5: El frente soviético

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EL FRENTE SOVIÉTICO

OS LANZABAN CONTRA ROMMEL y vuestro entusiasmo fue en aumento, pero se te hubiesen congelado las tripas si hubieses conocido la odisea que sufría tu padre en aquellos instantes a miles de kilómetros al norte, en el mismo corazón de la Unión Soviética, el lago Ilmen.

En aquel invierno de 1942, la temperatura había descendido en la superficie del lago helado; ni los dioses comprendían cómo se podía seguir avanzando a cincuenta y cinco grados centígrados bajo cero. Los fusiles se encontraban inutilizados; el pan, congelado; la comida, desperdiciada; los pies, inmóviles; las manos, yertas; el uniforme, rígido; el rostro, una piedra de granito. El agua era un bloque de hielo; dormirse, la muerte; tumbarse un rato significaba la amputación de un pie.

La compañía de esquiadores de la División Azul llevaba diez días caminando con trineos y sobre esquíes. De los doscientos siete soldados que habían salido del campamento, ya habían muerto ciento dos y se habían perdido treinta trineos, todo ello sin haber arribado a destino ni entrado en combate. Los cadáveres de los soldados y de aquellos pequeños caballos que arrastraban los carromatos marcaban el itinerario realizado. Si querían desandarlo, no tenían más que seguir su rastro, como un sendero de luctuosas migas de pan en un cuento muy distante al de Hansel y Gretel.

Si alguno de los caídos calzaba botas de esquiador, había que quitárselas para entregárselas a uno de los supervivientes que aún las llevara de cordones. Lo mismo con los guantes de manopla sobre los de cinco dedos. Hasta los calcetines y el fieltro bajo los cascos de metal se convirtieron en un bien precioso, y esa era la tónica con cualquier prenda que cubriera algún hueco de su uniforme.

—No puedo más —dijo Marino—. Tengo que…

—Ni se te ocurra —le gritó Antonio Ardura, tu padre—. Si paras, morirás.

Zarandeó el cuerpo de su compañero para que espabilase y entrase en calor, exhortándolo:

—Olvídate del frío. Piensa en los tuyos y tararea una canción, pero no te detengas.

Así vencía tu padre al monstruo del lago limen, el frío extremo: recordando a su mujer, a sus hijos, los días felices hasta el estallido de la guerra, y canturreando para sí:

Puente de los franceses.

Puente de los franceses.

Mamita mía, nadie te pasa, nadie te pasa…

Aún seguía creyendo que enrolarse en la División Azul, la 250.ª Einheit Spanischer Freiwilliger, como la rebautizaron los alemanes, había sido una buena idea para escapar de la esclavitud en las minas de wolframio. Sólo había que encontrar la mínima oportunidad para desertar.

De repente, mientras cavilaba, el imberbe jefe de escuadra, el camarada Ricardo, se derrumbó a su lado. Tu padre se abalanzó a socorrerlo.

—Déjalo que muera —le susurró Marino.

—Nadie morirá, si puedo evitarlo —sentenció Ardura.

Abofeteó al muchacho y meneó su cuerpo. Era la tercera vez que se veía obligado a hacerlo desde que habían salido.

—Déjame, abuelo —balbuceó el jefe de escuadra—. No

—Claro que puedes, camarada —dijo, ayudándole a incorporarse, y le susurró al oído—: ¿No querías una Cruz de Hierro para mostrársela orgulloso a tu padre?

—Sí…, abuelo —balbuceó, tiritando.

—Pues camina y canta.

Ricardo, ayudado por Marino y tu padre, se irguió y prosiguió, con paso firme sobre sus esquíes canturreando:

Pero sé que si me matan,

de la tierra en que yo muera,

se alzará, como una espiga roja y negra,

de la pólvora y la sangre, mi bandera…

Diez días y diez noches caminando en aquel infierno gélido, sin dormir, sin detenerse, sin apenas comer, y sólo habían recorrido algo más de veinte kilómetros.

—Ya queda poco —animó tu padre a sus compañeros de escuadra—. Allá se ve la desembocadura del Lovat.

Se encontraban en el trayecto final para entrar en combate con la retaguardia del 140.º regimiento de infantería soviético, y su mente regresó a seis meses atrás, cuando concentraron a la División Azul en Madrid.

ERA EL 12 DE JUNIO DE 41, la víspera de la salida rumbo a Alemania, y tu padre imploró un favor a su jefe de escuadra:

—Camarada Ricardo, solicito permiso para desplazarme hasta el domicilio de mi familia.

—Denegado, si no le acompaña un jefe —dijo, sacando pecho.

—No es mi intención huir —alegó, bajando la voz—. Acompáñeme usted, por favor.

—No me trates de usted, abuelo. En Falange está prohibido. Todos somos camaradas.

—Por favor…

—Fuiste mi primer soldado voluntario y atrajiste a nuestras filas a tu compañero Marino —dijo, y, después de un silencio reflexivo, continuó—: Pese a tu pasado rojo, has demostrado agallas en los entrenamientos. Te acompañaré.

Así fue como, después de casi cuatro años, tu padre regresó a su barrio, a las calles del Madrid que os vieron nacer y a la vivienda que ocupasteis toda la familia.

El escenario que contempló se encontraba muy alejado de lo que recordaba. Chicos descalzos en las calzadas de adoquines levantados, con ropas sucias y miradas de linces. Mujeres con cántaros sobre la cabeza desfilando hacia las fuentes de las plazas, seguidas de una marabunta de niños que habían aprendido a andar hacía poco. Carros llenos de sacos de patatas o remolacha, tirados por asnos y escoltados por guardias, perseguidos por chiquillos en busca de un tubérculo perdido. Camiones cargados de soldados girando una y mil veces por las mismas manzanas. Colas de niños y ancianas frente a una puerta en la que leía «Auxilio Social». Curas con pistola al cinto y la cruz sobre el báculo, que desfilaban acompañados por grupos de jóvenes con la camisa azul mahón. «Esta es la alegre primavera de Franco», pensó.

El edificio aún presentaba los agujeros de las balas, y parte del tejado se encontraba derruido. Ascendió hasta el primer piso por aquellos peldaños de madera que olían a flores muertas y a meados, junto a paredes que supuraban humedad y su visión destruía cualquier palabra. La puerta había desaparecido de sus anclajes. «Robada», dijo para sí. Las pocas pertenencias que quedaban se entremezclaban con ratones que correteaban entre las ruinas y cagarrutas de animales o humanos. En el suelo, el retrato de su familia con el cristal y el marco roto. Era la foto que les hicieron cuando Lucía cumplió su primer año; él aparecía junto a su mujer, Marta, y sus dos otros hijos, el fortachón y noble Fran y tú, el travieso Nico. La extrajo del marco y, antes de guardarla en el bolsillo de su zamarra, preguntó:

—¿Puedo llevármela, camarada?

Ricardo asintió.

De la vivienda de enfrente se oían ruidos. Tu padre golpeó la puerta. Una mujer con un bebé en brazos la abrió y su cara mostró una expresión de espanto al contemplar los uniformes azules.

—No tema —la tranquilizó—. Sólo quiero preguntarle si sabe algo de los moradores del piso de enfrente.

—No, no… No sé nada, nada —dijo la mujer, y el bebé comenzó a llorar.

—Era mi familia —aclaró tu padre—. Me gustaría saber de ellos.

—No le puedo ayudar. —El niño incrementó su llanto y la mujer lo meció, para proseguir—: Cuando nos refugiamos aquí, no había nadie en esa vivienda. He oído que, antes de terminar la guerra, se marcharon a Alicante.

Eso fue todo lo que pudo averiguar, pues les esperaba el tren que al día siguiente los llevaría a Alemania.

Pocas horas después, dieciocho mil soldados se apretujaban en vagones de cuyas ventanas colgaban las banderas rojinegras de Falange y la enseña rojigualda de la División Azul, junto a la de sus regimientos. Si algo le llamó la atención de la estructura militar de la división, fue que aunque aspiraba a ser una plataforma publicitaria de Falange, a los falangistas no se les había permitido ocupar ningún rango de oficiales. Los jefes eran profesionales del Ejército nacional.

La multitud agrupada en los andenes les despedía como héroes, enarbolando banderas que ondeaban al viento.

—Franco tiene una deuda de sangre con Hitler, y se la vamos a devolver —gritó Ricardo.

Ante estas palabras, los soldados del vagón comenzaron a cantar, acompañando el compás con el taconeo de la bota sobre el piso del tren:

Prietas las filas, recias, marciales,

nuestras escuadras van.

Cara al mañana, que nos promete

Patria, Justicia y Pan.

La chimenea de la locomotora pitó. El andén comenzó a llenarse de vapor de agua.

—No creo que haya sido buena idea…

—Silencio, Marino —le dijo tu padre, pasándole el brazo por encima el hombro y arrimándolo hacia él—. Lo hecho, hecho está.

El tren arrancó. En la estación, las gentes alzaron el brazo y extendieron la mano. Los soldados les imitaron desde las ventanas y, como un gran coro, se oyó por encima del estruendo de la locomotora:

Cara al sol con la camisa nueva

que tú bordaste en rojo ayer…

Once días más tarde, arribaron al campo de instrucción de Granfenwöhr, en la baja Baviera, y las autoridades militares les entregaron ropas y abrigos de la Wehrmacht.

—No nos quitaremos el glorioso uniforme de la Falange —ordenó Ricardo a sus hombres.

Sus palabras se extendieron a otras escuadras. Al final, los jefes alemanes se encogieron de hombros. Les daba igual que siguieran llevando el azul, pero bajo el uniforme gris de la Wehrmacht.

A finales de agosto, la instrucción militar había terminado y un desfile ante el general Fromm se convirtió en su despedida hacia el frente.

—Rusia será cuestión de un día para la invencible infantería española —repetía exultante aquel niñato, ante el cruce de miradas de incredulidad de Marino y tu padre.

Después, otro tren hasta Grodno, la frontera polaca con Rusia. Allí, en los suburbios, dos guetos judíos.

—¿Cuándo desertaremos? —preguntó Marino, apretando los dientes—. Tengo ganas de matar a estos cerdos nazis.

—Hay que esperar —respondió tu padre con los ojos humedecidos—, aún estamos en territorio ocupado.

Luego vino el suplicio: cuarenta días caminando en terreno soviético con mochilas de casi cincuenta kilos. Vilna, Minks, Borissovo, Orscha, Dubrovna y Vistebsk vieron pasar aquellos soldados y sus cascos decorados con el águila del III Reich y la bandera rojigualda. Aquella marcha se hizo a golpe de botellas de coñac y del cántico de La Parrala, la canción que se había puesto de moda en la España franquista mientras ellos estaban encadenados al wolframio.

—Hay que llegar a Moscú —exhortaban los jefes de la División Azul, para espolear el avance—. La Wehrmacht está a punto de entrar y la bandera española debe ondear sobre los soviets.

Pero algo ocurrió y nunca se combatió en las trincheras de la capital rusa. Al llegar a la altura de Smolesko, la desviaron hacia Leningrado.

—Nos quieren robar la victoria en Moscú —se lamentó Ricardo.

Tu padre no replicó, pero su veteranía le hizo sospechar otra razón: si aquella tropa desarrapada y mal equipada era diezmada por el Ejército Rojo, hubiese constituido muy mala prensa para el III Reich frente a su aliado, y necesitaba que Franco le enviara más voluntarios.

El día del Pilar de 1941, la División Azul alcanzó la ribera del río Voljov y relevó a la 125.ª división de infantería germana. Casi dos meses caminando en terreno soviético, sin entrar en combate ni ver al enemigo. Y los habían instalado en aquel frente estático de varios kilómetros en los que no ocurría nada.

—Han desertado otros dos —informó Marino—. Ya van cincuenta y uno.

—Se están equivocando al desertar ahora y entregarse al Ejército Rojo…

—No te entiendo.

—No olvides que llevamos uniforme alemán: los soviéticos los meterán en campos de prisioneros —explicó tu padre con calma—. Hemos de desertar cuando encontremos partisanos; entre ellos hay españoles del exilio y nos ayudarán.

«Cincuenta y uno», había dicho Marino. «Está claro que casi todos los presos políticos enrolados traemos la misma idea. Así que, de un momento a otro, esa cifra alcanzará los cien…», pensó tu padre y meneó la cabeza.

Aquel invierno fue tranquilo a orillas del Voljov. Las noches eran frías, pero las guitarras, el coñac y La Parrala ayudaban a superarlas. Los alemanes que aún permanecían en la posición les miraban sorprendidos: aquella improvisación diaria contrastaba con la rigidez germánica.

Llegó el 10 de enero de 1942. El frío congelaba las cuerdas de las guitarras y hasta las palabras. En ese momento les informaron de que quinientos soldados alemanes se encontraban acorralados al sur de Novgorod, en la desembocadura del río Lovat. Liberarlos se convirtió en la primera misión que les asignaban. Para ello deberían sorprender a los rusos en la retaguardia, recorriendo los treinta kilómetros sobre la superficie helada del lago limen. Lo que no sospecharon era que se les lanzaba a un suicidio colectivo.

DIEZ DÍAS SOBRE ESQUÍS, a paso lento sin detenerse ni de día ni de noche sobre la pista congelada del limen, atravesando un terreno atestado de declives, grietas y murallones helados e infranqueables, con su mochila y fusil al hombro. Sólo los ojos, bajo las cejas escarchadas, iban descubiertos. Para colmo, el generador se había estropeado a pocos kilómetros del punto de salida. La primera batalla en suelo soviético la libraban contra el frío, y después de cien muertos congelados y veintinueve trineos perdidos en el trayecto, estaba muy claro quién ganaba.

Al superar el lago, la temperatura se elevó doce grados centígrados. Otros diez, cuando se acercaron a las aguas del Lovat. Caminaban a treinta y tres grados bajo cero y el enfrentamiento con los rusos era inminente.

Nada más amanecer el 21 de enero de 1942, se oían los disparos de la refriega. Habían llegado a la retaguardia soviética, al asedio que la columna de infantería soviética mantenía al medio millar de soldados de la Wehrmacht.

Abandonando sus esquís, los divisionarios azules se adentraron en la aldea de Schischimorowo. La temperatura había ascendido a los veinte grados bajo cero. Se protegieron detrás de unos troncos de árboles con copas en las que sólo crecían nidos de nieve y avanzaron en hilera, pegándose a las paredes de las chozas de cuyos tejados colgaban enormes estalactitas. Los rusos se hallaban a tiro de piedra.

—¿Ahora qué, Antonio? —preguntó un Marino desconcertado, apretando la espalda contra un helado muro.

—Ahora sólo piensa en sobrevivir —sentenció tu padre.

Y ambos saltaron del parapeto precedidos del impacto de dos granadas y del fuego de sus fusiles.

El regimiento soviético se encontraba entre dos frentes y cundió la alarma. Tal vez fue el factor sorpresa o la información errada de que les atacaba una división en vez de una compañía, pero fuera lo que fuese, los soldados del Ejército Rojo cesaron la ofensiva y se replegaron.

Los españoles enlazaron con los alemanes; Ordás, oficial al mando de los esquiadores divisionarios, y el jefe de la Wehrmacht se fusionaron en un abrazo.

Dos días después comenzó el avance conjunto con pequeñas escaramuzas hacia las aldeas de Usino, Maloye, Bolsloye y Schilej. Fue en esta donde los rusos descubrieron que la unidad que había llegado al salvamento era una fuerza insignificante. Y procedieron al contraataque.

Aunque los divisionarios tuvieron que replegarse hasta Usino, ya era tarde para el regimiento soviético. Los cercados habían podido emprender la huida en una salida violenta, disparando a discreción, lo que les permitió abrir un corredor seguro para evacuar la columna de la Wehrmacht.

AL ATARDECER DEL PRIMER DÍA de febrero, cuando todos se encontraban a salvo en las posiciones atrincheradas y defendidas por las fuerzas terrestres alemanas y la Luftwaffe, a los divisionarios españoles les llegó la orden de regresar a Spaspiskopez, a la base de la División Azul.

En cuanto ascendieron al camión que les transportaría hasta su destino, la noticia del alto mando alemán les alcanzó: habían conquistado la Medalla Militar Colectiva y treinta y dos Cruces de Hierro. Los cánticos se reanudaron:

Ya las banderas cantan victoria

al paso de la paz.

Ya han florecido, rojas y frescas,

las rosas de mi haz…

—¡Me han concedido una Cruz de Hierro! ¡Me han…! —gritaba entusiasmado el joven jefe de escuadra—. Abuelo, no estés tan triste —le dijo, dándole una palmada en la espalda—. A ti también te han dado una.

—Camarada Ricardo —respondió tu padre, apretando los dientes sin apartar la vista del horizonte—, ¿te has dado cuenta de que de las treinta y dos Cruces de Hierro veinte son a título póstumo?

El joven quedó en silencio, pensativo, y giró la cabeza, contemplando lo que parecían señalarle Ardura y Marino con la mirada. Desde la caja del vehículo se divisaban las grandes extensiones de nieve cubiertas por decenas de cadáveres de soldados y animales, junto a los cascarones negruzcos de vehículos en llamas. En la cuneta, sobre un charco de sangre, divisaron el cuerpo boca abajo de un soldado soviético. Unas pequeñas burbujas emanaron de la charca. Aún estaba vivo y a nadie importaba. La nieve en el frente ruso era roja y negra.

En el camión, de los doscientos siete divisionarios azules que habían iniciado aquella misión casi suicida sobre el lago limen, sólo cantaban unos pocos: exactamente nueve. Nueve, de los doce vivos.