6: Lorena, liberada

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LORENA, LIBERADA

SE NECESITABA ALGO MÁS que la metralla de un obús del 88 para terminar con Campos. Decenas de esquirlas marcaron la ruta en su espalda, como latigazos, y se convirtieron en la condecoración por haber salvado la vida de Gitano. Lo evacuaron inconsciente, pero no temíais por su vida.

Sin Campos, comprobasteis que algo ocurría en las filas de La Nueve. Teníais jefes, pero carecíais de líderes. Muerto Fábregas, enfermo Juanito, heridos Campos, Cariño y Larita II, sólo quedaba el teniente Granell para mantener el espíritu originario de la unidad, pero se le veía agotado, enfermo, desbordado.

En cuanto cayó Baccarat en poder de la II División, le siguieron Hablanville, Pettonville y Vacqueville, en cuyo pequeño cementerio inhumasteis el cuerpo de los dos soldados que cayeron al lado del sargento Cariño. Este, os habían informado, se recuperaba bien de sus heridas. Sin embargo, las calles de la urbe quedaron sembradas de gris verdoso: eran cincuenta los cadáveres de la Wehrmacht.

El 1 de noviembre avanzasteis hacia Xermamont, apoyados por diez Sherman del 501.º y piezas de artillería pesada. A las afueras ya distinguisteis los tejados derruidos por el bombardeo de los cazas británicos que os abrían el camino. Nada más llegar al linde, un Panzer Mark IV, respaldado por una sección de infantería, os dio la bienvenida. De nuevo el pie en tierra y el despliegue de las bazucas. Corristeis hacia los edificios y desde las ventanas lanzasteis los proyectiles contra el carro de combate y contra todo lo que presentase movimiento. Más Panzer surgieron para defender las arterias principales. La RAF compareció y os dio un respiro destruyendo uno de los carros y dos piezas de artillería. Después regresaron los combates cuerpo a cuerpo. El diluvio de sangre.

Casi al anochecer, la batalla podía considerarse ganada. Los esqueletos humeantes de los blindados de la Wehrmacht lo certificaban, sumados a las banderas blancas que asomaban por las ventanas y a los soldados que se rendían, desfilando en formación con los brazos en alto y las manos en la nuca.

El propio Leclerc, golpeando el pavimento con su bastón, paseó por el centro del poblado con el grueso del Regimiento de Marcha del Tchad. Vosotros os dirigisteis a las afueras: era preciso reducir los últimos focos de resistencia antes de que se fortaleciesen. El resto de la División estableció las líneas de defensa para asegurar la plaza tomada y evitar un envite alemán. Los últimos focos de resistencia nazi habían sido reducidos, la bandera de Francia sustituyó a las esvásticas. Lorena había sido liberada.

Al día siguiente, fuerzas norteamericanas os relevaron y proseguisteis el avance hacia Azerailles. Las fachadas y tejados de las viviendas del millar de vecinos presentaban el mismo aspecto que el de las otras poblaciones. Hasta los extensos pastizales que lo rodeaban exhibían calvas negras y humeantes. La aviación norteamericana e inglesa os había ahorrado el trabajo de asaltar el pueblo: la Wehrmacht se había retirado desvalijando los hogares. Os asentasteis en las casas que tenían una cama de más y hasta en los pajares. Teníais que descansar para preparar el asalto a Estrasburgo.

Distinguíais el blanco de las cumbres de los Voscos tocando un cielo encapotado. La nieve sustituyó al aguacero. Comenzó el frío extremo que no os abandonó en toda la campaña. La ropa era insuficiente y, cada día, el termómetro descendía un grado. Los catarros y la fiebre se convirtieron en otro enemigo que había que batir.

El 10 de noviembre, Dronne traspasó el mando de La Nueve, ya que iba a disfrutar de su primer permiso desde 1939. Lo relevó un agotado y griposo Granell, que cinco días antes había cumplido cuarenta y seis años sin familiares vivos y rodeado de una destrucción que desde 1936 parecía no tener fin.

Los días siguientes fueron de descanso para unos congelados soldados y un teniente enfermo, que tiritaba por las noches y amanecía empapado por la fiebre. Aún así, cumpliendo las órdenes del teniente coronel La Hoire, el 16 de noviembre lanzó y dirigió la compañía sobre Bandonviller.

Panzer en llamas, piezas de artillería diezmadas, cadáveres cubriendo las calles de la villa, boquetes negruzcos en las praderas, orificios de metralla en las fachadas y decenas de alemanes prisioneros. Ese fue el balance de la victoria, pero en vuestras filas debisteis despedir a seis compañeros y hasta La Hoire falleció.

—Hijo —te dijo Granell, temblando y sudando—, quedas al mando del «Santander». El sargento jefe Lafuente ha muerto.

De repente se desplomó.

—¡Sanitario! —gritaste, al tiempo que te arrodillabas a su lado.

Lo evacuaron de inmediato. Habíais ganado la batalla, pero él, con fiebre y ocho años en guerra, había traspasado el límite físico de los titanes y ya no os acompañaría en el asalto y ocupación de Marmoutier.

—El capitán Castellane se hará cargo de la compañía hasta el regreso de Dronne —os anunció el teniente coronel Puzt.

A continuación, llegó la orden aliada y se extendió como un torrente desbordado en vuestras trincheras: «Esperen a que las 44.ª y 79.ª divisiones norteamericanas abran brecha en el sur, y avancen a toda velocidad hacia Estrasburgo».

En aquel momento, hiciste un alto en aquella guerra para efectuar un balance: los Half-Track «Don Quijote», «Guernica», «Resistencia» y «Teruel» exhibían el «II» detrás del nombre; el «Guadalajara», el «III». Los mejores habían muerto o se encontraban heridos. La compañía iba poco a poco perdiendo el sello hispano y jóvenes e inexpertos soldados franceses sustituían a muertos y heridos. Había comenzado vuestro declive; apenas se os podía considerar el comando para misiones de grado cero. Se habían terminado los cánticos guerreros, reemplazados por el silencio, el frío y los copos de nieve, tan incesantes como tu obsesión con Törni. «Sólo restan sesenta kilómetros hasta Natzweiler-Struthof», te repetías mientras limpiabas y engrasabas el Sten. A veces dibujabas sobre la nieve la ruta desde Marmoutier hasta Estrasburgo y, hacia la mitad, colocabas una equis, que ibas trasformando en una cruz gamada, indicando dónde se refugiaba el Obersturmführer.

Los días siguientes se fueron incorporando los heridos y enfermos a una II División desplegada en las llanuras de Lorena. El primero en aparecer fue el sargento jefe Reiter, Juanito, luciendo la Cruz de Guerra con Estrella de Plata en su uniforme:

—Sabía que no seríais tan descorteses de entrar en Estrasburgo sin mí —dijo en un castellano germanizado.

Después se os unieron más soldados y vuestro novillero, Larita II, ascendido a adjudant y con otra condecoración. Y en su jerga taurina, señaló:

—Ya basta de abanicar a los nazis, muchachos. Es la hora de acachetarlos.

Ni te dio tiempo a abrazarlo, pues una voz os informó:

—El teniente coronel Massu ha abierto brecha en Saverne…

Nadie os tenía que explicar aquello, Saverne era la fisura en las paredes del pantano. No había tiempo que perder, revisasteis los vehículos, llenasteis sus depósitos de combustible, comprobasteis las ametralladoras de los Half-Track, ajustasteis el armamento personal y los motores rugieron. Y Leclerc lanzó los blindados por cinco itinerarios distintos. Estrasburgo esperaba, detrás, los puentes del Rin.

Un Half-Track sin nombre avanzaba a la máxima velocidad que le permitían sus 400 CV. Pretendía incorporarse al final de vuestra columna. Como tú, con tu pelotón en el «Santander» y Gitano al «Mari Luz», eras el responsable de proteger la retaguardia, tenías que comprobar de quién se trataba, por eso ordenaste a Turuta:

—Aminora el paso.

A cincuenta metros distinguiste al desaparecido «Kanguro», con el nombre borrado y capitaneado por Campos.

—Sargento, ¿qué posición me asigna? —te preguntó desde el vehículo.

Se había escapado del hospital para unirse de nuevo a la batalla y, aún así, había conseguido enrolar a otra decena de voluntarios que viajaban con él.

—Parada en Natzweiler —le informaste.

Asintió.

Nadie había ordenado acercarse o liberar el campo de concentración, al contrario. Las órdenes eran bordearlo, sin detenerse, y seguir avanzando. La División Cactus se encargaría de la liberación y de acoger a los prisioneros que aún no hubiesen trasladado a Dachau. Pero tu sección conocía la ira que circulaba por tus venas, por lo que te siguieron cuando desviaste el rumbo. En aquel instante, todos se pusieron a tus órdenes

—Si hay resistencia, esperen a los yanquis de la Cactus —aconsejó cómplice el teniente coronel Puzt—. Después, quemen los motores hasta Estrasburgo.

Al cabo de unos kilómetros contemplasteis aquel horror. Dobles alambradas de más de tres metros de altura lo circundaban. En las dos torretas frontales, junto a los centinelas, ondeaba la esvástica.

—¡Las torres! —ordenaste a Gitano.

El «Mari Luz» escupió certero y las cúpulas, construidas sobre columnas de madera, explotaron. Un centinela saltó con sus ropas ardiendo y los cuerpos de los otros se mezclaron con los escombros y las vigas de madera. Las esvásticas habían desaparecido.

El «Santander», seguido de los Half-Track de la 3.ª sección, avanzó hasta el portal de acceso. El letrero de madera con la leyenda «Konzentrationslager Natzweiler-Struthof» oscilaba en lo alto, por efecto de la onda expansiva. Excepto por los centinelas, parecía que nadie defendía aquella posición y que los presos se encontraban librados a su suerte.

Saltaste del vehículo y te dirigiste hacia las alambradas. Cadáveres apilados ordenadamente como troncos para la chimenea y una fina capa de nieve cubría a los de arriba. Niños esqueléticos de ojos saltones, rodeados de barro y nieve, tiritaban bajo sus pijamas con la estrella de David cosida en el pecho. Tal vez fue un acto reflejo, no lo sé, pero metiste la mano en los bolsillos y sacaste chocolatinas. Pasaste el brazo entre los huecos de las alambres y abriste la palma. Como sonámbulos, dos muchachos esmirriados se arrimaron temblando y recogieron los dulces. De repente uno de ellos balbuceó algo que no entendiste y emprendió una carrera alejándose de vosotros. No se veían alemanes por ningún sitio, pero decenas de mozalbetes, como fantasmas, surgieron desde diferentes parapetos y se acercaron a la puerta de acceso. Murmuraban frases confusas en todos los idiomas.

—¿Qué dirán? —preguntó Gitano.

—Farfullan no sé qué de un soldado de las chocolatinas… —informó Reiter desde el «Brunete».

—Eres famoso, Ardura —dijo Turuta.

—Eh, yo soy el soldado de las faralaes —gritó Gitano.

—¡Sin bromas! —ordenaste.

Aquellos cadáveres vivientes caminaban como escoltando a uno más pequeño. Te arrimaste más a las alambradas. Aquel rostro te resultaba familiar, pero no terminabas de ubicarlo en ningún lugar de tu vida. El niño se arrimó a ti, sus ojos parecían danzar en la locura.

—Nico —musitó.

Cuatro años atrás, otras alambradas, un campo de refugiados en el norte de África, tu madre y tu hermana encerradas, las chocolatinas… y aquel niño. «¿Dónde está Eli?», habías preguntado en Carnot. «A su madre y a él se los han llevado los nazis, dijeron que eran judíos», te respondieron los otros muchachos. De nuevo se abrió la puerta que separa el olvido de la memoria. Todo se desveló. Y ordenaste:

—¡Derriben el portón!

QUINCE AÑOS DESPUÉS de la liberación del campo de concentración de Natzweiler-Struthof, el mismo periodo de tiempo que la Untersturmführer Berta Ruf pasó en prisión por su colaboración en los crímenes contra la humanidad de los que acusaron a los jerarcas nazis, me entrevisté con ella sin identificarme: ni le dije quién era yo ni el parentesco que nos unía, querido Bête. Mi primera pregunta trató sobre lo que recordaba de aquel día.

—Apenas quedaba una compañía de Waffen-SS defendiendo el campo. Al amanecer, el sol daba de frente en nuestras posiciones, cegándonos, pero aquella mañana se me antojó que brillaba con demasiada intensidad. De repente, los niños judíos comenzaron a gritar…

—¿No los habían encerrado en los barracones? —interrumpí.

—No. Quisimos que sirviesen de parapetos cuando nos atacasen…

—Ya. Continúe, por favor.

—Como le decía, los niños provocaron una enorme confusión. Corrían de un lado a otro gritando en todos los idiomas: «Es el soldado de las chocolatinas». Me alcé desde mi protección para comprobar lo que ocurría. Entonces lo vi: la silueta se recortaba sobre el sol y avanzaba a pecho descubierto. Distinguí un subfusil humeante en su mano derecha; las cintas del barboquejo, sin abrochar, bailaban desde los laterales del casco. Portaba los galones de sargento y, sobre el otro brazo, cargaba a uno de aquellos chiquillos, que se abrazaba a su cuello y posaba la cabeza en su hombro. —Calló un momento y prosiguió—: Ah, también recuerdo que alrededor del bíceps derecho lucía una bandera tricolor…

—¿La de la Francia Libre?

—No, no. Rojo, amarillo y… morado, creo. Ignoro de qué país era.

—La de la II República española —informé.

Berta me miró desconcertada, y balbuceó:

—No me diga que… ¿Era un soldado del ejército de ratas?

Asentí.

—Es extraño —continuó—, disparábamos sobre él, pero no se protegía ni detenía su avance, y, con aullidos cada vez más estridentes, repetía: «Obersturmführer Rudolf Törni». No sé, ya le digo, daba la impresión que repelía las balas o que no éramos capaces de acertarle…

—Como si poseyese la baraka.

—Ah, la baraka. —Sonrió, para añadir con cierta nostalgia—: Sabe, el mariscal Rommel también la tenía. Luego, la perdimos. —Y frunció el ceño.

—¿Qué más recuerda de esa madrugada?

—Que a la silueta del soldado y el niño le seguían los carros de combate de la II División Blindada y la División Cactus derrumbando las alambradas… y una enorme nube de polvo se alzaba en su retaguardia hacia un cielo que ennegrecía y se acorazaba. Después, tronó.

—¿Qué hizo usted?

—Arrojé el MP-44 al suelo… y alcé los brazos.