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MESES DE DOLOR
AJENO A LO QUE OCURRÍA en el estuario del río Muni a las faldas de los Montes Cristal, el otoño había entrado helado en las noches de vigilancia estática en la Línea Mareth. Aún continuaban los picores insufribles de lo que os había contagiado la compañera puta en Orán. Azufre y más azufre era lo que recomendaban los legionarios veteranos que habían sufrido en sus partes un episodio similar.
Llevabais días en los que se veía poco movimiento en el lado italiano. Los escasos soldados que habían quedado en la guarnición os dijeron que Italia había lanzado su potente 10.º Ejército sobre las bases inglesas en Egipto: medio millón de soldados para arrebatar a los británicos el Canal de Suez.
Otras dos noticias se sumaban a aquella. La primera refería que De Gaulle había fracasado en su desembarco en Dakar. «Los aventureros de Londres han sido derrotados por el régimen de Vichy», se corría la voz entre vuestras posiciones ante los vítores de los oficiales franceses leales al mariscal Pétain y el desinterés de los españoles exiliados y de los soldados tunecinos. La segunda daba cuenta de que Japón unía sus fuerzas a Italia y Alemania.
Lo anterior provocó la restricción de los permisos al tiempo que se incrementaban las maniobras con fuego real. El fusil que te habían entregado, comparado con el viejo Máuser que usaste en las trincheras del Ebro, era una joya. Conseguías hacer blanco a cien metros sin fallar un tiro. Pronto el teniente Granell aumentó esa distancia en cincuenta metros más.
—A ver ahora —dijo.
Disparaste, e hiciste blanco. El teniente, sonriendo, añadió:
—Tenemos un tirador selecto en usted, soldado de primera Ardura.
Entre el azufre, los picores insoportables, las prácticas de tiro oficiales a blancos de papel y las oficiosas a los alacranes, además de las interminables guardias nocturnas, los meses de septiembre y octubre de 1940 transcurrieron despacio.
Sólo en el puesto de centinela te encontrabas a gusto, porque por las noches repasabas los detalles del momento en que volviste a ver a tu madre y tu hermana con vida, cuando Gitano y tú fuisteis a Carnot.
—Apártense de las alambradas o disparamos —os habían gritado los gendarmes.
Les explicaste que erais legionarios con destino en la Línea Mareth y que habíais acudido allí porque te habían asegurado que a los familiares encerrados en los campos de refugiados de los soldados enrolados en la Legión Extranjera se les concedía la libertad.
—Para eso han de ver al capitán del campo —respondieron, indicando un cobertizo de madera y hierro anexo a los grandes barracones de tropa, antes de escoltaros hasta él.
Aquel a quien habían encargado la vigilancia de ese despropósito era un capitán de Infantería, según revelaban los tres galones amarillos que lucía en las hombreras.
Era un individuo grueso, que transpiraba sin cesar y de continuo se pasaba el pañuelo por la frente.
—Así que quiere liberar del campo a su familia. Me parece muy bien, menos costes para el gobierno de Vichy —opinó.
—¿Cuándo será?
—En cuanto usted traiga mil francos, yo acelero lo trámites… Supongo que me entiende.
Entendiste a la primera que, en las guerras, los sinvergüenzas proliferan como los champiñones.
—¿Cuándo cree usted, soldado de primera Ardura, que puede reunir esa cantidad? —te preguntó frotando contra su frente el pañuelo húmedo y con los sobacos empapando la camisa.
Pese a los sacrificios, no habrías alcanzado a ahorrar tanto dinero. Sin demora, tu mente sumó ahorros, pagas y guardias de los compañeros.
—A primeros de noviembre.
—Pues entonces se pasa usted por aquí para esas fechas y vamos arreglando los papeles, que su hermana y su madre no se van a ir a ningún sitio. —Y sonrió.
Al salir del barracón te dirigiste de nuevo a las alambradas, donde ellas esperaban el resultado de la negociación.
—Hijo, olvida todo —aconsejó tu madre cuando le relataste la conversación con el capitán—. Deserta de la Legión colaboracionista de Pétain.
Pero miraste a tu hermana. Comprobar que, aunque el hambre continuara, había recobrado la cordura lejos de tanta muerte, te decidió. Conseguirías el dinero que exigía el capitán.
Les pasaste cuanto habías llevado, cien francos, a través de las alambradas.
—Para que podáis comprar algo en el mercado negro.
Los dedos de tu hermana se deslizaron entre los espinos y cogió el dinero.
—A primeros de noviembre volveré y os sacaré de aquí —prometiste.
De regreso a vuestro campamento, Gitano se ofreció a ayudarte a recaudar el dinero.
—No tienes por qué hacerlo —dijiste.
—Es que tu hermana es muy guapa…
—Mi hermana no es para ti —espetaste violentado.
—Ay, ahora resulta que el soldado de primera Ardura tiene reservada a su hermana para un oficial de la aristocracia francesa.
—No seas imbécil —le soltaste.
El caso es que te ayudó, y el último día de octubre contabas con los mil francos que las liberarían.
En la Línea Mareth se gozaba de tranquilidad. Obtuviste el permiso —el teniente Granell te tenía aprecio. En realidad, era una especie de padre para todos los soldados españoles— y, otra vez, el campo de Carnot se convirtió en tu destino.