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OFENSIVA NAZI
NO SÓLO EL FRENTE en la frontera belga se había visto desbordado por la ofensiva en las Ardenas; también las fuerzas destacadas en Alsacia, tanto en la bolsa de Colmar, al sur de Estrasburgo, como en la de Haguenau, a sesenta kilómetros al norte, habían recrudecido sus ataques. La orden llegó a todas vuestras unidades: «Abandonen Estrasburgo y diríjanse a cerrar el franco sur del ejército norteamericano».
Tres días antes de Nochebuena, la Legión Extranjera ocupó las calles y avenidas de la capital de Alsacia relevándoos en la defensa de la ciudad. Otra vez te encontraste con Fran.
—Hermanito, Estrasburgo es cosa nuestra. Me parece que necesitan vuestros blindados en las afueras.
Apenas os visteis unos minutos, pero fueron suficientes para que le contaras lo del campo de Natzweiler-Struthof y la salida del Obersturmführer hacia el Nido de Águila.
—Da igual donde se esconda. Respecto de él y de su jefe Klaus Barbie, De Gaulle ha dado orden de capturarlos vivos o muertos. Es cuestión de tiempo, Nico.
Aquellas fueron las últimas palabras de Fran, antes de que los cuatro mil doscientos vehículos de la II División Blindada emprendieran rumbo a Séléstat. La ocupasteis sin apenas resistencia. La ciudad había recibido el castigo de los bombardeos de la RAF. Las viviendas de entramados de madera, el célebre tocado alsaciano, habían desaparecido del paisaje. En lo alto del promontorio rocoso que escoltaba la comuna, las murallas intactas del castillo de Haut-Koenigsbrurg, morada de la aristocracia de la Wehrmacht durante cuatro años, os dieron la bienvenida.
De nuevo hubo que conquistar Erstein y Kogenheim atravesando alambradas y terreno minado. Después, la batalla se centró en Ebersmunster. El año nuevo os sorprendió en las afueras de Gros-Rederching y Kilstett, para continuar el avance hacia Huttenheim y Elsenheim. Las escenas en esas ciudades se repitieron: la nieve las cubría con más de medio metro de espesor; las calles aparecían oscuras y heladas; las viviendas carecían de agua corriente y las cañerías estaban congeladas; los muertos yacían entre la basura y los vivos, faltos de comida, luz y agua, apretujados en sótanos. En algunos pueblos limítrofes, el castigo de la RAF fue tan terrible que no podíais distinguir los escombros de los edificios de las aceras.
Los muchachos amortiguaban el frío con schnaps, el aguardiente casero alsaciano.
—Demasiado dulce para mi gusto —afirmaba Gitano cada vez que daba un trago a la botella.
Aunque no os podíais fiar de muchos de los vecinos que os recibían, los dulces que horneaban en sus viviendas se convirtieron en tu debilidad: los pastelitos y, sobre todo, los bredele —aquellas pastas rellenas de mermelada o picado de frutos secos moldeadas de mil formas—; los huevos y las liebres de chocolate colmaron cualquiera de tus antojos. Hasta le cogiste gusto al queso munster, elevado a la categoría de manjar frente a los botes de frijoles y la leche en polvo.
Enero de 1945 había comenzado con uno de los inviernos más crudos que se recordaran en las tierras de Alsacia. Las temperaturas se habían instalado en los veinte grados bajo cero. Los episodios de hipotermia se sucedían entre los soldados y el frío se convirtió en el peor enemigo. Ni siquiera los largos tragos de schnaps os caldeaban. Las latas de carne y judías estaban heladas. Hasta se congelaba el vino que guardabais en un odre. Gitano lo cortó y lo troceó en pedazos del tamaño de una manzana. Os los fue pasando a cada uno de los integrantes del «Santander» para que pudierais chuparlos.
Al amanecer, las piezas de artillería y los blindados presentaban capas de hielo que en ocasiones inutilizaban los motores. Toda la ropa era insuficiente para proteger las articulaciones y evitar que se anquilosaran. Aunque los cielos no se despejaron, cientos de aviones ingleses y norteamericanos, con escarcha en sus alas, los surcaban a diario para operaciones de hostigamiento en el epicentro del imperio del III Reich.
La batalla en Alsacia se convirtió en la más cruenta que jamás conocisteis. A la gran ofensiva nazi y el frío, se unía otro factor enemigo relacionado con la población. Era preciso desconfiar de ellos; muchos trabajaban en apoyo del III Reich y en vuestras filas y en las instalaciones francesas se sucedían los sabotajes. A los elementos afines a los nazis había que sumar los durmientes, agentes infiltrados entre la población que esperaban el mejor momento para boicotear el avance o atentar contra vuestra vida.
Así fue el mes de enero: schnaps, sangre, muerte, frío, alambradas, campos minados y combates interminables con la Wehrmacht. A finales de mes se produjo la violenta batalla en las Cruces 177, tanto en el norte como en el sur. Los obuses surcaron el cielo, entre los copos de nieve que blanqueaban el aire y los caminos helados y embarrados que dificultaban el avance de unos blindados a los que había que cuidar, pues el agua de sus motores se congelaba, el fuselaje quemaba y hasta las cadenas de los semiorugas especiales resbalaban. Incluso las acciones de comando en la retaguardia nazi se convirtieron en algo imposible.
Superadas las trincheras alemanas en las Cruces, os dirigisteis a Grussenheim. Ibais en vanguardia, en la subagrupación del teniente coronel Puzt. De repente, un fuego de artillería pesada os saludó a la entrada de la ciudad. Varios carros inutilizados y soldados heridos o muertos cubrían los campos nevados y las acequias heladas. Puzt, ajeno al contraataque, os exhortaba desde su todoterreno.
—En avant! En avant!
Entrasteis en Grussenheim, bajo la niebla, el hielo y los copos de nieve, desbordando los blocaos alemanes. Ya sólo os quedaba diezmar a los snipers y pequeños focos de resistencia. De improviso, una bala invisible surcó el cielo e impactó en el pecho de Puzt. El teniente coronel cayó del jeep y rodó hasta la cuneta entre el fango nevado. Saltasteis a socorrerlo.
—¡No! ¡Puzt, no! —gritaste.
Intento inútil. El amigo, el jefe, el compañero desde la Guerra Civil, había muerto. No tuvisteis tiempo para llorarle; la artillería nazi no os dio la oportunidad.
Aunque la adrenalina fluyó por vuestros cerebros llevándoos a atacar con más rabia a la Wehrmacht, la desazón inundó vuestras almas. El educador de hombres, después de cuatro guerras —la Gran Guerra, la Guerra Civil de España, la del norte de África y la de Francia— había muerto sin ver Alsacia liberada. Tal vez ese honor os correspondería a vosotros.
Conquistada Grussenheim, lo enterrasteis bajo la nieve, con su fusil y su casco coronando su tumba. La leyenda «Entrenador de hombres» en su cruz jalonó el camino entre Alsacia y Berlín. Y los españoles lo despedisteis con unas palabras del teniente Bamba:
Nos encontramos con este comandante,
bajo la luz de los dinamiteros,
en los caminos de España, en avant!
Al término del poema, el comandante Dronne dijo en voz alta:
—No lloréis mi muerte. Proseguid la lucha. Adelante, adelante siempre, por encima de las tumbas…
—No es suyo. Es de Goethe —murmuró el teniente Bamba, que no desaprovechaba ocasión para meterse con Dronne desde el incidente de Normandía.
Los mejores educadores y líderes de luchadores caían en las trincheras sin relevo; la desmoralización se notaba en vuestros rostros. A Puzt teníais que entregarle Alsacia liberada: era lo mínimo que le debíais y os lanzasteis hacia Ohnenheim. Luego le siguieron Jebsheim y Heuf-Brisach. Algolsheim y Balgav cayeron en vuestras manos el mismo día que os llegó la noticia de que la bolsa de Colmar, al sur de Alsacia, había capitulado ante las fuerzas del I Ejército francés del general Lattre. La liberación del último reducto nazi en Francia era cuestión de horas o días, pero resultaba escalofriante contemplar las llanuras de Alsacia y sus pueblos. Muchos habían desaparecido bajo los cientos de bombas, y la llanura, que se extendía desde los Voscos al este y los montes Jura al sur, parecía haberse transformado en un profundo valle oscuro.
Recordarás la noche del día 3 de febrero. Aniquilada la bolsa de Colmar, sólo os quedaba la de Haguenau y en esos momentos os preparabais para el asalto esperando las órdenes del jefe de batallón. El aguacero no os daba tregua y los caminos y campos embarrados hacían creer al mundo que aquello era la resurrección de la larga línea de blocaos y la interminable espera en las trincheras de la guerra del 14.
Muerto Puzt, el comandante Dronne había asumido el mando del III Batallón de forma interina. Antes de que pudiera comunicaros cuáles serían los pasos en el siguiente asalto, a vuestro campamento arribó un jeep con la Cruz de Lorena pintada en las puertas. Descendieron dos oficiales y se dirigieron a Dronne.
—Mi comandante —dijo el mayor de los dos—, le presento al souslieutenat Carlos Iriarte. Viene a incorporarse a una de sus unidades.
Dronne le miró de los pies a la cabeza y se detuvo en su rostro: afeitado, perfumado y aniñado. Después se detuvo en sus manos: demasiado delicadas, se dijo.
—Yo no he pedido a nadie —exclamó Dronne.
—Es que… —balbuceó el que había hablado antes—, en su día había solicitado a Leclerc la incorporación a la II División y…
—Le repito que yo no he pedido a nadie —afirmó el comandante y, enojado, concluyó—: Así que por donde ha venido se va.
Los recién llegados se miraron. El que llevaba la voz cantante solicitó a Dronne:
—Si nos lo permite, pasamos con ustedes la noche hasta que deje de llover. Mañana regresaremos a París.
Dronne asintió y, con un gesto brusco, les invitó a que le acompañaran en la mesa. Al sentarse, le preguntó al oficial con rostro de niño:
—¿Dónde estaba destinado?
—Fui oficial de enlace con el general Bradley. Conocí a Leclerc el día que se presentó en el cuartel general a solicitar el permiso para avanzar sobre París y…
—Ya —exclamó Dronne—. Ahora quiere su momento de gloria. En fin, ¿cómo terminó de enlace?
—Hablo inglés y francés. Así que el Estado Mayor consideró que ese era el puesto más adecuado para mí. Pero yo también quiero contribuir a liberar Francia.
Dronne rellenó de tabaco la pipa y, antes de acercarle el fósforo, le preguntó:
—Habla un francés con un deje extraño. ¿De qué parte es usted?
—En realidad soy argentino.
—¿Argentino? —preguntó atónito Dronne. Carlos Iriarte asintió y el comandante balbuceó—: Luego… habla usted castellano… —Iriarte sonrió y volvió a asentir. Dronne se levantó y sentenció—: Está decidido, usted se queda aquí. Venga conmigo, que le voy a presentar a su sección.
El comandante ordenó al capitán Dehen que formase a La Nueve. Esa era la tónica general entre vosotros: ante cualquier incorporación reunían a la compañía y os presentaban al nuevo integrante. Dronne, acompañado de Dehen, hizo los honores con el joven oficial. Cuando Gitano identificó al aniñado souslieutenat, habló lo suficientemente fuerte para que el nuevo lo oyera:
—Ese tipo era el chófer del comandante Lambert en París —dijo—. Se dedicaba a pasearlo con Marlene Dietrich. Más de una vez lo vi esperarlos en la puerta del Ritz.
En una unidad compuesta por bragados dinamiteros forjados en cientos de batallas, aquellas palabras mostraban que Campos estaba en lo cierto cuando os dijo: «Ya no nos necesitan». Y la desfachatez llegaba hasta sustituir vuestros gladiadores muertos por oficiales en apariencia pusilánimes.
Iriarte, poniéndose de pronto de pie, le solicitó a Dronne:
—¿Puedo hablar con mis hombres?
El comandante asintió y os señaló con la pipa, invitándole a ello. El souslieutenat se volvió entonces hacia vosotros.
—He pedido voluntariamente este destino —dijo en castellano, lo que reclamó vuestra atención—. Hasta ahora fui oficial de enlace, pero no quiero que la guerra termine sin que me ofrezca la oportunidad de entrar en combate y, si es necesario, de morir luchando por la libertad…
—¿Cómo es que habla español? —preguntó Gitano.
—Soy argentino.
—Ah, Argentina —exclamó Turuta—. ¿Conoce a mi prima Josefa Díaz, de Rosario?
—De Rosario… ¿eh? Linda ciudad. Queda al norte de… —Iriarte hizo una pausa, inspiró hondo y, por fin, con una sonrisa, aseveró rotundo—: Claro que la conozco, cómo no.
Mentía mal, pero era evidente que necesitaba alguna medalla.
—Souslieutenant —llamaste—, el capitán Dehen quiere alcanzar Inzell. ¿A dónde quiere llegar usted?
—¿Qué hay detrás de Inzell, sargento?
—El Nido de Águila —respondiste.
—Es un buen lugar para culminar una gesta —respondió, pensativo. Después provocó un silencio y concluyó—: Les prometo que me voy a romper el alma para que seamos los primeros en alcanzar el búnker de Hitler.
Hiciste correr el mensaje en las filas españolas de proteger al argentino. Su entusiasmo no podía sustituir vuestra experiencia en combate, pero lo necesitabas vivo, a él y a todos los mandos de la II División que apoyasen el paso del Rin y la marcha sin descanso hacia Berchtesgaden.
FUE EL 10 DE FEBRERO, setenta y nueve días después de la entrada en Estrasburgo, cuando la batalla cesó en Alsacia. Los últimos resistentes en las bolsas de Colmar y Haguenau habían capitulado. Decenas de pueblos desaparecieron de los paisajes, los viñedos quedaron calcinados y los tocados alsacianos se convirtieron en un recuerdo. Miles de reos —soldados de la Wehrmacht y civiles que los apoyaron— llenaban las cárceles y los campos de prisioneros. Por otro lado, hacía un mes que los norteamericanos e ingleses habían obligado a las unidades Waffen-SS a retroceder en las Ardenas y a replegarse hacia Berlín.
El cansancio se dejaba ver en los rostros de los soldados. Habían sido más de dos meses en una batalla sin cuartel. A los españoles os pesaba además la muerte del teniente coronel Puzt, uno de los mandos franceses en los que confiabais para conduciros durante la liberación de España y el que más os había animado a ello. Al cansancio y a la baja moral se sumó una decepción: De Gaulle había nombrado gobernador de Alsacia al general Jean de Lattre de Tassigny, un mando que había ignorado, hasta hacía muy poco, el llamamiento del Primer Ministro francés desde Londres, un libertador de cuño demasiado reciente como para resultar genuino. Aquello no sólo os enfureció a vosotros, sino también a Leclerc, que partió airado hacia París para presentar su protesta ante el mismo De Gaulle. Otra vez os encontrabais como en África, esperando a vuestro Godot.
En esa ocasión, las órdenes que os cursaron sólo añadieron más desaliento. Con la excusa de vuestra extenuación, se os retiró de la primera línea de fuego y se os concedieron cincuenta días de descanso en Châteauroux. El general Langlade asumió el mando. El rumor corrió entre las unidades: De Gaulle había castigado a Leclerc por sus protestas y le había retirado el mando de la II División Blindada.
La entrada en Alemania y en España se alejaba cada vez más en el horizonte.