7: Estrasburgo

7

ESTRASBURGO

A LAS DOS DE LA TARDE del día 23 de noviembre de 1944, la bandera de Francia ondeaba a ciento cuarenta y dos metros sobre el suelo, en la torre de la catedral de Estrasburgo, entre un cielo nublado y un viento gélido que agrietaba los labios. El juramento de Leclerc en Koufra, aquel 2 de marzo de 1941, se había cumplido. El Patrón había colmado sus sueños, pero vosotros aún no. Todavía os quedaba derrotar al III Reich para pensar en liberar España del dictador.

La tricolor flotando en la atalaya te trasladó a los días anteriores, desde que el teniente Granell se derrumbó enfermo. Dispusisteis de seis días para recorrer cien kilómetros con parada en Natzweiler-Struthof. Con el campo liberado, el primero de todos los diseminados por Europa, la División Cactus se hizo cargo de los prisioneros. Dieciséis presos vagando por los páramos de Alsacia, con los ojos enajenados y la mente desorientada, fueron los últimos rescatados. Eli había quedado al cuidado de los servicios médicos de los norteamericanos. Un gran abrazo y todas las chocolatinas que te quedaban os despidieron. Posiblemente no lo volverías a ver jamás, pero lo que estaba claro es que él representaba una de las razones por las que había que seguir peleando en esa guerra hasta la victoria final. La otra era Rudolf Törni.

—No se encuentra en Natzweiler —te informó Reiter, después de interrogar a los Waffen-SS—. Lo destinaron a Kehlsteinhaus, en Berchtesgaden, al búnker de Hitler en los Alpes.

—Joder, al Nido de Águila —exclamó Turuta.

Tradujiste aquello a distancias: «Doscientos kilómetros. Nada, después de recorrer miles en su búsqueda». Pero apartaste pronto esa idea de la mente, el siguiente escalón hacia Kehlsteinhaus era Estrasburgo y había que conquistarlo.

En esa ocasión, la vanguardia de la II División Blindada no fuisteis vosotros. No os importaba: en todas las unidades había republicanos españoles aunque sólo sumasen el quince por ciento establecido. Ese había sido el gran acierto de vuestro almirante Buiza, que permitió que no existiese combate contra el III Reich sin un español en la refriega. La entrada en Estrasburgo la protagonizaron las compañías 3.ª y 4.ª del Regimiento de Marcha del Tchad, la subagrupación del coronel Rouvillois. Ellas recogieron vuestro testigo y os revelaron en la punta de lanza.

En la madrugada del 23 de noviembre, con densa niebla y caminos cubiertos de nieve, hielo y barro, se oyó alta y clara la consigna de asalto:

—Tissus est dans iode.

Desde el letrero «Nach, Staßburg, 4 km.», que derrumbó el Sherman «Valmy», las dos compañías penetraron en la ciudad en un avance relámpago sorprendiéndoos a vosotros tanto como a los habitantes, que se desembarazaron a trompicones de sus sábanas. Atravesaron Estrasburgo cortando cualquier defensa de la Wehrmacht, desbordando su resistencia y desplegándose por todos los puentes sobre el río Ill, para alcanzar el viaducto que separa Francia de Alemania y comunica la ciudad con Kehl am Rheim. Unos metros más y hubiesen pisado territorio alemán, pero la orden no lo contemplaba. La sorpresa fue tal, que no tuvieron tiempo de despejar dos aviones del aeropuerto. Los volasteis a cañonazos desde los 57 arrastrados por el «Ebro», el «Guernica» y el «Santander».

Aunque la penetración había sido contundente, el general Vaterrod aún no había presentado la rendición oficial, y los contingentes de infantería nazi se habían atrincherado al sur, al norte y al otro margen del Rin. Por eso, el rastreo por las calles de la ciudad para ahogar cualquier foco de resistencia se convirtió en la misión principal los dos días siguientes. Los Half-Track y Sherman patrullaban las calles y avenidas, las callejuelas y canales del barrio de La Petit France, mientras que las antiguas casas de pescadores, molineros y curtidores de piel, con fachadas repletas de flores y adornos de madera, quedaron a la vigilancia de los spahis.

—Precaución, esto no es París —alertó el teniente coronel Joseph Puzt—. Recuerden que Alsacia aportó voluntarios tanto al Malgré Nous como al Malgré Elles.

Él sabía de lo que hablaba, no sólo por ser la tierra que lo había visto crecer, sino porque conocía a muchos alsacianos, forzados o voluntarios, que habían engrosado las filas de la Wehrmacht y las Waffen-SS en cuanto Alemania invadió Francia. Las propias fachadas de los edificios lo evidenciaban: ninguna presentaba agujeros de metralla.

El día 24, nada más amanecer, el puente de Kehl voló en mil pedazos y sus enormes columnas quedaron sin comunicación. Los nazis habían cortado el paso hacia Alemania. El rostro enjuto del coronel Rouvillois adquirió un tono severo, como si maldijese el momento en que había obedecido la orden del día anterior, que le había prohibido internarse en territorio alemán. Todos sospechabais lo que eso significaba: otro retraso en la caída de Hitler.

Más tarde seguisteis con vuestras rondas de reconocimiento en el interior de la ciudad y, después del almuerzo, el capitán Castellane ordenó detenerse ante un enorme edificio. Al parecer, había que inspeccionar su interior. Lo primero que os llamó la atención fue el extraño símbolo que lucía en su fachada.

—Parece un churro atravesado por una espada —bromeó Gitano desde el «Santander».

—Es el emblema del «Ahnenerbe» —indicó Reiter, sin que aquello os aclarase gran cosa.

Cuando penetrasteis en sus altos y largos pasillos, alguien apostilló que se trataba de la sede del Instituto Anatómico Forense. Revisasteis sala por sala. Alambiques, frascos de formol, libretas de anotaciones, dibujos de la anatomía humana, dos esqueletos de pie sujetos por alambres en lo que debía ser un aula, tubos de ensayo, vitrinas repletas de recipientes de vidrio, papeles tirados…, nada indicaba que aquello fuese algo distinto a un laboratorio con sus salas de estudio.

—Inspeccionemos el sótano —ordenó Reiter.

La 3.ª sección, con los Sten en bandolera, os dirigisteis hacia las escaleras. De repente, el soldado que había entrado en primer lugar, ascendió los peldaños de tres en tres y vomitó.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Campos.

Otra arcada fue su respuesta. Los frijoles en lata del almuerzo quedaron desparramados sobre las baldosas. El muchacho, por su palidez, parecía haber contemplado la resurrección de los muertos. Sus ojos se encontraban hinchados y enrojecidos.

—¡Qué horror! —fue lo único pronunciado por sus labios antes de que el estómago le diera otro vuelco.

Campos, con un gesto de mentón, indicó a Juanito que le acompañara; los demás los seguisteis. Las linternas iluminaron aquella tenebrosidad. Dos cuerpos seccionados por la mitad sobre una camilla de aluminio. Otro, sin cabeza, sumergido en una bañera de cal. En los tres, se notaba que se habían tomado molestias para borrar el número de prisionero asignado en algún campo. En un bote de aluminio, cientos de dientes de oro. Seguisteis avanzando. Fetos en frascos de alcohol, todos con una etiqueta que indicaba las semanas de gestación, parecían miraros sorprendidos. En otra camilla, un cuerpo que sólo conservaba la cabeza, el tronco y el brazo izquierdo con un número de muchas cifras tatuado. Más vómitos y más soldados corriendo escaleras arriba.

—Aquí está el interruptor —oíste a Turuta a tu espalda.

Bombillas rodeadas por conos grises de aluminio se encendieron, proyectando el haz de luz sobre decenas de esqueletos en dos filas. Os aproximasteis. Las caderas más anchas indicaban que a la derecha habían situado a las mujeres. En la base que sujetaba los huesos se podía leer un nombre y una edad.

—Espero que no sea… —murmuró Gitano ante uno de aquellos esqueletos, señalando el nombre que figuraba en la base.

«Hod. Alter 31», leíste. Cerraste los párpados y te cubriste los ojos con las manos. Clavaste las uñas en tu frente, y fueron descendiendo, dejando tras de sí diez arañazos. La sola idea de que pudiese ser la madre de Eli te atormentó.

—Aquí hay documentos… —dijo Reiter.

Los muchachos lo rodearon. Tú quedaste inmóvil delante de aquel esqueleto como si le lanzaras decenas de preguntas sin obtener respuesta.

—… los firma el director administrativo del «Ahnenerbe», Wolfram Sievers —continuaba Juanito mientras ojeaba unos papeles. Los otros soldados le acercaban unas cuantas hojas diseminadas por el suelo—. Parece que las órdenes iban dirigidas a los doctores August Hirt, Eugen Haagen, Otto Bickenbach… Ácido cianhídrico… Cámaras de gas… —Hizo un silencio y exclamó—: Mein Gott!

—¿Qué ocurre? —preguntó Campos.

—Si esto es cierto, pretendían que esos esqueletos fueran una muestra para las generaciones futuras de lo que alguna vez habría sido la exterminada raza judía.

Muchas miradas se dirigieron hacia los huesos: otras cabezas se inclinaron, con los ojos bajos. Se oyó un sollozo. Las palabras posteriores de Reiter captaron aún más tu atención:

—Entre los encargados de aportar los cuerpos se encontraban el Hauptsturmführer Klaus Barbie y su lugarteniente, el Obersturmführer Rudolf Törni. También…

Otra razón más para matarlo, debiste pensar.

—Señores, dejen todo como está —la voz del capitán Castellane, desde el hueco de la escalera, os interrumpió la lectura—. Una delegación del gobierno francés se dirige hacia aquí para realizar una investigación.

AL DÍA SIGUIENTE, el general Vaterrod capituló sus posiciones en el sur. Debió calcular las fuerzas que le quedaban —apenas una brigada, ya que el resto se había atrincherado en Kehl— y a las que se enfrentaba, vosotros y las divisiones norteamericanas que acudían veloces a reforzaros. Aunque el clima tampoco lo ayudaba, pues una densa niebla envolvió la ciudad imposibilitando el apoyo de la Luftwaffe.

Liberado Estrasburgo, pensasteis que se procedería a otro desfile de la victoria, pero no fue así. El teniente coronel Puzt tenía razón: aquello no era París. El general Leclerc se limitó a ordenar una parada militar en la Plaza Kléber, una amplia explanada abierta en medio de la ciudad. A los Sherman y Half-Track de la subagrupación del coronel Rouvillois les correspondió el honor de circundar la estatua de bronce del general napoleónico Kléber. Leclerc les pasó revista, con el coronel a su izquierda. Los primeros boinas negras que saludó fueron a los del «Valmy». El público apenas compareció: un par de miles, calculasteis.

Después de la parada militar, recibisteis una satisfacción: el capitán Dronne regresó de su permiso. De inmediato reunió a La Nueve. Pensasteis que os iba a anunciar la nueva restructuración de efectivos, pero pronto salisteis del error.

—Esto es una despedida. He sido ascendido a comandante y he quedado asignado de adjunto del teniente coronel Joseph Puzt —dijo Dronne, mientras llamaba con gestos a un joven capitán—. Les presento al capitán Dehen, que desde hoy se hará cargo del mando de La Nueve.

El nuevo oficial, delgado y con un bigote estrecho y muy cuidado, apenas os interesó: vosotros os mandabais a vosotros mismos. Sin embargo, un interrogante planeó al leer el nombre que lucía su jeep de mando: «Inzell». Aquella leyenda nada os decía frente al «Mort aux Boches Nach Berlín» que os había acompañado desde París.

El sargento jefe Reiter, como si hubiese adivinado vuestra pregunta, os expuso:

—Sospecho que ha colocado el nombre de esa ciudad de Baviera porque, para alcanzarla, hay que atravesar Bad Tölz y diezmar la resistencia de los cadetes de la Academia Militar de las Waffen-SS. —Giró su rostro hacia ti, y te explicó—: Si te interesa, es la anterior a Berchtesgaden.

Si el capitán Dehen quería alcanzar aquella plaza en Baviera, aplastando la guardería de las Waffen-SS, tú más. Ya habías seguido a Leclerc desde Koufra a Estrasburgo, era el momento de escoltar al «Inzell».

LOS DOS PRIMEROS DÍAS, los balcones y ventanas lucieron los retratos de De Gaulle, Churchill y Roosevelt. Luego desaparecieron. Aunque Estrasburgo había sido liberado, algo extraño flotaba con la bruma, como si se tratase de un soplo provisional y la Wehrmacht pudiera regresar acompañada de los siniestros personajes con abrigos negros hasta las botas y el brazalete rojo con la esvástica. Lo sentíais en los rostros de los moradores y en sus gestos. En las ciudades anteriores, ningún soldado había tenido problemas para acudir al mercado negro a por unas medias para su novia o a intercambiar sus botes de frijoles por cigarrillos. En la capital de Alsacia eso era impensable.

—Se vigilan unos a otros —comentó Gitano.

—Tienen miedo de colaborar con nosotros —añadió Reiter, que junto al teniente coronel Puzt se había convertido en el intérprete de lo que ocurría alrededor—. Piensan que si lo hacen, algún vecino se puede chivar a la Gestapo cuando regresen.

—Aquí no va a regresar nadie, por lo menos vivo —cerró Campos, apretando las mandíbulas.

Desde la muerte de Fábregas, los que más habíais cambiado erais el adjudant-chef y tú. Él comenzó a desafiar a la muerte volviéndose más temerario, si es que eso era posible. Limpiar toda la mierda del mundo a base de voluntad y vitalidad parecía ser su lema. Tú te encerraste en tu mundo: Törni, Sophie, tu familia y la batalla de alrededor. Hablabas poco; tal vez lo imprescindible. Hasta las bromas de Gitano y Turuta habían dejado de causarte gracia. Después de contemplar Natzweiler-Struthof y los sótanos del Instituto Anatómico Forense, dos cosas fallecieron, si es que aún permanecían vivas, para los seres humanos: Dios y la piedad hacia cualquiera que defendiera el fascismo y el nazismo.

Si eso había provocado en vosotros la muerte de Fábregas, la enfermedad del teniente Granell dejó sin ataduras a Campos en las filas españolas. La guerra ya no tenía reglas. Por eso aceptó el ofrecimiento de Dronne que había rechazado desde África: crear un Cuerpo Franco a sus órdenes, un ejército privado a imitación de las patrullas volantes en África, que tan buen resultado había producido a los ingleses contra los italianos. Además, formalmente, el canario aún figuraba ingresado en el hospital. Nadie le había dado el alta médica, por lo que no podía regresar oficialmente a la estructura de mando de La Nueve. En realidad era un espectro: ingresado en un hospital, pero guerreando en Estrasburgo.

—Ausencia de presencia burocrática —definía el teniente Bamba la situación del canario.

Campos era el jefe del Cuerpo Franco; Reiter, Juanito, el segundo al mando; tú, el tercero en el escalafón; después estaban Gitano y Turuta, que iban contigo hasta el infierno, y cuarenta soldados más, entre españoles y franceses. Disponíais de un Half-Track sin nombre y sin registrar, otro fantasma, provisto de ametralladoras del 12.7, un cañón del 57 y munición sin límite. Respondíais directamente ante el comandante Dronne o el teniente coronel Puzt.

Mientras los blindados de la II División Blindada avanzaban y arrebataban ciudades durante el día, vosotros descansabais. La noche era vuestro hábitat. Cuando las luces de los Sherman y Half-Track se apagaban, los aviones de la RAF o de la Luftwaffe ya no comparecían y sólo el fuego artillero iluminaba los cielos, surgíais del averno. Sin cánticos guerreros os introducíais en las líneas enemigas con ramajes en los cascos, tiznados de pólvora, mudos, crueles y veloces. Regresabais al amanecer, imbatibles y manchados de sangre enemiga.

La temperatura había descendido hasta los diez grados bajo cero; los episodios de hipotermia se sucedían en los batallones y no había ropa suficiente para paliarlo: sólo el calor de las balas os revitalizaba. Diciembre hizo su aparición con vuestras fuerzas peleando a las puertas de Obenheim y Boofzheim; alsacianos afines a los nazis peleaban codo a codo con la Wehrmacht. En una semana, la II División había liberado el cinturón norte de Estrasburgo y la bandera tricolor ondeaba en Erstein, Sand, Benfed, Osthouse y Plobsheim.

Fue en ese momento cuando se sumaron a la defensa de Estrasburgo los partisanos de la Brigada Alsacia-Lorena al mando del coronel Berger, nombre de guerra de André Malraux. Sentíais una especial curiosidad por conocerle: no en vano había sido de los primeros intelectuales franceses en ponerse a las órdenes de la II República española y comandar a voluntarios franceses en vuestra Guerra Civil.

—Vaya brigada de mierda —ironizó Gitano—. Está llena de curas y su jefe no para de hacer muecas. Habrá que llamarla la Brigada de Curones de Berger.

Tenía razón, muchos de ellos mantenían el alzacuello bajo sus ropas de combate, mientras que la cara de Malraux, azotada por unos tics a los que era difícil acostumbrarse, dejaba ver también los grandes esfuerzos que hacía por controlarlos. Pero lo más importante fue el establecer contacto con españoles que se habían unido a sus filas.

—¡Gudaris de mierda! —exclamó Aguirregoicoa, al comprobar que los republicanos españoles enrolados en la brigada eran católicos nacionalistas vascos. Y, sin entablar conversación con ellos, se alejó rezongando—: Algún día responderéis de la traición en Santoña.

Durante dos noches no salisteis a internaros en las posiciones de la Wehrmacht; preferisteis sentaros alrededor de las fogatas con los compatriotas a intercambiar experiencias.

—Aunque no le caigan bien a Aguirregoicoa —os dijo Larita II—, a estos tipos hay que escucharles. Tienen tanta información como los espías yanquis de la Officce of Strategie Services.

Si aquello era cierto, las palabras que oísteis de sus labios os llegaron como más agua helada en las noches gélidas de Alsacia:

—De Gaulle ha ordenado desarmar al Maquis del sur de Francia y ha llegado a un pacto con Franco para imposibilitar cualquier acción guerrillera desde la frontera.

DICIEMBRE DE 1944 anunció uno de los inviernos más crudos que conoció Alsacia. Por las noches, los termómetros oscilaban entre los diez y los veinte grados bajo cero; de día, rondaban el cero absoluto. No había ropa suficiente para abrigaros y los episodios de congelación se daban en vuestras filas. Los médicos debieron amputar no sólo pies o manos, también orejas. Las pistas se encontraban nevadas y congeladas. Los blindados las franqueaban con dificultades y debíais restablecerlos por los senderos, pues más de uno quedaba encallado.

Aquello no paralizó el linaje guerrero de la División, ni mucho menos del Ejército Privado, al contrario: vuestra sangre hervía con el frío. En los días posteriores la bandera tricolor ondeó en Herbsheim, Kogenheim y Friesenheim, y seguíais avanzando.

Vosotros, en el Cuerpo Franco, os internabais de noche en las posiciones alemanas. Los depósitos de combustible eran el objetivo.

«¿Para qué sirve una División Panzer sin gasolina? Para nada, pura chatarra», os decíais. Sigilosos y sin disparar, así penetrabais en sus líneas y liquidabais a los soldados de la Wehrmacht de una puñalada certera en la carótida. Lanzabais granadas o cargas huecas sobre sus reservas y emprendíais la huida de la misma forma. Sólo las explosiones nocturnas anunciaban vuestra posición.

Evitabais las noches claras, aunque en realidad fueran pocas. También aquellas en las que las estelas de los aviones, dibujando cientos de garabatos en combate, las iluminaban más de la cuenta, con riesgo de que pudieran delatar vuestra presencia.

A veces, sobre balsas de madera artesanales, cruzabais el cauce del Rin con precaución para que no volcasen, ya que sus aguas os conducirían a una segura hipotermia. Lo hacíais sobre las zonas que presentaban corrientes, evitando los embalses o retenciones provocadas por rocas o ramajes, ya que las aguas estancadas presentaban hielo en la superficie. Al mismo tiempo, eran las menos vigiladas por los centinelas de la Wehrmacht. Dejabais las tablas en la otra ribera y os adentrabais en las fortificaciones alemanas, reptando, camuflados y esperando que la estela de un avión iluminase algo los frondosos bosques y matorrales. Entonces, las siluetas de los centinelas se dibujaban de un contorno rojizo sobre la mancha negra de la noche. La estela se evapora y regresaba la oscuridad absoluta.

Llegabais hasta ellos y saltabais como alimañas, tapándoles la boca y clavándoles el puñal en la carótida. Después de apoderaros de su armamento, atravesabais sus fronteras. En una ocasión hicisteis prisionero a un coronel, pero ese no era el objetivo prioritario. Los depósitos de combustible, agua o alimentos sí lo eran. No queríais requisárselos, sino destruirlos. La secuencia de explosiones y las altas llamas que escupían motas chispeantes anunciaban a los dos bandos que habíais culminado con éxito la misión.

Así llevabais desde el retorno de Dronne y la creación del Ejército Privado, pero entrasteis en el fatídico e inolvidable 14 de diciembre. El frente se había estancado en Witterheim. Sospechabais que la II División necesitaría un par de días, a lo sumo tres, para vencer las defensas nazis. Precisabais un audaz golpe de mano que mermase la seguridad alemana. Por eso, cuando la noche extendió el manto protector sobre vosotros, os equipasteis con lanzagranadas, lanzallamas y ametralladoras pesadas. Cada uno de vosotros pujaba con más de quince kilos. Al pequeño Turuta lo liberasteis de ese peso, o no hubiese avanzado ni diez metros, creísteis.

—Llévanos el bocadillo —bromeó Gitano.

Ante esto, Turuta, enfadado, cargó sobre sus hombros una Browning M-2, calibre 50, y prosiguió ruta erguido y sin vacilar.

Lo que más te extrañó de aquella incursión nocturna fue que de la mochila de Campos sobresalía la boquilla de la trompeta de pistones. No alcanzabas a imaginar ninguna razón para que el jefe la portase. Tampoco se lo preguntaste. Hacía ya una eternidad, desde la muerte de Fábregas, que en vuestras filas el verbo había sido sustituido por la pura acción.

El cielo los surcaron decenas de Focke-Wulf Fw 190 y Messerschmitt Me 262 hacia vosotros y, contra ellos, la RAF enviaba Spitfire MK y Havilland Mosquito. Las ametralladoras de 7.70 y cañones del 20 lanzaban trazadas que se cruzaban con las estelas de los aviones. El estruendo de los metales retorciéndose se sumaba a las explosiones y las alturas parecían una pizarra sobre la que se hilvanaban garabatos de colores rojizos y azulados. La tierra, en cambio, permanecía en las sombras para evitar los ataques certeros.

Caminasteis casi treinta kilómetros y penetrasteis en terreno ocupado, como serpientes entre la hierba. Asesinasteis a los centinelas, y aquella decena de hombres murió como se moría en cualquier noche en esa guerra: con el cuello abierto y rodeados de un charco de sangre. Con calma, colocasteis y apuntasteis el armamento a los objetivos: las bazucas, a los Panzer; los lanzallamas, a los camiones y todoterrenos; las ametralladoras, a las tiendas y barracones. Y al gesto de Campos abristeis fuego y convertisteis el campamento de la Wehrmacht en una inmensa barbacoa.

Al ritmo que explotaban los depósitos de los vehículos y se incendiaban los carros de combate, soldados en llamas corrían hacia el Rin, pero nunca llegaron. Un batallón de las Waffen-SS había sido aniquilado y sobre sus cadáveres se alzó una enorme nube negra que ascendió hacia los cielos, fortificándolos. Los aviones viraron para no cruzar el nubarrón en su trayectoria.

Era el momento de la retirada, pero Campos os detuvo para anunciaros:

—No regreso con vosotros.

El desconcierto se adivinó bajo los trazos negruzcos pintados en vuestros rostros. El mutismo le obligó a explicarse:

—Ya no me siento cómodo luchando en las filas de Francia. De Gaulle nos ha traicionado, desarmó al Maquis y pactó con Franco. Creo que nadie va a invadir España cuando se termine la guerra.

—Nos necesitan para… —interrumpiste.

Campos sonrió y prosiguió calmo:

—Desde París, Bête, miles de jóvenes franceses solicitan enrolarse. Pueden prescindir sin problemas de nosotros. —Su rostro se endureció para añadir—: Los héroes regresarán a las puertas de las fábricas a solicitar trabajo por dos monedas.

—Yo no… —alegó Reiter—. Sabes que he de entrar en Alemania.

—Lo sé.

—He de… —balbuceaste— alcanzar el Nido de…

—También lo sé. No estoy pidiendo a nadie que me acompañe.

—La II División Blindada entrará en España —aseguraste.

Sonrió de nuevo.

—Si eso es así, querido Bête, mira a tu rebufo y verás las hordas de barbudos sumándose.

—¿Qué va a hacer, jefe? —preguntaste.

—Lo ignoro. Tal vez me una a la guerrilla antifranquista en los montes de España o regrese a Orán o me pierda en cualquier tugurio de París con mi trompeta. Lo único que tengo claro es que he de tomarme un descanso para meditar sobre todo esto.

—¿Si Dronne preguntase por usted?

—Decidle que caí en una emboscada.

Llevó la mano derecha hacia su casco y las yemas de sus dedos lo tocaron.

—Ha sido un honor combatir a vuestro lado.

Se giró y se perdió en la noche. Imposible localizarlo si él no quería.

Al cabo de seis horas serpenteando, con la brújula como único guía, pues los cielos atrincherados habían ocultado la Polar, arribasteis a vuestras posiciones. Al veros, Dronne se dirigió hacia vosotros. La mayoría intentó esquivarlo, pero tú no pudiste, pues parecía que te buscaba.

—Sargento, ¿dónde está Campos?

—Cayó en una emboscada, mi comandante. No pudimos recuperar su cuerpo.

Cabizbajo, con la sospecha de que no te había creído, te alejaste.