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SKIRA TEMARA
EL ENROLAMIENTO EN LA 2.ª División se cerró en dieciocho mil soldados, de los que tres mil quinientos erais españoles. Se seguía rumoreando sobre la creación de una 3.ª División que entraría en España, por Almería, pero nada de eso se materializaba.
Salisteis de las ruinas romanas de Sabratha y recorristeis la costa Africana deteniéndoos a pernoctar en las ciudades: Trípoli, Túnez, Argel… Vuestra velocidad de marcha era de setenta y cinco kilómetros a la hora, la misma que iba a tener vuestra infantería. La cuarta noche alcanzasteis Orán, la ciudad que ya era parte de la historia del exilio: a muchos de vosotros os había acogido en 1939. El gesto del teniente Granell, del adjudant-chef Campos, de los sargentos jefes Fábregas y Martín, del sargento Moreno y de tantos otros mostraba lo evidente: llevabais más de cuatro años fuera de España y siete en guerra contra el fascismo. Y desconocíais el tiempo que aún os quedaba.
No sólo conseguiste el permiso del teniente para visitar a tu madre, sino que te acercó personalmente en su jeep. Las macetas con flores de múltiples colores seguían decorando la entrada de la vivienda. Ascendisteis por las escaleras de madera y picaste en la puerta. Tras abrirla, tu madre te abrazó sin pronunciar palabra y sin querer soltarte. Las lágrimas empaparon sus mejillas.
Pasasteis la velada hablando del futuro inminente: la ocupación de Europa.
—La radio ha informado de la invasión de Córcega por tropas francesas —dijo ella.
—Sí —apostilló Granell—, los primeros en desembarcar han sido los goumiers marroquís. Supongo que después lanzarán a la Legión Extranjera.
—Espero que Fran esté bien.
—Está bien, madre —dijiste, y le apretaste las manos para añadir—: Es el tipo más duro de la Legión.
Su cara se iluminó. Lo comprendiste de inmediato: estaba orgullosa de vosotros. Había tenido una familia, lo que más quería en el mundo, y se la había destruido el fascismo. Sus hijos continuaban el sendero marcado por su padre y para ella era suficiente.
Al despediros, el teniente la abrazó y ella musitó: «Amado, cuídate». Entre los dos se había establecido una relación que en aquel instante te dolió; era como si tú traicionases la memoria de tu padre al creer que tu madre había puesto los ojos en el teniente. Por lo menos así lo sentiste entonces, lo que provocó que el silencio fuera tu compañero el resto del viaje.
Salisteis de Orán al primer rayo de luz y pasasteis por las cercanías de Melilla al atardecer. Vuestros rostros reflejaron la nostalgia y la tristeza se apoderó de todos. Fábregas, como siempre, puso letra al instante. Parecía que iba a recitar al prisionero de Argel, pero fueron unos versos que integrarían el futuro el himno de vuestro regimiento:
Les gars de Leclerc
passant en chantant.
La victoire n’attend pas…
Os asentasteis en las cercanías de Rabat, en Temara, y el armamento más moderno comenzó a llegar, al igual que el entrenamiento extenuante del mencey guanche con su nueva técnica de combate: dispuestos para cualquier cosa. Las «misiones de grado cero»: así las denominó Fábregas, que rebautizaba todo, al insinuar las probabilidades de sobrevivir.
La 2.ª División comenzó a estructurarse por arriba. El Regimiento de Tiradores Senegaleses del Tchad —ya sin senegaleses— se reconvirtió en el Regimiento de Marcha del Tchad, que quedó al mando del coronel Dio, y este nombró jefe de su III Batallón al teniente coronel Joseph Puzt. En cuanto os llegó la noticia, todos quisisteis alistaros a sus órdenes. Pero los tres mil quinientos españoles fuisteis distribuidos entre casi todas las unidades con el ancestral criterio de no superar el quince por ciento en ninguna. No importaba, se cumplía la orden que os cursó Buiza: «De unidad cambiarás, pero con españoles siempre te encontrarás».
Se exceptuaba la 9.ª Compañía, a la que habían creado con el axioma de que a alguien había que encargarle las misiones de grado cero. Sus ciento cincuenta y seis componentes erais españoles de sangre, excepto Juanito, el alemán adoptado.
—Capitán, si no me falla la memoria, usted hablaba castellano —dijo Leclerc.
—Sí, mi general. Veraneaba en España, concretamente en Burgos.
—Esos hombres dan miedo a todo el mundo, pero son excelentes soldados. ¿Usted se las arreglará con ellos, verdad?
—Descuide, mi general.
Con aquellas palabras, Leclerc había puesto a Raymond Dronne al mando de la 9.ª, convirtiéndolo en vuestro jefe inmediato. El teniente Granell fue elegido subjefe y la compañía se estructuró en cuatro secciones: la de apoyo, al señorío del teniente Bamba, que a su vasta cultura añadía sus refinados modales y su elegancia; la 1.ª Sección quedó al mando del souslieutenant Montoya, aquel suboficial de los carabineros de Negrín; la 2.ª, a las órdenes del souslieutenant Elías, vuestro pied noir, con el querido Larita II de subjefe. Y la 3.ª fue la vuestra, la de Fábregas y el adjudant-chef Campos, la de los que habíais recorrido los desiertos y os amantabais con vientos escarchados y dunas sable. «Los anarquistas», os llamaban.
La verdad es que tú no eras anarquista, ni sabías si tu ideología se acercaba a los socialistas o a los comunistas o a los simples demócratas republicanos, pero tenías muy claro lo que no eras y contra lo que luchabas: el fascismo en cualquiera de sus manifestaciones. Recordarás que, en cierta ocasión, sobre eso versó la conversación con Fábregas:
—Hasta la ideología ha distribuido a los soldados de la 9.ª: los republicanos con Elías, los socialistas con Montoya y los anarquistas y los del POUM con Campos.
—Casi no hay comunistas con nosotros —añadiste.
—Ellos se quedaron descolgados con el pacto germano soviético. Confundieron la política internacional de la URSS con la lucha de clases. —Dio una calada y apostilló—: Pero han recuperado el tiempo perdido organizándose en la Resistencia, que es casi suya.
—¿Usted es anarquista, mi sargento?
—Ya ni lo sé. —Quitó el Gitanes de sus labios, miró hacia el crepúsculo y añadió—: Supongo que todos somos víctimas de la ideología que tuvimos a los veinte años.
LOS MESES TRANSCURRÍAN entre los entrenamientos con las nuevas armas aportadas por los norteamericanos y los baños nocturnos en las aguas del Atlántico. A veces, en vuestros días de descanso, paseabais por Rabat o Casablanca. Ya no os comportabais como camorristas, al contrario: intentabais cuidar vuestra indumentaria y modales. Debíais dar ejemplo al resto con vuestro comportamiento. Creo que el único desaliñado de toda la división era Fábregas, siempre desarrapado y con la camisa por encima del cinturón, parecía vuestro niño travieso:
—Ahora sólo somos números de matrícula. Ya me acicalaré cuando sea civil —repetía a cualquiera que le recriminara su estampa.
Creo que fue el mes de octubre de 1943 el que os trajo noticias importantes sobre la guerra. La primera trataba de la destitución de Henri Giraud de la copresidencia de Francia. Al parecer los norteamericanos lo habían destituido por armar al Frente Nacional Corso sin su permiso y por mantener una red de espionaje propia. Fuera como fuese, el único líder de la Francia Combatiente sería, a partir de ese momento, Charles De Gaulle. La segunda, sobre la Italia dividida: había declarado la guerra a Hitler y comenzó su propia Guerra Civil. Y la tercera versaba de España: Franco había abandonado su posición de «no beligerancia» y había regresado a la de «neutralidad». De ahí que aquel engendro falangista de nombre «División Azul» regresara del frente ruso sin los vítores ni fanfarrias con las que se celebró su partida. Aún así mantuvo dos mil soldados defendiendo el III Reich con el nombre de «Legión Azul».
—El imperio de Hitler se va a pique. Cada día nos anuncian un naufragio. Nosotros le daremos la puntilla.
Ese era el eslogan, entrenamiento tras entrenamiento, pero el apremio hacia vosotros era cada vez más extenuante: se os llevaba más allá del límite. El general Leclerc incluso lo supervisaba personalmente, impulsando el esfuerzo y forzando los ritmos. Un día le oíste decir al teniente coronel Puzt:
—La presión fabricará diamantes.
EL AÑO 1944 HABÍA ENTRADO y nadie os garantizaba vuestra salida hacia Francia. Hasta que un día se presentó una delegación norteamericana enviada por Eisenhower y encabezada por varios generales de dos estrellas. Dijeron que iban a efectuar un test de «aptitud operacional». Sabíais que esas pruebas ya se las había realizado el general yanqui Kingman a la Legión Extranjera francesa y las habían superado con éxito. Vosotros confiabais en nuestra capacidad y nunca dudasteis de que despuntaríais más que vuestros compañeros legionarios.
Comenzaron las pruebas con la conducción y disparo desde los Sherman: siguieron con los Half-Track y el fuego de sus ametralladoras y el cañón del 57. Tú ibas en el semioruga de Fábregas encargado de la ametralladora y no fallaste ni un blanco. Después vino el asalto de trincheras a bayoneta calada, el abordaje a búnkeres y blocaos, la toma de cotas… «Somos invencibles», os repetíais en medio del jolgorio.
—Son ustedes una banda de cosacos —os dijo el capitán Dronne, sin sospechar que os acababa de bautizar.
Tal vez erais excelentes; los mejores, si se trataba de distancias menores a cincuenta metros. Pero ocurrió algo que nadie había previsto: los aciertos de los tanquistas franceses fueron muy inferiores a los de los polacos y británicos. Vuestros queridos guantes blancos estaban fallando. Los generales norteamericanos tomaron notas y ordenaron repetir los ejercicios.
«Esto no va bien», os decíais. El gesto cabizbajo de Leclerc y sus toques constantes en el suelo con el bastón, más el teniente coronel Puzt fumando un cigarro tras otro, os hacían presagiar lo peor.
Tal vez fueran los nervios con motivo del ruinoso resultado de los franceses, la tensión por la prueba, la ansiedad por abandonar África y entrar en Europa o vaya uno a saber qué. El caso es que el equipo de generales yanquis decretó:
—No desembarcarán en Europa. No están preparados.