8: Otros frentes

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OTROS FRENTES

EN LA ANTESALA DEL DESPACHO de Eisenhower, el general Patton esperaba a su jefe y amigo. Detrás de él, un capitán y una secretaria fisgaban con mirada huidiza las cachas de madreperla de su ya célebre Colt 45 y su característico uniforme: botas de jinete, pantalones breeches de montar y guerrera marrón laureada con decenas de medallas. A Patton no le molestaba el escrutinio, al contrario, por lo que se mantuvo frente al ventanal contemplando la instrucción de los nuevos reclutas en el patio de armas coronado por la bandera de las barras y estrellas.

De repente se abrió una puerta a su espalda. Dos tipos con gafas oscuras y trajes de color gris diplomático escoltaban a un jefe de la Gestapo hacia el exterior. «Está claro que son de la Officce of Strategie Services», se dijo. «Bah, cosas de espías».

—George —llamó Eisenhower—, acompáñame. Churchill acaba de llegar.

Se encaminaron por el largo pasillo a grandes zancadas y, antes de alcanzar la sala de reuniones, Patton preguntó:

—¿Quién era ese nazi?

—Pareces un predicador —afirmó Eisenhower eludiendo la pregunta.

—¿Por qué lo dices?

—Tu felicitación de Navidad a los soldados: «Armados de Tu Poder, caminaremos de victoria en victoria… Amén».

—Es para recordarles que Dios está con los buenos…

—Eso espero —dijo Eisenhower, en el quicio de la estancia.

Patton colocó la mano en el antebrazo de su jefe un instante y le susurró:

—No te olvides de presentar una queja por dejarme sin gasolina en la toma de Metz. Seguro que fue para beneficiar al de la seta en la cabeza.

En el interior, los esperaban Charles de Gaulle, presidente provisional de Francia, y Churchill, acompañados de su séquito, con Montgomery a la cabeza. Después de los saludos de rigor, se sentaron alrededor de una mesa ovalada. El Primer Ministro inglés tomó la palabra:

—Como ha comprobado —dijo calmo, entrecruzando los dedos y dirigiéndose a Eisenhower—, he aceptado su requerimiento de que me persone en esta reunión. Estoy impaciente por escucharle.

Visiblemente nervioso, el general norteamericano se levantó de su sillón y, mientras paseaba por detrás de los asistentes, expuso:

—La situación es grave. Hitler ha lanzado una ofensiva desde las Ardenas con casi dos millares de modernos blindados, mil quinientas piezas de artillería y fuerzas aerotransportadas: medio millón de soldados. Su intención es embolsar a las tropas inglesas y repetir Dunkerque. En estos momentos se encuentra a cien kilómetros de Amberes. Para repeler tal avance, necesitamos de todos los Cuerpos de Ejército disponibles.

—¿Tan grave es? —preguntó un desconcertado Churchill.

Las miradas convergieron en Patton, que respondió:

—Sí. No sé de dónde ha sacado tanta fuerza ese hijo de puta.

Churchill miró a Montgomery, que asentía, y, dirigiéndose a Eisenhower, añadió:

—¿Qué propone usted?

—Que haga entrar en razón a De Gaulle. Tiene más de doscientos mil soldados en Alsacia, con dos divisiones blindadas. Ha de evacuar la región y dirigirlos hacia el norte, para reforzar a las tropas angloamericanas en la frontera con Bélgica.

Churchill se giró hacia De Gaulle, esperando su respuesta. El general francés clavó sus ojos en Eisenhower.

—Mi postura sigue siendo negativa —expresó rotundo—. Los alemanes se encuentran en Colmar en una bolsa; si las tropas francesas salen de Alsacia, en menos de unas horas será ocupada de nuevo por la Wehrmacht y luego será imposible echarlos.

—Perfecto, eso es lo que pretendo. De esa manera necesitarían emplear varias divisiones y aflojaría un poco el frente de las Ardenas.

—Me niego.

—O cumple mi orden o ya no se les suministrará más combustible ni armamento ni munición —amenazó Eisenhower, señalándole con el dedo.

De Gaulle se puso de pie y devolviéndole el gesto, le gritó:

—Si lo hace, daré órdenes para que los norteamericanos no puedan utilizar los ferrocarriles ni las carreteras ni los puentes de Francia.

—Calma, señores —dijo Churchill, sin moverse de su asiento, y, gesticulando, exhortó a los dos generales para que regresasen a sus sillones. Después, dirigiéndose a Montgomery, preguntó—: ¿Habría alguna salida para desbloquear esto?

El mariscal inglés sacó la pipa de su boca y la depositó encima de la mesa.

—Comprendo ambos planteamientos —murmuró, como hablando consigo mismo—. Es lógico que De Gaulle no quiera dejar de nuevo Alsacia a los alemanes, pero Eisenhower también tiene razón cuando dice que hay que liberar de presión el frente de las Ardenas…

En ese momento entró un bedel en la sala, se dirigió a Churchill y le anunció algo. El Primer Ministro asintió mientras el mariscal inglés continuaba exponiendo su estrategia en voz alta, dirigiéndose a De Gaulle:

—… Creo que usted, sin abandonar Alsacia, puede dirigir la II División Blindada al norte y ofrecernos cobertura de blindados en nuestra retaguardia. Así estaríamos seguros de que no serán capaces de una maniobra envolvente en cuña. Si a ello sumamos a los rusos lanzando una ofensiva hacia Alemania, el frente de las Ardenas aflojaría el empuje y evitaríamos la llegada de refuerzos…

—Eso ya lo había pensado yo —interrumpió categórico Eisenhower—. Incluso se lo dije así a Churchill, pero ¿quién nos asegura que Stalin colaborará? De momento, lanza ataques hacia Rumanía y Hungría como si no le importase entrar en Polonia.

—Creo que vamos acercando posturas —intervino un Churchill relajado—. Como usted bien dice, sólo nos falta Stalin. Hace días le hice llegar un mensaje sobre el particular y aquí tenemos la respuesta. —Hizo un gesto al bedel, que había permanecido a su lado. Entonces, este se encaminó hacia la puerta.

Al abrirla, un militar soviético accedió a la sala acompañado de tres escoltas. «Joder, esto parece la guerra de los espías», farfulló Patton para sí.

—Señores, les presento al general Vladimir Serguéi.

Después de los saludos de rigor, desplegaron planos de los frentes abiertos en Europa contra el III Reich. El recién llegado expuso la posición del Kremlin, y concluyó:

—Tienen la palabra de Stalin de que avanzaremos sin detenernos a los largo de todo el frente oriental. Hasta es posible que Varsovia sea liberada en unos días.

—¿Qué quieren a cambio? —preguntó Eisenhower, ladeando la cabeza.

El general soviético sonrió.

—El honor de entrar en Roma le correspondió a ustedes —respondió con flema—. La entrada en Túnez, a los ingleses. París y Estrasburgo, a los franceses. Queremos ser los primeros en Berlín.

Tras una breve pausa y abarcando a los presentes con la mirada, Churchill consultó:

—¿Algún problema?

Todos negaron con la cabeza. El general soviético sonrió, extrajo un botellín de vodka de su gabán y, alzándolo, deseó:

—Por la victoria en las Ardenas y la caída de Berlín. —Y dio un trago.

Después de una hora, en la que ultimaron los pormenores de las operaciones conjuntas, los asistentes se disponían a marchar, cuando Vladimir Serguéi se dirigió a De Gaulle y le entregó un sobre:

—Le pediría, como favor personal, que hiciese llegar esta carta a un soldado español.

«Nicolás Ardura. II División Blindada de la Francia Libre», leyó el general francés. Giró la misiva. «Antonio Ardura. Regimiento Kirov de Carros de Combate. URSS».

—Esto es inusual —contestó De Gaulle, extrañado.

—Lo sé, pero es una promesa a mi ahijada, la teniente coronel Julia Natalinova. —Extrajo de su guerrera otro sobre pequeño con la hoz y el martillo grabados y se lo tendió al general galo, diciéndole—: En agradecimiento, le entrego una invitación personal de Stalin para que visite Moscú.

Cuando todos los demás abandonaron la estancia, Eisenhower quedó a solas con Patton, y, encendiendo un Lucky Strike, comentó:

—Has estado muy callado.

—No tenía nada que decir. Además, se veía que Churchill lo tenía ya todo bien atado.

—El que me saca de quicio es el otro. El Cruz de Lorena. —Y dio una calada.

—Ya. Pues a mí, el listo de la seta negra en la cabeza —farfulló Patton, para añadir—: Ya veo que todos han tenido el honor de entrar los primeros en alguna ciudad. ¿Cuál es la mía, Ike?

El otro sonrió, y le dijo:

—¿Te gusta Praga?

—Me gusta. —Y extrajo un puro de su guerrera.

—Pues, entonces, que no se hable más. Lanza nuestras tropas contra los nazis en las Ardenas, que Leclerc os cubra el flanco sur y que los rusos avancen hacia Varsovia.

—Una cosa más. Estoy harto de oír a nuestros coroneles y generales diciendo por las emisoras: «Mantenemos nuestra posición». Hazles llegar que nosotros no mantenemos nada, eso que lo hagan los alemanes. Nosotros avanzamos.

Eisenhower asintió. Patton encendió el habano y, después de una calada, le preguntó:

—A propósito, ¿quién era ese nazi al que acompañaban nuestros espías?

—Klaus Barbie.

—El Carnicero de… —balbuceó Patton y, pálido, se dejó caer en un sillón.

—Sí, George. Para sobrevivir hay que saber pelear, pero para ganar una guerra hay que saber mentir. —Y le tendió un plano en el que se veía la distribución de todas las divisiones Waffen-SS.

—¿Qué le prometiste a cambio? —preguntó Patton, sin que el color lápida abandonase su rostro.

—Una nueva identidad y esconderlo en algún lugar del mundo sin convenio de extradición con Francia. Además de…

—¿Todavía hay más? —murmuró un Patton atónito.

—Sí, le hemos prometido que llegaremos antes que los franceses al Nido de Águila. De ese modo no ajusticiarán a su lugarteniente, un tal Rudolf Törni. Así que ya sabes, George, cuando avances hacia Praga, no te olvides de ocupar antes que nadie Berchtesgaden.

El general del revólver de las cachas de nácar se alzó del sillón, llevó el puro a la boca y preguntó con un gesto de desagrado:

—Primero, Lucky Luciano; ahora, Klaus Barbie; luego, Rudolf Törni. ¿Quién será el próximo, Ike? ¿Franco?

LA INCOMUNICACIÓN fue el primer síntoma de que algo ocurriría: los cables del tendido telefónico habían sido cortados. Dos mil Panzer salieron del bosque de las Ardenas derrumbando abetos como si fueran cerillas y salpicando nieve al medio millón de soldados que los escoltaban. Al mismo tiempo, los terrenos alrededor del Mosa —hasta las ciénagas— fueron acogiendo a miles de paracaidistas a las órdenes del barón Von der Heydre, que dirigía su unidad como un jefe apache bajo el lema: «Tu máxima aspiración es entrar en combate».

Los soldados de las Waffen-SS se extendieron a lo largo de la frontera francesa con Bélgica y Luxemburgo como un ejército de termitas en busca de madera. La operación «Wacht am Reim» dirigida por el general Gerd von Rundstedt estaba resultado un éxito: el 5.º Ejército Panzer se encontraba a casi cien kilómetros de Amberes, amenazaba con atravesar el Mosela y ya había capturado a más de siete mil soldados norteamericanos. Aquel avance recordaba al de 1940, cuando Alemania invadió Francia y condenó a las tropas inglesas y galas a la huida vergonzante por Dunkerque. En aquellos momentos, si recorrían unos kilómetros más, las fuerzas británicas de la costa se encontrarían en una situación similar.

Entre las divisiones de las Waffen-SS se encontraba la División Wallonien-SS, mandada por el líder rexista Degrelle. Integrada en ella, la Unidad Ezquerra: tres compañías de voluntarios españoles, antiguos combatientes de la extinta División Azul, que, a falta de otros símbolos, habían adoptado la Cruz de San Andrés como grímpola. Junto a ellos militaba el camarada Ricardo, ascendido al puesto de teniente.

La Unidad, oculta con impermeables blancos de camuflaje tras los arbustos que poblaban las suaves lomas, esperaba la entrada de una columna yanqui en el desfiladero para saltar sobre ella y aniquilarla. Llevaban horas embozados y, aunque apenas se encontraban a seiscientos metros sobre el nivel del mar, sus botas se humedecían con la nieve que inundaba las laderas. El aliento era vaho y el aire gélido cortaba los labios. No se lamentaban: más habían sufrido en la superficie del lago limen o en Krasnyj Bor.

Agazapado en aquella posición, el teniente Ricardo evocaba los meses anteriores, desde lo ocurrido en la Estación Norte hasta Hendaya. Los treinta y siete excombatientes atravesaron la frontera por rutas prohibidas y sólo conocidas por los estraperlistas, eludiendo los puestos de vigilancia de guardias civiles y gendarmes. Enlazaron en Francia con elementos afines al III Reich y el propio Hitler los recibió en Berlín. A continuación les otorgó la nacionalidad alemana. «Construya una unidad de españoles afectos a la nueva Alemania», le había encargado el Führer a Miguel Ezquerra, al que ascendió a teniente coronel. Y ya eran un batallón: cuatrocientos.

De todo ello, lo que más dolor le causaba a Ricardo era que su antigua patria los hubiese condenado al olvido y no pudiese lucir su bandera. Hasta los cánticos divisionarios fueron sustituidos por los himnos alemanes. El Rot scheint die Sonne era su favorito. No en vano era el elegido por los paracaidistas de élite del 6.º Regimiento, el del barón Heydre, quienes lo coreaban a todo pulmón. También le gustaban sus diez mandamientos, sobre todo el primero, «Eres la élite del ejército alemán», y el último: «No hay rendición. Es una cuestión de honor».

La columna norteamericana se acercaba. Ochocientos soldados, calcularon. Por la forma de marchar aventuraron que no se trataba de una unidad de vanguardia, más bien indicaba tropa inexperta. Serían un blanco fácil.

—Recuerden nuestras órdenes —dijo Ezquerra a sus capitanes—: Si vencemos, directos a París. En caso contrario, retrocederemos a Berlín para reforzar el cinturón de hierro alrededor del Führer.

Los oficiales asintieron —sabían que Hitler no se fiaba casi de nadie, pero de ellos sí— y después, en un gesto reflejo, algunos se palparon el bolsillo de la guerrera. Ricardo los imitó. Sí, la Píldora L estaba donde debía. «Antes de caer prisioneros, quebradla en la boca. El cianuro evitará que el oxígeno os llegue a las células. Primero morirá el cerebro, y luego se detendrá el corazón».

La columna norteamericana ya se encontraba en su línea de tiro, pero no había que arriesgar vidas humanas. El trabajo le correspondía a la novísima arma de guerra: el Goliath. Tres de esos mortíferos diseños que imitaban a Panzer enanos, de sólo un metro de longitud y cuarenta centímetros de altura, cargados con más de cien kilos de TNT y accionados por control remoto, descendieron por la ladera para alcanzar al regimiento en la retaguardia, el centro y el frente.

Un soldado norteamericano los vio y dio la voz de alarma. Otro saltó sobre el Goliath del final y le arrancó los tres filamentos de cable telefónico que le suministraban las órdenes. El Goliath quedó inutilizado y se detuvo. Los otros dos explotaron, anunciando el asalto de la Unidad Ezquerra sobre la columna.

Trescientos norteamericanos muertos; el resto, cautivo. De momento, el objetivo seguía siendo París.

AL SUDESTE DE LOS PANTANOS DE PEIPIAT, exactamente en la linde del espeso bosque con la ciudad de Pinsk, en el inicio de la línea férrea que la comunica con Varsovia, se encontraba el Regimiento Kirov. Los soldados del Ejército Rojo ultimaban la preparación de los T-34: apretaron los pernos de las cadenas, cargaron bidones de combustible en los lomos de los blindados, ajustaron los visores, revisaron el aceite de los motores, engrasaron la escotilla y el eje de la torreta y almacenaron los obuses en el interior de aquellas máquinas de muerte. La orden de marcha se esperaba en cualquier momento.

—¿Todo listo, Ardura?

Tu padre no necesitaba voltearse para reconocer la voz del único oficial español en el regimiento.

—Todo listo, teniente Ibárruri.

El oficial se quitó los guantes y, antes de sacar su paquete de Papirosas, echó el aliento sobre sus manos, que frotó.

—«Flor Herzegovina» —exclamó tu padre al ver el tabaco—. El que le gusta a Stalin.

El teniente sonrió y le ofreció un cigarro. Después de la primera calada, le preguntó:

—Ahora que nombra a Stalin, ¿qué opina de los nuevos IS-2?

—Prefiero el viejo y fiel T-34 —respondió tu padre, y acarició una cadena del carro de combate.

—Pero si el T-34 es pura chatarra comparado con el IS-2

—Tal vez, pero el IS-2 sólo puede transportar veintiocho proyectiles; en la primera embestida se gastan y ha de retirarse.

—En eso tiene usted razón. Ese enorme cañón de 122 también tiene sus inconvenientes…

Prosiguieron hablando sobre las cualidades de los carros hasta que la Papirosa llegó a su fin y, antes de marchar, el teniente le preguntó:

—Al final, ¿me hizo caso?

—Sí. Natalinova le entregó la carta a un general que se dirigía a una reunión con los Aliados.

—Ah, sí. Su padrino, Vladimir Serguéi. ¿Ya obtuvo respuesta? —Tu padre negó con la cabeza—. No desespere, ya verá como…

No pudo continuar pues la teniente coronel Julia Natalinova se aproximaba hacia la cabeza del regimiento gritando órdenes a sus comandantes.

—Me parece que salimos. Suerte, Ardura.

—Suerte a usted también.

El motor del «Kirov» rugió y el otro centenar de carros se unió al estruendo. Natalinova trepó a la torreta y asomó la cabeza dirigiéndola hacia el interior.

—¿Preparados?

Tu padre asintió.

—Al parecer, los norteamericanos se lanzan hacia Berlín en tres fases —explicó Julia mientras se introducía en el vientre del carro—: Cruzar el Rin, envolver el Ruhr y avanzar hasta enlazar con nosotros.

—¿Quién entrará primero en Berlín?

—El honor es del Ejército Rojo.

La teniente coronel se colocó los cascos para oír la emisora y comunicarse mejor con los otros blindados. Antes de emitir ninguna orden, le dijo a tu padre:

—Ah, mi padrino le entregó tu carta al mismo De Gaulle.

Una sonrisa cortó el rostro de tu padre, antes de que la orden de Julia Natalinova se oyese en las radios de los T-34 del regimiento:

—Rumbo a Berlín, con parada en Varsovia.

AQUELLA MAÑANA EN TOULOUSE, el viento del norte no sólo transportaba el frío de la Europa central, también parecía arrastrar partículas de la pólvora quemada en sus desfiladeros. En el Pont-Neuf, sobre el Garona, la masa fría de aire anticiclónica ralentizaba el paso de los peatones sin alcanzar la virulencia del austral, el viento del diablo, que hasta desecaba las tierras y arrancaba la vegetación.

Tres figuras cruzaban el puente hacia el barrio de Cours Dillon, dando la espalda al casco viejo y a sus monumentos de fachadas rosadas. Mimy Romaguera, con el cabello revuelto, se agarraba con fuerza al brazo de Cristino, que cojeaba. A su lado caminaba José Vitini, con las manos en los bolsos del tabardo.

—¿Qué tal va la pierna? —preguntó Vitini.

—No es nada —respondió Cristino—. La herida fue limpia. Unas semanas recorriendo la Ciudad Rosa y como nuevo.

—La verdad es que siempre tuviste razón y la invasión del Valle de Arán era una locura.

—Demasiada suerte tuvisteis —interrumpió Mimy—. Esa bala, aunque te destrozó el peroné, te salvó la vida.

—Cada vez que lo pienso… —dijo Cristino y detuvo el paso. Su mirada se dirigió a las aguas del Garona y añadió—: Seiscientos muertos para nada.

Vitini se colocó a su lado en la barandilla. Sacó un cigarro y, después de tres cerillas, lo prendió. Al expulsar el humo, expuso reflexivo:

—Fue al traspasar el túnel de Viella cuando nos dimos cuenta de que aquello estaba perdido. Nosotros con subfusiles y ametralladoras y el general Moscardó esperándonos con cincuenta mil soldados, carros de combate y artillería pesada…

—Creo que lo peor no fue eso —interrumpió Cristino.

—¿A qué te refieres?

—Analiza las consecuencias: Franco ha vendido al pueblo español nuestra derrota definitiva; a De Gaulle le ha servido de excusa para ordenar el desarme de la guerrilla y así evita una sublevación contra él. Unido a esto, Franco ha conseguido que De Gaulle reconozca su régimen.

—Lo sé. Por eso creo que la única solución es entrar en España y organizar la resistencia desde el interior.

—¿No pensaréis en…? —balbuceó atónita Mimy.

—Tranquila —calmó Vitini y, sumando una sonrisa, añadió—: Por nada del mundo destrozaría la luna de miel de unos recién casados.

—¿Lo tienes decidido? —preguntó Cristino.

—Sí. Mañana salgo para Barcelona, después a Madrid.

—¿Ya tienes lo contactos?

—Nada más llegar he de enlazar con un tal Marino en la Estación Norte. Al parecer lo reconoceré enseguida, lleva un parche en el ojo.

—¿Cuál será la misión?

—Organizar y fortalecer la guerrilla urbana. —Dio la última calada al cigarro, arrojó la colilla a las aguas del Gironda y continuó—: Nos vamos a llamar los Cazadores de la Ciudad.