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LOS COSACOS
LOS JÓVENES E INEXPERTOS soldados franceses no habían alcanzado el nivel exigido por los yanquis, pero las consecuencias las habíais pagado en toda la división. Nadie se enfadó con ellos; ni siquiera tú, que eras el más impaciente por desembarcar en Francia. Su gesto abatido provocó reacciones contrarias: os visteis obligados a animarlos y motivarlos para que no se hundieran moralmente.
Al parecer, la mediación de De Gaulle y la insistencia del Patrón permitieron que los norteamericanos consideraran la posibilidad de otra prueba, quince días antes de la salida hacia Europa. Sería vuestra última oportunidad.
Los entrenamientos se convirtieron en infernales, sobre todo para los tanquistas, a los que les eliminaron los permisos para pasear y distraerse por Casablanca o Rabat. Habían quedado encerrados en el campamento hasta que los disparos de cada Sherman acertasen a la cabeza de un alfiler a dos mil metros sin desviarse ni un centímetro.
Para vosotros, la infantería, el resultado del test había sido casi perfecto. Excelente en asalto de trincheras, toma de cotas, potencia de fuego a media distancia, asentamiento y control de calles…, pero regular en puntería a larga distancia, lo que provocó que vuestra nota no fuese inmaculada del todo. De ahí que el teniente coronel Puzt comenzó a hostigaros con prácticas de fusil sobre blancos a doscientos metros. Las dirigió Granell, y tú oficiabas de ayudante.
La verdad es que no necesitabais superar esa prueba para que los yanquis os consideraran aptos, pero por solidaridad con los tanquistas también os encerrasteis a practicar con el objetivo de conseguir la perfección.
La prueba de tiro de precisión se resistía a los soldados del Regimiento de Marcha del Tchad; algo fallaba y la causa era la misma que hacía fracasar a los tanquistas: la impaciencia. Un día te lamentaste a Fábregas:
—No sé qué ocurre, mi sargento. La ansiedad les impide concentrarse. No se les exige que disparen como yo y acierten blancos a un kilómetro, pero doscientos metros debería ser una distancia accesible a cualquier soldado.
—¡Ah!, querido Bête. A lo mejor sois el teniente y tú los equivocados.
—¿Nosotros? —preguntaste extrañado.
—Sí. ¿Te has preguntado qué motivación va a encontrar un tirador sobre una diana de papel?
—Ir a Europa a destruir al III Reich —respondiste tajante.
—¿Lo ves? ¡Quieren nazis, no hojas de papel!
No necesitó decir más. Todo se presentó ante ti de forma nítida. Al día siguiente, las dianas mostraban la cruz gamada dibujada en el mismo centro.
Te acordarás de Campos tumbado en la línea de tiro. «Es el momento de vengarme de los malos ratos que me hizo pasar en las hoyas», pensaste.
—Mi adjudant-chef, si acierta al eje de la esvástica, le regalo una trompeta de pistones —le propusiste, y añadiste una sonrisa.
Se irguió de su posición y se dirigió hacia ti. Su rostro era pétreo aunque ya no llevase la barba. Te colocó el dedo en el pecho y apretó, antes de exclamar:
—Cabo, no se pase de listo. Todavía soy su superior.
Acertó todos los disparos a esa distancia, al igual que la casi la totalidad del regimiento. Estaba claro que si los tanquistas mejoraban, la calificación de los yanquis a la 2.ª División sería la de excelente.
Por tu parte te viste obligado a cumplir con la promesa: comprarle una trompeta a Campos. Solicitaste a Gitano que te acompañase por los zocos y arrabales de Casablanca. Era el escolta ideal para que ningún vendedor te engañase con el precio, aunque ninguno de los dos pudierais distinguir una trompeta de jazz de la corneta de Turuta. Por eso, también le pediste a Fábregas que se uniera a vosotros.
Diez francos pagaste por una de segunda mano con tres pistones; ignorabas si podría emitir alguna nota decente, ya que ninguno de vosotros tres fue capaz de provocar con ella algo más que ruidos. Pero daba igual: parecía ser la única a la venta en Casablanca.
Al llegar al campamento te dirigiste hacia el barracón de los oficiales y localizaste a Campos.
—Lo prometido, mi adjudant-chef. —Y le tendiste su premio perfectamente envuelto.
Abrió la caja y se quedó un segundo contemplando la trompeta. La sacó con suavidad y la acarició. Te resultaba difícil creer lo que veías: el terrible Campos pasando con finura sus dedos por aquel trozo de metal tan aparentemente inútil. Al verle extasiado te preguntaste cuánto tiempo haría que no tenía una entre manos. Colocó su zarpa en tu hombro y, cerrando los ojos, asintió. Era la forma de dar las gracias de un hombre de pocas palabras.
Al día siguiente regresó la comisión norteamericana. Todos cruzasteis los dedos cuando los tanquistas se subieron a los Sherman y los cañones del 75 escupieron fuego. Ninguno falló. Vuestros queridos guantes blancos acababan de convertirse en verdaderos boinas negras. Por vuestra parte, los resultados habían sido excelentes en todo. Había que esperar la calificación, pero estabais seguros de haber superado el examen.
Fue esa misma noche, reunidos como siempre alrededor de las brasas, entonando canciones y provocando bailes con Larita II de danzarín oficial del regimiento, cuando os llegó la noticia: la 2.ª División Blindada desembarcaría en Europa.
No esperasteis al día siguiente. En aquel mismo instante os reunisteis en asamblea alrededor del fuego: había que bautizar vuestros blindados. Presidía la reunión el teniente Granell, acompañado de los oficiales Elías, Montoya y Campos.
—Nuestro Half-Track se llamará Durruti —propuso el sargento Constantino Pujol, que fue el primero en hablar.
—Lo siento —exclamó el teniente—. Las órdenes han sido muy claras: nada de nombres propios y menos si tienen relación con la política.
Murmullos entre los soldados de la 9.ª Compañía, y de nuevo tomó la palabra Pujol:
—¿Los boinas negras cómo están bautizando sus blindados?
—Les han puesto los nombres de batallas victoriosas de la época napoleónica —contestó Granell.
Más cuchicheos que cortó Campos:
—Mi vehículo llevará el nombre de «Túnez». Ha sido la primera gran victoria sobre Hitler y quiero que los nazis vean nuestra leyenda cuando avancemos contra ellos. —Regresaron los susurros y de nuevo la voz grave del adjudant-chef—: Además, para que recuerden el momento de su declive, le añadiré el año: 1943.
Risas, palmas y patadas en el suelo secundaron aquello. De nuevo tomó la palabra el sargento Pujol.
—Siguiendo la tónica de Campos, el nuestro recordará a los nazis su derrota en Narvik. Seremos «Los Pingüinos».
Más jolgorio, palmas y silbidos.
—«Santander» —gritó Fábregas.
—Gracias —dijo el cántabro Solana, agarrando con fuerza el antebrazo de vuestro sargento jefe.
—Mi sargento —le dijiste—, ahí perdimos la batalla.
—Ya, pero luchamos como leones y también hay que recordar a los muertos. —Pasó el papel de liar por su lengua y añadió—: Además, allí tuve una novia…
—Cuente, cuente… —animaste.
—No, Bête. En asuntos de mujeres, un caballero ha de guardar silencio siempre…
La voz de Gitano se alzó sobre las demás:
—A ti —dijo, y acarició el tubo del cañón del 57 de vuestro Half-Track—, te llamaré «Mari Luz». —Y le dio un beso.
—«Guernica» —se oyó desde las filas de la 1.ª Sección.
—«Madrid» —continuaron las voces desde la 1.ª.
—«Cap Serrat» —gritó una que no distinguiste—. Hay que seguir recordando a los nazis sus derrotas en África.
—Ya veo que mi sección está bautizada al completo. Sólo falta el mío —dijo el souslieutenant Montoya—. Pues para que nadie se me adelante, señores, yo iré en el «Don Quijote».
La algarabía regresó con más estruendo. El sargento Martín, Larita II, saltó al medio del corro, simuló que sujetaba un capote con las dos manos citando al morlaco y, adelantando la capa imaginaria, atrasó un pie. Estaba atrayendo la embestida del toro. Cuando se supuso que había terminado, adelantó la pierna, se colocó como dispuesto para otra verónica y gritó:
—«Teruel».
Los silbidos, aplausos y hasta algún pañuelo blanco se sumó al «ole, ole».
—«El Ebro» —siguieron las; voces en la 2.ª sección.
—«Nous Voilà».
—«España Cañí».
—Bueno —dijo el souslieutenant Elías, poniéndose en pie—, sólo queda el mío en la 2.ª. Pues que sea «Resistencia».
Aplausos.
Las miradas se dirigieron hacia vosotros, hacia la 3.ª, hacia Los anarquistas. Sólo habíais nombrado el «Túnez» y el «Santander»; aún os quedaban tres Half-Track sin bautizar.
—«Guadalajara» —gritó el sargento Jiménez.
—«Brunete» —añadió el sargento jefe Reiter.
Sólo restaba un semioruga, el del sargento Morillas. Había permanecido muy callado toda la velada por lo que el teniente le miró interrogante.
El sargento se quitó la gorra y se mantuvo en cuclillas mientras exponía:
—Habéis dicho que han prohibido los nombres de personas, pero a mí me gustaría llamarle «Almirante Buiza». Él no irá a Francia, sin embargo ha sido el único general español que siempre compartió nuestras penalidades sin separarse de nosotros. Me agradaría que siguiese siempre presente.
—Lo consultaré —respondió Granell.
De nuevo largos aplausos, pero esta vez iban por Buiza.
El teniente Bamba cruzó una mirada con el adjudant Neyret, como solicitando que fuese él quien bautizase el Half-Track de rescate y encargado de las reparaciones.
—¿«Rescusse»? —preguntó el adjudant en voz baja al teniente. Bamba asintió y Neyret gritó—: «Rescusse».
De repente, oíste una nueva exclamación, al principio aislada, que en pocos segundos se extendió por las gargantas de la mayoría: ¡Half-Track-chef! ¡Half-Track-chef!…
Entonces te diste cuenta de que el teniente Granell no había dado nombre al Half-Track de mando. Te uniste a los gritos.
El teniente sonrió, miró a su adjunto Valero, al adjudant con las cejas más anchas que habías visto jamás, y dijo calmo:
—Llevará el nombre de todos ustedes: «Los Cosacos».
De Fábregas aprendiste muchas cosas, tal vez hoy puedas decir que se convirtió en un sustituto de tu hermano mayor, a veces en un padre, pero siempre en tu maestro. Por eso, cuando agarró la guitarra («ahora, que luchen las palabras», dijo entonces) entendiste el valor y la importancia de las canciones entre los diferentes bandos en vuestra guerra: eran otra forma de lucha.
Somos los campesinos,
hoy somos los soldados.
¡Adelante!
Gritan nuestros fusiles.
Gritan nuestros arados.
Y os unisteis a él:
¡Adelante,
con La Nueve!
Regresaron los aplausos, las patadas en el suelo y las palmas. Dicen algunos que si algo es nombrado, es que existe. «Los cosacos de La Nueve» habíais sido nombrados.
Pero aquella noche de un estrenado 10 de abril aún os deparó otra sorpresa. La enorme figura de Campos se recortó sobre la luna llena. De repente, como el aullido de un lobo en medio de Skira Temara, hizo sonar la trompeta. Todos le escuchasteis en silencio; hasta la guitarra calló. Era como si la voz de los muertos se concentrara en el aire, inmortalizándose y grabándose en vuestra piel. Aquel lamento os decía que por ellos seguíais luchando. Pero sus notas iban más allá: eran el recordatorio de que el Ejército de la II República jamás se rindió ante nadie ni presentó armisticios vergonzantes. Fue Franco el que decretó su derrota, pero nada más. Allí estabais de nuevo, reconstituidos bajo otra bandera y otro uniforme, dispuestos para la batalla, para la victoria, «para la gloria», como matizó Fábregas, recordando a Unamuno, cuando acompañó al adjudant-chef en la clausura con un pizzicato.
—Ahora sí, Bête —te dijo tu sargento jefe quitándote la gorra—. Ya somos una orquesta perfectamente conjuntada.
LLEGÓ EL ALBA tras aquella inolvidable noche del 10 de abril de 1944, y lo hizo con el toque de Turuta más largo y fuerte que conocisteis jamás. Vuestro anhelo cumplido: el embarque a Europa, el principio de la lucha final.
Leclerc inspeccionaba vuestras posiciones mientras todos preparabais los vehículos para el embarque. El buque Franconia sería el navío que transportaría a todo el Regimiento de Marcha del Tchad.
El capitán Raymond Dronne se presentó apresurado con su jeep a dirigir vuestra salida. En el frontal de su vehículo se leía la inscripción «Mort aux cons».
—¿Qué significa eso? —preguntó desconcertado Leclerc.
—Es el nombre de guerra de la jefatura de la 9.ª Compañía —respondió timorato el capitán.
El general ladeó la cabeza, se mordió el labio y le espetó enfadado:
—Quítelo. No se le ocurra entrar en Francia con esa estupidez.
—¡A la orden, mi general!
Leclerc quedó de pie en medio de los arenales, sin su Estado Mayor ni nadie más. Tal vez quería estar a solas para ver a todos y cada uno de los dieciocho mil hombres y cuatro mil doscientos vehículos que integraban su división, mientras desfilabais hacia las embarcaciones. Se apoyaba en su bastón, observando la interminable columna de Sherman y Half-Track con destino al puerto de Casablanca. El polvo le cubría, pero no se movió. Cuando los blindados «Montmirail», «Romilly» y «Champaubert», del regimiento 501.º de carros, vuestros queridos boinas negras, pasaron a su lado, el general se irguió. Era como si una voz del Más Allá le susurrara que estaba contemplado a los tres carros de combate que escribirían una de las páginas más célebres de la historia de su patria.
Os quedaban menos de cincuenta metros para llegar a su altura. El «Mort aux cons» y el «Rescusse» iban en cabeza y la voz de Campos agitó el aire calmo de aquella mañana, abriendo una brecha en la nube de polvo:
—¡Saluden al Patrón!
Os enderezasteis en los Half-Track, llevasteis las puntas de los dedos a las gorras y fijasteis la mirada en el rostro de Leclerc, como estatuas de granito sobre los blindados. El general respondió, poniéndose firme y saludando al paso de «Los Cosacos», «Don Quijote», «Cap Serrat», «Los Pingüinos», «Madrid», «Guernica», «Resistencia», «Teruel», «Nous Voilà», «España Cañí», «Túnez 43», «Brunete», «Santander», «Guadalajara», «El Ebro»… y «Almirante Buiza». Los nombres habían sido pintados con trazo firme y limpio sobre el frontal por Bamba, vuestro teniente de intendencia, que seguía añorando su Madrid natal, pero no poseía un blindado para darle ese nombre y tenía que conformarse con el Half-Track de la sección de rescate, el «Rescusse».
Después del desfile, Leclerc quedó impasible en medio de la ruta desértica al puerto con la vista clavada en el rebufo de la división. Había conquistado uno de sus sueños. Le quedaba otro: el portal a la eternidad.
Europa os esperaba.