6: Campo de concentración de Natzweiler-Struthof

6

CAMPO DE CONCENTRACIÓN

DE NATZWEILER-STRUTHOF

AUNQUE DESEABAS ALCANZAR ESTRASBURGO y estrangular a Törni, ni siquiera sospechabas lo que ocurría en una aldea cercana a la ciudad. Aquel año había comenzado con nieve y un viento gélido que cortaba los labios e inutilizaba las articulaciones. A finales de enero de 1942, la ciudad de Natzweiler, a cincuenta kilómetros al suroeste de Estrasburgo, se encontraba aislada. Aún así, sus habitantes veían las nevadas rutas recorridas por camiones alemanes llenos de hombres y mujeres hacia el campo de concentración de las afueras. Habían oído que aquellos prisioneros eran destinados a trabajos forzados en las canteras de granito de Alsacia o en las fábricas de armamento. El resto eran rumores, ya que fuertes contingentes de Waffen-SS impedían el paso más allá de un enorme portón sobre el que se leía «Konzentrationslager» y debajo «Natzweiler-Struthof».

Si a aquellos vecinos de Natzweiler los dioses les hubiesen concedido alas y hubiesen podido sobrevolar las profusas y altas alambradas, habrían contemplado un espectáculo horrendo, aún más estremecedor que el invierno alsaciano.

De alas disponían los servicios de Inteligencia de la Royal Air Force, pero sus fotos poco aclaraban. Al lado de aquellos barracones en fila rodeados de varios cercos de alambres, se distinguían otros cuyo uso ni los agentes secretos del Special Operations Executive sospechaban. «Esta es la entrada y aquí comienza la hilera de barracas de prisioneros», decían sobre las fotografías aportadas. «Aquí tienen un cementerio, una plaza de formación, y el barracón del que sale humo por la chimenea debe de ser la cocina. Los fosos son estos, pero ¿qué habrá en estas dos naves en las que se ve entrar prisioneros y de las que sólo sacan cadáveres?», se preguntaban para concluir con otra pregunta: «¿Habrán instalado cámaras de gas como en Mauthausen?».

¿Por qué aquel interés tan desmesurado de los agentes británicos en el campo de concentración nazi más pequeño de cuantos se extendían por la Europa ocupada y el único de Francia? La razón era cuádruple. En primer lugar, aquel campo albergaba prisioneros en pequeños cupos de más de treinta nacionalidades, como una especie de muestreo de todos los pueblos sometidos por los nazis. Después, el hecho de que aquel era el lugar de encierro de la mayoría de las prisioneras con hijos. En tercer lugar, tenían pruebas de que parte del equipo científico nazi, concretamente la dirección del Instituto Anatómico de Estrasburgo dirigido por su forense August Hirt, se había instalado en Natzweiler, sin que conocieran los motivos. Y, por último, lo más importante: cuatro espías femeninos del Special Operations Executive habían desaparecido cuando investigaban lo que acontecía en su interior. «Experimentos con humanos», creyeron entender los jefes del servicio secreto británico al recibir el último parte de una de ellas, la joven agente Andrée Borrel.

Aun conjugando los cuatro puntos de su preocupación, ni en sus peores pesadillas los británicos hubiesen sospechado la monstruosidad que encerraban aquellas dependencias cubiertas de blanco en las fotografías. En especial en los sótanos invisibles a las cámaras de los aviones.

Hoy, cuando visito los museos del horror de Auschwitz, Sobidor, Trebinka, Mauthausen o el mismo Natzweiler-Struthof, donde pasé mi calvario, nadie parece percibirlo, pero aún llega a mí el olor a carne humana quemada. A veces creo que la civilización del siglo XXI se ha blindado al dolor y al desgarro. Como toda sociedad débil, no quiere saber lo que ocurrió y se cubre con la escafandra del olvido y, para no remover conciencias, se sermonea con opiáceos del tipo «en los dos bandos hubo buenos y malos». O con esa fórmula nueva que define a todos como violentos hijos de puta. Lo demás —dicen—, es maniqueísmo. Olvidan que el verdadero debate es quiénes fueron las víctimas y quiénes sus verdugos. Y que la maldad y la bondad son siervas del momento histórico y sólo pertenecen a los escribas de la historia.

En fin, volveré sobre ello más adelante. Ahora nos interesa conocer que, aunque a los prisioneros del campo de Natzweiler se les distinguiese desde el aire, en las fotos no eran más que partículas negras.

Si los agentes del SOE hubiesen podido escuchar la conversación de dos de aquellas minúsculas motas, seguro que la sangre se les hubiese helado.

—Mamá —dijo Eli, agarrado a la alambrada y tiritando—, ¿por qué nos han traído aquí?

—Para nada malo, seguro —calmó su madre acariciándole los pelos sucios y revueltos. Le alzó las solapas del abrigo deshilachado y comenzó a frotarle las manos.

—Aquí la gente se muere de frío. Estábamos mejor en África. ¿Cuándo volveremos?

—Pronto, muy pronto.

La mujer lo abrazó, pegándose mucho a él, para que el niño no viera sus lágrimas.

—Aquí no va a venir nunca el soldado de las chocolatinas —afirmó el niño.

—¿Por qué lo dices?

—Porque aquí no están ni su mamá ni su hermana.

—Pero estás tú, hijo. Y él prometió traerte más golosinas.

De repente, algunos guardias comenzaron a empujar y arrastrar a varias presas embarazadas hasta colocarlas en fila, y las encaminaron hacia uno de los barracones cuyo interior ni los mismos prisioneros conocían.

Hod arrimó al niño hacia sí, obligándole a girar la cara hacia la suya, y le dio un suave empujoncito.

—Ven conmigo al barracón y juegas con los otros niños.

Ella y todos los prisioneros sabían que si Europa y el norte de África pertenecían a Hitler, el destino de los prisioneros de Natzweiler dependía de los caprichos del doctor August Hirt y de las iras del oficial de la Gestapo que su director, Heinrich Müller, le había asignado como enlace, un tal Klaus Barbie. Aunque los reos temían más los caprichos de su ayudante Rudolf Törni.

La mañana del 31 de enero, mientras madre e hijo hablaban en el exterior, en los lúgubres sótanos el doctor estrenaba bata. Era una señal para sus ayudantes de que iban a comenzar una nueva cadena de investigaciones. A su rostro y nariz de veterano boxeador había unido una raya perfecta en el lado izquierdo de su cabellera, que peinó engominada hacia atrás.

—Se están demorando mucho —dijo Hirt.

—No se impaciente, doctor. Algunas dan más batalla que otras, y de ahí la demora.

El que había respondido al forense era el Obersturmführer Rudolf Törni que acompañaba a su jefe, el Hauptsturmführer Klaus Barbie, enlace de la Gestapo con el comité científico nazi. Ambos entrelazaban las manos a su espalda y se paseaban contemplando las estanterías llenas de frascos con formol o pastillas. «Methedrina», leyó Törni en una de las etiquetas. Abrió la cristalera y cogió el envase, guardándolo dentro del bolso de su cazadora, en un gesto que no pasó inadvertido para el doctor.

—Está usted abusando…

Törni eludió contestarle y, de entre un montón de cajas perfectamente alineadas, destapó una, ladeando distraídamente la cabeza para echar un vistazo al contenido.

—Testosterona —explicó Hirt—. Para nuestros soldados de las Blitzkriegs.

—Podría inyectarnos algunas a nuestros hombres y a nosotros.

—No estoy autorizado.

—Venga, doctor. Nuestros hombres también necesitan reconstituyentes —dijo Törni.

—Ustedes no se encuentran en las trincheras. No precisan un aporte extra para sus músculos.

—Recuerde que el dinero y el material humano que le suministramos dependen de mis informes al general Müller. —Y el Hauptsturmführer Klaus sonrió levemente.

En esos momentos soldados de las Waffen-SS introducían a golpes a media docena de mujeres.

—¿Sólo seis? —preguntó extrañado Hirt.

—Y dé gracias al Führer —respondió Törni—. Usted dijo que tenían que estar embarazadas. En el campo no había ninguna y hemos tenido que buscarlas en los guetos de París.

Los soldados habían colocado a las mujeres en fila, de cara al doctor. Este se acercó sosteniendo un cuaderno, y les preguntó en francés:

—¿De cuánto tiempo están?

Nadie le contestaba, pero el culatazo en la rodilla de un SS a la primera de la formación provocó la respuesta. «De veinte semanas», musitó una. «Tres meses», «Cuatro», y así hasta la sexta.

—Interesante. No son muchas, pero presentan diferentes periodos. No está mal. Nada mal…

Alguna de las mujeres lloriqueó, y otra lanzó un grito antes de girarse contra el pecho de un guardia, que la sujetó. Una tercera cayó de rodillas, suplicando.

Hauptsturmführer, cuando quiera.

Klaus miró a su lugarteniente y Rudolf Törni extrajo entonces su pistola y la alzó. La boca del cañón de la Luger, con el martillo percutor hacia atrás, se pegó a la sien de la última mujer de la hilera.

Disparó.

La sangre brotó en chorro por el orificio y los gritos de las otras casi ensordecieron las palabras de Hirt:

—Deprisa, deprisa…

Dos ayudantes del equipo médico arrastraron el cuerpo hacia una camilla, le abrieron el vientre con un bisturí y, forcejeando apenas, extrajeron el embrión. Cortaron de inmediato el cordón umbilical y lo anudaron.

El minúsculo cuerpo fue introducido en un gran frasco lleno de una solución alcohólica ante la atenta mirada de Hirt, que tomaba apuntes en su libreta sobre los movimientos del feto. A continuación, uno de sus ayudantes pegó una nota en el frasco: «Veintidós semanas», y añadió debajo la fecha.

Hacía un rato que las mujeres habían dejado de gritar, pues tres habían perdido el conocimiento. Las otras dos, con los ojos muy abiertos, contemplaban, una, a su compañera partida en canal sobre la camilla; la otra, al feto que flotaba dentro del frasco.

Con un gesto del mentón, el médico señaló a las desmayadas.

Los ayudantes les arrojaron agua sobre el rostro. Una de ellas, que no volvía en sí, recibió además una bofetada.

—Como han comprobado —les dijo el forense a las cinco—, los fetos que llevan en sus vientres tendrán el honor de aportar nuevos elementos a la ciencia médica más avanzada del mundo. La opción para ustedes es que me los entreguen voluntariamente en una cesárea con anestesia o corran la misma suerte que su compañera.