3: Minas de wolframio

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MINAS DE WOLFRAMIO

KOUFRA HABÍA CAÍDO y los grandes arenales os acogieron como a guerreros. Vuestra hazaña recorrió los despachos alemanes e italianos y los cielos de Francia, la ocupada y la del régimen de Vichy. Pero hubo un lugar oculto en medio de la Tierra al que ni esas noticias le llegaban. Pocos conocían la ubicación exacta de aquellas hondonadas perdidas, y casi nadie las había pisado desde que la Legio X Gemina romana desistió de explotar sus yacimientos de oro a base de esclavos astures, aunque los servicios secretos ingleses sospechaban que las montañas de la linde entre León y Orense guardaban el secreto de la imbatibilidad de los blindados nazis.

Los presos confinados en esos parajes habían perdido incluso la noción del tiempo. Tal vez el verde de las encinas, el púrpura de las guindas silvestres en las laderas plagadas de zarzas, maleza, jarales, urz y viñedos, coloreando la negrura dominante, y varias bandadas de pájaros rumbo al norte les pusieron sobre la pista de que comenzaba la segunda primavera de su cautiverio.

Nada de eso percibían desde las entrañas de la mina de wolframio los condenados a trabajos forzados por decenas de años. Aquellos mil presos trabajaban en dos turnos de doce horas extrayendo el preciado metal gris acerado con destino a la Alemania nazi, bajo la atenta vigilancia de la Guardia Civil y de presos comunes reconvertidos en custodios armados, aún más brutales que los guardias. Eran mano de obra gratuita al servicio del franquismo y de las compañías privadas que comercializaban el mineral, el cual, sin ser precioso, era el más caro del mercado mundial, habiendo superado con creces el precio del oro. El sueldo de esos condenados se limitaba a una única comida al día compuesta de remolacha forrajera o de agua caliente salteada con judías o berzas, pues su muerte por inanición carecía de importancia. Las cárceles estaban llenas de esclavos rojos para reponer.

—¿Cuándo terminará este martirio, capitán? —preguntó Marino a su compañero, en el interior de la mina, mientras amontonaba piedras de mineral.

—No me llames capitán. La guerra terminó y ahora no soy más que otro preso —respondió el otro, acercando una vagoneta vacía.

—Para mí siempre serás capitán.

—¡Silencio! —gritó un guardián armado.

Los dos hombres, bajo la atenta mirada del custodio, llenaron el vagón y lo empujaron hasta el entronque de los raíles de la galería con el pozo principal, para que fuera transportado por la mula hasta el exterior. Sin dejar de esforzarse, el que llamaban capitán evocó los meses encerrados en la mina, desde el estallido de la II Guerra Mundial, picando y saqueando la veta de wolframio. «Es el pago de Franco a Hitler por los servicios prestados por su Legión Cóndor en la carnicería de Guernica», se repitió. «Tenemos que encontrar una manera de boicotear su extracción o de que salga de estos valles».

El mulero llegó con el animal y engancharon el cargamento a sus correajes. Frente a la vagoneta arrastrada por la mula, el capitán cerró los ojos un instante. «Ojalá la Agrupación Guerrillera Gallego Leonesa dinamite el cargamento…».

Antes de regresar a su puesto, se inclinó ante el charco de agua alimentado por los manantiales del interior. Bajo la luz del candil, contempló el reflejo de su rostro tiznado: enjuto, casi seco, con pronunciadas arrugas; el poco pelo que aún conservaba era ya blanco. Nadie adivinaría sus recién cumplidos cuarenta y nueve años. La palma de sus manos era otro yacimiento, pero de llagas. Arrojó agua sobre su cara y, después, escupió sobre su imagen.

—¡Al tajo! —ordenó el custodio.

Con paso cansino regresó al montón de piedras de mineral y comenzó a cargarlas en la nueva vagoneta. Las batallas del Jarama, del Guadarrama y del Alto de los Leones, así como los compañeros muertos en las laderas y cunetas seguían hiriendo su recuerdo.

—¡Todos fuera! —gritaron dos guardias recién llegados al pozo.

Los presos se miraron desconcertados. Hacía sólo cuatro horas que habían entrado en la mina; aún quedaban ocho de agotador trabajo.

Al llegar a la bocamina contemplaron al resto de los reclusos en formación. Delante de ellos, un párroco castrense y una escuadra de falangistas armados y uniformados con sus trajes azul mahón cruzados por correajes negros. «¿Qué harán estos aquí?», se interrogaron con la mirada los penados.

—¡A la fila! —ordenaron los guardianes a los recién llegados, y el más joven de los falangistas, un muchacho de no más de veinte años, con el pelo engominado hacia atrás, se adelantó un paso y tomó la palabra:

—Desde la invasión alemana de Rusia, el Caudillo ha abandonado la neutralidad ante la guerra y ha adoptado la posición de «no beligerancia». Por ello, se está formando un ejército de voluntarios para ayudar a nuestros camaradas alemanes…

«Pocos voluntarios habéis encontrado para venir hasta aquí», pensó el capitán, pero las palabras posteriores del joven falangista captaron su atención.

—… culpad a Rusia de vuestra situación. Si os sumáis a nosotros para combatir al lado del III Reich, se os conmutará la pena. Y si regresáis vivos, seréis libres. El Estado considerará que habéis purgado vuestros pecados…

«Iros a la puta mierda», murmuró Marino. «A ver si la guerrilla os vuela la cabeza en cuanto salgáis de aquí», agregó el capitán en voz baja y apretando los dientes. El falangista terminó su discurso con aquellas palabras:

—… estableceremos la oficina de reclutamiento en el cobertizo del capataz. Si alguien desea alistarse, tiene de plazo hasta el anochecer… —Alzó el brazo con la mano extendida, al modo del saludo romano, y exclamó—: ¡Viva Franco! ¡Arriba España!

Aquel día no hubo regreso al trabajo. Los mandos militares les concedieron unas horas de asueto, como para darles oportunidad de reflexionar sobre la idea. Incluso la comida mejoró: garbanzos con berzas y un huevo estrellado, regados con vino peleón repartido desde unas tinajas. Además, el sermón del cura pareció más breve que nunca.

—Joder, este vino sabe a agua manchada de carbón —exclamó el preso sentado al lado de Marino.

Ajeno a esas palabras, Marino sólo se fijaba en el capitán, que, con la mirada clavada en el rancho, no probaba bocado. Por eso le dijo:

—Estás muy pensativo.

—Déjalo, Marino —dijo el recluso sentado frente a ellos en la alargada mesa de chopo y, mientas acercaba la cuchara al plato del capitán, añadió—: Si no quiere esta bazofia, nos la comeremos nosotros.

Sin responderle y ante el desconcierto de los demás comensales, el capitán deslizó su bandeja y el vaso de vino tinto hacia el que había hablado.

—¿Se puede saber qué te ocurre? —insistió Marino, apoyándole su gruesa mano en el antebrazo y buscándole los ojos.

—Pensaba en lo que dijo el falangista…

—No hay nada que pensar —cortó Marino, frunciendo el entrecejo—. Está claro que los rumores eran ciertos: tienen problemas en muchas provincias para cubrir los cupos de alistamiento. Por eso han venido hasta aquí.

—¡Y tanto! —terció el de enfrente—. Escuché a un guardia que sólo en Madrid se habían alistado voluntarios; en Cataluña, en el País Vasco y en Asturias se vieron obligados a echar mano de los reemplazos de soldados. Hasta dicen que en Andalucía debieron visitar los presidios de Rota y Algeciras.

—¡Que se vayan a la mierda! —exclamó Marino, introduciendo la cuchara de madera en el potaje—. ¡Ojalá los liquiden a todos en Rusia!

De repente se hizo el silencio: la escuadra de falangistas había comenzado a distribuirse por las mesas repartiendo cigarros entre los reclusos.

—Hoy somos los reyes —se ufanó un preso ubicado poco más lejos, cogiendo un pitillo.

—No sé —intervino el capitán apenas los guardias se alejaron—. Pienso que hasta el frente ruso hay miles de kilómetros y muchas oportunidades para desertar y unirse a…

—¿No hablarás en serio? —preguntó Marino.

Sus dos compañeros más próximos voltearon de inmediato la mirada hacia el capitán requiriendo una explicación.

—Creo que debemos aprovechar la oportunidad que se nos presenta —el capitán se dirigió a Marino y al que había aceptado su bandeja—: Le hacemos más el juego a los fascistas si seguimos extrayendo wolframio para el blindaje de los Panzer…

—¡Joder! —intervino el de enfrente dando una palmada en la mesa—, no puedo creer lo que oigo. ¿Y si no consigues escapar? ¿Y si llegas al frente ruso y has de matar a alguien? No. No me convences.

Otra vez regresaron los falangistas a las mesas, en esta ocasión repartiendo papeles.

—Es la proclama de llamamiento del Ministro de Asuntos Exteriores, el Excelentísimo Señor Serrano Súñer —dijeron.

«Alístate en la División Azul», rezaba el encabezamiento. La mayoría, después de una ojeada, hizo una bola con el impreso y la arrojó disimuladamente al terreno negruzco y mojado, pisándola a continuación para incrustarla en el barro. El capitán, en cambio, la dobló y la metió en el bolsillo del pantalón. Marino dudó un segundo, pero los años juntos en las trincheras y casamatas de la Guerra Civil le hacían confiar en las decisiones de su antiguo jefe. Se guardó el papel.

EL CREPÚSCULO SE ENSEÑOREÓ de aquella hoya natural entre montes, y el verde de las encinas quedó sepultado por los rojizos rayos del sol entre las nubes. De un momento a otro, el día de descanso que habían disfrutado los reclusos tocaba a su fin. Mañana, antes de que cantase el gallo, otra vez retornarían al interior de la mina a arrancar el metal de la roca.

La escuálida pero altiva figura del capitán se adentró en el barracón del capataz. En el interior, sentado, halló al joven falangista de la arenga; su pistola descansaba encima de la mesa. «Es más crío de lo que parecía sobre la tarima. Este no sabe lo que es una guerra», pensó.

Después de los saludos de rigor, el falangista rotuló su cara con una sonrisa y dijo:

—Vaya, el abuelo se quiere alistar. ¿Sabe que en Madrid pusieron los veintiocho años como tope?

—¿Quiere decir que no me admite?

Se hizo un breve silencio mientras el joven extraía un impreso de uno de los cajones. Después, como con desgana, preguntó:

—¿Edad?

—Cuarenta y nueve.

El capitán observó como el joven falangista apuntaba una cifra —«28»— antes de pasar a la siguiente columna:

—¿Profesión?

—Maestro de escuela.

—Maestro —repitió el falangista, anotando—. ¿Sabe que ustedes tuvieron mucha culpa en la Guerra Civil por las ideas anticristianas que inculcaron a los niños?

El capitán no contestó, pero mantuvo la posición de firmes.

—¿Conocimientos militares? —inquirió el joven.

—Llegué al empleo de capitán de milicianos en nuestra Guerra Civil.

—A partir de ahora, capitán de rojos, yo soy su jefe de escuadra —dijo el joven, y añadió una sonrisa antes de ordenar—: Recoja su uniforme. —Y le señaló un montón de ropa doblada de color azul mahón.

—¿Cuándo saldremos para el frente? —preguntó el capitán rebuscando entre la pila una camisa de su talla.

—A partir de ahora, ha de dirigirse a mí como «camarada Ricardo».

Con el uniforme en las manos, el capitán se irguió e insistió:

—Camarada Ricardo, ¿cuándo saldremos para Rusia?

—No se impaciente. Todo a su tiempo. A propósito, abuelo: ¿cómo se llama usted?

—Ardura. Antonio Ardura.