4
LA REUNIÓN
ERA LA MAÑANA DEL 9 DE JULIO. El sol aún no se encontraba en su esplendor en el cielo de Túnez, pero el calor machacaba los cuerpos en cualquier rincón de sus callejuelas blancas. Hasta la sala del hotel, en la que se habían citado los altos mandos militares aliados en África, sufría el infierno del verano tunecino.
Los ordenanzas militares servían café o té a los generales congregados en aquel salón. Ninguno hablaba; simplemente se limitaban a ojear los documentos y planos aportados por Eisenhower. Aunque Giraud y De Gaulle se encontraban presentes, como copresidentes del Comité Francés de Liberación, tampoco intercambiaban palabras. Incluso parecían los más distantes. Enfrente de ellos, Montgomery, luciendo sus nuevos galones de mariscal y su sempiterna boina negra, intentaba encender su cachimba. Al verle, Patton no se amilanó y encendió un puro. Eisenhower, con un gesto, indicó a uno de los asistentes que abriera una ventana.
El desayuno estaba servido.
—Pueden retirarse —ordenó Eisenhower al jefe de camareros.
Cuando hubo salido el último, el general norteamericano, abriendo su carpeta, se dirigió al resto:
—Señores, han tenido tiempo de leer los detalles de la Operación Husky. ¿Alguien tiene alguna duda? —Todos negaron con la cabeza y Eisenhower, consultando su reloj, continuó—: Pues no hay más que hablar. En quince horas comenzará el desembarco en Sicilia. Montgomery ocupará la provincia de Siracusa y Patton entrará por Licara y Gela. Así que sólo nos queda desearles suerte.
Henri Giraud levantó la mano y un ademán de Eisenhower le concedió permiso.
—Quisiera presentar una queja.
—¿Sobre el desembarco? —preguntó extrañado Montgomery.
—No nos diga que quiere ponerse al mando —dijo irónico Patton.
—No, no es eso. Y no me gusta su tono, general Patton —cortó Giraud.
—Explíquese —exigió Eisenhower.
—Quiero que se declare indeseables a la 1.ª División Ligera y a la 2.ª División Blindada de la Francia Libre y se las destierre a Trípoli.
Todas las miradas se dirigieron a De Gaulle, pero este no pronunció palabra. Hasta parecía tener los ojos húmedos.
—¿Por qué razón? —preguntó Eisenhower.
—Sus soldados campan a sus anchas por Argel, Orán, Túnez, creando enfrentamientos innecesarios con la Gendarmería. Se adentran en las posiciones del ejército regular francés o hasta las puertas de Sidi-Bel-Abbés, en la misma base de la Legión Extranjera, e incitan a la deserción para que se unan a las divisiones gaullistas —Giraud clavó su mirada en De Gaulle y alzó la voz—: El Corp Franc d’Afrique ha desertado casi al completo. Y la desfachatez ha llegado hasta el asesinato. —Dio un golpe en la mesa y sentenció—: Un comandante de infantería ha aparecido muerto en una de las calles de Orán y se rumorea que el culpable fue un soldado de la 2.ª División Blindada.
—Se les puede interrogar a todos. Nada más hay que dar la orden a la Policía Militar —terció Patton, y dio una calada.
—Sería inútil; nadie hablaría, y usted lo sabe. —Giraud dirigió su mirada hacia el presidente de la reunión y continuó—: Pero lo que más me molesta es la connivencia norteamericana. Todos ellos se desplazaban en vehículos con el distintivo del II Ejército.
—¿Qué sabemos de eso, George? —preguntó confundido Eisenhower.
—Ya me lo había comentado Giraud —contestó calmo y, mordiendo el puro, añadió—: Pero no es material americano. He revisado personalmente las hojas de ruta de todos nuestros vehículos y ninguno ha salido irregularmente de los campamentos.
—Entonces, ¿cuál es la hipótesis más probable? —volvió a preguntarle Eisenhower.
—Que los testigos se equivoquen o se hubiera pintado nuestro distintivo en camiones que no son nuestros —aventuró Patton colocando los codos en la mesa.
—Da igual —cortó Giraud—. El daño ya está hecho, así que solicito el destierro a Trípoli.
—De Gaulle, ¿algún inconveniente? —preguntó Eisenhower.
Ante el asombro del resto, el general negó con la cabeza.
—Perfecto, todo solucionado —sentenció Eisenhower y, después de encender un Lucky Strike, añadió—. ¿Alguna cuestión más?
—Sí —dijo Montgomery, sacando la pipa de la boca—. Yo también quiero presentar una queja contra las divisiones de De Gaulle.
Con un gesto, Eisenhower le alentó a proseguir.
—Cuando la 1.ª División Ligera se nos una en Sicilia —continuó Montgomery—, no quiero ver al frente de ella al general Koenig. Ya desobedeció mis órdenes en Himeinat y no me apetece tenerlo a mi lado. Y sobre el general Leclerc, lo mismo. Ese excéntrico personaje hace la guerra por libre.
—¿De Gaulle? —requirió Eisenhower.
—No tienen ustedes de qué preocuparse —dijo, y, cruzando los dedos, añadió—: Las dos divisiones saldrán mañana hacia Trípoli. Leclerc no irá a Sicilia, se unirá al contingente que desembarque en Francia. Y cuando la 1.ª División Ligera se sume a ustedes en territorio italiano irá al mando de Larminat.
—¿Y Pierre Koenig? —se extrañó Eisenhower.
—Le he ordenado salir de inmediato a Francia y ponerse al frente de las Fuerzas Francesas del Interior.
—¿No tenía allí a Jean Moulin?
Un silencio inundó la sala. El general de la nariz corva, Charles de Gaulle, llevó la punta de un dedo a sus ojos y pareció limpiarse el lagrimal. Después respondió:
—Encontraron ayer su cuerpo en el vagón de un tren a la altura de Metz. La Gestapo lo llevaba a Berlín para continuar con los interrogatorios, pero no resistió el viaje después de las torturas infringidas en Lyon.
—Lo sentimos —dijeron varios al unísono, y continuó Eisenhower—: Que la Francia Libre reciba nuestro pésame.
—Así se hará —respondió De Gaulle.
—¿Qué unidades de la Gestapo fueron las responsables? —preguntó Patton.
—Las que están al mando de Klaus Barbie y su lugarteniente, el Obersturmführer Rudolf Törni.
—El puto Carnicero de Lyon y su almorrana —añadió Patton.
—Ahora quiero hacerles a ustedes una petición —dijo De Gaulle—. Quiero que, sea quien sea el que los capture, los ponga a disposición de los tribunales franceses.
—Así lo haremos —sentenció Eisenhower. A continuación cerró su carpeta y les preguntó—: ¿Algo más, señores?
—Sí —contestó Montgomery—. ¿Qué sabemos de la posición de Franco?
—En estos momentos es muy dubitativa —respondió Eisenhower—. Recuerden que había pactado con Hitler prestar su apoyo en el frente ruso con la División Azul a cambio de participar en el reparto del territorio africano. La derrota de Rommel habrá provocado que se replantee su estrategia. —Dio una calada, clavó la vista en el mariscal inglés y añadió—: Además, está lo del tungsteno…
Montgomery asintió.
—¿Se puede saber de qué habláis? —intervino Patton.
—Del wolframio, George —acotó Eisenhower, pero, al notar el gesto de desconcierto de su compatriota, aclaró—: Franco estaba pagando la ayuda de Hitler en la Guerra Civil con wolframio. Casi ha vaciado sus yacimientos en la frontera con Portugal, desde Cáceres a León. La diplomacia inglesa ha entrado en contacto con él para comprarle lo que aún le quede en las montañas.
—¿Qué precio tiene ese mineral? —preguntó un Patton desconcertado.
—En tiempos de guerra, casi diez veces el del oro —acotó Montgomery.
—Señores, ese es el resumen de las relaciones con Franco —cerró Eisenhower.
—Ya —intervino de nuevo el mariscal inglés—, luego lo de la entrada en Europa por las playas de…
—Se aplaza —interrumpió rotundo Eisenhower—. Nuestros servicios secretos están negociando con Franco. Si regresa a su antigua posición de neutralidad, retira la División Azul del frente soviético y deja de suministrar tungsteno a Hitler, el desembarco por las playas de Almería queda…, digamos, en suspenso.
—Entendido —afirmó Montgomery.
—¿Alguna duda más, señores? —preguntó Eisenhower. Todos negaron con la cabeza y comenzaron a cerrar sus cartapacios—. Pues se levanta la sesión. Suerte en Sicilia.
El primero en salir fue el mariscal Montgomery, después Giraud seguido de un cabizbajo Charles de Gaulle. Ante un gesto de Eisenhower, Patton permaneció en la sala.
Cuando quedaron solos, el general del revólver de las cachas de nácar abrió fuego:
—¿Qué ocurre ahora, Ike?
—Explícame qué es eso de nuestro material rodando en manos de soldados de la 2.ª.
—¿Qué quieres que te diga? —Colocó el puro en la boca y añadió—: Me tomaron el pelo, cojones. Un puto teniente coronel del Corp Franc d’Afrique me prometió que los soldados que le robara a Giraud los sumaría al II Ejército. —Dio una calada y se sentó. Seguidamente remató—: Se los entregó todos a Leclerc.
—¿Presentaste una queja contra él?
—Joder, ¿de qué serviría? Sólo para que yo quedase en ridículo y el mono de la seta en la cabeza se riese de mí —exclamó, y saltó del sillón para dirigirse a una de las ventanas—. En su brusco gesto arrojó al suelo la carpeta de Eisenhower. Perdona, estoy fuera de mí. Esos cabrones me han puesto de mala uva. —Se inclinó a recoger los documentos desparramados y, al alzar uno de ellos, preguntó extrañado—: Pero… ¿qué cojones significa esto?
—Nuestro salvoconducto para conquistar Sicilia.
—¡No me jodas! El gobierno de los Estados Unidos pactando con la Mafia. —Y arrojó los papeles encima de la mesa.
La ficha de Lucky Luciano, que incluía su fotografía, había quedado encima de la carpeta.
—Se pacta hasta con el diablo, George. El fin justifica los medios.
—Dame carros de combate y soldados y déjate de jueguecitos con mafiosos.
Eisenhower le tendió un plano de Palermo sobre el que habían trazado varias líneas.
—Cuando entres en la ciudad, ten en cuenta esto. Por muchos carros de combate que te asigne, nunca lo descubrirías.
—¿Qué es?
—Los túneles secretos que tiene la ciudad y que sólo conoce la Mafia. —Cogió otro plano y continuó—: Aquí tienes los de Siracusa, los de…
—¿Qué le prometisteis a Luciano?
—Su deportación a Roma. A cambio, su gente nos debe facilitar la entrada en Sicilia.
—Por lo que veo, accedió.
—Gracias a eso habrá menos derramamiento de sangre.
—No sé, Ike. Yo soy un soldado, lucho donde me mandáis y venzo donde lucho. No acabo de comprender estos tejemanejes políticos. —Mordió el puro y añadió—: Es como si pactáramos con Klaus Barbie.
El silencio de Eisenhower lo congeló.