3: Los tambores de guerra

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LOS TAMBORES DE GUERRA

EL TRAZO MARCADO por el Don y su afluente el Donets, desde las ciudades de Rostov a Voroshilovgrad, delimitaba la zona ocupada por los alemanes y el terreno conquistado por los soviéticos desde Stalingrado. Los densos bosques de sus riberas servían de hábitat para la Brigada Stárinov-Ungría compuesta por partisanos extranjeros, principalmente españoles.

Antonio Ardura, tu padre, había conseguido acomodo en esa unidad después de la deserción de la División Azul. Había sufrido combates inimaginables en España, en el lago limen, en Krasnyj Bor, y sentía más que nunca que ahora el frío de la muerte viajaba con ellos por caminos sin mapas, en los que el fuego y la sangre borraban sus huellas. Atacaban a la Wehrmacht y se replegaban a los bosques, pero las fuerzas nazis destruían todo en su retirada: cadáveres en las cunetas, caballos con barrigas reventadas en los senderos, viviendas destruidas, mujeres violadas y colgadas en las vigas de las cuadras, trigales ardiendo y el humo ascendiendo como una enorme seta negra. «Tierra quemada», lo llamaban. Cada metro de terreno era una puta lucha sin cuartel. Allá donde estuviese el frente, seguía sin soportar la imagen de muchachos —iguales a los alumnos que tuvo en las aulas de España— temblando de forma incontrolada ante el inminente combate. Algunos vomitaban, otros gritaban, pero el aire siempre se llenaba de maldiciones y juramentos salvajes. «Hace sólo tres meses y parece una vida», se repetía cada noche.

La mayor Julia Natalinova había intercedido ante las autoridades del PCUS y los altos mandos del Ejército Rojo para que no se le encerrase en un campo de prisioneros. ¡Maldita sea!, pensaba. Le gustaba aquella mujer; era fuerte, desenvuelta y no se amedrentaba con facilidad ante las dificultades. Hasta comentaban que había conocido a Lenin siendo una niña. Evitaba pensar en ella, pues sentía que traicionaba a tu madre aunque estuviese en paradero desconocido o tal vez muerta. Además, ignoraba si la mayor tenía otra vida fuera de la guerra. De ahí que ambos se separaran dirigiéndose a sus propias trincheras con unas pocas palabras de agradecimiento, y no más.

Amanecía a orillas del Don y la Brigada se encontraba de retirada después de volar la línea férrea que unía Rostov a Dneproperovsk y provocar el descarrilamiento de un tren en el que se sospechaba viajaban altos mandos de la Wehrmacht.

Era el final de mayo y, aunque el deshielo había aparecido y las aguas de los caudalosos ríos transitaban en calma, el frío permanecía en los bosques y en las colinas. Los partisanos vestían doble, como decían ellos: dos calzoncillos, dos calcetines, dos pantalones… Eso les provocaba una apariencia hinchada que contrastaba con sus escuálidos rostros.

Durante el trayecto hasta el campamento partisano, tu padre repasaba en su mente la situación de los españoles en la Unión Soviética. La mayoría quería combatir contra los nazis, pero algo lo impedía y no se les facilitaba la labor. Que no se les permitiera acceder al Ejército Rojo, salvo contadas excepciones, era lógico; pero que les pusieran trabas para incorporarse a los partisanos le resultaba extraño. Sólo la Brigada de Stárinov, un coronel que había combatido con las Brigadas Internacionales en el Ebro, les acogió y hasta permitió que su segundo, el teniente coronel Ungría, fuese español. Tal vez la razón residiera en que preferían a los extranjeros como mano de obra en sus fábricas en vez de tenerlos en el frente. Pero hasta las mujeres rusas querían que todos los hombres, de cualquier nacionalidad, fueran enviados a combatir. «Nosotras nos bastamos para cumplir los objetivos en la producción», defendían. Otros aseguraban que la causa se encontraba en que la dirección del Partido Comunista no quería que muriese ninguno, ya que serían necesarios en España si se llevaba a cabo la invasión.

Se sumía en esos pensamientos mientras recorrían más de veinte kilómetros a través de los montes con los fusiles y las mochilas al hombro, cargando material explosivo, una manta y algo de comida. Pero ya se aproximaban a su campamento, en un refugio construido en medio de un desfiladero que miraba retador las tranquilas aguas del Don. Al llegar, comprobaron la presencia de varios vehículos del Ejército Rojo. Tu padre temió que vinieran a desmovilizarlos y obligarlos a regresar a las fábricas de armas.

Dos camiones con la estrella escarlata de cinco puntas y un turismo blindado con bandera de Estado Mayor. «Hasta han enviado a un gerifalte de Moscú», pensó tu padre. Seis soldados, contaron. «Insuficientes para obligarnos a abandonar la lucha», murmuraron entre los partisanos.

Distinguieron hablando con el coronel Stárinov al jefe militar de aquel destacamento: era una mujer. Se la veía imponente con su uniforme de mayor de caballería y sus ya crecidos y rubios cabellos sueltos. A tu padre no le costó identificarla.

—¡Julia! —exclamó.

—¡Mi libertador! —dijo Julia al verle. Se dirigió hacia él y le abrazó—. ¡Qué alegría encontrarte!

—¿Qué haces aquí?

—Hemos venido a buscar voluntarios para que se incorporen a las unidades mecanizadas.

—¿También a los españoles?

—También —ratificó y, después de una sonrisa, añadió—: Uno de mis tenientes es español. No sé si lo conoces; se llama Alberto Rejas Ibárruri.

Tu padre frunció el ceño, y preguntó:

—¿No será el familiar de…?

—Sí, es el sobrino de La Pasionaria.

—Julia, por favor, ¿qué está ocurriendo?

—Los Aliados están a punto de invadir Sicilia, y el Estado Mayor soviético prepara la gran ofensiva contra los nazis en la frontera con Ucrania. Por eso os necesitamos a todos.

—¿Qué ganaríamos dejando a los partisanos?

—Si derrotamos a los alemanes en Kursk, nada nos detendrá hasta Berlín. —Plegó los cabellos hacía atrás y con dos horquillas improvisó un moño. Se colocó la gorra, y añadió—: La España de Franco estará más cerca.

CON VIENTO Y LLUVIA, mayo también se había presentado en el campo principal de Natzweiler-Struthof y en sus ochenta y cuatro subcampos junto a cientos de franceses detenidos en la operación «Noche en la Niebla». Si en su día se construyó con la intención de albergar a dos mil prisioneros, dos años más tarde, la sede principal y sus delegaciones, guardaban entre sus alambradas cerca de cuarenta mil. El hacinamiento era insufrible y aún peor para los mil inválidos que, algunos sin piernas, se arrastraban hasta la cola del rancho con un cacillo en las manos. A veces, cuando les llegaba su turno, ya no había raciones.

Los polacos eran los más numerosos, seguido de los rusos y franceses, luego los húngaros y alemanes. Los italianos de la Resistencia sólo llegaban al millar. Los españoles no completaban la centena. A la mayoría se les trasladaba a las canteras de granito rojo o a las fábricas de armas, aunque las empresas ADLER, BMW y Heinkel no se habían demorado para solicitar esa mano de obra gratuita. Y al hambre, las pulgas y las enfermedades se les unía el trabajo forzado, pero debían resistir o la cámara de gas o la mesa de operaciones del forense August Hirt sería su destino.

Los niños del campo estaban al cuidado de las Waffen-SS femeninas. Berta Ruf, una mujerona de unos treinta años y mandíbula cuadrada, era la encargada de la disciplina a los infantes españoles e italianos, la mayoría de las veces a voces y otras a golpes de fusta. Les encomendaba la limpieza de los barracones o de las letrinas, cuando a los adultos se les destinaba a trabajos forzados. También debían atender a los lisiados.

Eli iba a cumplir ocho años, cuatro de ellos en campos, fueran de refugiados o de exterminio, y tres meses sin su madre. «Espera al soldado de las chocolatinas», le había pedido ella el día que se la llevaron. Aquello le daba fuerzas y, aunque no llenara su estómago, sus sueños se colmaban con la imagen desdibujada del rostro de un soldado, del que sólo recordaba el nombre —Nico—, que le había regalado chocolate y bombones a través de las alambradas del campo de Carnot, en el norte de África. El soldado llegaría un día, fantaseaba, cargado de golosinas, y liberaría a su madre, a él y a todos los prisioneros del Konzentrationslager.

Cuando Berta Ruf se ausentaba, los niños formaban un corrillo y fraguaban historias de héroes y caballeros andantes que les liberarían de las cadenas nazis, las alambradas de los campos, y los conducirían a una tierra prometida que ellos imaginaban llena de comida y de dulces. La leyenda que más caló entre ellos fue la de «El soldado de las chocolatinas». Había comenzado como todas: quizás a partir de lo verdaderamente ocurrido o de algún pequeño detalle magnificado al extremo. Después se extendió de labio en labio hasta adquirir los tintes de la epopeya de una novela de caballerías. Los niños se figuraban a un guerrero con armadura dorada, que reflejara los rayos solares, a lomos de un Sherman, también de oro, y arribaría una madrugada impulsado por la luz del alba hasta la misma puerta de Natweiler-Struthof, derribaría sus muros y alambradas, mataría a los nazis y los rescataría conduciéndoles a la libertad, mientras les obsequiaba con chocolatinas.

Los prisioneros mutilados, que escucharon la historia de boca de los niños, nunca intentaron destruir el mito. Al contrario, lo alimentaban, inventándose más aventuras y añadiendo episodios en los que ellos, decían, habían conocido al simpar caballero andante.

—Yo serví en su batallón —relataba Pierre, un veterano que había perdido las dos piernas y se desplazaba sobre una tabla con ruedas—. Los soldados de las chocolatinas viajan en carros de combate que vuelan y se hacen invisibles al enemigo…

Los mozalbetes escuchaban atónitos el cuento y dejaban volar la imaginación mientras le escuchaban:

—Son inmortales. Viven entre las nubes y sólo bajan a la tierra cuando los humildes los necesitan…

Y Pierre concluía:

—Ya han derrotado al Afrika Korps y vienen a liberaros…

—¡Todos ustedes a las letrinas! —gritó la Waffen-SS Berta Ruf desde el quicio de la puerta del barracón con los brazos en jarras.

Los niños huyeron despavoridos a la máxima velocidad que sus enclenques y desnutridos cuerpos se lo permitían. Berta consiguió alcanzar de un puntapié al último de la fila y Eli cayó de bruces sobre un charco rodeado del barrizal del campo.

El inválido quedó a solas con la SS.

—Medio hombre, nadie os va a rescatar —dijo Berta—. Así que deja de contarles estupideces a los críos.

—Frau Ruf…

—¿Qué quieres?

Pierre se apoyó sobre sus manos, alzó su cabeza y le lanzó una mirada desafiante, para preguntar:

—¿Y si fuera cierto?

Si en el desierto, en el campamento de La Faya, Fábregas y tú, a golpe de guitarra, esperabais el regreso de Leclerc, vuestro Godot particular, a aquellos niños y al inválido les ocurría lo mismo. Y la visión de un soldado, sobre un Sherman o un Half-Track, que les regalara dulces y destruyera el imperio del III Reich, era su ensueño.

LAS MAZMORRAS DEL SÓTANO del fuerte Montluc, en Lyon, albergaban desde hacía cuatro días un preso muy especial. Noventa y seis horas casi sin dormir, sin comer ni beber. Lo sacaban de su celda cada dos horas, de día y de noche, para interrogarle. Las exigencias siempre iban acompañadas de puñetazos del Carnicero de Lyon o de su lugarteniente, Rudolf Törni:

—¡Los nombres de los jefes de la Resistencia! —gritaba Klaus Barbie fuera de sí.

El detenido no abría la boca. Se limitaba a lanzar un esputo de saliva, mocos y sangre sobre la bota de sus torturadores mientras sus facciones y camisa se cubrían de carmesí. Aquella mañana le remangaron y más de un cigarro se apagó contra la piel de su antebrazo, de su pecho o en su rostro.

Ni una palabra. Daba la impresión que hasta les ofrecía a sus torturadores la otra mejilla.

El tiempo corría en contra de la Gestapo, por lo que introdujeron agujas entre sus uñas y la carne hasta despegarlas, sangrando, de los dedos. Todo ello mientras se repetía la única exigencia:

—¡Los nombres!

Las agujas fueron sustituidas por las bisagras de la puerta, que machacaron una a una sus falanges.

El quinto día comenzó para el detenido a las dos de la madrugada, despertándose con el agua helada de un barreño y siendo arrastrado hasta la sala de interrogatorios por el piso cubierto de heces y sangre.

Dos semanas antes de aquella madrugada se había celebrado una reunión del Consejo Nacional de la Resistencia, el Ejército Secreto, en la casa del doctor Frédéric Dugoujon en el Ródano, con la presencia de los líderes conservadores democratacristianos. Todo había transcurrido con normalidad y las tres organizaciones recién incorporadas habían mostrado su disposición a sumar fuerzas. La reunión había terminado y el jefe partisano, Eugène Claudius, recomendó como siempre: «Salgan de uno en uno cada diez minutos».

Nada se movía en la oscuridad de las calles de Caluire-el-Cuire, cuando irrumpió en el domicilio un pelotón de miembros de la Gestapo capitaneados por Klaus Barbie. «Señor Jean Moulin, queda detenido por rebeldía contra el III Reich —dijo Klaus apuntándole con la Luger-P08 y añadió con una sonrisa—: ¿O prefiere que le llame Max? ¿O le gusta más Rex?».

Lo habían traicionado, pero ¿quién?, se repetía. Cuando se presentó la Gestapo, sólo su colaborador René Hardy había conseguido huir.

«¿Será él?», se preguntó una vez más, mientras era arrastrado por quinto día consecutivo a la sala de interrogatorios.

—Siento decirle —le dijo instantes después Rudolf Törni con una tenaza en la mano—, señor Moulin, que si no nos da los nombres añadirá más sufrimiento a su muerte.

Recibió como respuesta un escupitajo en su bota. Le abrieron la boca a golpes y el Obersturmführer introdujo la tenaza, enganchó un incisivo y se lo arrancó. La sangre brotó de la encía recorriendo sus labios y descendiendo por el cuello.

—Aún le quedan más —amenazó Törni.

Al octavo día, el rostro de Jean Moulin estaba desfigurado: amarillento e hinchado. Los vendajes de su cabeza no le servían para nada. Apenas podía permanecer consciente unos minutos, ni en la celda ni ante sus torturadores. El peligro de que entrase en coma se aproximaba.

—Me preocupa, Klaus —le susurró al oído Törni—. Si sigue así se nos morirá sin decirnos nada.

—Lo sé.

—¿Qué propones?

—Lo vamos a meter en un tren con rumbo a Berlín. Que continúen los interrogatorios en el cuartel general. Si se les muere, que sea responsabilidad de ellos.

—¿Lo embarcamos ahora?

—No, mañana —dijo Klaus, y encendió un cigarro. Dio una calada y añadió—: Antes lo vamos a exhibir por Lyon. Que todos vean lo que les ocurre a los que se enfrentan al Führer.

—¿Cuál será nuestro siguiente paso?

Klaus se dirigió al baño. Frente al espejo, giró la cara y mostró sus dientes. Dio una calada, contempló su reflejo y respondió:

—Ahora vamos a por los cabecillas de los partisanos. Los del Comité Militar de la Zona Sur serán los próximos.

HACÍA DIEZ DÍAS que el verano había inundado las llanuras entre las aguas del Dniéper y el Donets. La luna había desaparecido en noches en las que se alcanzaban los diez grados centígrados y los noventa litros por metro cuadrado. Los cielos eran surcados por la Luftwaffe en dirección oeste y por la V. V. S. en sentido contrario. Los Stuka y Focke-Wulf Fw190 contra los Yakovlev y LaGG. La batalla, de momento, sólo se libraba en los cielos. Y encontraba una diferencia con tiempos pasados: los Stuka ya no surcaban los cielos con insolencia.

Ni tu padre ni ser humano alguno contempló jamás —ni soñó, quizás— una concentración terrestre tan gigantesca de hombres y máquinas: un millón y medio de soldados armados con el AK-1 y racimos de granadas F-1 colgadas de sus trinchas; cinco mil carros de combate T-34 y KV-1 camuflados en la densa vegetación; veinte mil piezas de artillería; tres mil aviones. Tal era la fuerza soviética concentrada en Kursk, el doble de la que la Wehrmacht tenía desplegada entre los vértices formados por las poblaciones de Izyum, Belgorod, Krasnograd y Dnepropetrovsk.

De un momento a otro se esperaba la orden de avanzar sobre los nazis para provocar su retirada por las tierras de Ucrania hacia Alemania.

Apoyado en el morro de un T-34, cuya torreta llevaba pintado el nombre de «Kirov», se encontraba tu padre ajustando las granadas al cinto.

—No deberías llevar tantas limonka —dijo sonriendo la mayor Julia Natalinova—. Recuerda que eres un simple conductor de carro y mi ayudante.

—¿Por qué las llamas «limonka»?

Natalinova abrió la mano y, mostrándole una F-1, contestó:

—¿No ves que parecen limones?

De repente, el rugido de una columna de carros de combate, que establecía su campamento en las proximidades, les obligó a voltear la cabeza.

—Esos carros parecen recién salidos de fábrica.

—Sí. Son los IS-1. Se llaman así en honor a Iósif Stalin. —Tragó saliva y añadió—: Ahora todo se construye en su honor.

—¿Hubieses preferido a Kirov? —preguntó tu padre.

—Yo y el resto de la Unión Soviética. —Un gesto de desazón invadió el rostro de Natalinova—. La NKVD lo asesinó para que no le hiciese sombra a Stalin. En fin, supongo que ahora lo principal es ganar una guerra que ya deberíamos haber ganado.

—No te entiendo.

—Stalin purgó el Ejército Rojo de sus mejores generales acusándoles de trotskistas y puso al frente a ineptos que le adulaban. —Encendió un cigarro, dio una calada y prosiguió—: Han sido necesarios millones de muertos y tres años para recuperar la iniciativa que nunca debimos perder.

—¿Qué pasará cuando termine la guerra? —Y encendió el Herzegovina que le había ofrecido Julia.

—No lo sé. —Su mirada se perdió en las llanuras de Kursk. Sacó una botella de vodka del bolso de su abrigo y añadió—: Si se pierde, malo para el pueblo. Si se gana, Stalin afianzará el poder más allá de su muerte. —Dio un trago del vodka, y concluyó—: Todo indica que el gran perdedor será de nuevo el pueblo soviético.

Le pasó la botella a tu padre. Este se sentó sobre las cadenas del «Kirov» y le propinó al jarabe un trago profundo. Natalinova se acomodó a su lado y, después de una calada, cogió de nuevo el vodka y, reflexiva, como si hablase consigo misma, murmuró:

—Mañana cumplo treinta y nueve años. —Sonrió, y repitió—: Treinta y nueve. Mi vida se resume en tres años de hambre y miseria en la Guerra Civil contra los blancos y más hambruna en la posguerra. Cuando todo parecía mejorar, comenzaron las purgas de Stalin al viejo aparato bolchevique. —Dio un trago, miró al horizonte y continuó—: Me enrolé en las Brigadas Internacionales por miedo a que me enviasen a Siberia a causa de mis simpatías hacia Kirov. Regresé de España y los nazis nos invadieron. Dos años en un campo de prisioneros y dentro de unas horas… posiblemente la muerte.

—No pienses en eso —acotó calmo tu padre—. Estoy seguro de que destrozaremos a la Wehrmacht.

—Si muriera mañana, ¿sabes cuál sería mi último deseo?

—Ni idea.

—Que cuando suenen los tambores de guerra, me despierte a tu lado.