5: Fatiga de combate

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FATIGA DE COMBATE

DESDE QUE FÁBREGAS os abandonara, todo había cambiado. De la tríada —cánticos, silencio y batalla— sólo quedó la sangre ciega. Campos se sentía responsable de su muerte por haberos enviado en punta de lanza, y desde ese día no consintió que nadie le acompañase en sus salidas nocturnas de penetración a las posiciones nazis. Al mando del «Santander» destinaron al sargento Lafuente, trasladado de la 10.ª compañía. Hasta Reiter, Juanito, enfermó de unas fiebres que los médicos no supieron diagnosticar. La fatiga de combate hacía mella en vuestras filas. Ni siquiera el toque de diana españolizado de Turuta, oído de nuevo una mañana, os elevó la moral.

—¿Se puede saber dónde cojones estuvo usted todo este tiempo? —preguntó el capitán Dronne a Turuta.

—Verá, mi capitán, nada más salir de París fui hecho prisionero por los alemanes que me encerraron en un campo próximo a Estrasburgo. Conseguí escapar y me he unido de nuevo a la II División.

Dronne se atusó la barba. Clavó la mirada en el pequeño corneta, por cuya expresión satisfecha se habría dicho que pretendía para sí la Cruz de Guerra con Estrella de Plata. Sin más comentarios, Dronne le gritó:

—Lárguese de mi vista.

Turuta se dirigió hacia las posiciones de la 3.ª sección, donde le esperabais con ansiedad para que os informara de lo ocurrido en el Valle de Arán.

—Aquello va a ser un puñetero desastre —narró en cuanto se vio rodeado por vosotros, que atendíais en silencio, algunos con la boca abierta—. Al principio éramos más de quince mil voluntarios para liberar un pequeño territorio en el que se asentase el gobierno en el exilio. A algún tipo listo se le ocurrió que los que entrasen debían ser sólo españoles para que Franco no lo pudiera vender como una invasión extranjera —dijo, y meneó la cabeza—. Todo a la mierda: quedamos reducidos a ocho mil…

—Abrevia —exigió Campos.

—Después, los anarquistas dijeron que no iban con los comunistas ni a recoger pesetas. Hala, ya sólo éramos seis mil. Luego los socialistas también se enfadaron y nos dejaron. Allí quedamos cuatro mil idiotas.

—¿Qué pasó? —preguntó encolerizado el adjudant-chef.

—Esto…

—Campos —expuso calmo el teniente Granell—, deja que lo cuente a su manera o no lo sabremos jamás.

El adjudant-chef dio media vuelta y se alejó. Sabíais lo que le ocurría: aportar armas a aquellos voluntarios en los Pirineos había supuesto muchos heridos y muertos, y no soportaba escuchar cómo desavenencias políticas habían truncado la operación.

—… Disponíamos de subfusiles Sten, ametralladoras Bren, morteros del 81, aunque carecíamos de carros y aviones. Todo estaba preparado para la invasión, cuando nos llegó la noticia de que De Gaulle había reconocido al régimen de Franco…

Tras aquellas palabras, un rumor desconcertado recorrió vuestras filas antes de que Turuta continuara:

—Por eso ha ordenado desarmar al Maquis. Aunque el operativo de invasión no se ha anulado y está previsto para el día diecinueve…

Tú también te alejaste del grupo, pero antes le oíste agregar:

—… A mí me localizaron los gendarmes y tuve que huir…

«Pocos, mal armados y peor dirigidos», pensabas seguramente cuando Dronne te llamó:

—Ardura, acérquese. —Y te tendió dos galones blancos quebrados—. Desde este momento ha sido ascendido a sargento. Lafuente regresará a su compañía de origen a primeros de mes y usted comandará el «Santander».

Ni siquiera te alegraste ni agradeciste el ascenso. Te limitaste a alejarte de todos y a sentarte en el asiento del piloto del Half-Track. Aún veías la imagen de Fábregas a tu lado en Argelia, en el Tchad, en los arenales del Fezzan, en Koufra, en el asalto a Túnez, desembarcando en Normandía, quemando el asfalto hacia París… Siempre alegre, cantando, recitando y soñando con la guitarra o el Sten humeante entre sus manos. Cerraste los ojos, le viste de nuevo contigo caminado en las noches gélidas del desierto o aposentado sobre el «Santander», en el Hôtel de Ville, desafiando con el Ay Carmela a las gárgolas de Notre Dame.

Todo se había terminado. Fábregas ya no era más que otra tumba que jalonaba vuestro camino hacia la inmortalidad. Regresaste a tierra firme y te percataste de que la inactividad te estaba matando. La puntilla había sido lo evidente: De Gaulle os había traicionado. Sólo os quedaba la esperanza en el general Leclerc y en el teniente coronel Puzt. Necesitabas desterrar el veneno que te carcomía. Y sólo existía una manera: matando nazis.

—Ardura, están dando permisos —informó Gitano.

No saliste del vehículo. Sabías que a ti no te correspondería ninguno, ya que lo habías disfrutado el mes anterior en París.

—Me despido hasta el veintinueve —oíste decir a alguien, y tu mente lo tradujo a términos tácticos: «El día treinta nos lanzan a la conquista del resto de Lorena».

Te alejaste de la marabunta que cargaba los petates de ropa civil y vociferaba.

Tiznaste el rostro con barro, ajustaste el barboquejo del casco y te internaste en el bosque con tus amigos: el Sten con siete cargadores, las granadas y el puñal.

EL DÍA 30 DE OCTUBRE amaneció con el consabido aguacero y la orden de salida en formación de combate hacia Baccarat. Tus suposiciones se confirmaron: se reiniciaba la batalla de Lorena. La conquista de esta plaza significaba que la ruta a Estrasburgo quedaría expedita. Se realizaría al estilo Leclerc: por un lugar inverosímil.

Baccarat había sido minado y ofrecía cientos de búnkeres y blocaos contra los carros de combate. El único terreno desprovisto de esas fortificaciones era el denso bosque de Mondon, sólo accesible para comandos de infantería, pero infranqueable para divisiones blindadas. Pero como nada es imposible, Leclerc evitó lo fácil por previsible y os lanzó entre árboles, matojos y senderos sólo aptos para alimañas. El objetivo: sorprender y desbordar a la Wehrmacht.

El cielo encapotado os daba la seguridad de que la Luftwaffe no comparecería. A pie, soldados en vanguardia guiaban a los Half-Track y Sherman por sendas que caracoleaban entre el arbolado y que en el pasado sólo transitaban ovejas y lobos. La Nueve, desplegada en hilera, seguía siendo la punta de lanza de la II División.

Entrasteis en Baccarat por la retaguardia nazi, desplegados en tres secciones al mando de Granell, Campos y Lafuente. Hasta que acudiesen en vuestro apoyo los blindados desde el bosque, el lenguaje de las bazucas sobre los Panzer Tiger I y II fue lo único que se oyó. Calle tras calle, esquina tras esquina, vivienda tras vivienda y ventana tras ventana, se desarrolló la ocupación del poblado. No os deteníais ante vuestros muertos y heridos, sólo atendíais al en avant!

Desde un balcón, el sargento Camons disparó su bazuca sobre el Panzer del final de la calle. Falló. Oteó de reojo el linde del bosque: su «Guernica» aún no había aparecido. Disparó de nuevo. Nada. Otra vez. Tres tiros errados. El soldado cargador introdujo el cuarto proyectil en el lanzagranadas. El sargento apretó de nuevo el gatillo. Nuevo fracaso. Quinta carga. Abrió fuego y al Panzer lo envolvieron las llamas. Fin del obstáculo. Las botas de los soldados de La Nueve avanzaron en tropel ocupando los adoquines.

Si conquistabais Baccarat con aquel golpe de mano, al disponer del apoyo de blindados, Hablanville, Pettonville, Vaqueville y Xermamont serían un juego de niños. Eso era lo que bailaba en vuestras cabezas mientras abríais brecha al ritmo del fuego de los Sten, de las granadas y de las bazucas.

Un Half-Track alemán bordeó una esquina y os encontró de frente al sargento Gualda y a ti. Sus cuatro ocupantes se lanzaron sobre las ametralladoras. Gualda vació el cargador del Sten. Tú les lanzaste una granada. Cuatro bajas alemanas y el blindado era vuestro.

La sección del teniente Granell había entrado por el norte. Dos Panzer los recibieron. El fuego desde el cañón del 57 del «Ebro» sólo los envolvió en una cortina de llamas y humo sin impedir el giro de sus torretas en busca del objetivo. El sargento Cariño, rodilla en tierra, desplegó los dos metros y cinco centímetros del lanzagranadas M-1, y apuntó. El rebufo y los disparos de la bazuca se enfrentaron a un obús del 88. El sargento quedó tendido con metralla en las piernas. Ya no podría enseñarte sus añoradas costas gallegas plagadas de percebes.

Vuestros Half-Track se aproximaban al pueblo y encontraron la calle principal bloqueada por los escombros.

—Límpienla —ordenó Dronne a los prisioneros.

Una veintena de soldados de la Wehrmacht se lanzó sobre las dispersas vigas de madera, trozos de paredes y enrejados. Las apartaron hasta que un pasillo de no más de cinco metros se convirtió en una avenida para los semiorugas. Te dirigiste al «Santander» e informaste a Turuta:

—Detrás de la iglesia están los nuestros.

El Half-Track salió de la fila y se abalanzó hacia el este. Ordenaste a un soldado que fuese cargando el «Mari Luz». Habíais llegado al templo y el bramido de las bazucas y cañones del 88, que se oían en la parte de atrás, os hicieron presagiar que la 3.ª sección se hallaba en medio de una brutal batalla.

Gitano, detrás de unas rocas, intentaba desplegar el metro y medio del lanzagranadas M-9. Se atascó. Era uno de las bazucas recién entregados, debía encontrase defectuoso, sospechaste. Un Panzer M-IV giraba su torreta en dirección a Gitano. Ordenaste detener el «Santander» y que vuestro cañón del 57 dirigiera la boca de fuego al lateral del carro de combate alemán. De repente Campos salió desde la nada y corrió hacia Gitano. Tras arrancarle el M-9, lo desplegó de un fuerte manotazo. Apuntó al carro alemán. Los disparos de los tres —bazuca, «Mari Luz» y cañón del 88 del Panzer— sonaron al unísono. Los costados del carro alemán ardieron y el humo salió hasta de la torreta: en el interior se estaban asando. Alrededor del parapeto distinguisteis el cráter abierto por el disparo del 88. Nada se movió y ordenaste a Turuta dirigir el «Santander» hacia allí.

El cuerpo de Campos cubría a Gitano, que pugnaba por apartarlo. El adjudant-chef inmóvil y sangrando, había salvado la vida de tu amigo, pero aquello significaba otra víctima en vuestras filas.