4: Campamento de Trentham-Park

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CAMPAMENTO DE TRENTHAM-PARK

A LOS SOLDADOS que habían salvado la piel en Dunkerque pronto se les unieron los supervivientes de la 1.ª División Ligera con la 13.ª Semibrigada de la Legión provenientes de los fiordos noruegos. Todos recabaron en el campamento de Trentham-Park, condado de Staffordshire, al sur de Inglaterra.

Después de la Operación Dinamo, los soldados de la Fuerza Expedicionaria Inglesa fueron enviados con sus familiares o a sus nuevos destinos en el interior de la isla. En el campamento sólo quedaban franceses, belgas, exbrigadistas internacionales de la guerra de España enrolados en la Legión Extranjera y los republicanos españoles.

Entre estos paseaba el legionario Gayoso, que lucía en su pecho la Medalla al Mérito Militar por la toma de la cota 220 en Noruega. Era la primera medalla ganada por un español en aquella guerra demente.

De los catorce mil soldados del improvisado campamento, los españoles constituían casi un millar. Pronto se agruparon gracias a esa camaradería que da el haber sufrido dos derrotas y llevar a cuestas los muertos que jalonan las tierras de España, los fiordos noruegos y las playas de Dunkerque.

Después de varias semanas en el campamento sin que nadie les diese explicaciones sobre su futuro, la mañana del 30 de junio fueron informados de que un general les dirigiría unas palabras.

Ante ellos se presentó Charles de Gaulle. Sobre la tarima, detrás de él, la larga y escuálida figura del jefe de la 13.ª Semibrigada de la Legión Extranjera, Monclar, estrenaba galones de coronel al lado de su ayudante Koenig, al que habían ascendido a comandante. El general, sin mucho entusiasmo, habló para todos los soldados, aunque su discurso estaba destinado realmente para los españoles y los exbrigadistas internacionales:

—No sois ciudadanos franceses y por consiguiente no estáis sujetos a los mismos deberes morales que vuestros compañeros los cazadores alpinos —tras una pausa corta, prosiguió—: Nada os obliga a uniros a las fuerzas de la Francia Libre, pero os aseguro que no alcanzaré a comprender vuestra posible renuncia a seguir defendiendo la Francia de los Derechos del Hombre…

Hubo murmullos entre los batallones españoles; sin embargo, nadie dio un paso al frente. El rostro del general no ocultó su decepción.

—Ahora nos pides que os echemos una mano —el grito en español provenía del interior de los batallones de la 13.ª—. ¿Qué ayuda nos disteis vosotros contra Franco?

De Gaulle bajó la mirada y comenzó a descender de la tarima. Su gesto abatido señalaba lo evidente: la Francia Libre aún no tenía ejército. Koenig parecía el más sorprendido; tal vez no había esperado aquel reproche de los héroes que combatieron con él en Narvik. Se quitó el quepis, recorrió con la mano su incipiente calvicie y miró al cielo, quizás emitiendo una plegaria.

La mayoría de los legionarios franceses esperaban que alguien les explicara su actual situación. Habían firmado un contrato que les obligaba hasta el final de la guerra. ¿Significaba el armisticio ese final? Los republicanos españoles y los exbrigadistas internacionales se encontraban en una situación similar, pero en su caso ni siquiera estaban al tanto del siguiente destino.

HABÍAN TRANSCURRIDO DIEZ DÍAS desde la infructuosa visita de De Gaulle y la mayoría de los legionarios opinaban que deberían haberse ido con él. Al fin y al cabo, aunque ese general era un perfecto desconocido para ellos, sabían quiénes eran Monclar y Koenig, oficiales de la vieja Legión, jefes que compartían las trincheras y el hambre con sus soldados y que nunca ordenaban nada que no acometieran ellos mismos en primer término.

El segundo domingo de julio llegó la orden del mariscal Pétain para todos los legionarios:

«Embarcarán de inmediato hacia Marruecos…».

—No nos envían a la base de la Legión en Argelia —gritó el sargento Toro Ardura, tu hermano—. ¡Nos lanzan a colaborar con el Eje en Casablanca!

Los republicanos españoles arrojaron las armas al suelo y golpearon las mesas con sus puños; el sonido de sus botas contra el suelo adquirió el estruendo de cientos de caballos en desbandada. Cinco legionarios de la 13.ª volcaron mesas y comenzaron a prender fuego a las lonas de las tiendas de campaña. El resto se fue sumando al amotinamiento por la decisión del gobierno de Vichy. Y los gritos de protesta salieron de todos los rincones:

—¡No iremos a Marruecos!

Tropas inglesas rodearon al millar de españoles sublevados. El comandante al mando efectuó dos disparos al aire y gritó en castellano:

—Depongan su actitud o abriremos fuego contra ustedes.

Los ánimos se fueron calmando, los gritos cesaron y todos ayudaron a apagar el fuego con mantas o cubos de agua. Al terminar, el mando británico les ordenó formar y, escoltados por un batallón también inglés, se les condujo a la improvisada prisión militar de Stoke-on-Trent.

Dos días permanecieron encerrados allí en calidad de detenidos. Al cabo de ese tiempo los condujeron de nuevo al campamento. Las tropas de la 1.ª División Ligera, al mando del general Béthouard, habían partido sin los soldados españoles con destino a Marruecos. Ellos se encontraron solos en el campamento, sin armas ni unidad ni jefes ni bandera.

—Deberíamos habernos unido a De Gaulle —murmuraban algunos.

—No le conocemos. Puede ser igual o peor que Pétain —respondían otros.

—Aunque así sea, sabemos quiénes son Monclar y Koenig. Si ellos están con De Gaulle, nosotros también deberíamos.

Pero un comentario de Gayoso, al que todos respetaban por ser el primero en portar una medalla al valor, les hizo reflexionar:

—Es curioso. Ahora Francia está como nosotros, con un gobierno en el exilio.

«Gobierno en el exilio», había dicho. Y algo ocurrió en el interior del alma muerta de aquellos exiliados. Con aquel argumento comenzó la disidencia en sus filas; la primera llegó de boca de los que obedecían las consignas del Kominterm:

—Hay un pacto de no agresión entre la URSS y Alemania. Los comunistas bajo ningún concepto nos sumaremos a De Gaulle. Es lo mismo que Hitler o Pétain.

Pero la consigna no fue aceptada por la mayoría. Y en silencio, sin que nadie les ordenase nada, volvieron a organizarse según sus batallones de reenganche: el entrenado en Fez, el de Colomb-Béchard y el 11.º de Ultramar.

Más de medio millar de soldados españoles que no había embarcado hacia Casablanca se colocó en posición de firmes en cuarenta y una filas de doce hombres. Al frente de cada una se encontraba un soldado de primera, un cabo, un cabo primero o un sargento, pero ningún oficial, ya que no habían ascendido hasta ese rango ni uno de los republicanos. Delegaron la voz en un antiguo teniente, tu hermano.

Sin romper la formación, exigieron a los ingleses que se presentase ante ellos un jefe de la Francia Libre. A su lado, sentados en el suelo en señal de protesta, cuatrocientos soldados españoles de filiación comunista que se negaban a unirse a la formación.

A las ocho, después del redoble, la figura del comandante Koenig cruzó la puerta de Trentham-Park. Encontró a los soldados enhiestos, inmóviles, con sus ropas sucias, deshilachadas, y su mirada enfocada al sol. Ante ellos, clavadas en el suelo, dos banderas: la de la II República española y la tricolor con la Cruz de Lorena, la de la Francia Libre.

Fran salió de la alineación y se adelantó unos pasos, dirigiéndose a Marie Pierre Koenig. Se cuadró a cinco metros de él y gritó: Mi comandante, quinientos noventa y dos republicanos españoles de los batallones 1.º, 2.º y 11.º, en formación. Esperamos órdenes.

La Francia Libre ya disponía de sus primeros soldados españoles.