7: Estación del Norte, Madrid

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ESTACIÓN DEL NORTE, MADRID

DESDE PRINCIPIOS DE NOVIEMBRE DE 1943, una vez por semana, arribaba a la Estación Norte de Madrid un tren repleto de soldados repatriados de la División Azul. La causa se encontraba en la orden de retirada y de regreso a la neutralidad en la guerra emitida por el gobierno franquista por presiones de los Aliados. Llegaban desde el frente ruso siguiendo el mismo itinerario: salida de Volosovo con parada en Baviera, en el apeadero de Hof, para el cambio de uniformes y la entrega de armamento y, después, rumbo a Hendaya.

Una figura con abrigo negro y un parche en el ojo izquierdo, sentada en uno de los bancos de la estación, había sido testigo de la decepción de todos los soldados que desembarcaron. Habían partido con la intención de merendarse al gigante ruso y, veintiséis meses después, los que no habían muerto en las tierras nevadas regresaban con las manos vacías y el corazón resquebrajado.

Marino se limitaba a sentarse y a observar. Ninguna propaganda oficial anunciaba la llegada de los divisionarios; él se enteraba porque siempre preguntaba por ellos. Eran como despojos de un régimen que los ensalzó y, cuando ya no le sirvieron, los lanzó por el sumidero de la Historia. Aquello le dolía; nunca comulgó con las ideas que formaron la división, pero había combatido con ellos y sabía de su valor y de su entrega.

Otro tren se aproximó. Las banderas de los regimientos en los laterales de la locomotora y la rojigualda en el frontal. De las ventanas asomaban las de Falange y la divisionaria. Un pitido. La locomotora entró en la estación. Una docena de personas esperaban a los más de mil soldados que transportan los vagones.

La máquina se detuvo. Otro pitido anunció que las puertas se podían abrir. Los soldados descendieron y miraron alrededor. Nadie vitoreó. La docena de ocupantes de los andenes revisaban las caras por si hubiese algún conocido o simplemente preguntaban por el paradero de algún familiar. Los soldados, con gesto reservado, cargaron sus petates a la espalda y se perdieron en silencio por la puerta de la estación hacia las calles de un Madrid oscurecido por la tormenta.

Aunque hasta ese momento nada había diferido de lo ocurrido en anteriores transportes de soldados desde Volosovo, aquel día tuvo lugar una anécdota insólita. Un subteniente con barba poblada, mirada perdida y la Cruz de Hierro de Primera Clase en su pecho, al descender del vagón se quedó contemplado la bóveda de la Estación Norte y los orificios de las bombas de la Guerra Civil por los que se colaba la lluvia. Se arrodilló y besó el suelo. Después, se sentó en los adoquines del andén con la mochila a su lado, dirigió la vista del techo y, con lágrimas en los ojos, comenzó a cantar:

Con mi canción

la gloria va

por los caminos del adiós,

que en Rusia están

los compañeros de mi División…

El resto no le prestó atención y se alejó. Sólo Marino se aproximó a él. El otro pareció reconocerle y, poniéndose en pie, se fundió en un abrazo sin hablar. Quedaron inmóviles bajo las goteras.

—El camarada Ricardo ascendido a subteniente —dijo Marino—. Mi enhorabuena.

—Bah, ¿de qué sirve si nos han enviado a casa? —exclamó Ricardo, a continuación escrutó los laterales de la estación deteniendo su mirada en la cantina, y propuso—: Te invito a una copa.

A la puerta del local, Marino le preguntó:

—¿Qué sabes de Ardura?

—Desertó, el muy cabrón.

Entraron. El subteniente, que buscaba desesperado a un camarero, no se percató del gesto de satisfacción que recorrió el rostro de Marino.

—Una botella de coñac y dos copas —solicitó Ricardo.

—¿Cuándo desertó?

—Hace medio año, unas semanas después de Krasnyj Bor —dijo, y llenó los dos recipientes. Le entregó uno a Marino y alzó el suyo para brindar—: ¡Por Ardura!

De un trago vaciaron las copas y ambos, como en el frente, limpiaron los labios con el antebrazo.

Mientras Ricardo basculaba de nuevo la botella, Marino preguntó:

—Si desertó, ¿por qué brindas por él?

—No me tomes el pelo. —Dio un trago y añadió—: Sé de sobra que habíais preparado la fuga de la sefardí, pero tu evacuación impidió que te sumases. —Marino guardó silencio y Ricardo prosiguió—: Le apunté con la Luger, exhortándole a que regresara. El muy cabronazo me dio la espalda y se alejó canturreando El puente de los franceses. No pude disparar. Esa letra me devolvió al lago limen, cuando me espoleaba para no detenerme. —Apuró la copa y añadió—: Aquello me salvó la vida.

—Nos la salvó a los dos.

Volvieron a servirse, alzaron las copas, unieron sus bordes y regresó el tintineo de los vidrios.

Ricardo le narró los seis meses de guerra desconocidos para Marino, y este le contó cómo sobrevivía en España de un trabajo a otro. Cuando la botella se terminó, el subteniente depositó cinco billetes de peseta encima del mostrador. Después, se dirigieron hacia la salida.

Delante del primer taxi, con la mano en el manillar de la puerta trasera y la bota en el estribo del vehículo, Ricardo preguntó:

—¿Viniste a la estación a preguntar por Ardura?

—No. Cada vez que llega un tren desde el frente, vengo a leer el rostro de los soldados.

—¿Qué lees? —preguntó con una sonrisa.

—Que quieren olvidar y ser olvidados.

—¿Y en el mío?

—Que ni quieres olvidar ni ser olvidado.

Marino se alejó calle abajo intentando encender un cigarro en medio de la lluvia. El otro se introdujo en el taxi.

—Lléveme a Villa…

El taxista giró sorprendido su cara hacia el subteniente.

—Perdone —le interrumpió con la mirada clavada en la Cruz de Hierro—, ¿a qué unidad militar pertenece usted?

—A la División Azul —respondió orgulloso Ricardo.

—¡Qué extraño! —exclamó el taxista, dirigiendo la vista al frente—. Nos dijeron que en Rusia los habían matado a todos.

CUATRO SEMANAS DESPUÉS, una mujer enjoyada, con permanente y manicura reciente, abrió la puerta de una habitación en penumbra. Encima de la cama, boca arriba, se encontraba el camarada Ricardo, cuyos ojos rojizos brillaban en la opacidad y su barba mostraba mechones adheridos por la mugre. El habitáculo olía a alcohol, humo y sudor. Botellas de coñac rodaban vacías por el suelo, los ceniceros aparecían repletos de colillas y del perchero colgaba la guerrera llena de medallas. La mirada de Ricardo se calvaba en ellas.

La señora se sentó en el borde de la cama, y dijo:

—Hijo, Rosalía ha venido a verte…

—Dile que no quiero verla.

—Pero es tu prometida y…

—Que se busque a otro.

—No puedes seguir así. Comprendemos que la guerra te ha marcado, pero debes olvidar y dar gracias a Dios por seguir vivo.

Cogió la mano de Ricardo y la acarició. No hubo respuesta. La mujer continuó:

—Nos tienes muy preocupados. No quieres ver a tu prometida. La bendita viene todos los días y no la recibes. Ni a mí ni a tus hermanos nos hablas. Desprecias a tu padre. Sólo permites a la doncella que entre a tu habitación para encargarle tabaco y coñac. Estás todo el día y toda la noche tarareando esas horribles canciones de la guerra. Tu padre, si sigues así, baraja internarte en un manicomio. Además, no has salido del cuarto más que en tres ocasiones y han sido para ver pasar trenes en la Estación Norte y entrevistarte con ese siniestro personaje del parche en el ojo…

Ricardo se incorporó de repente, y exclamó:

—¿Me estáis espiando?

—Hijo, es que nos tienes intranquilos…

—Pues preocuparos de vosotros —dijo, dio un trago de la botella, y añadió—: Creéis que estoy loco y aquí no hay más locos que vosotros.

—Pero, hijo… —balbuceó, se pasó la mano por la frente humedecida de súbito y a duras penas pudo proseguir—, ¿cómo dices eso?

De un salto se puso de pie frente de su madre y, alzando la voz, preguntó:

—¿Es qué no ves lo que tienes alrededor?

Las lágrimas acudieron a los ojos de la mujer.

—No quiero escucharte…

—Pues vas a hacerlo. Has sido tú la que has venido a pedirme explicaciones. —Se dirigió hacia el uniforme y señaló las medallas, y manifestó—: ¿Ves estas medallas? Para ganarlas, los españoles teníamos que realizar hazañas diez veces superiores a las de los alemanes. Hasta el Alto Mando alemán dijo a la población que cuando nos viesen pasar se cuadrasen ante nosotros porque éramos héroes. He visto morir a cientos de camaradas en las trincheras. Cuando regresamos, ¿quién nos fue a recibir? —Agarró la botella y dio un trago, para continuar—: Yo te lo diré: nadie. Excepto ese hombre del parche en el ojo al que tú llamas siniestro.

—Ay, hijo, es que Franco pasó la consigna de que hay que alejarse del III Reich y de las soflamas de Falange.

—Claro, madre, la traición a la revolución nacionalsindicalista…

Y Ricardo evocó a Hedilla, encarcelado. A Pérez de Cabo, fusilado bajo la falsa acusación de estraperlista. A un batallón de falangistas prisioneros en un cuartel de la ciudad de Astorga por enfrentarse a Franco. A Dionisio Ridruejo, un camisa vieja y uno de los compositores del Cara el sol, condenado al ostracismo desde que regresó de luchar con bravura en las filas de la División Azul.

—Pero el Caudillo es el que manda…

—Madre, por Dios. ¿Es que no ves que Ridruejo tiene razón cuando asegura que la España de Franco se hunde como empresa y funciona como tinglado?

—No te metas en política, por favor. Deja eso para…

—¿Política? Es la vida misma, madre. Mira a tu marido, a mi padre. Se está llenando los bolsillos con los presos republicanos que le llevan desde las cárceles para que trabajen gratis en sus fábricas. Esclavos, madre. ¿Acaso después de la Guerra de Secesión los yanquis convirtieron en esclavos a los sudistas? —Dio otro trago—. No caminamos hacia la integración de todos los españoles, pero sí a perseguir rojos chivándonos unos de los otros. ¿Qué queda de la revolución que pretendíamos? —Hizo amago de repetir el trago, pero bajó la botella y se respondió—: Sólo los decorados y las comparsas. Ridruejo tiene razón: se han abandonado los ideales y nos hemos entregado al revanchismo.

—Tu padre lo hace por su familia…

—¿Por su familia? ¿Me quieres engañar o te engañas a ti misma? Papá tiene una querida a la que le puso un piso con doncella desde…

—No quiero oírte más. No…

—Vas a escuchar a este loco. Te guste o no. Y tú, madre. Mírate. Rodeada de asistentas y sola. Todo el día engullendo leche condensada a manos llenas. Por lo menos yo no molesto a nadie y a mí me acompañan mis muertos y mis medallas.

La señora sollozó, y susurró:

—Creo que debes confesarte y dejar tu alma en paz. Hoy viene don Senén…

—¿El cura? —vació la botella, y añadió—: Otro igual. Hicimos la revolución nacionalsindicalista para que todos fuéramos españoles y nos tuteáramos, y ahora nos distinguimos añadiéndonos títulos. Y a estos mamarrachos que tocan el culo a los niños de los orfanatos hay que tratarles de don

—No sabes lo que dices. Estás fuera de ti…

La madre se levantó y emprendió una carrera hacia la puerta que cerró de un portazo. Desde el interior de la habitación se oyó cantar a Ricardo:

Con humo de combate,

yo retornaré…