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EL ÚLTIMO TREN DESDE VOLOSOVO
EN LA MAÑANA DEL 17 DE ABRIL DE 1944 la confusión se extendió por la mansión de los padres del subteniente Ricardo. Habían utilizado la bañera empleando casi todas las sales del baño. El cubo de la basura se encontraba repleto de cabellos. La habitación de su hijo resplandecía, sin botellas ni colillas, como si nadie la hubiese pisado en años. Hasta la colcha estaba perfectamente extendida, sin arrugas, y el uniforme de la División Azul con sus medallas había desaparecido.
Los sentimientos de sus progenitores eran ambivalentes. El padre se debatía desde la alegría por alejar de sus vidas al desquiciado de su hijo, hasta el más horrible de los enfados: ya no podría sumar sus propiedades a las del conde. La madre sollozaba, no sólo había perdido a su primogénito, también había descubierto que su existencia no era más que una burda entelequia.
Sonó el picaporte. La madre miró el reloj: las diez en punto. Rosalía, la prometida de Ricardo, de nuevo en el porche. Esta vez ya no le podría decir que su hijo no se encontraba en condiciones de recibirla; era el momento de suplicarle con prudencia que se olvidara definitivamente de él. Le desagradaba ser portadora de malas noticias, y más cuando había comprobado la paciencia y entrega con la que la muchacha había esperado el regreso del frente y soportado la demencia en su vástago.
Sin embargo, a la que no le importaba difundir los nuevos acontecimientos era a la doncella, que paseaba por el salón con una sonrisa maliciosa. Había llegado de un pueblo, del que ya no recordaba ni su nombre, hacía más de dos años y sólo había recibido desprecio en aquella casa, como si fuera la representante de una clase inferior a la que había que vilipendiar. Incluso percibía la burla en la mirada de la pomposa señorita Rosalía. Sólo Ricardo la había tratado de igual a igual —«como a una persona», decía ella—, y hasta humillaba el señorío de aquella mansión al relacionarse únicamente con ella.
La muchacha abrió la puerta. Rosalía lucía sus mejores galas y en su rostro se dibujaba la petulancia de siempre. Atendida por la señora, la chica pasaría y sería invitada al sempiterno chocolate con pastas; la madre repetiría: «Ricardo sigue sin encontrase bien, regresa mañana». Pero aquel día la doncella necesitaba su pequeño desquite.
—Lo siento, señorita —manifestó—. El señorito Ricardo no se encuentra en casa.
—Lo esperaré —dijo Rosalía, entrando—. ¿Se ha ido de nuevo hasta la estación?
—No.
—¿Entonces?
—Esta vez ha huido al frente.
EL TREN DESDE VOLOSOVO había llegado a la Estación Norte. Transportaba el último contingente de la División Azul: la Legión Azul. Los más de mil soldados descendieron de los vagones. La escena se repitió: rostros abruptos, el petate al hombro y el desfile taciturno hacia la puerta. Ni fanfarrias, ni banderas, ni canciones a su llegada. Hasta las goteras se encontraban en el mismo lugar, al igual que las dos figuras sentadas. Una, la de Marino, con su abrigo negro, las solapas alzadas y el parche en el ojo. La otra, la del camarada Ricardo, con un afeitado apurado, el pelo corto y engominado y su impecable uniforme emperifollado de medallas.
Entre ellos, el humo de sus cigarros y el silencio. El mismo silencio que precede a las batallas.
Algo desentonaba en la estación de las otras ocasiones y Marino se daba cuenta. Quedaba media hora para que el tren con destino a Hendaya procediese a la salida. En el andén, además de los hombres y mujeres cargados con maletas atadas con cuerdas y niños con ojos saltones, descalzos y hambrientos, paseaban jóvenes bien vestidos y acicalados con mochilas militares. Silbaban los compases de una marcha que, por su estribillo pegajoso, Marino identificó: «España lucha con ardor/ unida con Alemania/ por una España mejor…». Era aquella canción, de letra española y música alemana, publicada en la Hoja de Campaña hacía dos años, cuando se encontraban a orillas del Voljov.
Aquellos hombres se habían dado cita sin conocerse. Las notas y los silencios los iban presentando. De repente, en el andén se situó alguien conocido desde Krasnyj Bor, el teniente Miguel Ezquerra, aquel oficial de la División Azul con gesto extrañamente germánico. Marino hizo recuento: treinta y siete excombatientes.
Ricardo releía por enésima vez un recorte de periódico, en esa ocasión en voz alta, para su compañero de banco:
—«… Con la repatriación de la Legión Azul, España regresa a la posición de neutralidad en la guerra. Por ello, cualquier español alistado en alguno de los bandos en conflicto perderá la nacionalidad española…».
—Déjame adivinarlo —interrumpió Marino—: El fanático de Ezquerra ha conseguido agrupar una unidad que va a desobedecer la orden de Franco, sin que os importe perder la nacionalidad española.
—Hitler nos ha prometido la alemana.
—¿Destino?
—Stablack. Cruzaremos la frontera por las rutas de los contrabandistas.
—¿Por qué lo haces?
—Porque Franco ha traicionado los ideales de Falange. Nos encontramos ante la guerra definitiva. Si ayudamos a Hitler a ganarla, el Caudillo se verá obligado a retornar al camino de la revolución nacionalsindicalista.
—Ya. Entiendo. —Marino pasó la lengua por el papel de fumar, enrolló el cigarro y lo encendió. Después de la primera calada, continuó—: Llegasteis a España, nadie os aclamó ni os paseó como héroes, y se os condenó al olvido. Muchos sin tener oficio ni beneficio. Lumpen en estado puro. La guerra se había convertido en su único medio de sustento y…
—No es mi caso. Aquí me dictan con quién me tengo que casar, dónde trabajar, dónde he de vivir. No soy nadie. En el frente todos somos camaradas. Soy alguien. Dispongo de material que vale millones y mis hombres me aprecian.
—Lamento que mi último día en esta estación, después de cinco meses, sea para despedirme de ti hasta la muerte.
—Lo sé, Marino. La próxima vez que nos veamos será en trincheras opuestas.
—Y como dicen en esas películas malas antes de disparar: «No es nada personal».
Los dos sonrieron. Ricardo se levantó y, antes de emprender el camino hacia el tren, le preguntó:
—¿Regresarás a la lucha clandestina con tus camaradas rojos?
—Nunca la abandoné.
Ricardo le miró extrañado, y preguntó:
—¿No pertenecerás a la guerrilla del llano? —El mutismo de Marino le obligó a añadir—: ¿Tienes algo que ver con los sabotajes a las empresas alemanas?
Marino se levantó, expulsó el humo del cigarro y se encaminó hacia la salida.
«Expreso con destino a Hendaya, situado en vía…», la voz en los altavoces, el repiqueteo de la campana y el factor de la estación con el banderín rojo fue lo último que les unió.
Los treinta y siete excombatientes, al mando de Ezquerra, ascendieron ordenadamente al vagón. La locomotora lanzó un pitido y reanudó despacio la marcha nublando el andén de humo y vapor.
Marino subió a un taxi. El sol amarilleaba las calles de Madrid. La guerra continuaba.