuestros tiranos: uno de sus primeros dogmas era dar al César lo que es del César, —pero nosotros hemos destronado a César y no queremos darle nada. Franceses, sería va— no jactarse de que el espíritu de un clero que ha jurado la constitución no es el de un clero refractario; siempre hay vicios de estado que nunca pueden corregirse. Antes de diez años[26], en medio de la religión cristiana, de su superstición, de sus prejuicios, vuestros sacerdotes, pese a su juramento, pese a su pobreza, volverían a poseer el imperio de las almas que habían invadido; volverían a encadenaros a los reyes, porque el poder de éstos siempre apuntaló el de aquéllos, y vuestro edificio republicano, falto de bases, se derrumbaría.

Oh, vosotros que tenéis la hoz en la mano, propinad el último golpe al árbol de la superstición: no os contentéis con podar las ramas: desarraigad por entero una planta cuyos efectos son tan contagiosos; debéis estar totalmente convencidos de que vuestro sistema de libertad y de igualdad contraría demasiado abiertamente a los ministros de los altares de Cristo para que haya alguna vez uno solo que la adopte de buena fe o no busque con moverlo si consigue recuperar algún dominio sobre las conciencias. ¿Qué sacerdote, comparando el estado a que acaban de reducirle con el que antes gozaba, no ha de hacer cuanto de él dependa para recuperar no sólo la confianza, sino también la autoridad que le han hecho perder? ¿Y cuántos seres débiles y pusilánimes no se volverán pronto esclavos de este ambicioso tonsurado? ¿Por qué no se piensa que los inconvenientes que han existido pueden renacer aún? En la infancia de la Iglesia cristiana, ¿vieran los sacerdotes lo que son hoy? Ya veis adónde habían llegado; sin embargo, ¿quién los había conducido allí? ¿No fueron los medios que les proporcionaba la religión? Ahora bien, si no la prohibís completamente, a esa religión y a quienes la predican, contando siempre con los mismos medios llegarán pronto al mismo fin.

Aniquilad, pues, para siempre todo lo que un día puede destruir vuestra obra. Pensad que estando el fruto de vuestros trabajos reservado sólo a vuestros nietos, es deber vuestro, probidad vuestra, no dejar ni uno de estos gérmenes peligrosos que podrían volverles a sumir en el caos de que con tanto esfuerzo hemos salido. Ya se disipan nuestros prejuicios, ya el pueblo abjura los absurdos católicos; ha suprimido los templos, ha derribado los ídolos, está decidido a que el matrimonio sea sólo un acto civil; los confesionarios rotos sirven en los fogones públicos; los pretendidos fieles, al desertar del banquete católico, dejan los dioses de harina a los ratones. Franceses, no os detengáis: Europa entera, con una mano puesta en la venda que fascina sus ojos, espera de vosotros el esfuerzo que debe arrancarla de su frente. Daos prisa: no deis a la santa Roma, que se agita en todas direcciones para reprimir vuestra energía, el tiempo de conservar quizás algunos prosélitos. Golpead sin miramientos su cabeza altiva y temblorosa, y que antes de dos meses el árbol de la libertad, dando sombra a los despojos de la cátedra de san Pedro, cubra con el peso de sus ramas victoriosas todos estos despreciables ídolos del cristianismo, descaradamente alzados sobre las cenizas tanto de los Catones como de los Brutos.

Franceses, os lo repito, Europa espera de vosotros verse libre a un tiempo del cetro y del incensario. Pensad que es imposible librarla de la tiranía monárquica sin romper al mismo tiempo los frenos de la superstición religiosa: los lazos de la una están demasiado íntimamente ligados a la otra para que, si dejáis subsistir una de las dos, no volváis a caer pronto bajo el imperio de lo que habríais descuidado disolver. No es ni ante las rodillas de un ser imaginario ni ante las de un vil impostor ante lo que un republicano debe arrodillarse; sus únicos dioses deben ser ahora el valor y la libertad. Roma desapareció cuando se predicó el cristianismo, y Francia está perdida si en ella se lo venera todavía.

Examinad con atención los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias monstruosas, la moral imposible de esa repugnante religión, y ved si puede convenir a una república. ¿Creéis de buena fe que me iba a dejar yo dominar por la opinión de un hombre al que acabo de ver a los pies del imbécil sacerdote de Jesús? ¡No, desde luego que no! Ese hombre, siempre vil, tenderá siempre, por su bajeza de miras, a las atrocidades del antiguo régimen; desde el momento en que ha podido someterse a las estupideces de una religión tan insulsa como teníamos la locura de admitir, ya no puede ni dictarme leyes ni transmitirme luces; no le veo más que como un esclavo de los prejuicios y de la superstición.

Pongamos los ojos, para convencernos de esta verdad, sobre los pocos individuos que permanecen adictos a ese culto insensato de nuestros padres; veremos entonces si no son todos enemigos irreconciliables del sistema actual, veremos si no es en su número donde está totalmente comprendida esa casta, tan justamente despreciada, de realistas y de aristócratas. Que el esclavo de un bergante coronado se arrodille, si quiere, a los pies de un ídolo de pasta: ese objeto está hecho para su alma de barro; ¡quién puede servir a reyes debe adorar a dioses! Pero nosotros, franceses, nosotros, compatriotas míos, nosotros, ¿arrastrarnos todavía humildemente bajo frenos tan despreciables? ¡Antes morir mil veces que ser esclavos de nuevo! Puesto que creemos necesario un culto, imitemos el de los romanos: las acciones, las pasiones, los héroes, esos sí que eran objetos respetables. Tales ídolos sublimaban el alma, la electrizaban; hacían más: le comunicaban las virtudes del ser respetado. El adorador de Minerva quería ser prudente. El valor estaba en el corazón de aquél al que se veía a los pies de Marte. Ni un solo dios de estos grandes hombres estaba privado de energía; todos transmitían el fuego en que ellos mismos se abrasaban al alma de quien los veneraba; y como tenían la esperanza de ser adorados también ellos un día, aspiraban a volverse al menos tan grandes como aquellos a los que tomaban por modelo. ¿Qué encontramos en cambio en los vanos dioses del cristianismo? ¿Qué os ofrece, pregunto, esa imbécil religión[27]? El insulso impostor de Nazaret[28] ¿provoca en vosotros el nacimiento de alguna gran idea? Su sucia y repugnante madre, la impúdica María, ¿os inspira algunas virtudes? ¿Y encontráis en los santos con que han adornado su Elíseo algún modelo de grandeza, o de heroísmo, o de virtudes? Es tan cierto que esa estúpida religión no presta nada a las grandes ideas, que ningún artista puede emplear sus atributos en los monumentos que alza; en Roma mismo, la mayoría de los adornos y ornamentos del palacio de los papas tiene sus modelos en el paganismo, y, mientras el mundo subsista, sólo él encenderá el verbo de los grandes hombres.

¿Será en el teísmo[29] puro dónde encontraremos más motivos de grandeza y de elevación? ¿Será en la adopción de una quimera que, dando a nuestra alma ese grado de energía esencial a las virtudes republicanas, llevará al hombre a amarlas o a practicarlas? Ni lo soñéis; estamos de vuelta de ese fantasma, y ahora el ateísmo es el único sistema de todas las personas que saben razonar. A medida que las luces ilustran se ha comprendido que, por ser inherente el movimiento a la materia, el agente necesario para imprimir ese movimiento se convertía en un ser ilusorio y que, por tener que estar todo cuanto existe en movimiento por esencia, el motor era inútil; se ha comprendido que ese dios quimérico, prudentemente inventado por los primeros legisladores, no era entre sus manos sino otro medio más para encadenarnos y que, reservándose el derecho de hacer hablar sólo ellos a ese fantasma, podían muy bien hacerle decir sólo aquello que apoyaba las leyes ridículas con que pretendían esclavizarnos. Licurgo, Numa, Moisés, Jesucristo, Mahoma, todos esos grandes bribones, todos esos grandes déspotas de nuestras ideas, supieron asociar las divinidades que fabricaban a su desmesurada ambición, y seguros de cautivar a los pueblos con la sanción de tales dioses, tuvieron —cuidado siempre, como se sabe, de interrogarlos sólo a propósito, o de hacerles responder únicamente aquello que creían que podía servirles.

Despreciemos por tanto hoy día tanto el vano dios que los impostores han predicado como todas las sutilezas religiosas que se desprenden de su ridícula adopción; no es con ese sonajero como se puede divertir ya a hombres libres. Que la extinción total de los cultos figure, por lo tanto, en los principios que propaguemos a toda Europa. No nos contentemos con romper los cetros, pulvericemos por siempre los ídolos: no hubo nunca más que un paso de la superstición a la realeza[30]. Indudablemente hubo de ser así, puesto que uno de los primeros artículos de la consagración de los reyes era siempre el mantenimiento de la religión dominante como una de las bases políticas que mejor debían sostener su trono. Pero, desde el momento en que ese trono ha sido abatido, desde que lo ha sido felizmente para siempre, no temamos extirpar de igual modo lo que constituía su sostén.

Sí, ciudadanos, la religión es incoherente con el sistema de la libertad; lo habéis notado. El hombre libre jamás se inclinará ante los dioses del cristianismo; jamás sus dogmas, jamás sus ritos, sus misterios o su moral convendrán a un republicano. Un esfuerzo más; puesto que trabajáis por destruir todos los prejuicios, no dejéis subsistir ninguno, porque basta uno sólo para volver a traerlos todos. ¡Y cuánto más seguros no debemos estar de su retorno si el que dejáis vivir es positivamente la cuna de todos los demás! Basta de creer que la religión pueda ser útil al hombre. Tengamos buenas leyes, y podremos prescindir de la religión. Pero se necesita una para el pueblo, dicen; lo divierte, lo contiene. ¡En buena hora! Dadnos pues, en ese caso, la que conviene a los hombres libres. Devolvednos los dioses del paganismo. De buena gana adoraremos a Júpiter, a Hércules o a Palas; pero ya no queremos al fabuloso autor de un universo que se mueve por sí mismo; no queremos ya a un dios sin extensión y que, sin embargo, llena todo con su inmensidad, un dios todopoderoso que no cumple nunca lo que desea, un ser soberanamente bueno que no hace más que descontentos, un ser amigo del orden y por cuyo gobierno todo está en desorden. No, no queremos ya un dios que perturba la naturaleza, que es el padre de la confusión, que mueve al hombre en el momento en que el hombre se entrega a los horrores; tal dios nos hace estremecernos de indignación, y lo relegamos por siempre al olvido, del que el infame Robespierre[31] ha querido sacarlo[32].

Franceses; sustituyamos ese indigno fantasma por los imponentes simulacros que hacían a Roma dueña del universo; tratemos a todos los ídolos cristianos como hemos tratados a los de nuestros reyes. Hemos vuelto a poner los emblemas de la libertad sobre las bases que sostenían antaño a los tiranos; reedifiquemos igualmente la efigie de los grandes hombres sobre los pedestales de esos polizontes adorados por el cristianismo[33]. Dejemos de temer el efecto del ateísmo en nuestros campos; ¿no han sentido los campesinos necesidad del aniquilamiento del culto católico, tan contradictorio con los verdaderos principios de la libertad? ¿No han visto sin temor, y sin dolor, derrocar sus altares y sus presbiterios? ¡Ah! Creed que del mismo modo renunciarán a su ridículo dios. Las estatuas de Marte, de Minerva y de la Libertad serán colocadas en los lugares más ostentosos de sus casas; allí celebrarán una fiesta todos los años; se otorgará la corona cívica al ciudadano que más lo haya merecido de la patria. A la entrada de un bosque solitario, Venus, el Himeneo y el Amor, levantados bajo un templo agreste, recibirán el homenaje de los amantes; será allí donde, por la mano de las Gracias, la belleza coronará a la constancia. No bastará con amar para ser digno de esta corona, será preciso haber merecido serlo: el heroísmo, los talentos, la humanidad, la grandeza de alma, un civismo a toda prueba, éstos son los títulos que se verá obligado a poner el amante a los pies de su amada, y valdrán más que los del nacimiento y de la riqueza que un tonto orgullo exigía antaño. Por lo menos, de ese culto saldrán algunas virtudes, mientras que del que hemos tenido sólo nace la debilidad de profesar crímenes. Este culto se aliará con la libertad a que servimos; la animará, la mantendrá, la encenderá, mientras que el teísmo es por esencia y por naturaleza el enemigo más mortal de la libertad a que nosotros servimos. ¿Costó una gota de sangre cuando los ídolos paganos fueron destruidos en el Bajo Imperio? La revolución, preparada por la estupidez de un pueblo esclavizado, se realizó sin el menor obstáculo. ¿Cómo podemos temer que la obra de la filosofía sea más penosa que la del despotismo? Son únicamente los sacerdotes los que todavía encadenan a los pies de su quimérico dios a este pueblo que tanto teméis iluminar; alejadlos de él y el velo caerá naturalmente. Creed que ese pueblo, mucho más sabio de lo que imagináis, liberado de los hierros de la tiranía, lo estará muy pronto de los de la superstición. Vosotros lo teméis si no tiene ese freno: ¡qué extravagancia! ¡Ah! ¡Creedlo, ciudadanos!, aquel a quien la espada material de las leyes no detiene tampoco se detendrá por el temor moral de los suplicios del infierno, de los que se burla desde su infancia. En una palabra, vuestro teísmo ha hecho cometer muchas fechorías, pero jamás ha evitado una sola. Si es cierto que las pasiones ciegan, que su efecto es tender ante nuestros ojos una nube que nos oculte los peligros de que están rodeadas, ¿cómo podemos suponer que los que están lejos de nosotros, como lo están los castigos anunciados por vuestro dios, puedan llegar a disipar esa nube que no disuelve siquiera la espada de las leyes, siempre suspendida sobre las pasiones? Por tanto, si está demostrado que este suplemento de frenos impuesto por la idea de un dios se vuelve inútil, si está probado que es peligroso por sus demás efectos, pregunto: ¿para qué puede, pues, servir, y en qué motivos hemos dé apoyarnos para prolongar su existencia? ¿Se me dirá que no estamos bastante maduros para consolidar aún nuestra revolución de una manera tan manifiesta? ¡Ah!, conciudadanos míos, el camino que hemos recorrido desde el 89 era de otro tipo de dificultades que el que nos queda por recorrer, y hemos de trabajar sobre la opinión, para lo que os propongo, mucho menos de lo que la hemos atormentado en todos los sentidos desde la época de la caída de la Bastilla. Creemos que un pueblo lo bastante prudente, lo bastante valiente para conducir a un monarca impúdico desde la cima de las grandezas a los pies del cadalso; que un pueblo que en estos pocos años ha sabido vencer tantos prejuicios, que ha sabido romper tantos frenos ridículos, lo será de sobra para inmolar, para bien y prosperidad de la república, un fantasma mucho más ilusorio de lo que podía serlo el de un rey.

Franceses, vosotros daréis los primeros golpes; vuestra educación nacional[34] hará el resto; pero pongámonos pronto a la tarea; que se convierta en uno de vuestros cuidados prioritarios; que tenga ante todo por base esa moral esencial, tan descuidada en la educación religiosa. Reemplazad las tonterías deíficas, con que fatigáis los jóvenes órganos de vuestros hijos, por excelentes principios sociales; que en lugar de aprender a recitar fútiles plegarias que tendrán a gloria olvidar cuando tengan dieciséis años, sean instruidos en sus deberes para con la sociedad; enseñadles a amar las virtudes de que apenas les hablabais antaño y que, sin vuestras fábulas religiosas, bastan para su felicidad individual; hacedles sentir que esa felicidad consiste en hacer a los demás tan afortunados como nosotros mismos deseamos serlo. Si colocáis esas verdades sobre las quimeras cristianas, como antaño cometíais la locura de hacerlo, apenas hayan reconocido vuestros alumnos la futilidad de las bases, harán derrumbarse el edificio y se convertirán en malvados sólo porque creerán que la religión que han derribado les prohibía serlo. Haciéndoles sentir en cambio la necesidad de la virtud únicamente porque su propia felicidad depende de ella, serán personas honestas por egoísmo, y esta ley que rige a todos los hombres será siempre la más segura de todas. Evítese, por tanto, con el mayor cuidado, mezclar ninguna fábula religiosa a esta educación nacional. No perdamos nunca de vista que son hombres libres lo que queremos formar y no viles adoradores de un dios. Que un filósofo sencillo enseñe a estos nuevos alumnos las sublimidades incomprensibles de la naturaleza, que les pruebe que el conocimiento de un dios, muy peligroso a menudo para los hombres, jamás sirve a su felicidad, y que no serán más felices admitiendo como causa de lo que no comprenden algo que comprenden aún menos; que es mucho menos esencial entender la naturaleza que gozar de ella y respetar sus leyes; que estas leyes son tan sabias como simples; que están escritas en el corazón de todos los hombres y que basta con preguntar a ese corazón para discernir sus impulsos. Si quieren que por encima de todo les habléis de un creador, responded que, habiendo sido siempre las cosas lo que son, no habiendo tenido comienzo jamás y no debiendo tener nunca fin, le resulta tan inútil como imposible al hombre poder remontarse a un origen imaginario que no explicaría nada y que nada cambiaría. Decidles que es imposible para los hombres tener ideas verdaderas de un ser que no actúa sobre ninguno de nuestros sentidos.

Todas nuestras ideas son representaciones de objetos que nos llaman la atención; ¿cuál puede representarnos la idea de Dios, que evidentemente es una idea sin objeto? Una idea semejante, añadiréis, ¿no es tan imposible como los efectos sin causa? Una idea sin prototipo ¿es algo más que una quimera? Algunos doctores, proseguiréis, aseguran que la idea de Dios es innata, y que los hombres tienen esa idea desde el vientre de su madre. Pero esto es falso, añadiréis; todo principio es un juicio, todo juicio es el efecto de la experiencia, y la experiencia sólo se adquiere mediante el ejercicio de los sentidos; de donde se sigue que los principios religiosos no se refieren evidentemente a nada y no son en modo alguno innatos. ¿Cómo, proseguiréis, ha podido persuadirse a seres razonables de que la cosa más difícil de comprender era la más esencial para ellos? Es que les han asustado mucho; es que, cuando se tiene miedo, se cesa de razonar; es que, sobre todo, les han recomendado desconfiar de su razón, y, cuando el cerebro está turbado, se cree todo y no se analiza nada. La ignorancia y el miedo, seguiréis diciéndoles, he ahí las dos bases de todas las religiones. La incertidumbre en que el hombre se encuentra en relación a su Dios es precisamente el motivo que lo vincula a su religión. El hombre tiene miedo, tanto físico como moral, en las tinieblas; el miedo se vuelve habitual en él y se convierte en necesidad; creería que le falta algo si no tuviera nada que esperar o que temer[35]. Volved luego a la utilidad de la moral: dadles sobre ese gran tema muchos más ejemplos que lecciones, muchas más pruebas que libros, y haréis buenos ciudadanos; haréis buenos guerreros, buenos padres, buenos esposos; haréis hombres tan unidos a la libertad de su país que ninguna idea de servidumbre podrá presentarse ya a su espíritu, que ningún terror religioso vendrá a turbar su genio. Entonces el verdadero patriotismo estallará en todas las almas; reinará con toda su fuerza y con toda su pureza, porque se convertirá en el único sentimiento dominante, y ninguna idea extraña debilitará su energía; entonces, vuestra segunda generación está segura y vuestra obra, consolidada por ella, se convertirá en ley del universo. Pero si, por temor o pusilanimidad, no son seguidos estos consejos, si se deja subsistir las bases del edificio que se había creído destruir, ¿qué ocurrirá? Se volverá a construir sobre esas bases, y se colocarán en ellas los mismos colosos, con la cruel diferencia de que esta vez serán cimentadas con tal fuerza que ni vuestra generación ni las que la sigan lograrán derribarlas.

Que nadie dude de que las religiones son la cuna del despotismo; el primero de todos los déspotas fue un sacerdote; el primer rey y el primer emperador de Roma, Numa y Augusto, se asocian uno y otro al sacerdocio; Constantino y Clodoveo fueron antes abades que soberanos; Heliogábalo fue sacerdote del Sol. Desde todos los tiempos, en todos los siglos, hubo entre el despotismo y la religión tal conexión que está demostrado de sobra que, al destruir al uno, se debe zapar al otro, por la sencilla razón de que el primero servirá siempre de ley al segundo. No propongo, sin embargo, ni matanzas ni deportaciones: todos estos horrores están demasiado lejos de mi alma para osar concebirlos un minuto siquiera. No, no asesinéis, no desterréis: esas atrocidades son propias de los reyes o de los malvados que los imitaron; no será obrando igual que ellos como obligaréis a sentir horror por quienes las ejercían. Sólo hemos de emplear la fuerza contra los ídolos; basta con ridiculizar a quienes los sirven; los sarcasmos de Juliano perjudicaron más a la religión cristiana que todos los suplicios de Nerón. Sí, destruyamos para siempre toda idea de Dios y hagamos soldados de sus sacerdotes; algunos lo son ya; que se vinculen a este oficio tan noble para un republicano, pero que no vuelvan a hablar ni de su ser quimérico ni de su religión fabuladora, único objeto de nuestros desprecios. Condenemos a ser escarnecido, ridiculizado, cubierto de barro en todas las encrucijadas de las mayores ciudades de Francia, al primero de esos benditos charlatanes que venga a hablarnos todavía de Dios o de religión; una prisión perpetua será la pena que caiga sobre quien incurra dos veces en las mismas faltas. Que las blasfemias más insultantes, las obras más ateas sean autorizadas plenamente en seguida, a fin de acabar de extirpar en el corazón y en la memoria de los hombres esos terribles juguetes de nuestra infancia; que se saque a concurso la obra más capaz de iluminar por fin a los europeos en materia tan importante, y que un premio considerable, discernido por la nación, sea recompensa de quien, habiendo dicho todo, habiendo demostrado todo sobre esta materia, deje a sus compatriotas una guadaña para derribar todos esos fantasmas y un corazón recto para odiarlos. En seis meses todo habrá acabado: vuestro infame Dios será nada; y esto sin dejar de ser justo o celoso de la estima de los demás, sin cesar de temer la espada de las leyes, sin dejar de ser honesto, porque se habrá comprendido que el verdadero amigo de la patria no debe ser arrastrado por quimeras, como el esclavo de los reyes; que no es, en una palabra, ni la esperanza frívola de un mundo mejor, ni el temor a males mayores que los que nos envía la naturaleza, lo que debe conducir a un republicano, cuya única guía es la virtud, como el remordimiento su único freno.

Las costumbres

Tras haber demostrado que el teísmo no conviene en modo alguno a un gobierno republicano, me parece necesario probar que a las costumbres francesas tampoco les conviene más. Este artículo es esencial, sobre todo porque son las costumbres las que van a servir de motivos a las leyes que han de promulgarse.

Franceses, sois demasiado ilustrados para no daros cuenta de que un gobierno nuevo va a necesitar costumbres nuevas; es imposible que el ciudadano de un Estado libre se comporte como el esclavo de un rey déspota; las diferencias de sus intereses, de sus deberes, de sus relaciones entre sí, determinan de un modo absolutamente distinto su comportamiento en el mundo; una multitud de pequeños errores, de pequeños delitos sociales, considerados muy esenciales bajo el gobierno de los reyes, que debían exigir tanto más cuanto que necesitaban imponer frenos para hacerse respetables o inabordables a sus súbditos, van a anularse aquí; otras fechorías, conocidas bajo los nombres de regicidio o de sacrilegio, bajo un gobierno que no conoce ya ni reyes ni religiones deben desaparecer asimismo en un Estado republicano. Tras conceder la libertad de conciencia y la de prensa, pensad, ciudadanos, que con un poco más ha de concederse la de acción, y que salvo aquello que choca directamente a las bases del gobierno, os quedan muchos menos crímenes que poder castigar, porque en la práctica hay muy pocas acciones criminales en una sociedad cuyas bases se fundan en la libertad y la igualdad; pesando y examinando bien las cosas, sólo es verdaderamente criminal aquello que la ley reprueba; porque, al dictarnos la naturaleza tantos vicios como virtudes en razón de nuestra organización, o más filosóficamente aun, en razón de la necesidad que tiene de unos y de otras, cuanto ella nos inspira se convertiría en medida muy insegura para regular con precisión lo que está bien o lo que está mal. Pero para desarrollar mejor mis ideas sobre un tema tan esencial, vamos a clasificar las diferentes acciones de la vida del hombre que hasta ahora se ha convenido denominar criminales, y luego las mediremos con los verdaderos deberes de un republicano. Desde tiempos inmemoriales los deberes del hombre han sido considerados bajo las tres relaciones distintas siguientes:

1. Aquellos que su conciencia y su credulidad le imponen para con el Ser Supremo.

2. Aquellos que está obligado a cumplir con sus hermanos.

3. Por último, aquellos que sólo tienen relación con él.

La certeza en que debemos estar de que ningún dios ha tenido nada que ver con nosotros y de que, criaturas necesitadas de la naturaleza como las plantas y los animales, estamos aquí porque era imposible que dejáramos de estar, esa certeza aniquila de un solo golpe, como puede verse, la primera parte de estos deberes, es decir de aquellos por los que nos creemos falsamente responsables para con la divinidad, todos ellos conocidos bajo los nombres vagos e indefinidos de impiedad, sacrilegio, blasfemia, ateísmo, etc., todos aquellos, en una palabra, que Atenas castigó tan injustamente en Alcibíades y Francia en el infortunado La Barre[36]. Si hay algo extravagante en el mundo es ver a los hombres, que no conocen a su dios y lo que ese dios pueda exigir más que según sus limitadas ideas, querer, sin embargo, decidir sobre la naturaleza de lo que contenta o desagrada a ese ridículo fantasma de su imaginación. Por eso no me limitaría a permitir con indiferencia todos los cultos; desearía que fuéramos libre de reírnos o burlarnos de todos; que los hombres, reunidos en un templo cualquiera para invocar al Eterno según su gusto, fuesen vistos como comediantes en una escena, de cuya representación cada cual puede ir a reírse. Si no veis las religiones desde este enfoque, pronto adquirirán la seriedad que las vuelve importantes, protegerán pronto las opiniones, y en cuanto vuelva a discutirse sobre las religiones, volverán a pelearse por las religiones[37]; la igualdad, aniquilada por la preferencia o la protección otorgada a una de ellas, desaparecerá pronto del gobierno, y de la teocracia reedificada nacerá pronto la aristocracia. Por eso nunca podrá repetirse demasiado: nada de dioses, franceses, nada de dioses, si no queréis que su funesto imperio nos vuelva a sumir pronto en todos los horrores del despotismo; pero sólo burlándoos de ellos los destruiréis; todos los peligros que conllevan renacerán al punto en tropel si ponéis en ello capricho o importancia. No derribéis su ídolos con cólera; pulverizadlos jugando, y la opinión caerá por sí misma.

Creo que basta esto para demostrar sobradamente que no debe promulgarse ninguna ley contra los delitos religiosos, porque, quien ofende una quimera, nada ofende, y sería la última inconsecuencia castigar a quienes ultrajan o desprecian un culto cuya prioridad sobre los demás nada demuestra con evidencia; sería necesariamente adoptar un partido e influir, desde entonces, sobre la balanza de la igualdad, primera ley de vuestro nuevo gobierno.

Pasemos a los segundos deberes del hombre, a los que lo vinculan a sus semejantes; esta clase es, indudablemente, la más extensa.

La moral cristiana, demasiado vaga en las relaciones del hombre con sus semejantes, sienta bases tan llenas de sofismas que resulta imposible admitirlas, porque cuando se quiere edificar principios hay que guardarse mucho de darles sofismas por base. Esa absurda moral nos dice que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Nada sería probablemente más sublime si fuera posible que lo falso pudiese llevar alguna vez los caracteres de la belleza. No se trata de amar a los semejantes como a uno mismo, puesto que eso va contra todas las leyes de la naturaleza y puesto que sólo su órgano debe dirigir todas las acciones de nuestra vida; se trata únicamente de amar a nuestros semejantes como a hermanos, como a amigos que la naturaleza nos da, y con los que debemos vivir tanto mejor en un Estado republicano cuanto que la desaparición de las distancias debe necesariamente estrechar los lazos.

Que la humanidad, la fraternidad, la beneficencia nos prescriban según esto nuestros deberes recíprocos, y cumplámoslos cada uno con el sencillo grado de energía que en este punto nos ha dado la naturaleza, sin censurar y sobre todo sin castigar a quienes, más fríos o más atrabiliarios, no sienten en estos lazos, pese a ser tan conmovedores, todas las dulzuras que los demás encuentran; porque hay que convenir que sería un absurdo palpable querer prescribir leyes universales; este proceder sería tan ridículo como el de un general del ejército que quisiera que todos sus soldados fueran vestidos con un traje hecho a la misma medida; es una injusticia espantosa exigir que hombres de caracteres desiguales se plieguen a las leyes generales: lo que a uno le va, a otro no le va.

Convengo en que no pueden hacerse tantas leyes como hombres; pero las leyes pueden ser tan dulces, en tan pequeño número, que todos los hombres, del carácter que sean, puedan fácilmente plegarse a ellas, y aun exigiría yo que ese pequeño número de leyes sea susceptible de poder adaptarse fácilmente a todos los distintos caracteres; que el espíritu de quien las dirija sea emplear mayor o menor severidad, en razón del individuo al que habrían de afectar. Está demostrado que la práctica de tal o cual virtud es imposible para ciertos hombres, como hay tal o cual remedio que no puede convenir a tal o cual temperamento. Ahora bien, ¡cuál no sería el colmo de vuestra injusticia si castigaseis con la ley a quien le resulta imposible plegarse a la ley! La iniquidad que cometeríais ¿no será igual a aquella de la que os haríais culpable si quisierais forzar a un ciego a discernir los colores? De estos primeros principios se desprende, como vemos, la necesidad de hacer leyes suaves, y, sobre todo, de acabar para siempre con la atrocidad de la pena de muerte, porque toda ley que atente contra la vida de un hombre es impracticable, injusta, inadmisible. Y no es, como diré enseguida, que no haya infinidad de casos en que los hombres, sin ultrajar a la naturaleza (y eso es lo que demostraré), puedan haber recibido de esta madre común la total libertad de atentar contra la vida de otros, sino que es imposible que la ley pueda obtener idéntico privilegio, porque la ley, fría por sí misma, no podría acceder a las pasiones que pueden legitimar en el hombre el acto cruel del asesinato; el hombre recibe de la naturaleza impresiones que pueden hacer perdonar esa acción, mientras que la ley, en cambio, siempre en oposición a la naturaleza y sin recibir nada de ella, no puede ser autorizada a permitirse los mismos extravíos: sin tener los mismos motivos, es imposible que tenga los mismos derechos. He ahí distinciones sabias y delicadas que escapan a muchas personas porque muy pocas personas reflexionan; pero serán aceptadas por personas instruidas, a quienes las dirijo, e influirán, como espero, sobre el nuevo Código que se nos prepara[38].

La segunda razón por la que hay que acabar con la pena de muerte es que nunca ha reprimido el crimen, porque se comete día tras día a los pies del cadalso. Hay que suprimir esa pena, en resumen, porque no hay peor cálculo que el de hacer morir a un hombre por haber matado a otro; de este proceder resulta evidentemente que en lugar de un hombre menos, tenemos dos menos de golpe, y que esa aritmética sólo puede ser familiar a los verdugos o a los imbéciles.

Sea, en fin, como fuere, las fechorías que podemos cometer contra nuestros hermanos se reducen a cuatro principales: la calumnia, el robo, aquellos delitos que, causados por la impureza, pueden afectar desagradablemente a los demás, y el asesinato. Todas estas acciones, consideradas capitales en un gobierno monárquico, ¿son tan graves en un Estado republicano? Esto es lo que debemos analizar a la luz de la filosofía, porque sólo a su única luz debe emprenderse un examen semejante. Que no se me tache de innovador peligroso; que no se diga que hay riesgo en embotar, como quizá hagan estos escritos, el remordimiento en el alma de los malhechores; que mayor mal hay en aumentar, mediante la suavidad de mi moral, la inclinación que esos mismos malhechores tienen hacia el crimen: afirmo aquí formalmente no tener ninguna de esas miras perversas; expongo ideas que desde la edad de razón se han identificado conmigo y a las que el infame despotismo de los tiranos se ha opuesto durante tantos siglos. ¡Tanto peor para aquellos a quienes estas grandes ideas corrompan, tanto peor para quienes sólo saben captar el mal en las opiniones filosóficas, susceptibles de corromperse con todo! ¿Quién sabe si no se envenenarían quizá con las lecturas de Séneca y de Charron? No es a ellos a quienes hablo; sólo me dirijo a personas capaces de entenderme, y éstas me leerán sin peligro.

Confieso con la franqueza más extrema que nunca he creído que la calumnia fuera un mal, y menos aun en un gobierno como el nuestro, en el que todos los hombres, más unidos entre sí, más cercanos, tienen evidentemente mayor interés en conocerse bien. Una de dos: o la calumnia se dirige contra un hombre verdaderamente perverso, o cae sobre un ser virtuoso. Estaremos de acuerdo en que, en el primer caso, resulta casi indiferente que se hable algo peor de un hombre conocido por practicar el mal; tal vez, incluso, el mal que no existe aclare mejor entonces el que existe, y así tenemos al malhechor mejor conocido.

Supongamos que reina una influjo malsano en Hannover, pero que, exponiéndome a esa inclemencia malsana, no corro otro riesgo que coger un acceso de fiebre; ¿podré enfadarme con el hombre que, para impedirme ir allí, me diga que moriré nada más llegar? Indudablemente no; porque, asustándome con un gran mal, me ha impedido sufrir uno pequeño ¿Qué la calumnia se dirige por el contrario contra un hombre virtuoso? Que no se alarme por ello: pruébese, y todo el veneno del calumniador recaerá pronto sobre él mismo. Para tales personas la calumnia no es más que un escrutinio depurador, del que su virtud sólo saldrá más resplandeciente. En este caso hay incluso beneficio para la masa de las virtudes de la república; porque este hombre virtuoso y sensible, estimulado por la injusticia que acaba de sufrir, se aplicará a hacerlo mejor aún; querrá superar esa calumnia de la que se creía a salvo, y sus buenas acciones adquirirán entonces un grado más de energía. Así, en el primer caso, el calumniador habrá producido efectos bastante buenos, incrementando los vicios del hombre peligroso; en el segundo los habrá producido excelentes, obligando a la virtud a mostrársenos por entero. Ahora bien, yo pregunto bajo qué enfoque puede pareceros temible el calumniador, sobre todo en un gobierno en que tan esencial es conocer a los malvados y aumentar la energía de los buenos. Guárdense mucho, por tanto, de pronunciar ninguna pena contra la calumnia; considerémosla bajo la doble perspectiva de un fanal y de un estimulante, y, en cualquier caso, como algo muy útil. El legislador, cuyas ideas han de ser grandes como la obra a la que se aplica, nunca debe estudiar el efecto del delito que sólo afecta individualmente: son los efectos en masa lo que debe examinar; y cuando de este modo observe así los efectos que derivan de la calumnia, le desafío a encontrar en ellos algo punible; desafío a que pueda poner alguna sombra de justicia a la ley que la castigaría; al contrario, se convierte en el hombre más justo y más íntegro si la favorece o la recompensa.

El robo es el segundo de los delitos morales cuyo examen nos hemos propuesto.

Si recorremos la Antigüedad, veremos el robo permitido, recompensado en todas las repúblicas de Grecia; Esparta o Lacedemonia lo favorecían abiertamente; algunos otros pueblos lo consideraron una virtud guerrera; es cierto que mantiene el valor, la fuerza, la astucia, en una palabra, todas las virtudes útiles a un gobierno republicano y en consecuencia al nuestro. Ahora, sin parcialidad, me atrevería a preguntar si el robo, cuyo efecto es igualar las riquezas, es un gran mal en un gobierno cuya meta es la igualdad. Indudablemente, no; porque si alimenta la igualdad por un lado, por otro nos impulsa a conservar nuestros bienes. Hubo un pueblo que castigaba no al ladrón, sino al que se había dejado robar, a fin de que aprendiese a cuidar de sus propiedades. Lo cual nos lleva a reflexiones más amplias.

Dios me guarde de querer atacar o destruir aquí el juramento de respeto a las propiedades, que la nación acaba de pronunciar[39]; pero ¿se me permitirán algunas ideas sobre la injusticia de ese juramento? ¿Cuál es el espíritu de un juramento pronunciado por todos los individuos de una nación? ¿No es el de mantener una perfecta igualdad entre los ciudadanos, y el de someterlos a todos por igual a la ley protectora de las propiedades de todos? Ahora bien, yo os pregunto si es muy justa la ley que ordena al que no tiene nada respetar al que lo tiene todo. ¿Cuáles son los elementos del pacto social? ¿No consiste en ceder un poco de su libertad y de sus propiedades para asegurar y mantener lo que se conserva de ambas?

Todas las leyes descansan sobre estas bases; son las razones de los castigos infligidos a quien abusa de su libertad. Autorizan asimismo las imposiciones; lo cual hace que un ciudadano no proteste cuando se le exigen, puesto que sabe que, a cambio de lo que da, se le conserva lo que le queda; pero, repitámoslo una vez más, ¿con qué derecho quien nada tiene se encadenará a un pacto que sólo protege a quien lo tiene todo? Si hacéis un acto de equidad conservando, mediante vuestro juramento, las propiedades del rico, ¿no cometéis una injusticia exigiendo este juramento del «conservador» que no tiene nada? ¿Qué interés tiene éste en vuestro juramento? ¿Y por qué queréis que prometa una cosa que sólo resulta favorable para quien tanto se diferencia de él por sus riquezas? No hay, con toda seguridad, nada más injusto: un juramento debe tener el mismo efecto sobre todos los individuos que lo pronuncian; es imposible que pueda encadenar a quien no tiene ningún interés en su mantenimiento, porque entonces no sería ya el pacto de un pueblo libre; sería el arma del fuerte sobre el débil, contra la que éste debería revolverse sin cesar; y eso es lo que ocurre en el juramento de respeto de las propiedades que acaba de exigirse a la nación; sólo el rico encadena con él al pobre, sólo el rico tiene interés en el juramento que el pobre pronuncia con una falta de consideración que le impide verse extorsionado en su buena fe por ese juramento y comprometido a hacer algo que no pueden hacer por él.

Convencidos, como debéis estarlo, de esta bárbara desigualdad, no agravéis por tanto vuestra injusticia castigando al que nada tiene por haber osado robar algo al que lo tiene todo: vuestro desigual juramento le da más que nunca derecho. Forzándole al perjurio mediante un juramento absurdo para él, legitimáis todos los crímenes a que ha de conducirle ese perjurio; no os corresponde por tanto castigar aquello cuya causa habéis sido vosotros. Nada más diré para haceros sentir la terrible crueldad que hay en castigar a los ladrones. Imitad la sabia ley del pueblo de que acabo de hablar; castigad al hombre lo bastante negligente para dejarse robar, pero no pronunciéis ninguna clase de pena contra quien roba; pensad que vuestro juramento le autoriza a esa clase de acción y que, entregándose a ella, no hace más que seguir el primero y más sabio de los impulsos de la naturaleza, el de conservar su propia existencia sin importarle a costa de quién.

Los delitos que debemos examinar en esta segunda clase de deberes del hombre para con sus semejantes consisten en las acciones que puede emprender el libertinaje, entre las cuales se distinguen particularmente como más atentatorias a lo que cada uno debe a los otros la prostitución, el adulterio, el incesto, la violación y la sodomía. No debemos dudar ni un solo momento de que los denominados crímenes morales, es decir, todas las acciones de esa clase que acabamos de citar, son perfectamente indiferentes en un gobierno cuyo único deber consiste en conservar, por el medio que sea, la forma esencial a su mantenimiento: ésa es la única moral de un gobierno republicano. Ahora bien, puesto que siempre se ve acosado por los déspotas que lo rodean, no sería razonable imaginar que sus medios de pervivencia puedan ser los medios morales; porque sólo pervivirá por la guerra, y nada hay menos moral que la guerra. Ahora yo pregunto cómo se llegará a demostrar que, en un Estado inmoral por sus obligaciones[40], sea esencial a los individuos ser morales. Digo más: es bueno que no lo sean. Los legisladores de Grecia habían comprendido perfectamente la importante necesidad de gangrenar los miembros para que, influyendo su disolución moral en la que es útil a la máquina, resultase de ello la insurrección, siempre indispensable en un gobierno que, perfectamente feliz como el gobierno republicano, debe excitar necesariamente el odio y los celos de cuanto le rodea. La insurrección, pensaban esos sabios legisladores, no es en modo alguno un estado moral; debe, sin embargo, ser el estado permanente de una república; sería pues tan absurdo como peligroso exigir que quienes han de mantener la perpetua conmoción inmoral de la máquina, fueran seres muy morales, porque el estado moral de un hombre es un estado de paz y tranquilidad, mientras que su estado inmorales un estado de movimiento perpetuo que le acerca a la necesaria insurrección, en la que el republicano tiene que mantener siempre al gobierno de que es miembro.

Vayamos ahora a los detalles y comencemos por analizar el pudor, ese movimiento pusilánime, contrario a los afectos impuros. Si estuviera en la intención de la naturaleza que el hombre fuese púdico, probablemente no habría hecho que naciera desnudo; una infinidad de pueblos, menos degradados que nosotros por la civilización, van desnudos y no sienten ninguna vergüenza; no hay duda de que la costumbre de vestirse ha tenido por única base tanto la inclemencia del aire como la coquetería de las mujeres; comprendieron que no tardarían en perder todos los efectos del deseo si los prevenían, en lugar de dejarlos nacer; pensaron que, por no haberlas creado sin defectos la naturaleza, se aseguraban mucho mejor los medios de agradar ocultando esos defectos mediante adornos; así el pudor, lejos de ser una virtud, no fue por lo tanto más que una de las primeras secuelas de la corrupción, uno de los primeros medios de la coquetería de las mujeres. Licurgo y Solón, completamente conscientes de que los resultados del impudor mantienen al ciudadano en el estado inmoral esencial a las leyes del gobierno republicano, obligaron a las jóvenes a exhibirse desnudas en el teatro[41]. Roma imitó pronto este ejemplo: bailaban desnudas en los juegos de Flora; la mayoría de los misterios paganos se celebraban así; la desnudez pasó incluso por virtud entre algunos pueblos. Sea como fuere, del impudor nacen las inclinaciones lujuriosas; lo que resulta de tales inclinaciones constituye los pretendidos crímenes que estamos analizando, y cuya primera consecuencia es la prostitución. Ahora que hemos superado en este punto la multitud de errores religiosos que nos cautivaban, y ahora que, más cerca de la naturaleza por la cantidad de prejuicios que acabamos de destruir, sólo escuchamos su voz, completamente seguros de que, si hubiera crimen en algo, sólo radicaría en resistir a las inclinaciones que nos inspira antes que en combatirlas, persuadidos de que, siendo la lujuria una secuela de tales inclinaciones, se trata menos de apagar esta pasión en nosotros que de regular los medios de satisfacerla en paz. Debemos, por tanto, dedicarnos a poner orden en este punto, a establecer toda la seguridad precisa para que el ciudadano, a quien la necesidad acerca a los objetos de lujuria, pueda entregarse con esos objetos a cuanto sus pasiones le prescriban, sin hallarse encadenado nunca por nada, porque no hay en el hombre ninguna pasión que tenga mayor necesidad de toda la extensión de la libertad que ésta. En las ciudades se crearán distintos emplazamientos sanos, espaciosos, cuidadosamente amueblados y seguros en todos sus puntos; ahí, todos los sexos, todas las edades, todas las criaturas, serán ofrendados a los caprichos de los libertinos que vayan a gozar, y la subordinación más completa será la regla de los individuos presentados; la negativa más leve será castigada al punto, a capricho de quien la haya sufrido. Todavía debo explicar esto, ajustarlo a las costumbres republicanas; he prometido la misma lógica para todo y mantendré mi palabra.

Si, como acabo de decir hace un instante, ninguna pasión tiene más necesidad de toda la extensión de la libertad que ésta, ninguna indudablemente es tan despótica; es en ella donde el hombre gusta de ordenar, de ser obedecido, de rodearse de esclavos obligados a satisfacerle; ahora bien, cada vez que no deis al hombre el medio secreto de exhalar la dosis de despotismo que la naturaleza puso en el fondo de su corazón, se abalanzará, para ejercerlo, sobre las criaturas que lo rodeen, perturbará el gobierno. Si queréis evitar este peligro, permitid libre vuelo a esos deseos tiránicos que, a su pesar, le atormentan constantemente; contento por haber podido ejercer su pequeña soberanía en medio del harén de icoglanes[42] o de sultanas que vuestros cuidados y su dinero le someten, saldrá satisfecho y sin ningún deseo de perturbar un gobierno que le asegura de modo tan complaciente todos los medios de su concupiscencia. Practicad, por el contrario, un proceder diferente, imponed sobre esos objetos de la lujuria pública las ridículas trabas antaño inventadas por la tiranía ministerial y por la lubricidad de nuestros Sardanápalos[43]; el hombre, exasperado al punto contra vuestro gobierno, celoso en seguida del despotismo que os ve ejercer completamente solos, sacudirá el yugo que le imponéis, y, harto de vuestra forma de regirle, la cambiará como acaba de hacerlo.

Ved cómo trataban los legisladores griegos, bien imbuidos de estas ideas, el desenfreno en Lacedemonia, en Atenas; embriagaban con él al ciudadano, en lugar de prohibírselo; ningún género de lubricidad les estaba prohibido, y Sócrates, declarado por el oráculo el más sabio de los filósofos de la tierra, pasando indiferentemente de los brazos de Aspasia a los de Alcibíades, no por ello dejaba de ser gloria de Grecia. Iré todavía más lejos; por contrarias que sean mis ideas a nuestras actuales costumbres, como mi meta es probar que debemos apresurarnos a cambiar estas costumbres si queremos conservar el gobierno adoptado, voy a tratar de convenceros de que la prostitución de las mujeres conocidas con el nombre de honestas no es más peligrosa que la de los hombres, y que no sólo debemos asociarlas a las lujurias practicadas en las casas que establezco, sino que incluso debemos erigir para ellas otras donde sus caprichos y las necesidades de su temperamento, de un ardor muy diferente del nuestro, puedan asimismo satisfacerse con todos los sexos.

En primer lugar, ¿con qué derecho pretendéis que las mujeres sean exceptuadas de la ciega sumisión que la naturaleza les prescribe para con los caprichos de los hombres? Y luego, ¿con qué otro derecho pretendéis someterlas a una continencia imposible para su físico y absolutamente inútil a su honor? Voy a tratar por separado cada una de estas cuestiones.

Es cierto que, en el estado de naturaleza, las mujeres nacen vulgívagas, es decir, que gozan de las ventajas de los demás animales hembras y pertenecen, como ellas y sin ninguna excepción, a todos los machos; tales fueron, indudablemente, tanto las primeras leyes de la naturaleza como las únicas instituciones de los primeros agrupamientos que los hombres hicieron. El interés, el egoísmo y el amor degradaron estas primeras miras tan simples y tan naturales; creyeron enriquecerse tomando una mujer y con ella los bienes de su familia; he ahí satisfechos los dos primeros sentimientos que acabo de indicar; con más frecuencia todavía raptaron a esa mujer, y se la quedaron; he ahí el segundo motivo en acción y, en cualquier caso, la injusticia.

Jamás puede ejercerse un acto de posesión sobre un ser libre; es tan injusto poseer exclusivamente una mujer como poseer esclavos; todos los hombres han nacido libres, todos son iguales en derecho; no perdamos nunca de vista estos principios; según esto, en legítimo derecho no puede por tanto otorgarse a un sexo la posibilidad de apoderarse exclusivamente del otro, y jamás uno de esos sexos o una de esas clases puede poseer al otro de forma arbitraria. Aplicando en puridad las leyes de la naturaleza, una mujer no puede alegar como motivo del rechazo que hace a quien la desea el amor que siente por otro, porque ese motivo se convierte en exclusión, y ningún hombre puede ser excluido de la posesión de una mujer desde el momento en que es evidente que pertenece decididamente a todos los hombres. Sólo puede ejercerse el acto de posesión sobre un inmueble o sobre un animal; jamás sobre un individuo que es semejante a nosotros, y todas las ataduras que puedan encadenar una mujer a un hombre, sean de la clase que sean, son tan injustas como quiméricas.

Si, por tanto, resulta indiscutible que hemos recibido de la naturaleza el derecho a expresar nuestros deseos indistintamente a todas las mujeres, de ello mismo se deriva que tenemos el de obligarla a someterse a nuestros deseos, no en exclusiva, porque me contradiría, sino momentáneamente[44]. Es indiscutible que tenemos derecho a establecer leyes que la obliguen a ceder a la pasión de quien la desea; siendo la violencia misma uno de los efectos de ese derecho, podemos emplearla legalmente. ¿Y qué? ¿Acaso no ha demostrado la naturaleza que teníamos ese derecho, al otorgarnos la fuerza necesaria para someterlas a nuestros deseos?

En vano las mujeres deben invocar, en su defensa, el pudor o su vinculación a otros hombres; estos medios quiméricos nada valen; más arriba hemos visto que el pudor era un sentimiento ficticio y despreciable. El amor, al que se puede denominar locura del alma, no tiene más títulos para legitimar su constancia; al no satisfacer más que a dos individuos, al ser amado y al ser amante, no puede servir a la felicidad de los demás, y es para la felicidad de todos, y no para una felicidad egoísta y privilegiada, para lo que se nos han dado todas las mujeres. Todos los hombres tienen, por tanto, un derecho de goce igual sobre todas las mujeres; no hay pues nadie que, según las leyes de la naturaleza, pueda establecer sobre una mujer un derecho único y personal. La ley que ha de obligarlas a prostituirse cuanto queramos en las casas de desenfreno de que acaba de hablarse, y que las forzará a ello si se niegan, que las castigará si faltan, es por tanto una ley de las más equitativas, contra la que no podría invocarse ningún motivo legítimo o justo.

Un hombre que quiera gozar de una mujer o de una muchacha cualquiera podrá, si las leyes que promulguéis son justas, obligarla a que esté en una de las casas de que he hablado; y allí, bajo la supervisión de las matronas de este templo de Venus, le será entregada para satisfacer, con tanta humildad como sumisión, todos los caprichos que le agrade tener con ella, por más que sean extravagancias o irregularidades, porque no hay ninguna que no esté en la naturaleza, ninguna que no sea aprobada por ella. Tampoco se trata aquí de fijar la edad; porque pretendo que no se puede hacer sin perturbar la libertad de quien desea el goce de una muchacha de tal o cual edad. Quien tiene derecho a comer el fruto de un árbol puede, con toda evidencia, cogerlo maduro o verde, según las inspiraciones de su gusto. Se me objetará que hay una edad en que el comportamiento del hombre perjudica decididamente la salud de la muchacha. Esta consideración carece de valor; desde el momento en que me concedéis el derecho de propiedad sobre el goce, este derecho es independiente de los efectos producidos por el goce; desde entonces da lo mismo que ese goce sea provechoso o perjudicial para la criatura que debe someterse a él. ¿No he probado ya que era legal forzar la voluntad de una mujer en este punto y que, tan pronto como inspira el deseo del goce, debía someterse a ese goce, abstracción hecha de cualquier sentimiento egoísta? Lo mismo ocurre con su salud. Desde el momento en que las consideraciones que se tengan al respecto destruyan o debiliten el goce de quien la desea, y que tiene derecho a apropiársela, esa consideración de la edad nada significa, porque no se trata en modo alguno de lo que puede sufrir el objeto condenado por la naturaleza y por la ley al sometimiento momentáneo de los deseos del otro; en este examen se trata sólo de lo que conviene a aquel que desea. Ya nivelaremos la balanza.

Sí, indudablemente debemos nivelarla; a estas mujeres a las que acabamos de esclavizar tan cruelmente, debemos compensarlas a todas luces, y es lo que va a constituir la respuesta a la segunda cuestión que me he propuesto.

Si admitimos, como acabamos de hacer, que todas las mujeres deben ser sometidas a nuestros deseos, podemos permitirles evidentemente satisfacer todos los suyos; nuestras leyes deben favorecer en este punto su temperamento de fuego, y es absurdo haber colocado tanto su honor como su virtud en la fuerza natural que ponen en resistir a inclinaciones que han recibido con mucha más profusión que nosotros; esta injusticia de nuestras costumbres es más de temer dado que, al mismo tiempo, consentimos en hacerlas débiles a fuerza de seducción y en castigarlas luego por ceder a todos los esfuerzos que nosotros hemos hecho para provocarlas a la caída. Toda la absurdidad de nuestras costumbres está escrita, a lo que me parece, en esa desigual atrocidad, y su sola exposición debería hacernos sentir la extremada necesidad que tenemos de cambiarlas por otras más puras. Digo, pues, que las mujeres, que han recibido inclinaciones mucho más violentas que nosotros a los placeres de la lujuria, podrán entregarse a ellas cuanto quieran, absolutamente liberadas de todos los lazos del himeneo, de todos los falsos prejuicios del pudor, absolutamente vueltas al estado natural; quiero que las leyes les permitan entregarse a tantos hombres como buenamente les parezca; quiero que el goce de todos los sexos y de todas las partes del cuerpo les sea permitido igual que a los hombres, y, bajo cláusula especial de entregarse asimismo a cuantos las deseen, es preciso que tengan la libertad de gozar igualmente de cuantos ellas crean dignos de satisfacerlas.

¿Cuáles son, me pregunto, los peligros de esta licencia? ¿Niños sin padres? Pero ¿y qué importa eso en una república en que todos los individuos no deben tener más madre que la patria, en que todos los que nacen son hijos de la patria? ¡Ah, cuánto más no la amarán los que, no habiendo conocido nunca a otra que ella, sabrán desde que nazcan que sólo de ella deben esperarlo todo! No soñéis con hacer buenos republicanos mientras aisléis en sus familias a los niños, que únicamente deben pertenecer a la república. Otorgando sólo a algunos individuos la dosis de afecto que deben repartir entre todos sus hermanos, adoptan inevitablemente los prejuicios, con frecuencia peligrosos, de estos individuos; sus opiniones, sus ideas, se aíslan, se particularizan, y todas las virtudes de un hombre de Estado se vuelven absolutamente imposibles. Abandonando, en fin, su corazón entero a quienes los han hecho nacer, en su corazón ya no encuentran ningún afecto por aquella que debe hacerlos vivir, darlos a conocer e ilustrarlos, como si estos segundos beneficios no fueran más importantes que los primeros. Si hay el menor inconveniente en dejar a los niños mamar así en sus familias intereses a menudo muy diferentes de los de la patria, sólo hay ventajas separándolos de ellas; ¿no se los separa naturalmente por los medios que propongo? Al destruir absolutamente todos los lazos del himeneo, de los placeres de la mujer no nacen más frutos que niños a los que el conocimiento de su padre les está totalmente prohibido, y con ello los medios de pertenecer sólo a una misma familia, en lugar de ser, como deben, hijos de la patria.

Habrá, pues, casas destinadas al libertinaje de las mujeres y, como las de los hombres, estarán puestas bajo la protección del gobierno; allí les serán proporcionados todos los individuos de uno y otro sexo que puedan desear, y cuanto más frecuenten estas casas tanto más serán estimadas. No hay nada tan bárbaro ni tan ridículo como haber unido el honor y la virtud de las mujeres a la resistencia que ponen a los deseos que han recibido de la naturaleza y que enardecen sin cesar a quienes cometen la barbarie de censurarlas. Desde su más tierna edad[45], una joven liberada de los lazos paternos, que ya no tiene nada que conservar para el himeneo (absolutamente abolido por las sabias leyes que deseo), por encima del prejuicio que antaño encadenaba su sexo podrá, pues, entregarse a cuanto le dicte su temperamento en las casas establecidas al efecto; allí será recibida con respeto, satisfecha con abundancia, y, de regreso a la sociedad, podrá hablar en ella tan públicamente de los placeres que haya gustado como hoy lo hace de un baile o de un paseo. Sexo encantador, serás libre; gozarás como los hombres de todos los placeres que la naturaleza te impone como un deber; no reprimirás ninguno. La parte más divina de la humanidad, ¿debe acaso recibir cadenas de la otra? ¡Ah, rompedlas, la naturaleza lo exige!; no tengáis más freno que vuestras inclinaciones, más leyes que vuestros deseos, más moral que la de la naturaleza; no languidezcáis más tiempo en estos prejuicios bárbaros que marchitan vuestros encantos y cautivan los divinos impulsos de vuestros corazones[46]; sois libres como nosotros, y la carrera de los combates de Venus está abierta para vosotras lo mismo que para nosotros; no temáis más absurdos reproches; la pedantería y la superstición han sido aniquiladas; ya no se os verá ruborizaros por vuestros encantadores extravíos; coronadas de mirtos y de rosas, la estima que concebiremos por vosotras será proporcional sólo a la mayor amplitud que vosotras mismas os hayáis permitido dar a tales extravíos.

Lo que acabo de decir debería dispensarnos, sin duda, de examinar el adulterio; echemos sobre él no obstante una ojeada, por nulo que sea según las leyes que establezco. ¡Cuán ridículo era considerarlo criminal en nuestras antiguas instituciones! Si había algo absurdo en el mundo, era, con toda seguridad, la eternidad de los vínculos conyugales; en mi opinión bastaba con examinar o sentir toda la pesadez de estos vínculos para dejar de considerar como crimen la acción que los aflojaba; la naturaleza, como hemos dicho hace un momento, ha dotado a las mujeres de un temperamento más ardiente, de una sensibilidad más profunda que a los individuos del otro sexo, y por ello les vuelve más pesado el yugo de un himeneo eterno. Mujeres tiernas y abrasadas por el fuego del amor, resarcíos ahora sin miedo; convenceos de que no puede existir mal alguno en seguir los impulsos de la naturaleza, de que no habéis sido creadas para un solo hombre, sino para placer indistintamente a todos. Que ningún freno os detenga. Imitad a las republicanas de Grecia; nunca los legisladores que les dieron leyes creyeron convertir en crimen el adulterio, y casi todos autorizaron el desorden de las mujeres. Tomás Moro prueba en su Utopía que es ventajoso para las mujeres entregarse al desenfreno, y las ideas de este gran hombre no siempre eran sueños[47].

Entre los tártaros, cuanto más se prostituía una mujer tanto más honrada era; llevaba públicamente al cuello las marcas de su impudicia, y no se estimaba a las que no llevaban ese adorno. En Pegú[48] las propias familias entregan sus mujeres o sus hijas a los extranjeros que viajan: ¡se las alquilan a tanto por día, como los caballos y los carruajes! En fin, varios volúmenes no bastarían para demostrar que nunca se consideró la lujuria un crimen en ninguno de los pueblos sabios de la tierra. Todos los filósofos saben de sobra que sólo a los impostores cristianos debemos haberlo erigido en crimen. Los sacerdotes tenían por supuesto su motivo al prohibirnos la lujuria: esta recomendación, reservando para ellos el conocimiento y la absolución de estos pecados secretos, les daba un increíble dominio sobre las mujeres y les abría una carrera de lubricidad cuya extensión no tenía límites. Ya sabemos de qué modo se aprovecharon de ello, y cómo seguirían abusando si su crédito no se hubiera perdido sin remisión.

¿Es el incesto más peligroso? Indudablemente no; amplía los lazos de las familias y en consecuencia vuelve más activo el amor de los ciudadanos por la patria; nos es dictado por las primeras leyes de la naturaleza, lo sentimos, y el goce de objetos que nos pertenecen nos parece siempre más delicioso. Las primeras instituciones favorecen el incesto; lo encontramos en el origen de las sociedades; está consagrado por todas las religiones; todas las leyes lo han favorecido. Si recorremos el universo, encontraremos el incesto establecido por doquier. Los negros de la Costa de la Pimienta y de Río Gabón prostituyen sus mujeres con sus propios hijos; el mayor de los hijos en el reino de Judá debe desposar a la mujer de su padre; los pueblos del Chile se acuestan indistintamente con sus hermanas, con sus hijas, y se casan a menudo a la vez con la madre y la hija. Me atrevo a asegurar, en resumen, que el incesto debería ser la ley de todo gobierno cuya base fuera la fraternidad. ¿Cómo pudieron hombres razonables llevar el absurdo hasta el punto de creer que el goce de su madre, de su hermana o de su hija podría ser alguna vez criminal? ¿No es, os pregunto, abominable prejuicio considerar crimen el hecho de que un hombre estime en más para su goce el objeto al que el sentimiento de la naturaleza más le acerca? Equivaldría a decir que nos está prohibido amar demasiado a los individuos que la naturaleza más nos ordena que amemos, y que cuantas más inclinaciones nos hace sentir hacia un objeto, tanto más nos ordena al mismo tiempo que nos alejemos de él. Estas contradicciones son absurdas: sólo pueblos embrutecidos por la superstición pueden creerlas o adoptarlas. La comunidad de mujeres que yo establezco, entraña necesariamente el incesto y deja poco que decir sobre un presunto delito cuya nulidad está demasiado demostrada para que sigamos insistiendo; y vamos a pasar a la violación que, a la primera ojeada, parece ser, de todos los extravíos del libertinaje, aquel cuya lesión está mejor establecida en razón del ultraje que parece hacer. Es, sin embargo, cierto que la violación, acción rara y muy difícil de probar, causa menos perjuicio al prójimo que el robo, puesto que éste invade la propiedad que el otro se contenta con deteriorar. ¿Qué tendréis pues que objetar al violador si os responde que, de hecho, el mal que ha cometido es más bien mediocre, puesto que no ha hecho sino poner un poco antes a la criatura de que ha abusado en el estado en que poco después había de ponerle el himeneo o el amor?

Mas la sodomía, ese presunto crimen que atrajo el fuego del cielo sobre las ciudades entregadas a él, ¿no es un extravío monstruoso cuyo castigo nunca podría ser demasiado fuerte? Es sin duda muy doloroso para nosotros tener que reprochar a nuestros antepasados los asesinatos judiciales que osaron permitirse en este tema. ¿Es posible ser tan bárbaro como para atreverse a condenar a muerte a un desgraciado individuo cuyo único crimen es no tener los mismos gustos que vosotros? Uno se estremece cuando piensa que, no hace aún cuarenta años, la absurdidad de los legisladores estaba todavía en ese punto. Consolaos, ciudadanos; tales absurdos no volverán: la sabiduría de vuestros legisladores os responde de ello. Completamente esclarecida sobre esta debilidad de algunos hombres, hoy se comprende perfectamente que semejante error no puede ser criminal, y que la naturaleza no podría haber otorgado al fluido que corre en nuestros riñones una importancia tan grande como para enfadarse por el camino que nos plazca hacer tomar a ese licor.

¿Cuál es el único crimen que puede existir aquí? Probablemente no lo es ponerse en tal o cual lugar, a menos que se quiera sostener que todas las partes del cuerpo no son iguales, y que hay unas puras y otras mancilladas; pero como es imposible seguir adelante con tales absurdos, el único presunto delito sólo podría consistir en este caso en la pérdida de la simiente. Ahora yo me pregunto si es verosímil que esa simiente sea tan preciosa a los ojos de la naturaleza que se vuelva imposible perderla sin crimen. ¿Procedería ella a diario a pérdidas semejantes si así fuera? ¿Y no es autorizarlas permitirlas durante el sueño, en el acto del goce de una mujer embarazada? ¿Podemos imaginar que la naturaleza nos dé la posibilidad de un crimen que la ultraja? ¿Puede consentir que los hombres destruyan sus placeres y se hagan así más fuertes que ella? Es inaudito el abismo de absurdos a que uno se lanza cuando para razonar se abandona la antorcha de la razón. Tengamos, pues, por seguro que es tan sencillo gozar de una mujer de una manera como de otra, que es absolutamente indiferente gozar de una muchacha que de un muchacho, y que, una vez comprobado que en nosotros no pueden existir otras inclinaciones que las que hemos recibido de la naturaleza, ésta es demasiado sabia y demasiado consecuente para haber puesto en nosotros algo que puede ofenderla alguna vez.

El de la sodomía es resultado de la organización, y nosotros no contribuimos en nada a esa organización. Niños en su más temprana edad anuncian este gusto, y ya no se corrigen de él nunca. A veces es fruto de la saciedad; pero incluso en este caso, ¿pertenece menos por ello a la naturaleza? Desde cualquier enfoque, es obra suya, y en todos los casos lo que ella inspira debe ser respetado por los hombres. Si mediante un censo exacto se llegara a probar que este gusto afecta infinitamente más a uno que a otro, que los placeres que de él resultan son mucho más vivos y que por este motivo sus partidarios son mil veces más numerosos que sus enemigos, ¿no podríamos deducir que, lejos de ultrajar a la naturaleza, este vicio serviría sus miras, y que le importa menos la procreación de lo que nosotros tenemos la locura de creer? Y, recorriendo el universo, ¡a cuántos pueblos no vemos despreciar a las mujeres! Los hay que sólo se sirven de ella para tener el hijo necesario para reemplazarlos. La costumbre que los hombres tienen de vivir juntos en las repúblicas siempre volverá este vicio más frecuente, pero no es desde luego peligroso. ¿Lo habrían introducido los legisladores de Grecia si así lo hubieran creído? Muy lejos de eso, lo creían necesario para un pueblo guerrero. Plutarco nos habla con entusiasmo del batallón de los amantes y de los amados; ellos solos defendieron durante mucho tiempo la libertad de Grecia. Este vicio reinó en la asociación de las hermandades de armas; la cimentó; los mayores hombres estuvieron inclinados a él. Toda América, cuando fue descubierta, se la encontró poblada por personas de este gusto. En Luisiana, los indios Illinois, vestidos de mujeres, se prostituían como cortesanas. Los negros de Benguelé mantenían públicamente a hombres; casi todos los serrallos de Argelia están poblados en la actualidad sólo por muchachos. En Tebas no se contentaban con tolerarlo: ordenaban el amor de los muchachos; el filósofo de Queronea[49] lo prescribió para suavizar las costumbres de los jóvenes.

Ya sabemos hasta qué punto reinó en Roma: había allí lugares públicos en que los jóvenes se prostituían vestidos de muchachas y las muchachas vestidas de muchachos. Marcial, Catulo, Tibulo, Horacio y Virgilio escribían cartas a hombres como a sus amantes, y en Plutarco[50] finalmente leemos que las mujeres no deben tener ninguna participación en el amor de los hombres. Los amasios de la isla de Creta raptaban antaño a muchachos con las más singulares ceremonias. Cuando amaban a uno, participaban a los padres el día en que el raptor quería raptarlo; el joven oponía alguna resistencia si su amante no le placía; en caso contrario, partía con él, y el seductor lo devolvía a su familia tan pronto como lo había utilizado; porque en esta pasión, como en la de las mujeres, se tiene demasiado cuando uno ha tenido bastante. Estrabón nos dice que, en esa misma isla, los serrallos sólo se llenaban con muchachos: los prostituían públicamente.

¿Queréis una última autoridad, hecha para demostrar cuán útil es este vicio en una república? Escuchemos a jerónimo el Peripatético. El amor de los muchachos, nos dice, se extendía por toda Grecia porque daba valor y fuerza, y porque servía para expulsar a los tiranos; las conspiraciones se formaban entre amantes, y antes se dejaban torturar que denunciar a sus cómplices; de esta manera, el patriotismo sacrificaba todo a la prosperidad del estado; estaban seguros de que estas relaciones fortalecían la república, clamaban contra las mujeres y era debilidad reservada al despotismo unirse a estas criaturas.

Siempre la pederastia fue vicio de los pueblos guerreros. César nos enseña que los galos estaban completamente entregados a él. Las guerras que tenían que sostener las repúblicas, al separar los dos sexos, propagaron el vicio, y cuando se reconocieron secuelas tan útiles al estado, la religión lo consagró al punto. Se sabe que los romanos santificaron los amores de Júpiter y de Ganímedes. Sexto Empírico nos asegura que esta fantasía era obligatoria entre los persas. Finalmente, las mujeres celosas y despreciadas ofrecieron a sus maridos el mismo servicio que recibían de los jóvenes; algunos lo probaron y volvieron a sus antiguas costumbres por no parecerles posible la ilusión.

Los turcos, muy inclinados a esta depravación que Mahoma consagró en su Corán, aseguran no obstante que una virgen muy joven puede reemplazar bastante bien a un muchacho, y raramente las hacen mujeres sin haber pasado por esta prueba. Sixto Quinto y Sánchez permitieron este desenfreno; el último se propuso probar incluso que era útil a la procreación, y que un niño creado tras este curso previo estaba infinitamente mejor constituido. Finalmente, las mujeres se resarcieron entre sí. Esta fantasía no tiene indudablemente más inconvenientes que la otra, porque el resultado es sólo la negativa a crear, y porque los medios de quienes tienen el gusto de la población son lo bastante potentes como para que los adversarios nunca puedan perjudicarles. Los griegos basaban asimismo este extravío de las mujeres en razones de Estado. De él resultaba que, bastándose entre sí, sus comunicaciones con los hombres eran menos frecuentes y así no perjudicaban los asuntos de la república. Luciano nos enseña los progresos que hizo esta licencia, y no sin interés la vemos en Safo.

En una palabra, no hay ninguna clase de peligro en todas estas manías: aunque llegasen más lejos, aunque llegasen a rozarse con monstruos y animales, como nos enseña el ejemplo de muchos pueblos, no habría en todas estas nimiedades el menor inconveniente, porque la corrupción de las costumbres, con frecuencia muy útil en un gobierno, no podría perjudicarlo desde ningún punto de vista, y debemos esperar de nuestros legisladores suficiente sabiduría y suficiente prudencia para estar completamente seguros de que ninguna ley emanará de ellos para la represión de estas miserias que, por derivar totalmente de la organización, no podrían hacer a quien siente inclinación por ellas más culpable de lo que lo es el individuo que la naturaleza creó contrahecho.

En la segunda clase de delitos del hombre hacia sus semejantes sólo nos queda examinar el asesinato; luego pasaremos a sus deberes para consigo mismo. De todas las ofensas que el hombre puede hacer a su semejante, el asesinato es, sin contradicción, la más cruel de todas puesto que le quita el único bien que ha recibido de la naturaleza, el único cuya pérdida es irreparable. Muchas cuestiones sin embargo se plantean aquí, abstracción hecha del mal que el asesino causa a quien se convierte en su víctima.

1. Esta acción, considerada desde las leyes solas de la naturaleza, ¿es realmente criminal?

2. ¿Lo es desde las leyes de la política?

3. ¿Es perjudicial para la sociedad?

4. ¿Cómo debe considerarse en un gobierno republicano?

5. Finalmente, ¿debe reprimirse el asesino mediante el asesinato?

Vamos a examinar por separado cada una de estas cuestiones: el tema es lo bastante esencial para permitir que nos detengamos en él; quizá parezcan nuestras ideas algo fuertes, ¿qué importa? ¿No hemos adquirido el derecho a decir todo? Desarrollemos para los hombres grandes verdades: las esperan de nosotros; es hora de que el error desaparezca, es preciso que su venda caiga junto con la corona de los reyes. ¿Es el asesinato un crimen a ojos de la naturaleza? Ésa es la primera cuestión planteada.

Indudablemente vamos a humillar aquí el orgullo del hombre, rebajándolo al rango de todas las demás producciones de la naturaleza, pero el filósofo no halaga las pequeñas vanidades humanas; ardiente perseguidor de la verdad, la discierne bajo los tontos prejuicios del amor propio, la alcanza, la desarrolla y la muestra audazmente a la tierra asombrada.

¿Qué es el hombre y qué diferencia hay entre él y las demás plantas, entre él y los demás animales de la naturaleza? Ninguna probablemente. Casualmente colocado, como ellos, en este globo, ha nacido como ellos; se propaga, crece y decrece como ellos; llega como ellos a la vejez y como ellos cae en la nada tras el término que la naturaleza asigna a cada especie de animales en razón de la constitución de sus órganos. Si las semejanzas son tan exactas que resulta completamente imposible a la mirada escrutadora del filósofo percibir desemejanzas, entonces habrá tanto mal en matar a un animal como a un hombre, o tan poco en lo uno como en lo otro, y sólo en los prejuicios de nuestro orgullo estará la distancia; pero nada hay tan desgraciadamente absurdo como los prejuicios del orgullo. Estrujemos no obstante la cuestión. No podéis dejar de convenir que no sea igual destruir un hombre que una bestia; pero la destrucción de todo animal que tiene vida, ¿no es decididamente un mal, como creían los pitagóricos y como creen hoy todavía los habitantes de las riberas del Ganges? Antes de responder a esto, recordemos en primer lugar a los lectores que sólo examinamos la cuestión en lo que atañe a la naturaleza; luego la contemplaremos en relación a los hombres.

Ahora yo pregunto qué valor pueden tener para la naturaleza individuos que no le cuestan ni el menor esfuerzo ni el menor cuidado. El obrero sólo estima su obra en razón del trabajo que le cuesta, del tiempo que emplea en crearla. ¿Le cuesta el hombre a la naturaleza? Suponiendo que le cueste, ¿le cuesta más que un mono o que un elefante? Voy más lejos: ¿cuáles son las materias generadoras de la naturaleza? ¿De qué se componen los seres que vienen a la vida? Los tres elementos que los forman ¿no resultan de a primitiva destrucción de los demás cuerpos? Si todos los individuos fueran eternos, ¿no se le haría imposible a la naturaleza crear otros nuevos? Si la eternidad de los seres es imposible para la naturaleza, su destrucción se convierte, por tanto, en una de sus leyes. Ahora bien, si las destrucciones le son tan útiles que en modo alguno puede prescindir de ellas, y si no puede llegar a sus creaciones sin abrevar en esas masas de destrucción que le prepara la muerte, desde ese momento la idea de aniquilación que achacamos a la muerte no será ya real; no habrá aniquilamiento comprobado; lo que nosotros llamamos fin de un animal que tiene vida no será entonces un fin real sino una simple transmutación, cuya base es el movimiento perpetuo, verdadera esencia de la materia, admitida por todos los filósofos modernos como una de sus primeras leyes. La muerte, según estos principios irrefutables, no es por lo tanto más que un cambio de forma, un paso imperceptible de una existencia a otra: esto es lo que Pitágoras llamaba la metempsícosis.

Una vez admitidas estas verdades, yo pregunto si alguna vez se podrá sostener que la destrucción sea un crimen. Con el propósito de conservar vuestros absurdos prejuicios, ¿osaréis decirme que la transmutación es una destrucción? Indudablemente, no; porque sería necesario para ello demostrar en la materia un instante de inacción, un momento de reposo. Ahora bien, jamás descubriréis ese momento. Pequeños animales se forman en el instante mismo en que el gran animal ha perdido el aliento, y la vida de estos pequeños animales no es más que uno de los efectos necesarios y determinados por el sueño momentáneo del grande[51]. ¿Osaréis decir ahora que place más a la naturaleza el uno que el otro? Para ello habría que probar una cosa imposible: que la forma alargada o cuadrada es más útil, más agradable a la naturaleza que la forma oblonga o triangular; habría que probar que, respecto a los planes sublimes de la naturaleza, un vago que engorda en la inacción y en la indolencia es más útil que el caballo, cuyo servicio es tan esencial, o que el buey, cuyo cuerpo es tan precioso que ninguna de sus partes queda sin utilidad; habría que decir que la serpiente venenosa es más necesaria que el perro fiel.

Ahora bien, como todos estos sistemas son insostenibles, es preciso, por tanto, consentir en admitir la imposibilidad en que nos hallamos de aniquilar las obras de la naturaleza, dado que lo único que hacemos, al entregarnos a la destrucción, no es más que operar una variación en las formas, que no puede apagar la vida, y está fuera del alcance de las fuerzas humanas probar que pueda existir algún crimen en la pretendida destrucción de una criatura, de cualquier edad, sexo o especie que la supongáis. Llevados más adelante aún por la serie de nuestras consecuencias, que nacen unas de otras, habrá que convenir finalmente en que, lejos de perjudicar a la naturaleza, la acción que cometéis al variar las formas de sus diferentes obras es ventajosa para ella, puesto que mediante esa acción le proporcionáis la materia prima de sus reconstrucciones, cuyo trabajo se le haría impracticable si no destruyeseis. ¡Ea!, dejadla hacer, os dicen. Con toda evidencia hay que dejarla hacer, pero son sus impulsos lo que el hombre sigue cuando se entrega al homicidio; es la naturaleza la que lo aconseja, y el hombre que destruye a su semejante es a la naturaleza lo que le es la peste o el hambre, igualmente enviadas por su mano, la cual se sirve de todos los medios posibles para obtener antes esa materia prima de destrucción, absolutamente esencial para sus obras.

Dignémonos esclarecer un instante nuestra alma con la santa antorcha de la filosofía: ¿qué otra voz sino la de la naturaleza nos sugiere los odios personales, las venganzas, las guerras, en una palabra, todos esos motivos de asesinatos perpetuos? Y si ella nos lo aconseja, es que los necesita. ¿Cómo podemos nosotros, según esto, suponernos culpables ante ella, desde el momento en que no hacemos sino seguir sus miras?

Pero esto es más de lo necesario para convencer a cualquier lector ilustrado de que es imposible que el asesinato pueda ultrajar alguna vez a la naturaleza.

¿Hay crimen en política? Nos atrevemos a confesar, por el contrario, que desgraciadamente es uno de los grandes resortes de la política. ¿No fue a fuerza de asesinatos como Roma se convirtió en dueña del mundo? ¿No fue a fuerza de asesinatos como Francia es libre hoy? Es inútil advertir aquí que sólo se habla de asesinatos ocasionados por la guerra, y no de atrocidades cometidas por los facciosos y los desorganizadores; éstos, abocados a la execración pública, no necesitan ser invocados para excitar siempre el horror y la indignación generales. ¿Qué ciencia humana tiene más necesidad de sostenerse por el asesinato que aquella que sólo tiende a engañar, que aquella que no tiene otra meta que el crecimiento de una nación a expensas de otra? Las guerras, únicos frutos de esta bárbara política, ¿son otra cosa que los medios de que se nutre, con que se fortifica, con que se sostiene? ¿Y qué es la guerra sino la ciencia de destruir? Extraña ceguera la del hombre, que enseña públicamente el arte de matar, que recompensa al que mejor lo hace y que castiga a aquél que, por una causa particular, se ha deshecho de su enemigo. ¿No es hora de volver a hablar de errores tan bárbaros?

Finalmente, ¿es el asesinato un crimen contra la sociedad? ¿Quién pudo nunca creerlo razonablemente? ¡Ah! ¿Qué le importa a esa numerosa sociedad que haya entre ella un miembro más o menos? Sus leyes, sus costumbres, sus usos, ¿se viciarán por ello? ¿Ha influido alguna vez la muerte de un individuo sobre la masa general? Y tras la pérdida de la mayor batalla, qué digo, tras la extinción de la mitad del mundo, de su totalidad si se quiere, el pequeño número de seres que pudiera sobrevivir, ¿experimentaría la menor alteración material? ¡Ah, no! La naturaleza entera no lo sentiría, y el tonto orgullo del hombre, que cree que todo está hecho para él, quedaría sorprendido tras la destrucción total de la especie humana si viera que nada varía en la naturaleza y que el curso de los astros no se ha retrasado siquiera por ello. Prosigamos.

¿Cómo debe verse el asesinato en un Estado guerrero y republicano?

Con toda seguridad, sería extremadamente peligroso desacreditar esa acción, o castigarla. La altivez del republicano exige un poco de ferocidad; si se ablanda, si su energía se pierde, pronto será sojuzgado. Aquí aparece una reflexión muy singular, pero como es verdadera pese a su audacia, la diré. Una nación que comienza a gobernarse como república sólo se sostendrá por las virtudes, porque para llegar a lo más, siempre hay que empezar por lo menos; pero una nación ya envejecida y corrompida que valerosamente sacude el yugo de su gobierno monárquico para adoptar otro republicano, sólo se mantendrá mediante muchos crímenes; porque está ya en el crimen, y si quisiera pasar del crimen a la virtud, es decir, de un estado violento a un estado suave, caería en una inercia cuyo resultado sería muy pronto su ruina cierta. ¿Qué sería del árbol que transplantaseis de un terreno lleno de vigor a una llanura arenosa y seca? Todas las ideas intelectuales están tan subordinadas a la física de la naturaleza que las comparaciones proporcionadas por la agricultura jamás nos engañarán en moral.

Los hombres más independientes, los más cercanos a la naturaleza, los salvajes, se entregan con impunidad diariamente al asesinato. En Esparta y en Lacedemonia salían a la caza de ilotas como en Francia vamos a la de perdices. Los pueblos más libres son aquellos que mejor acogida le prestan. En Mindanao, quien quiere cometer un asesinato es elevado al rango de los valientes: le adornan al punto con un turbante; entre los caraguos hay que haber matado a siete hombres para obtener los honores de ese tocado; los habitantes de Borneo creen que todos cuantos matan les servirán cuando ya no existan; los devotos españoles llegaban a prometer a Santiago de Galicia matar doce americanos diarios; en el reino de Tangut[52] escogen un hombre joven, fuerte y vigoroso, al que le está permitido, en ciertos días del año, matar a todo el que encuentre. ¿Hubo algún pueblo más amigo del asesinato que los judíos? Lo vemos en todas las formas, en todas las páginas de su historia.

El emperador y los mandarines de China adoptan de cuando en cuando medidas para hacer que el pueblo se rebele, a fin de obtener mediante estas maniobras derecho a cometer una horrible carnicería. Si ese pueblo blando y afeminado se liberara del yugo de sus tiranos, los mataría a palos con mucho mayor motivo, y el asesinato, siempre adoptado, siempre necesario, no haría más que cambiar de víctimas; era la dicha de unos, se convertirá en la felicidad de los otros.

Una infinidad de naciones toleran los asesinatos públicos; están totalmente permitidos en Génova, en Venecia, en Nápoles y en toda Albania; en Kachao[53], junto al río de Santo Domingo, los asesinos, con una vestimenta conocida y confesada, degüellan por orden vuestra y ante vuestros ojos al individuo que les señaléis; los indios toman opio para animarse al asesinato; precipitándose luego a las calles, masacran todo lo que encuentran a su paso; los viajeros ingleses han dado testimonio de esta manía en Batavia.

¿Qué pueblo fue a un tiempo más grande y más cruel que los romanos, y que nación conservó por más tiempo su esplendor y su libertad? El espectáculo de los gladiadores mantuvo su coraje; se volvió guerrera por su hábito de convertir en un juego el asesinato. Doce o quince víctimas diarias llenaban la arena del circo, y allí, las mujeres, más crueles que los hombres, osaban exigir que los moribundos cayesen con gracia y mostraran sus formas aun bajo las convulsiones de la muerte. Los romanos pasaron de ahí al placer de ver estrangular enanos en su presencia; y cuando el culto cristiano, infectando la tierra, vino a persuadir a los hombres de que era malo matarse, los tiranos encadenaron al punto a ese pueblo, y los héroes del mundo se convirtieron pronto en juguetes.

Por doquiera, en fin, se ha creído con razón que el asesino, es decir, el hombre que ahogaba su sensibilidad hasta el punto de matar a un semejante y de arrostrar la venganza pública o particular, por doquiera, digo, se ha creído que semejante hombre tenía que ser muy peligroso, y en consecuencia muy precioso en un gobierno guerrero o republicano. Repasemos las naciones que, más feroces aún, sólo quedaron satisfechas inmolando niños, y con mucha frecuencia a los propios: veremos estas acciones, universalmente adoptadas, formar parte en ocasiones de las leyes. Muchos pueblos salvajes matan a sus hijos en cuanto nacen. Las madres, a orillas del río Orinoco, convencidas como estaban de que sus hijas sólo nacían para ser desgraciadas, puesto que su destino era convertirse en esposas de los salvajes de aquella comarca, que no podían soportar a las mujeres, las inmolaban tan pronto como las habían dado a luz. En Trapobana[54] y en el reino de Sopit, todos los niños deformes eran inmolados por los mismos padres. Las mujeres de Madagascar exponían a las bestias salvajes los hijos nacidos ciertos días de la semana. En las repúblicas de Grecia se examinaba cuidadosamente a los niños cuando llegaban al mundo, y si no los encontraban formados de manera que pudieran defender un día a la república, eran inmolados al punto: allí no consideraban esencial construir casas ricamente provistas para conservar esa vil espuma de la naturaleza humana[55].

Hasta el traslado de la sede del imperio, todos los romanos que no querían alimentar a sus hijos los arrojaban al vertedero. Los antiguos legisladores no tenían ningún escrúpulo en condenar a los niños a muerte, y nunca ninguno de sus códigos reprimió los derechos que un padre creyó tener siempre sobre su familia. Aristóteles aconsejaba el aborto; y estos antiguos republicanos, llenos de entusiasmo y de ardor por la patria, despreciaban esa conmiseración individual que se encuentra entre las naciones modernas; se amaba menos a los hijos, pero se amaba más al país. En todas las ciudades de China, cada mañana se encuentra una increíble cantidad de niños abandonados en las calles; una carreta los recoge al despuntar el día, y los arrojan a una fosa; a menudo las comadronas mismas liberan a las madres, ahogando nada más nacer sus frutos en cubos de agua hirviendo o arrojándolos al río. En Pekín, los ponen en pequeñas canastillas de juncos que abandonan en los canales; cada día retiran lo que flota en esos canales, y el célebre viajero Duhalde[56] estima en más de treinta mil el número diario que quitan cada vez. No puede negarse que no sea extraordinariamente necesario y extremadamente político poner coto a la población en un gobierno republicano; por intenciones completamente contrarias, hay que alentarla en una monarquía: en ésta, los tiranos sólo son ricos en razón del número de sus esclavos, necesitan evidentemente hombres; pero la abundancia de población, no lo dudemos, es un vicio real en un gobierno republicano. No hay, sin embargo, que degollarlos para disminuirlo, como decían nuestros modernos decenviros: sólo se trata de no permitirle los medios de extenderse más allá de los límites que su felicidad le prescribe. Guardaos de multiplicar demasiado un pueblo en el que cada ser es soberano y estad seguros de que las revoluciones no son nunca otra cosa que secuelas de una población muy numerosa. Si para esplendor del Estado concedéis a vuestros guerreros el derecho a destruir hombres, para la conservación de ese mismo Estado conceded igualmente a cada individuo que se entregue cuanto quiera, puesto que puede hacerlo sin ultrajar a la naturaleza, al derecho de deshacerse de los niños que no puede alimentar o de aquellos de los que el gobierno no puede sacar ningún beneficio; concededle asimismo deshacerse, con los riesgos y peligros a su costa, de todos los enemigos que pueden perjudicarle, porque el resultado de todas estas acciones, absolutamente nimias en sí mismas, será mantener vuestra población en un estado moderado y nunca lo bastante numeroso para perturbar vuestro gobierno. Dejad decir a los monárquicos que un Estado sólo es grande en razón de su extremada población: ese Estado será siempre floreciente si, contenido en sus justos límites, puede traficar con lo superfluo. ¿No podáis el árbol cuando tiene demasiadas ramas? Y para conservar el tronco, ¿no cortáis las ramas? Todo sistema que se aparte de estos principios será una extravagancia cuyos abusos enseguida nos llevarían a un vuelco total del edificio que acabamos de levantar con tanto esfuerzo. Pero no es cuando el hombre ya está hecho cuando hay que destruirlo a fin de disminuir la población: es injusto abreviar los días de un individuo bien conformado; no lo es, digo yo, impedir llegar a la vida a un ser que ciertamente será inútil al mundo. La especie humana debe ser depurada desde la cuna; hay que suprimir de su seno a todo aquel de quien se suponga que no habrá ser nunca útil a la sociedad; éstos son los únicos medios razonables para aminorar una población cuyo excesivo número es, como acabamos de demostrar, el más peligroso de los abusos.

Es hora de resumir.

¿Debe ser reprimido el asesinato con el asesinato? Indudablemente, no. No impongamos jamás al asesino otra pena que aquella en que puede incurrir por la venganza de los amigos o de la familia del muerto. Yo os otorgo el perdón, decía Luis XV a Charolais, que acababa de matar un hombre para divertirse, pero también lo concedo a quien os mate. Todas las bases de la ley contra los asesinos se encuentran en esa frase sublime[57].

En una palabra, el asesinato es un horror, pero un horror con frecuencia necesario, nunca criminal, esencial para que se tolere en un Estado republicano. He demostrado que el universo entero ha dado ejemplos de ello; pero ¿hay que considerarlo como una acción hecha para ser penada con la muerte? Quienes respondan al dilema siguiente habrán resuelto la pregunta: ¿El asesinato es un crimen o no lo es? Si no lo es, ¿por qué hacer leyes que lo castiguen? Y si lo es, ¿por qué bárbara y estúpida inconsecuencia vais a castigarlo con un crimen igual?

Sólo nos queda hablar de los deberes del hombre para consigo mismo. Como el filósofo únicamente adopta esos deberes cuando tienden a su placer o a su conservación, es completamente inútil recomendarle su práctica, más inútil aún imponerle penas si falta a ellos.

El único delito que el hombre puede cometer en este género es el suicidio. No me entretendré probando aquí la imbecilidad de las personas que erigen esta acción en crimen: remito a la famosa carta de Rousseau[58] a quienes aún puedan tener alguna duda al respecto. Casi todos los antiguos gobiernos autorizaban el suicidio por política o por religión. Los atenienses exponían en el Areópago las razones que tenían para matarse: luego se apuñalaban. Todas las repúblicas de Grecia toleraron el suicidio; entraba en los planes de los legisladores; uno se mataba en público, y hacía de su muerte un espectáculo de aparato. La república de Roma alentó el suicidio: aquellas abnegaciones por la patria, tan célebres, no eran más que suicidios. Cuando Roma fue tomada por los galos, los más ilustres senadores se entregaron a la muerte; recuperando ese mismo espíritu, adoptemos las mismas virtudes. Durante la campaña del 92 un soldado se mató de pena por no poder seguir a sus camaradas en la acción de Jemmapes[59]. Siempre a la altura de estos orgullosos republicanos, pronto superaremos sus virtudes: es el gobierno el que hace al hombre. Un hábito tan prolongado de despotismo había debilitado totalmente nuestro coraje; había depravado nuestras costumbres; pronto vamos a ver de qué acciones sublimes es capaz el genio, el carácter francés, cuando es libre; al precio de nuestras fortunas y de nuestras vidas, sostengamos esa libertad que ya nos ha costado tantas víctimas; no lo lamentemos si alcanzamos nuestra meta; ellas mismas, todas, se han entregado voluntariamente; no volvamos su sangre inútil; pero unión… unión, o perderemos el fruto de todos nuestros esfuerzos; probemos leyes excelentes sobre las victorias que acabamos de conseguir; nuestros primeros legisladores, esclavos aún del déspota que por fin hemos abatido, no nos dieron más que leyes dignas de ese tirano, al que todavía incensaban; rehagamos su obra, pensemos que es para republicanos y para filósofos para los que por fin vamos a trabajar; que nuestra leyes sean dulces como el pueblo que deben regir.

Al presentar aquí, como acabo de hacerlo, la nimiedad, la indiferencia de una infinidad de acciones que nuestros antepasados, seducidos por una religión falsa, miraban como criminales, reduzco nuestro trabajo a bien poco. Hagamos pocas leyes, pero que sean buenas. No se trata de multiplicar los frenos: se trata de dar al que utilicemos una calidad indestructible. Que las leyes que promulguemos no tengan otra meta que la tranquilidad del ciudadano, su felicidad y el esplendor de la república. Mas, después de haber arrojado al enemigo de vuestras tierras, franceses, no quisiera que el ardor de propagar vuestros principios os arrastrase más lejos; sólo con el hierro y el fuego podríais llevarlos al fin del universo. Antes de cumplir tales resoluciones, acordaos de los desgraciados sucesos de las Cruzadas. Cuando el enemigo esté al otro lado del Rhin, creedme, guardad vuestras fronteras y quedaos en casa; reanimad vuestro comercio, dad de nuevo energía y salidas a vuestras manufacturas; haced florecer vuestras artes, animad la agricultura, tan necesaria en un gobierno como el vuestro y cuyo espíritu debe poder abastecer a todo el mundo sin que nadie pase necesidad; dejad a los tronos de Europa desmoronarse por sí mismos; vuestro ejemplo, vuestra prosperidad los derrocarán pronto sin que tengáis necesidad de intervenir.

Invencibles en vuestro interior y modelos de todos los pueblos por vuestra civilización y vuestras buenas leyes, no habrá gobierno en el mundo que no trabaje por imitaros, ni uno sólo que no se honre con vuestra alianza; mas si, por el vano honor de llevar vuestros principios lejos, abandonáis el cuidado de vuestra propia felicidad, el despotismo, que sólo está adormecido, renacerá, las disensiones intestinas os desgarrarán, habréis agotado vuestras finanzas y vuestras conquistas, y todo esto para volver a besar los hierros que habrán de imponeros los tiranos que os habrán subyugado durante vuestra ausencia. Todo lo que deseáis puede hacerse sin que sea necesario abandonar vuestros hogares; que los demás pueblos os vean felices, y correrán a la dicha por el mismo camino que vosotros les habréis trazado[60].

EUGENIA, a Dolmancé: Eso es lo que se dice un escrito muy sabio, y tan ajustado a vuestros principios, al menos en muchos puntos, que estoy tentada por creeros su autor.

DOLMANCÉ: Es muy cierto que estoy de acuerdo con gran parte de esas reflexiones, y mis discursos, que os lo han demostrado, dan incluso a la lectura que acabamos de hacer las apariencias de una repetición…

EUGENIA, cortándole: No me he dado cuenta; nunca se repetirán demasiado las cosas buenas; encuentro, sin embargo, peligrosos algunos de esos principios.

DOLMANCÉ: No hay en el mundo nada más peligroso que la piedad y la beneficencia; la bondad no es nunca otra cosa que una debilidad, y la ingratitud y la impertinencia de los débiles fuerzan siempre a las gentes honradas a arrepentirse de ella. Si a un buen observador se le ocurre calcular todos los peligros de la piedad, y los compara luego con los de una firmeza sostenida, verá si no son más los primeros. Pero vamos demasiado lejos, Eugenia; resumamos para vuestra educación el único consejo que puede sacarse de cuanto acabamos de deciros: no escuchéis nunca a vuestro corazón, hija mía; es el guía más falso que hemos recibido de la naturaleza; cerradlo con gran cuidado a los acentos falaces de la desdicha; más vale rechazar el que realmente debiera interesaros que arriesgaros a dar al malvado, al intrigante o al farsante: lo primero tiene muy leves consecuencias, lo segundo los mayores inconvenientes.

EL CABALLERO: Séame permitido, por favor, dudar y destruir, si puedo, los principios de Dolmancé. ¡Ah! ¡Cuán diferentes serían, hombre cruel, si, privado de esa fortuna inmensa en que encuentras sin cesar los medios de satisfacer tus pasiones, languidecieses algunos años en esa abrumadora miseria que tu espíritu feroz se atreve a reprochar a los miserables! Echa una ojeada piadosa sobre ellos, y no cierres tu alma hasta el punto de endurecerla sin remedio a los gritos desgarradores de la necesidad. Cuando tu cuerpo, harto sólo de voluptuosidades, descanse lánguidamente en lechos de pluma, mira el suyo, abatido por trabajos que a ti te permiten vivir, recogiendo apenas un poco de paja para preservarse del frío de la tierra, pues no tienen, como los animales, más que su fría superficie para tenderse; lanza una mirada sobre ellos, rodeado de platos suculentos con los que cada día veinte discípulos de Comus despiertan tu sensualidad, mientras esos desgraciados disputan a los lobos, en los bosques, la raíz amarga de un suelo reseco; cuando los juegos, las gracias y las risas lleven a tu yacija impura los objetos más conmovedores del templo de Citerea, mira al miserable tendido junto a su triste esposa, satisfecho de los placeres que recoge en medio de las lágrimas sin sospechar siquiera que existan otros; míralo cuando tú no te prohíbes nada, cuando nadas en medio de lo superfluo; míralo, te digo, carecer incluso constantemente de las necesidades más primarias de la vida; echa una ojeada sobre su familia desolada; mira a su esposa temblorosa repartirse con ternura entre los cuidados que debe a su marido, que languidece a su lado, y los que la naturaleza le impone para con los brotes de su amor, privada de la posibilidad de cumplir ninguno de esos deberes tan sagrados para su alma sensible; ¡mírala, sin estremecerte si es que puedes, reclamar de ti eso superfluo que tu crueldad le niega!

Bárbaro, ¿no son acaso hombres como tú? Y si se te parecen, ¿por qué tú debes gozar mientras ellos languidecen? Eugenia, Eugenia, no apaguéis jamás en vuestra alma la voz sagrada de la naturaleza: es a la beneficencia a lo que os conducirá a pesar vuestro, cuando separéis su órgano del fuego de las pasiones que lo absorben. Dejemos los principios religiosos, de acuerdo; pero no abandonemos nunca las virtudes que la sensibilidad nos inspira; sólo practicándolas gustaremos los goces más dulces y más deliciosos del alma. Todos los extravíos de vuestro espíritu serán redimidos por una buena obra; ella apagará en vos los remordimientos que vuestra mala conducta provocará en él y, formando en el fondo de vuestra conciencia un asilo sagrado al que a veces os replegaréis con vos misma, encontraréis ahí consuelo a los extravíos a que vuestros errores os habrán arrastrado. Hermana mía, soy joven, soy libertino, impío, soy capaz de todos los desenfrenos del espíritu, pero aún me queda mi corazón, y es puro, y es con él, amigos míos, con el que me consuelo de todos los defectos de mi edad[61].

DOLMANCÉ: Sí, caballero, sois joven, lo demostráis con vuestro discurso; os falta experiencia; espero a que ella os haya madurado; entonces, querido mío, no hablaréis también de los hombres, porque los habréis conocido. Fue su ingratitud lo que secó mi corazón, su perfidia lo que destruyó en mí esas virtudes funestas para las que, como vos, acaso había nacido. Ahora bien, si los vicios de unos vuelven en otros peligrosas estas virtudes, ¿no es hacer un servicio a la juventud ahogarlos en ella a tiempo? ¿Qué me dices de remordimientos, amigo mío? ¿Pueden existir en el alma de quien no reconoce el crimen en nada? Que vuestros principios los apaguen si teméis su aguijón: ¿os será posible arrepentiros de una acción de cuya indiferencia estéis profundamente convencido? Desde el momento en que no creáis que hay algo malo, ¿de qué mal podréis arrepentiros?

EL CABALLERO: No es del espíritu de donde vienen los remordimientos; sólo son fruto del corazón, y jamás los sofismas de la cabeza apagaron los movimientos del alma.

DOLMANCÉ: Pero el corazón engaña, porque nunca es otra cosa que la expresión de los falsos cálculos de espíritu; madurad éste, el otro cederá al punto; cuando queremos razonar, siempre falsas definiciones nos extravían; yo no sé lo que es el corazón: llamo así a las debilidades del espíritu. Una sola y única antorcha resplandece en mí: cuando estoy sano y seguro, nunca me induce a error. ¿Qué soy viejo, hipocondríaco o pusilánime? Me engaña; entonces me califico de sensible, mientras que en el fondo no soy otra cosa que débil y tímido. Te lo repito una vez más, Eugenia: que esta pérfida sensibilidad no abuse de vos; no es, y estad bien segura de ello, más que la debilidad del alma; sólo se llora porque se teme, y por eso son tiranos los reyes. Rechazad, detestad pues los pérfidos consejos del caballero; al deciros que abráis vuestro corazón a todos los males imaginarios del infortunio, trata de inventar para vos un montón de penas que, sin ser vuestras, os desgarrarían pronto para nada. ¡Ah!, creed, Eugenia, creed que los placeres nacidos de la apatía valen más que los que la sensibilidad os da; ésta no sabe más que alcanzar en un sentido el corazón que el otro acaricia y trastorna por todas partes. En una palabra, ¿pueden compararse los goces permitidos con los goces que unen a los atributos más excitantes aquellos otros, inapreciables, de la ruptura de los frenos sociales y del atropello de todas las leyes?

EUGENIA: ¡Tú triunfas, Dolmancé, tú ganas! Los discursos del caballero apenas rozan mi alma; ¡los tuyos la seducen y la arrastran! ¡Ah! Creedme, caballero, dirigíos más a las pasiones que a las virtudes cuando queráis persuadir a una mujer.

SRA. DE SAINT–ANGE, al caballero: Sí, amigo mío, jódeme bien pero no me sermonees: no nos convertirás, y podrías perjudicar las lecciones con que queremos alimentar el alma y la mente de esta encantadora niña.

EUGENIA: ¿Perturbar? ¡Oh! ¡No, no! Vuestra obra está acabada; lo que los tontos llaman corrupción se ha asentado ahora con tanta fuerza en mí que no hay esperanza de retorno siquiera, y vuestros principios están demasiado bien apuntalados en mi corazón para que los sofismas del caballero lleguen alguna vez a destruirlos.

DOLMANCÉ: Tiene razón, no hablemos más de ello, caballero; cometeríais un error, y no queremos de vos otra cosa que vuestro comportamiento.

EL CABALLERO: De acuerdo; sé que aquí estamos para un objetivo muy distinto del que yo querría alcanzar; vayamos derechos a ese objetivo, de acuerdo; guardaré mi moral para aquellos que, menos ebrios que vos, estén en condiciones de oírme.

SRA. DE SAINT–ANGE: Sí, hermano mío, sí, sí, no nos des otra cosa que tu leche; te perdonamos la moral; es demasiado dulce para las personas sin principios de nuestra especie.

EUGENIA: Temo mucho, Dolmancé, que esa crueldad que preconizáis con ardor influya algo en vuestros placeres; ya me ha parecido observarlo, sois duro al gozar; también percibo en mí algunas disposiciones para ese vicio. Para desenredar mis ideas sobre todo esto, decidme por favor, ¿cómo miráis al objeto que sirve a vuestros placeres?

DOLMANCÉ: Como algo absolutamente nulo, querida; que comparta o no mis goces, que experimente o no contento, apatía o incluso dolor, con tal que yo sea feliz, lo demás me da lo mismo.

EUGENIA: Es mejor incluso que ese objeto sienta dolor, ¿verdad?

DOLMANCÉ: Por supuesto, es mucho mejor; ya os lo he dicho: su repercusión, más activa en nosotros, determina con mayor energía y rapidez los espíritus animales en la dirección que necesitan para la voluptuosidad. Abrid los serrallos de África, los de Asia, los de vuestra Europa meridional, y ved si los jefes de esos célebres harenes se preocupan mucho, cuando se les pone tiesa, de dar placer a los individuos que les sirven; ordenan, son obedecidos; gozan, nadie se atreve a responderles; se satisfacen y entonces se van. Hay entre ellos algunos que castigarían como una falta de respeto la audacia de compartir su goce. El rey de Achem[62] manda cortar despiadadamente la cabeza de la mujer que ose olvidarse de ello en su presencia hasta el punto de gozar, y muy a menudo se la corta él mismo. Este déspota, uno de los más singulares de Asia, está guardado sólo por mujeres; siempre les da sus órdenes mediante signos; la muerte más cruel es el castigo para las que no le comprenden, y los suplicios se ejecutan siempre por su mano o ante sus ojos.

Todo esto, mi querida Eugenia, está basado por entero en los principios que ya os he mostrado. ¿Qué se desea cuando gozamos? Que todo lo que nos rodea se ocupe exclusivamente de nosotros, que no piense más que en nosotros, que cuide solo de nosotros. Si los objetos que nos sirven gozan, desde ese momento los tenemos probablemente más ocupados de ellos que de nosotros, y nuestro goce por lo tanto resulta perturbado. No hay hombre que no quiera ser déspota cuando está caliente; es como si tuviera menos placer si los otros parecen sentir tanto como él. Por un movimiento de orgullo, muy natural en ese momento, quisiera ser el único en el mundo capaz de experimentar lo que siente; la idea de ver a otro gozar como él, le remite a una especie de igualdad que perjudica los indecibles atractivos que el despotismo hace experimentar entonces[63]. Es falso, por otra parte, que haya placer en darlo a los demás; eso es servirlos, y, cuando la tiene dura, el hombre está lejos del deseo de ser útil a los demás. Al contrario, haciendo el mal experimenta todos los encantos que gusta un individuo nervioso haciendo uso de sus fuerzas; entonces domina, es tirano. ¡Qué diferencia para el amor propio! No creemos que en tal caso se calle.

El acto del goce es una pasión que subordina a ella, y lo acepto, todas las demás, pero que al mismo tiempo las reúne. Ese deseo de dominar en ese momento es tan fuerte en la naturaleza que incluso se reconoce en los animales. Ved si los que están en esclavitud procrean como los que están libres. El dromedario va más lejos: no engendra si no se cree solo. Tratad de sorprenderlo y de demostrarle así que tiene un amo: huirá y se separará inmediatamente de su compañía. Si la intención de la naturaleza no fuera que el hombre tuviera esta superioridad, no habría creado más débiles que él a los seres que ella le destina en ese momento. Esta debilidad a que la naturaleza condenó a las mujeres prueba de forma irrefutable que su intención es que el hombre, que goza más que nunca entonces de su potencia, la ejerza mediante todas las violencias que buenamente le parezca, incluso mediante suplicios. La crisis de la voluptuosidad, ¿no sería una especie de rabia si la intención de esta madre del género humano no fuera que el trato en el coito fuese el mismo que en la cólera? En una palabra, ¿qué hombre bien constituido, qué hombre dotado de órganos vigorosos no desea, bien de una forma, bien de otra, molestar su goce en ese momento? Sé de sobra que una infinidad de imbéciles, que nunca se dan cuenta de sus sensaciones, comprenderán mal los sistemas que establezco; pero ¿qué me importan esos imbéciles? No es a ellos a quien hablo. Sosos adoradores de las mujeres, les dejo esperar a los pies de su insolente dulcinea el suspiro que debe hacerlos felices y, bajamente esclavos del sexo que deberían dominar, los entrego a los viles encantos de llevar las cadenas con que la naturaleza les da el derecho de abrumar a los otros. Que esos animales vegeten en la bajeza que los envilece: sería vano que predicáramos para ellos. Pero que no denigren lo que no pueden entender, y que se convenzan de que quienes sólo quieren establecer sus principios en esta suerte de materias sobre los impulsos de un alma vigorosa y de una imaginación sin freno, como vos y yo, señora, hacemos, siempre serán los únicos que merecerán ser escuchados, los únicos que están hechos para prescribirles las leyes y para las lecciones…

¡Joder! ¡La tengo tiesa!… Llamad a Agustín, os lo suplico. (Llaman; él entra). ¡Es inaudito cómo el soberbio culo de este hermoso muchacho está en mi cabeza desde que hablo! Todas mis ideas parecían referirse involuntariamente a él… Muestra a mis ojos esa obra maestra, Agustín…, ¡quiero besarla y acariciarla un cuarto de hora! Ven, amorcito, ven, que en tu bello culo me haga yo digno de las llamas con que Sodoma me abrasa… ¿Hay nalgas más bellas…, más blancas? ¡Quisiera que Eugenia, de rodillas, le chupase la polla mientras tanto! Con su postura expondría su trasero al caballero, que la encularía, y la Sra. de SAINT–ANGE, a caballo a lomos de Agustín, me ofrecería sus nalgas a besar; armada con un puñado de vergas, quizá pudiera, inclinándose un poco, según me parece, azotar al caballero, a quien esta estimulante ceremonia incitaría a no tener contemplaciones con nuestra alma. (Se colocan en esa postura). Sí, así es; ¡todo está a las mil maravillas, amigos míos! De veras, es un placer pediros cuadros; no hay artista en el mundo en situación de ejecutarlos como vosotros. ¡Este bribón tiene el culo de un estrecho!… Todo lo que puedo hacer es alojarme en él… ¿Me permitiríais, señora, morder y pellizcar vuestras hermosas carnes mientras follo?

SRA. DE SAINT–ANGE: Cuanto queráis, amigo mío; mas mi venganza está dispuesta, te lo advierto; juro que a cada vejación, te soltaré un pedo en la boca.

DOLMANCÉ: ¡Ah! ¡Santo Dios! ¡Qué amenaza! Es apremiarme a ofenderte. (La muerde). ¡Veamos si mantienes la palabra! (Recibe un pedo). ¡Ah! ¡Joder! ¡Delicioso, delicioso!… (Le da un azote y al instante recibe otro pedo). ¡Oh! ¡Es divino, ángel mío! Guárdame algunos para el momento de la crisis… y puedes estar segura de que entonces te trataré con toda la crueldad… toda la barbarie… ¡Joder!… no puedo más… ¡Me corro!… (La muerde, le da azotes, y ella no cesa de soltar pedos). ¿Ves cómo te trato, bribona…, cómo te domino?… Uno más… y éste… ¡y que el último insulto sea para el ídolo mismo dónde he sacrificado! (La muerde en el ojete del culo; la postura se deshace). Y vosotros, amigos míos, ¿qué habéis hecho?

EUGENIA, echando la leche que tiene en el culo y en la boca: ¡Ay, maestro mío…, ya veis cómo me han puesto vuestros alumnos! Tengo el trasero y la boca llenos de leche, no suelto más que leche por todas partes.

DOLMANCÉ, vivamente: Esperad, quiero que me echéis en la boca la que el caballero os ha metido en el culo.

EUGENIA, colocándose: ¡Qué extravagancia!

DOLMANCÉ: ¡Ah!, nada es tan bueno como la leche que sale del fondo de un hermoso trasero… Es un manjar digno de dioses. (Lo traga). Mirad cuánto me importa. (Volviéndose hacia el culo de Agustin, que besa). Voy a pediros permiso, señoras mías, para pasar un momento al gabinete vecino con este joven.

SRA. DE SAINT–ANGE: ¿No podéis hacer aquí con él cuanto os plazca?

DOLMANCÉ, en voz baja y misteriosa: No, hay ciertas cosas que exigen velos de todo punto.

EUGENIA: ¡Ah! ¡Vaya! Por lo menos ponednos al corriente.

SRA. DE SAINT–ANGE: No le dejo irse sin ello.

DOLMANCÉ: ¿Queréis saberlo?

EUGENIA: Absolutamente.

DOLMANCÉ, arrastrando a Agustín: Pues bien, señoras mías, voy…, pero, de veras, no puede decirse.

SRA. DE SAINT–ANGE: ¿Hay acaso alguna infamia en el mundo que no seamos dignos de oír y de ejecutar?

EL CABALLERO: Bueno, hermana mía, voy a decírosla. (Habla en voz baja a las dos mujeres).

EUGENIA, con aire de repugnancia: Tenéis razón, es horrible.

SRA. DE SAINT–ANGE: ¡Oh! ¡Me lo temía!

DOLMANCÉ: Como veis, debía callaros esa fantasía; ahora comprenderéis que hay que estar solo y en la sombra para entregarse a semejantes bajezas.

EUGENIA: ¿Queréis que vaya con vos? Mientras vos os divertís con Agustín, yo os la menearé.

DOLMANCÉ: No, no, esto es un asunto de honor que debe hacerse sólo entre hombres: una mujer nos perturbaría… Dentro de un momento estoy con vosotras, señoras mías. (Sale arrastrando consigo a Agustín).