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ENTERRADME CON MI GUITARRA
TU DEDO SE PEGÓ AL GATILLO. La ametralladora de 12.7 del «Santander» barrió toda la zona escupiendo proyectiles con la misma cadencia con que vosotros maldecíais. Gitano hizo lo mismo con la del 7.6. Llovieron más balas que gotas habían descargado los aguaceros caídos. Los alemanes, en retirada, eran acribillados. Los veías retorcerse y no sentías nada, ni rabia. Los sentimientos se habían alejado de vosotros, erais máquinas de matar. Ráfagas a sus piernas, más a sus cabezas. De repente, un Panzer MK IV salió detrás de una de las granjas. Gitano saltó del Half-Track con el lanzagranadas M-9 y corrió por la hierba buscando una posición parapetada desde la que dinamitarle los goznes de las cadenas. Campos y Juanito se acercaban en vuestra ayuda a toda la velocidad que permitían sus semiorugas. Un Sherman abrió fuego contra el frontal del carro alemán, que ni se inmutó. El cañón del 88 del Panzer respondió y el carro de combate aliado voló por los aires. Enfocasteis el «Mari Luz» hacia el blindado alemán. Sólo conseguisteis que ardiese, sin impedir su avance.
Cuando Campos llegó a vuestra altura y distinguió el cuerpo tendido y ensangrentado de Fábregas, enloqueció:
—¡No…! —gritó, y embistió de frente al Panzer con el «Túnez 43».
Las tablas sobre la poza séptica de las cuadras limítrofes cedieron, impidiendo el avance del Half-Track, que comenzó a hundirse en aquella ciénaga de mierda. El adjudant-chef, seguido de sus soldados, saltó del blindado al que tragaban lentamente aquellas arenas movedizas de estiércol y orines acumulados durante años.
Un impacto de la bazuca de Gitano inutilizó la cadena izquierda del Panzer que comenzó a girar sobre sí mismo sin control. La escotilla se abrió, y los alemanes, con los brazos en alto, salieron. Una ráfaga del Sten de Campos acabó con ellos.
—¡Hoy no hay prisioneros! —gritó.
Corristeis hacia Fábregas y Vázquez. Este se encontraba inmóvil, con los párpados abiertos, que Gitano cerró. El pecho del sargento jefe chorreaba sangre y un hilo rojo manaba por la comisura de sus labios, pero se movía.
—Mi sargento, se podrá bien —balbuceaste.
Un golpe de tos y Fábregas escupió un borbotón de sangre. Comenzó a temblar. Campos, quitándose el casco, se arrodilló ante él.
—Resiste, compañero —susurró, alzándole la cabeza y arrimándola a su pecho.
—Bête… —masculló Fábregas.
—Dígame —dijiste, arrimándote a su rostro.
—Prométeme que el «Santander»… será el primero… en entrar en… España. —Tosió de nuevo.
—Se lo prometo… Ahora descanse.
Se sucedió otro temblequeo, y Fábregas masculló:
—Campos…
—Dime.
—Enterradme… con mi guitarra.
La cabeza le cayó hacia atrás y los dedos se abrieron lentamente hasta quedar inmóviles. Campos pasó su mano por los párpados de Fábregas y le tapó los ojos.
Vuestro trovador de las batallas había muerto.
El cielo abrió sus entrañas y la tormenta anunció su ingreso en la Historia. Un rayo cayó cerca de la majada y el sonido del trueno retumbó hasta la frontera alemana.
Bajo la densa lluvia, los soldados de la 3.ª sección rodearon el cuerpo del sargento jefe. No había lágrimas, habíais perdido la capacidad de llorar. Vuestro jefe, el adjudant-chef de rodillas con la cabeza de Fábregas pegada a su pecho, permanecía en silencio, conteniendo el dolor con los ojos enrojecidos.
De repente, contraviniendo la orden de no recoger a los muertos, Campos cargó el cadáver de Fábregas. El brazo izquierdo de vuestro poeta pendía balanceándose a cada paso; el derecho reposaba sobre el pecho y la cabeza, inclinada con la boca abierta, estaba empapada de sangre. El adjudant-chef encaminó hacia el «Santander» a través de un barrizal que no detuvo sus poderosos pasos. Las gotas de lluvia los golpeaban con violencia y, unidas al agitado aliento de Campos, los envolvían en un halo trágico. Llegó hasta el Half-Track, depositó el cuerpo con cuidado sobre el frontal y te ordenó:
—Lleve a su sargento jefe hasta la base.
Dos soldados de la 3.ª, siguiendo el ejemplo del adjudant-chef, cargaron el cuerpo de Vázquez sobre el morro del «Almirante Buiza».
—¿Qué hacemos? —preguntó Juanito.
—Id hasta el campamento y enterradlos —respondió Campos, mientras daba media vuelta hacia el «Túnez 43» sepultado en el estiércol.
—¿Y tú?
La pregunta de Reiter no obtuvo respuesta.
Emprendisteis en silencio la ruta hacia las afueras de Xafférvillers bajo el fuerte chaparrón y una opresión en vuestros corazones.
El «Santander» y el «Almirante Buiza» entraron los primeros en las posiciones de La Nueve con los cadáveres sobre su chapa, seguidos del «Brunete» y el «Guadalajara». El resto de soldados de la compañía comenzaron a rodearos.
—¿Dónde está Campos? —preguntó el teniente Granell desconcertado.
—Viene ahora —dijo Juanito, descendiendo del Half-Track.
Cuando los dos semiorugas que portaban los cuerpos se encontraron bajo una carpa, descendisteis de ellos. Fábregas y Vázquez quedarían allí para velarlos.
Al anochecer, cuando todos los componentes de La Nueve habían pasado por delante de sus cuerpos, comenzasteis a cavar las tumbas en silencio. A las doce en punto de la noche los introdujisteis despacio en los sepulcros del pequeño cementerio de Saint Maurice sur Montagne, rodeados de decenas de cipreses centenarios. Fábregas iba acompañado de su guitarra.
Después de cubrir con tierra sus cadáveres, clavasteis la bayoneta de los fusiles en la tierra, la rodeasteis de piedras y colocasteis sus cascos sobre la culata. Habíais llorado a todos vuestros muertos y Fábregas siempre había leído un poema sobre sus tumbas, casi siempre de Miguel Hernández o de Federico García Lorca. Pero vuestro juglar había muerto, tal vez él no tendría ningún verso.
El teniente Bamba no opinó lo mismo y abrió un libro del que sólo pudiste leer «Méjico, 1941» y un nombre, «Pedro Garfias», y comenzó a recitar:
Que un día volveremos, más veloces…
Si alguien, a fecha de hoy, quiere localizar la tumba de Fábregas en el cementerio de Saint Maurice sur Montagne, le recomendaría que no pierda mucho el tiempo. Después de los años, el pequeño poblado ha desaparecido y con él los restos de los cadáveres. Dijeron que los habían traslado a uno colindante, pero ni los párrocos dan noticias. A lo mejor, como os dijo vuestro sargento jefe, en realidad no haya muerto y se encuentre en el infierno reagrupándoos de nuevo alrededor de un corro bajo los acordes de la guitarra para proseguir la lucha.
Tal vez sea así, pero de momento regresemos a 1944.
Al terminar el poema, la mano de Granell se colocó en tu hombro y te preguntó:
—Hijo, ¿qué sabes de Campos?
Giraste la cabeza, mirando a tú alrededor, el adjudant-chef no había acudido al entierro y no te habías percatado.
—Nada, mi teniente.
—¿Conoces el lugar en el que quedó?
Asentiste.
—Pues sube en «Los Cosacos» y vamos a buscarle.
El aguacero, los caminos embarrados y la oscuridad por la ausencia de luna provocaban que vuestro avance fuese lento. Tardasteis casi dos horas en llegar a las inmediaciones del cruce de las aldeas de Ménarmont y Xafférvillers, pero distinguisteis el lugar en el que se encontraba Campos por los focos encendidos del Half-Track.
El «Túnez 43» seguía enterrado en el enorme pozo negro, pero el adjudant-chef, desde el interior, paleaba el excremento. Casi había vaciado la enorme hoya. Y bajo la tenue luz de las luces del blindado, se distinguían su uniforme calado y adherido al cuerpo, la lluvia recorriendo su rostro y hasta sus ojos hinchados y enrojecidos.
Hiciste amago de saltar adentro de la fosa séptica para ayudarle, pero Granell te lo impidió.
—Dejémoslo —dijo entonces.
Ante tu expresión de desconcierto, el teniente añadió:
—Necesita estar a solas, limpiando el mundo de mierda.