4
ACUMULANDO FUERZAS
LOS SEIS OASIS QUE COMPONÍAN KOUFRA conformaban un rectángulo que ocupaba unos cincuenta kilómetros de largo por veinte de ancho, y se convirtieron en el aposento ideal para que vuestro recién estrenado general de brigada procediera a la transformación de la Agrupación M en la Fuerza L. Aunque el nombre daba igual: todos la llamaban la «Columna Leclerc».
Jóvenes franceses evadidos de las dos francias, la ocupada y la de Vichy, y de los territorios coloniales de los colaboracionistas; españoles escapados de los campos de internamiento del sur de Argelia; soldados cameruneses y senegaleses; griegos, con su Batallón Sagrado; las patrullas del desierto inglesas, los terribles Long Rangers Desert Groups; y grupos nómadas del desierto iban sumando casi seis mil soldados. La Fuerza L se convertía en un ejército multirracial con un mismo objetivo: aniquilar al fascismo.
El golpe de mano a Koufra significó el inicio de una nueva etapa: la de acumular fuerzas. Leclerc era un temerario, pero no un loco. Sabía que sin cobertura aérea y sin refuerzos no podía seguir avanzando por la Libia italiana hacia la costa del Mediterráneo —del Mare Nostrum, como proclamó Mussolini—, en la que se libraba la gran batalla por el control de los puertos.
«FUERZAS DEL VIII Ejército aliado defienden el puerto de Tobruk del avance del Rommel…».
Escuchabais la noticia en Radio Brazaville, la radio oficial de la Francia Libre, a primeros de abril de 1941. Pero os ocultaba que los ingleses y sus aliados habían sido expulsados de Libia y los Panzer del Afrika Korps se encontraban a las puertas de Egipto.
Leclerc lo sabía; por eso comenzó a desplegar una nueva estrategia. Dejó en Koufra al Grupo Nómada del Ennedi y dos secciones de infantería al mando del capitán Barboteu. Al resto de la Fuerza L os trasladó a La Faya, donde aseguraba que vuestra capacidad de movimientos era superior a la del asentamiento de Koufra. Desconocíais si, dentro de la estrategia militar, eso era cierto o no. De lo que no cabía ninguna duda es que el círculo de montañas y enormes dunas creaban una muralla natural perfecta para la defensa de La Faya, completado por el palmeral desplegado de sur a norte, y el lago subterráneo desde los oasis de Ven, Ain Galaka y Kirdimi proporcionaba agua nada más perforar cuatro metros.
«EL GENERAL CHARLES DE GAULLE se ha traslado a Palestina para imponer las primeras Cruces de la Liberación a los soldados de la 1.ª División Ligera… Los alemanes han procedido a la detención de cuatro mil judíos en París con la intención de deportarlos a los campos de concentración de Alemania…».
Radio Brazaville escupía esas noticias a finales de mayo, mientras vosotros establecíais depósitos clandestinos de gasolina a lo largo de itinerarios operacionales. En total, instalasteis cuatro surtidores con más de cincuenta mil litros cada uno, sin llamar la atención de los aviones italianos.
—Estoy seguro de mis hombres si algún día se nos ordena ir contra Rommel, pero no me fío tanto de los vehículos —había dicho Leclerc a sus oficiales, según comentaron.
En esa época comenzó a llegar material: un centenar de camiones Bedford ingleses y Chevrolet americanos, a los que se añadieron ametralladoras antiaéreas. Todo se unía al material clásico francés: ametralladoras y fusiles Hotchkiss. Y al incautado a los italianos: morteros, cañones del 20 y lanzagranadas.
Pero aquello no hacía perder de vista la preparación de los soldados, del «equipo motorizado», como los llamaba el teniente Dronne parafraseando a Leclerc.
—La célula del combate es el equipo —os repetía hasta el hartazgo, luciendo orgulloso sus nuevos galones de capitán.
Nada de aquello disminuía vuestras largas horas de entrenamiento. Cada colectivo enseñaba al resto sus habilidades. Las patrullas del desierto inglesas os adiestraron para la supervivencia en los arenales y a combatir con sed, hambre y calor. Las hoyas se convirtieron en vuestra especialidad: una tumba en el suelo para vuestros cuerpos cubiertos de arena, esperando al blindado. Ensayabais con un Carro Armato M13/40 incautado a los italianos. No era un Panzer, pero en aquel momento era lo más parecido a un tanque alemán con lo que contabais. Cuando sus cadenas pasaban a uno y otro lado de vuestras cabezas, le colocabais la carga ficticia en el vientre. Diez segundos, y el carro de combate sería chatarra si la mina anticarro no fuera de fogueo.
A veces distinguías al adjudant-chef Campos admirando el entrenamiento del Batallón Sagrado. Su rostro se iluminaba ante los griegos que, bajo sus mandos naturales, realizaban su propio entrenamiento para acoplarlo luego al conjunto de la Fuerza L.
—¡Maldita sea! —exclamaba—. Si los españoles dejásemos de ser un puñado, podríamos tener nuestro propio batallón.
Campos acertaba. Vuestro número no llegaba al centenar en la Fuerza L, frente a los cinco mil africanos y a los mil del resto de europeos, principalmente franceses e ingleses.
Por aquella época tus heridas cicatrizaron bajo el calor y las tormentas de arena al ritmo que crecía tu barba. Ya eras otro barbudo con la cabeza afeitada, luciendo la trazada de bala, como los soldados del batallón colonial de Gabón. Y como integrante de la «Columna Leclerc» te centraste en la misión encomendada por el general: preparar una escuadra de francotiradores.
Les enseñaste a fabricar vuestra propia munición recargando la usada. Aprovechabais las vainas desechadas recalibrándolas, les cambiabais el pistón inutilizado y, antes de introducirles la punta de plomo, les añadíais la nueva dosis de pólvora según las tablas oficiales de recarga. La cartuchería metálica que fabricabais era más potente y os ofrecía más garantías que la original. Y gastabais balas y más balas, pero recogíais todas las vainas para recargarlas una y mil veces.
Primero les colocaste los blancos a cien metros, como hizo contigo el teniente Granell, después fuiste incrementando la distancia.
Un día, Leclerc pasó por vuestras posiciones de entrenamiento.
—¿Oyó usted hablar de los tiradores de Ubangui encuadrados en la 13.ª?
—No, mi general.
—Pues pregunte. Quiero que los tiradores que usted logre aquí superen su puntería.
A PRINCIPIOS DEL VERANO, tu escuadra se hallaba compuesta por dos senegaleses, un francés y un griego. Todos hacían blanco a quinientos metros. Un éxito con aquellos obsoletos fusiles y sus miras de cuatro aumentos.
«Ante el fracaso de la Operación Battleaxe, Winston Churchill ha sustituido al general Wavell por el general sir Claude Auchinleck. Se espera que el nuevo rumbo del VIII Ejército permita romper las líneas del mariscal Rommel…».
Una vez más, Radio Brazaville os trasladó noticias amargas de lo que ocurría en la costa mediterránea aquel verano.
Vosotros seguíais entrenando y acumulando fuerzas. Y esperando vuestra oportunidad para entrar en acción contra el Afrika Korps.
—Estoy preocupado —se lamentaba Campos—. Con el VIII Ejército británico se encuentra las brigadas de Koenig y Mondar y entre las dos suman ya tres mil españoles.
Si algo recordabais de aquella época en la Faya, aparte de vuestro agotador entrenamiento, era la aureola que se estaba forjando ante el nombre de Rommel y su terrible Afrika Korps. Se había convertido en una leyenda, al igual que los hombres de la 13.ª Semibrigada de la Legión Extranjera encuadrada en las fuerzas de la Francia Libre, aquella unidad de soldados muy politizados, héroes en miles de campañas que combatían al Zorro del Desierto, entre los cuales militaba tu hermano.
LAS NOTICIAS QUE OS TRAJO el otoño de 1941 no podían ser más desalentadoras:
«Los alemanes ejecutan a cuarenta y un rehenes en Nantes, Châteaubriant, Mont Valérien y a cincuenta en el campo de Soguees cerca de Burdeos… Rommel avanza hacia el puerto de Tobruk y derrota dos intentos aliados por liberarlo…».
Vosotros seguíais el exhaustivo entrenamiento deseando que llegase cuanto antes la orden de partir hacia el norte para combatir al Afrika Korps junto a los Aliados.
—No entiendo nada —te quejaste al sargento jefe Fábregas—. Se supone que estamos preparados para entrar en combate.
—Paciencia, Bête —respondió—. No somos nada contra ejércitos de más de cien mil soldados perfectamente equipados.
—¿A qué espera Leclerc? ¿A que seamos también cien mil?
—No, Leclerc ha planteado esto como una especie de campamento de verano.
Debiste de haber abierto muy grandes los ojos, porque Fábregas se explicó:
—Quiere que establezcamos lazos inquebrantables entre nosotros y nos lanzará contra Rommel cuando las condiciones en el Mediterráneo sean favorables a los Aliados.
Fábregas había asumido a la perfección ese planteamiento y las noches en que no se os asignaba entrenamiento, bajo la luna se transformaba en un juglar. Con una guitarra española que nadie sabía en qué rincón de La Faya había conseguido, os congregaba alrededor del fuego y entonaba canciones de la guerra en España.
En la batalla, la hiena fascista,
por nuestro esfuerzo sucumbirá…
Hijos del pueblo era su preferida, pero casi todos habíais combatido en el frente del Ebro y le pedíais Ay, Carmela.
El Ejército del Ebro,
rumba la rumba la rumba
una noche el río pasó…
Y cuando llegaba el estribillo, hasta los franceses lo coreaban, y al capitán Dronne, aunque seguía sin pronunciar correctamente Turuta, el Ay, Carmela se le entendía a la perfección.
«LA OFENSIVA ALIADA en la Operación Crusader ha comenzado a rechazar a Rommel hacia sus posiciones iniciales entregando el puerto de Tobruk…».
—¡Muerte al fascismo! —gritasteis desde los barracones españoles al escuchar al locutor. ¡Adelante, como en el Ebro!
Pero Radio Brazaville no había abierto aquella mañana sus ondas para traeros sólo buenas noticias. Y continuó su emisión con voz grave:
«Pearl Harbor ha sido bombardeado por la aviación japonesa. Con este acto, Japón ha declarado la guerra a Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña y Australia…».
—¡Maldita sea! —gritaste—. ¿A qué teme Leclerc? Teníamos que estar ya en el norte de África.
El Zorro del Desierto era la barrera que os separaba a todos de Francia, de Estrasburgo, y a ti, de Törni.
—Paciencia, Bête —calmó Fábregas—. El general sabe lo que se hace.
Y comenzó a afinar las cuerdas. A los pocos minutos, os relajasteis, sonriendo ante los cambios que imprimía en las letras de las canciones que entonaba:
Si me quieres escribir
ya sabes mi paradero
en la trinchera del Tchad
primera linea de fuego…
A veces se le unían Turuta y su toque de corneta. La canción siempre era el Himno de Riego.
Soldados, la patria
nos llama a la lid,
juremos por ella
vencer o morir…
Gracias al sargento jefe, os recreabais en el espejismo de un campamento juvenil que Leclerc había deseado para vosotros y la fantasía de que la guerra terminaría en cuanto os llamasen al combate. Habías comprendido lo que quería el general, si las tropas nazis superaban la fatiga de combate gracias a su fanatismo, vosotros lo haríais consolidando el compañerismo en esa fuerza multirracial.
Una noche de aquellas, sentado alrededor del fuego junto al sargento jefe y su guitarra, Gitano, el adjudant-chef, el capitán Dronne, después del toque de redoble, te sentiste rodeado de amigos que entregarían su vida por salvar la tuya.
—Yo era un gris abogado en las colonias —os explicaba Dronne—. Cuando Alemania invadió Francia, no lo dudé, me sumé de inmediato al ejército de De Gaulle…
En algún momento extrajiste de tu bolsillo la foto de vuestra familia. Contemplándola, se te saltó una lágrima.
—¿Dónde los ha dejado? —preguntó una voz a tu espalda. Era la de Leclerc.
—Mi padre desapareció en la guerra de España, mi general —respondiste, volteándote hacia él—, y mi madre está refugiada en Orán. Sé que mi hermano se encuentra en la brigada del general Koenig, con la 13.ª. Pero a mi hermana —y señalaste el rostro de Lucía— la asesinó un Obersturmführer de la Gestapo. —Tras una pausa, agregaste—: Ese asesino se halla en Estrasburgo.
El general frunció el ceño y dijo:
—No me diga que usted se enroló con la Francia Libre por una venganza personal.
—No exactamente, mi general. Pero el juramento que usted hizo en Koufra me da ánimos para seguir.
—Me alegro. Pero tenga cuidado, cabo. La venganza es mala consejera.
El general se alejó unos pasos y, de repente, se volteó hacia ti.
—Cabo, ¿desertaría de nuestras filas si yo no cumpliera mi promesa?
La pregunta te había cogido de improviso, pero balbuceaste:
—Sí, mi general.
Leclerc no prosiguió la conversación y continuó camino para visitar otras posiciones de sus soldados, como casi todas las noches.
—¿Por qué ha preguntado eso? —inquiriste, repentinamente suspicaz, dirigiéndote al grupo—. ¿No tiene intención de cumplir su juramento de llegar a las puertas de Estrasburgo?
—No se equivoque, cabo —corrigió el capitán Dronne—. Leclerc tiene a los suyos en zona alemana. Le puedo asegurar que está más impaciente que usted por pisar suelo europeo.
—¿Es verdad que es un aristócrata? —intervino Gitano.
—Sí —respondió Dronne—. En realidad es el vizconde de Hauteclocque.
«LAS FUERZAS ALIADAS han hecho retroceder al Afrika Korps hasta El Agheila y la 1.ª División de la Francia Libre ha tomado Halfaya…».
Era finales de enero de 1942 cuando os despertasteis con aquellas buenas noticias. Los Aliados avanzaban en el Mediterráneo, y Leclerc consideró que era el momento adecuado.
El grito del capitán Dronne se oyó alto y firme:
—Salimos contra Rommel. Tuguta, toque La Marsellesa.
Y como siempre, Turuta tocó… el Himno de Riego.