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FUENTE AL QUATRUM
GOLPES DE MANO A OBJETIVOS AISLADOS: esa era la táctica de Leclerc. En realidad la Fuerza L se convirtió en una especie de gran grupo guerrillero que sólo atacaba cuando las posibilidades de victoria se convertían en una realidad, y el daño al enemigo no implicaba bajas en vuestras filas.
Llegasteis al fuerte Al Qatrum al amanecer del último día de febrero y os situasteis a quinientos metros. De todas las escuadras de tiradores selectos, sólo Gitano y tú acompañabais al destacamento que asaltaría la fortificación. El resto de francotiradores hubo de distribuirse entre contingentes que atacarían en otros puntos.
Tu misión era la misma que en Koufra: dejar ciego el fuerte. Pero no se veía movimiento, ni centinelas. Aquello no era una fortificación que pudiera albergar un batallón; más bien parecía una estación pertrechada para avituallamiento de gasolina y víveres de las fuerzas de la retaguardia italianas.
El teniente Dubut mandaba la patrulla de vanguardia, en la que sólo había tres españoles: el cabo García, Gitano y tú. Todos permanecisteis camuflados entre las dunas esperando el sol a vuestra espalda. En Al Qatrum no se percibía ningún movimiento.
De repente los portones se abrieron para dejar salir a dos indígenas en camellos. Les aguardasteis ocultos entre las crestas de las dunas. Cuando llegaron a vuestra altura, el sargento Gérod, al mando de tres senegaleses, los derribó de sus monturas.
La información que proporcionaron al ser interrogados permitió preparar el asalto. Al parecer, habían dejado un cargamento de dátiles, y ahora conducirían un rebaño de cabras hacia el interior. La defensa de la fortificación estaba a cargo de una sección de askaris, los soldados coloniales libios, cuyo oficial al mando era italiano.
Una escuadra acompañó a los indígenas en busca del rebaño. Regresaron transcurridas cuatro horas, sin que vosotros os hubieseis movido de nuestras posiciones ni que se detectase movimiento en el interior de Al Qatrum.
Poco después, el sargento Gérod y el cabo García, cubiertos con las chilabas de los indígenas, arrearon el ganado hasta el fuerte. Los portones se abrieron para ellos, y antes de que se cerrasen, se oyeron los disparos.
Era la señal. El destacamento móvil se lanzó hacia el interior del fuerte. Gitano y tú os mantuvisteis en vuestra posición por si algún centinela intentaba avisar al exterior solicitando refuerzos o si acudía alguna unidad en apoyo.
Dos bajas entre los soldados coloniales. El sargento y el cabo se habían visto obligados a matar a los que ofrecieron resistencia al desprenderse de la chilaba.
El botín fue menor que lo previsto: una emisora de radio intacta, una ametralladora pesada, dos ligeras, una treintena de fusiles, municiones, cuatro docenas de camellos, diez mil litros de combustible y víveres.
Al día siguiente esperabais indicaciones de Leclerc, pero antes de recibirlas avistasteis aviones italianos y alemanes.
Algo ocurría. Era como si las fuerzas del Eje comenzasen a tomar en serio los movimientos de la Francia Libre al sur de Libia.
Una ráfaga de los Stuka en el interior del fuerte os indicó que debíais recoger lo incautado y abandonar la posición o de un momento a otro sus bombardeos os aniquilarían. Incendiasteis el puesto fortificado y todos los integrantes del destacamento volante os retirasteis hacia el sur.
Había que alcanzar la base de Bouar —era el punto de reunión con el resto de la Fuerza L—, pero la aviación nazifascista no os daba tregua.
Tuvisteis que dispersaros. De pronto se levantó una tormenta de arena. Los aviones dejaron de hostigaros, aunque enfrentarse a aquel viento que oscureció la atmósfera y convirtió en noche el pleno día, que encasquillaba las armas y lapidaba los motores de los vehículos, resultaba aún peor.
No hay nada romántico en las tormentas de arena, aunque los tuareg hablen de escuchar el viento que resbala en las dunas ahuyentando nubes y golpeando roquedales. El lamento del desierto, lo llaman, porque, según dicen, llora y añora los tiempos en los que era una gran pradera.
Todo mentira. Lo único cierto es que no te dejaba respirar.
Cuando la tormenta cesó, no había nadie a vuestro alrededor, Gitano y tú os hallabais aislados. El destacamento se había dispersado y sólo se veían colinas de arena. Estabais perdidos. Intentasteis arrancar el jeep. Esfuerzo estéril: la arena había inutilizado el motor.
No quedaba más remedio que abandonarlo allí con el trípode del arma enterrado, así que vuestro único equipaje se componía de una cantimplora con cinco litros de agua y el Mosin.
«Al sur, la Polar a la espalda», había gritado el teniente Dubut al dispersaros. Eso resulta fácil de noche, pero cuando el viento aminora, sólo el sol y sus cincuenta grados le acompañan a uno. Aún distinguíais el humo del fuerte a vuestra espalda.
Caminasteis horas y horas; las camisas se pegaban al cuerpo de tal manera que al mínimo movimiento la tela se desgarraba. Agotados, hambrientos, deshidratados, no os topabais con nada, excepto el vitelo de reconocimiento de algún avión italiano, lo que os obligaba a tumbaros y a no mover ni los dedos hasta verlo desaparecer en el horizonte.
—Dejémoslo, Ardura. Démonos por vencidos —dijo Gitano.
—Calma. Piensa que hemos seguido la ruta al sur sin desviarnos.
—Ardura, sólo con que nos desviásemos dos metros en la salida, al cabo de varios kilómetros ya nos habríamos extraviado. Y el problema es que no sabemos si es a la izquierda o a la derecha donde se encuentra Zouar.
—Tranquilízate. Campos y Fábregas no dejarán que ningún compatriota se pierda. En cuanto no nos vean llegar, saldrán en nuestra búsqueda.
La noche hizo su aparición y la tierra comenzó a enfriarse muy despacio, al tiempo que el aire penetraba con más facilidad en vuestros pulmones. La Polar a vuestra espalda. Os tumbasteis a descansar aprovechando la retirada del sol, pero no había tiempo de dormir. Debíais continuar.
—Has de quitarle el cargador y enterrar el fusil —dijo Gitano—. No te desgastarías tanto.
—No. El Mosin viene conmigo hasta el infierno.
El alba os encontró caminando sin rumbo y sin agua. No sabíais cuanto podríais resistir. Era evidente que, más que desorientados, estabais medio muertos.
Una duna enorme apareció ante vosotros. Desde su cresta conseguisteis otear mejor el horizonte y ubicaros. Ascendisteis; vuestros pies, llenos de heridas, pesaban toneladas. Nada, o eso creíste, pues la visión comenzaba a nublarse y, en esos momentos, uno no se puede fiar de lo que cree ver, ya que una lata de conservas abandonada en el serir arenoso crece hasta convertirse en un Panzer.
De repente, Gitano se desplomó. Sin conocimiento, rodó por la ladera hasta detenerse a más de doscientos metros. Corriste hacia su cuerpo inmóvil. Abriste la cantimplora y la sacudiste frenéticamente sobre su cara. No se derramó ni una gota. Comenzaste a darle palmadas en las mejillas.
—Despierta. No puedes quedarte aquí. Vamos, aguanta.
Recobró el sentido al cabo de unos segundos. Insolación y deshidratación: la antesala de la muerte que más temen hasta los tuareg, la de sed. ¿Hasta cuándo resistiríais?
—Sigue sin mí.
—No digas estupideces. Vamos, en pie.
—Saca el papel… del bolso de mi camisa —balbuceó.
—Déjate de papeles. Levántate y camina.
—Saca el papel y léelo —dijo firme.
Obedeciste.
Unos segundos después, no podías creer lo que estabas viendo. Era la ficha de filiación completa y actualizada del Obersturmführer Rudolf Törni. Su lugar de nacimiento, sus destinos, su familia, su actual paradero… hasta su fotografía.
—¿Cómo has conseguido esto?
No hubo respuesta. Su conciencia ya no se encontraba contigo.
RECORDARÍAS PERFECTAMENTE aquel final de abril de 1942. Dos hechos lo marcarían en rojo para toda tu existencia. El primero no te afectó sólo a ti, sino a toda la Fuerza L: De Gaulle había dado órdenes a Leclerc de que abandonase el sur de Libia y se dirigiese de nuevo al corazón del África Ecuatorial Francesa.
En las puertas del fuerte Al Qatrum presentisteis que algo estaba a punto de suceder. Los italianos y alemanes habían empezado a tomarse en serio vuestras posiciones al sur del teatro de operaciones de África y bombardeaban las defensas de Fort Lamy.
La misión del general era evidente: organizar la resistencia contra un posible ataque del Eje. Vosotros, en el sur de Libia, seríais las primeras trincheras que los fascistas deberían diezmar.
Al frente de vuestra columna quedó el coronel Ingold, segundo al mando. Un militar francés a la antigua usanza: distante y altivo con sus subordinados. Sin el carisma del general, sabías que, en caso de entrar en combate, bajo su voz de mando no entregaríais la última gota de sangre, pero le respetabais por ser otro francés libre.
Mientras limpiabas tu Mosin en una de las torretas de vigilancia de La Faya, viste partir a Leclerc en un jeep escoltado por un Chevrolet con un pelotón de fusileros senegaleses y una escuadra de ametralladoras ligeras al mando de un suboficial francés. «Has de cumplir el juramento de Koufra o iré a recordártelo», dijiste para tus adentros.
—Otra vez a esperar —la voz de Fábregas interrumpió tus pensamientos.
—No entiendo nada, mi sargento —dijiste—. Habíamos comenzado el camino hacia el norte para enfrentarnos al Afrika Korps con el asalto a los fuertes italianos y, de repente, nos repliegan.
—Estrategia aliada, Bête —replicó, mientras liaba un cigarro—. Creyeron que el VIII Ejército inglés haría retroceder a Rommel, por eso nos lanzaron para ayudarlo por el sur. Pero se equivocaron: el Zorro del Desierto es un hueso duro de roer.
—¿Cuál es la situación ahora?
—Trípoli está siendo atacada por tierra y aire. Si Rommel la conquista, lanzará sus Panzer hacia Alejandría y el Canal de Suez caerá en poder de Hitler.
—¿Y en el interior de Francia?
—Fatal —exclamó, y dio una calada—. Han comenzado a deportar judíos hacia Auschwitz.
—¿Cuál será nuestra misión?
—Seguir esperando y acumular más fuerzas. Nos encontramos en la zona más cercana a Argelia. Somos el primer punto de contacto para todos los soldados que huyan de las filas de Pétain o de las Compañías de Trabajo y abracen la bandera aliada.
—Espero ver el éxito de esa estrategia… —dijiste, y tu mirada vagó por el desierto para agregar—: Si no nos matan antes los escorpiones.
Fábregas dio otra calada y se quedó en silencio mirando el horizonte. De repente rompió su mutismo:
—¿Qué sabes de Gitano?
—Sigue en el hospital. He llamado esta mañana y me han asegurado que se encuentra casi recuperado.
—Me alegro.
No supiste el porqué, pero no le creíste. Terminó el cigarro y pisó la colilla antes de dejarte de nuevo a solas con la limpieza y engrase del fusil.
A tu mente acudieron los momentos críticos de vuestra odisea por el desierto. Caminabas con Gitano inconsciente sobre tu espalda y el Mosin pendido por la correa de tu cuello. Las piernas te fallaban y la visión se te oscurecía por la deshidratación y el agotamiento. Cada kilómetro, debías apoyar a tu compañero en el suelo y descansar. Tus labios estaban resecos y ampollados: la piel, en las partes no cubiertas por la ropa, te ardía y se veía hinchada. Parecíais momias recién desenfundadas del sarcófago. Un día más, a lo sumo dos, pero tu resistencia estaba llegando al límite. Entonces viste a lo lejos una pequeña nube de polvo.
«No puede ser otra tormenta», deseaste. Sería vuestro fin inmediato. Cogiste la mira telescópica del fusil y la enfocaste hacia donde provenía la estela de arena. Era un jeep con dos ocupantes, aunque desconocías si aliados o italianos. Imposible fiarse.
Camuflaste el cuerpo de Gitano con arena y te ocultaste. Ese vehículo era vuestro pasaporte a la salvación. Si se trataba de enemigos les volarías la tapa de los sesos y te apoderarías del auto.
Te tumbaste mimetizado en el terreno y apuntaste al jeep. Era fácil, podías hacerlos saltar por los aires con un disparo. Sin embargo, necesitabas comprobar el bando al que pertenecían. Se acercaban a tu campo de eficacia. Un kilómetro. Ochocientos metros. Los precisabas más cerca para no fallar ninguno de los dos disparos. Expulsaste el aire y comenzaste a localizar tus latidos, cuando…
Eran Campos y Fábregas en vuestra búsqueda.
Disparaste al cielo para alertarles.
Entre los tres subisteis a Gitano a la parte trasera del coche y lo tapasteis con una lona, después de intentar que bebiese algo de agua. Vaciaste una cantimplora entera sobre tu cabeza y diste un largo trago. Renaciste.
Camino de La Faya, desplegaste de nuevo el papel que te había entregado tu amigo con la ficha de filiación de Törni. Campos la vio de reojo y te preguntó:
—¿Cómo has conseguido eso?
—Me la entregó Gitano, pero no me pudo explicar cómo llegó a su poder porque perdió el conocimiento.
—Déjamelo. —Y te lo arrebató de las manos.
También Fábregas echó un vistazo a los papeles, mientras conducía el jeep. Campos le lanzó una mirada interrogativa y el sargento jefe asintió. Aunque tú ignorabas el significado de aquel intercambio, te produjo un escalofrío: la triste antesala de los días posteriores, en medio de ninguna parte, rodeado de metralla y arena.