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LONDRES, 6 DE AGOSTO DE 1940
ESE MISMO DÍA de tu ingreso en las filas de la Legión Extranjera, a miles de kilómetros de vuestra posición, se produjo un hecho que cambiaría tu destino y el de todos los exiliados españoles, conduciéndoos a la gloria y convirtiéndoos en el mar de todos los puertos.
El número 4 de Carlton Gardens, despacho del general Charles de Gaulle, se había convertido en la sede provisional del gobierno en el exilio de la Francia Libre y en el cuartel general de las Fuerzas Francesas Libres en Londres. En el ventanal ondeaba la bandera tricolor francesa con la Cruz de Lorena —en otros tiempos, Cruz de Anjou—, y tres mandos militares ultimaban detalles sobre las nuevas campañas: el general De Gaulle, el general Gonflard, jefe de destinos, y Philippe de Hauteclocque, recién ascendido a comandante.
—Su misión es presentarse en nuestras colonias en África Ecuatorial —explicó el general De Gaulle a De Hauteclocque—. Y anexionarlas para la causa aliada, arrebatándoselas al régimen de Vichy.
—¿De cuántos hombres dispongo, mi general?
—De novecientos setenta, ni uno más. Nos quedan dos mil setecientos, pero los necesitamos para la campaña de Dakar. A lo largo de su expedición deberá ir incrementando sus fuerzas con indígenas que operan en la zona y con todos los desertores de la Legión Extranjera de Pétain. —De Gaulle le entregó un documento, y añadió—: Su nueva identidad.
El vizconde de Hauteclocque ojeó el carnet falsificado.
—François Leclerc —dijo—. Vaya, un apellido plebeyo de la Picardía.
—Acostúmbrese a ese nombre. Nos hallamos en el exilio y revelar nuestra verdadera identidad puede llevar las represalias nazis o de los seguidores de Pétain a nuestras familias. El régimen de Vichy ya ha dado oficialmente por muerto al capitán Philippe de Hauteclocque; no debe saber que está vivo y es el comandante Leclerc.
—¿Cuáles serán mis primeros pasos, general?
A un gesto de asentimiento de Charles de Gaulle, intervino el general Gonflard:
—Debe reemplazar a todos los gobernadores hostiles o atraer a los indecisos de la África Ecuatorial Francesa hacia la causa de la Francia Libre. —Y se atusó el mostacho.
La mueca de desconcierto de Leclerc no pasó inadvertida para De Gaulle.
—¿Qué le preocupa, comandante?
—Va a ser muy difícil convencerles, mi general. Recuerde que casi todos ostentan el grado de teniente coronel. No aceptarán los argumentos de un comandante.
—¿No estará sugiriendo que se le ascienda a coronel? —intervino malhumorado Gonflard.
—No —replicó rotundo Leclerc—. Me ascenderé yo mismo.
—Pero… —balbuceó Gonflard ante la sonrisa de De Gaulle. Luego, desde su metro noventa, preguntó incrédulo—: ¿Qué está diciendo este pequeño comandante?
—Las divisas de un comandante de Caballería son cuatro galones blancos; las de coronel, cinco. Me añadiré uno más.
—¿Se lo va a consentir, mi general? —exclamó Gonflard fuera de sí.
—Audacia y firmeza. Veo que siguen siendo sus pautas de conducta, comandante —dijo De Gaulle—. Un comandante con galones de coronel… Si da resultado, tiene mi visto bueno.
—¿Cuándo he de encontrarme preparado?
—Su marcha estaba prevista para dentro de diez días, pero… —De Gaulle miró el vendaje en la cabeza de su interlocutor y se percató de que, durante el rato que llevaban hablando, se había mantenido erguido con la ayuda de un bastón— si sus heridas no han sanado, podemos retrasar la…
—Mi general —interrumpió su subordinado—, ¿dispondré de soldados españoles en mi columna?
—Por supuesto, aunque apenas queda medio centenar huido de las Compañías de Trabajadores Extranjeros. El resto se unió a la 13.ª Semibrigada del coronel Monclar y su ayudante, el comandante Koenig. Se entrenan en el campamento de Trentham-Park para desembarcar en Dakar a mis órdenes.
—No le entiendo a usted —intervino Gonflard dirigiéndose a Leclerc—, como no entiendo ni a Monclar ni a Koenig. «Tropa magnífica, legendaria», los llaman. ¿Por qué les tienen tanto aprecio a esos hombres? No son soldados, son una banda indisciplinada que no sabe combatir. A veces pienso que el mariscal Pétain tenía razón cuando los bautizó como el «ejército de ratas».
—¿Está usted seguro, mi general? —preguntó el herido sonriendo.
—Por supuesto, discuten todas las órdenes, lo que hace perder tiempo en las intervenciones. No sirven para un ejército regular.
—Con mis respetos, general: ¿cuánto tardó Alemania en caer en manos de los nazis?
—Usted lo sabe, comandante. —Y se atusó de nuevo el bigote antes de añadir—: Unas elecciones.
—¿Cuánto se retrasó Italia?
—Una marcha sobre Roma.
—¿Y cuánto resistió el invencible ejército francés de nuestros aristocráticos, antediluvianos y entorchados generales el avance de los Panzer?
Gonflard encendió un cigarro, expulsó el humo y respondió:
—Dos meses.
—Perdone que le corrija, mi general. Fueron sólo cincuenta y cuatro días.
—Pues cincuenta y cuatro días —respondió molesto Gonflard.
—¿Lo ve, mi general? —dijo el recién bautizado como Leclerc, cuya sonrisa se volvió más amplia—. Los exiliados españoles resistieron tres años el avance conjunto de cuatro ejércitos: Franco, Salazar, Hitler y Mussolini. Y es el día de hoy que aún no se han rendido ni han firmado un armisticio vergonzante.
—¿Qué insinúa con eso, pequeño Hauteclocque?
—Contra el fascismo, mi general, ellos son los mejores soldados del mundo.