3: Comando fantasma

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COMANDO FANTASMA

REGRESASTEIS A VUESTRO DESTINO a lo largo del extenso frente cerca de la frontera con Alemania. Sólo restaba por liberar parte de Lorena y Alsacia, con Estrasburgo incluido. A norte de vosotros, en el linde con Bélgica, se encontraban los ingleses y norteamericanos, y desplegados hasta Suiza, las fuerzas del I Ejército Francés con la 3.ª y la 28.ª divisiones de infantería norteamericanas.

Como los alemanes tenían posiciones mejor pertrechadas que las vuestras, no atacabais. Os limitabais a incursiones de patrullas de observación en los pueblos limítrofes y a fortificar búnkeres y trincheras. La línea que marcaba el campo de batalla se había transformado en una goma: a veces se estiraba a favor de la Wehrmacht y otras, del lado francés, pero no se rompía por ninguna de las partes.

Seguía lloviendo como si el cielo hubiese decidido castigaros con otro diluvio. El avance de los Sherman y Half-Track sobre aquel barrizal se volvía muy dificultoso; los ataques sólo eran posibles después de largas marchas a pie. Los cielos encapotados impedían el vuelo de los cazas. En aquellas circunstancias, el fuego artillero era lo único que se oía y se sufría.

—Presagio un invierno crudo —murmuraba el capitán Dronne embutido en su poncho.

Aquella inmovilidad crispaba al adjudant-chef Campos que parecía apurado por terminar la guerra y dirigirse a España. De esa opinión participabas también tú; por eso, cada vez que solicitaba voluntarios para penetrar en territorio alemán, te apuntabas de inmediato.

Los integrantes de esos equipos de asalto solían variar, pero Campos, Fábregas, Juanito, Bullosa, Gitano y tú erais permanentes. Solíais salir al atardecer, ya que a esa hora teníais la escasa luz solar a la espalda, convertida en vuestro aliado. Entrabais en alguna aldea cercana y revisabais casa por casa, cuadra por cuadra. Defendiendo la posición, siempre había algún pelotón de la Wehrmacht, al que asaltabais aprovechando la sorpresa. No hacíais prisioneros. Los trueques habían tocado a su fin.

En otras ocasiones, os acercabais hasta las trincheras alemanas y observabais a los soldados encender las fogatas para calentarse. Cuando se acomodaban alrededor de ellas, y la luz los iluminaba a todos, los ametrallabais. En aquellas noches cerradas, encender un cigarro significaba para los nazis una muerte segura. Desde cientos de metros, una bala de tu Mosin-Nagant surcaba el campo directa a la llama del cigarro. Y más de una noche, bajo el aguacero, esperasteis en posiciones camufladas hasta el amanecer para sorprender el paso de alguna compañía motorizada de la Wehrmacht. Erais un comando fantasma.

Te habías transformado y lo notabas. Tal vez el cambio se debía a que el mundo circundante había dado un vuelco y te influía. Francia se encontraba casi liberada; Estrasburgo, a cien kilómetros, y en él tu Obersturmführer, los nazis habían perdido su baraka, estaban «atorados», en palabras de Larita II; el Maquis había comenzado la invasión de España y detrás iríais vosotros; y había aparecido Sophie: por ella había que terminar cuanto antes esa demencial guerra. Por eso vivías, dormías, comías, cagabas y soñabas como Campos: pegado al Sten, con seis granadas en los correajes, el puñal afilado, los tendones listos, la mirada directa, el oído presto, el rostro tiznado y el caminar de los espíritus que se desplazan en silencio en medio de las tinieblas.

La última incursión de vuestro comando, antes del trágico final, fue en Ménarmont. La luna aún iluminaba las extensas praderas y había que aprovecharla; después se impondría la espera de semanas. Entrasteis de noche, nadie en sus calles. Un Panzer Tigre I, vacío y sin protección, se encontraba en medio del pueblo.

—Precaución. Nos esperan —alertó Campos.

Podíais emprender la retirada, pero a lo mejor la emboscada la encontrabais al dejar atrás el pueblo. Además, Campos no era de los abandonaba sin dejar una estela de fuego y cadáveres a su paso. Gitano avanzó en solitario hacia el carro de combate, el resto le cubristeis. La bazuca escupió fuego y los pernos de la cadena derecha del Panzer pasaron a mejor vida. De repente, de las ventanas de tres casonas, las balas os saludaron. El fogonazo de las bocachas de los fusiles delató sus posiciones. Enfocaste el Mosin hacia ellas.

Pulmones vacíos. Tus latidos.

Toc, disparaste. Toc, otro disparo. Toc, último.

Todo el comando estaba seguro de que habías acertado en las tres ocasiones y os lanzasteis sobre las casas: Juanito asaltó con una escuadra la más cercana; Campos, con la suya, irrumpió en otra; y tú, con los de Fábregas, acometisteis sobre la tercera. Las granadas os precedieron; después, la lluvia de proyectiles ensordeció la noche. Veintidós muertos parió el alba.

—Deberíamos crear un Cuerpo Franco y ponerlo a sus órdenes —le dijo Dronne a Campos al regresar de Ménarmont.

—Le repito que no —escupió el adjudant-chef sin detener su paso—. No soy un militar, soy un miliciano. Y en cuanto termine esta puta guerra me perderé en algún tugurio con mi trompeta.

Lo cierto era que sus palabras no contenían toda la verdad. Campos no quería una unidad regular a sus órdenes, prefería reclutar voluntarios todas las noches. El Comando Fantasma ya era el Cuerpo Franco.

A la noche siguiente, el comando no salió en busca de carne y sangre de la raza superior. La luna era una escuálida «C» en el cielo y no favorecía vuestros asaltos nocturnos. Aunque el frío y el viento que lo diseminaba por doquier no aminoraban, la lluvia cesó, y la aprovechasteis para reuniros en un corro alrededor de la fogata envueltos en los acordes de la guitarra de Fábregas. Además, por alguna razón desconocida, los cielos se presentaron despejados de nubes.

—Mañana hiela —aventuró el sargento Cariño, aquel gallego que parecía leer las mareas y el clima en las estrellas, y soñaba con sus costas llenas de percebes.

—Aquella es la Osa Mayor —informó Fábregas al grupo—. Aquel es el Carro de Hércules. Allí…

Hasta los cielos carecían de secretos para vuestro trovador de las batallas. Y embobados escuchabais sus explicaciones:

—Los científicos, para calcular la distancia entre las estrellas, han tenido que elaborar una unidad métrica para determinar sus enormes distancias: lo llaman «año luz». Es algo así como…

Hasta el capitán Dronne se sumó a la clase de astronomía fumando de su cachimba. Una voz anónima preguntó:

—Si yo soy Piscis, ¿qué quiere decir?

—No confundamos astronomía con astrología, señores —manifestó severo Fábregas—. Una cosa es la realidad y otra su lectura. Quien lee el destino de los hombres en los astros es como el que lo lee en los posos del café, en los naipes o en las cagadas de las gaviotas…

A aquella clase magistral le siguieron las canciones, sin sospechar que la ruleta macabra de la guerra se repetiría para vosotros al día siguiente: primero, los cánticos; después, el silencio; por último, la muerte.

EL 14 DE OCTUBRE DE 1944 se presentó con vuelos repentinos de pájaros sobre los caseríos y cuadras. Hasta en las copas de los árboles parecían inquietos. No volaban en formación, más bien parecía que algo alteraba su descanso y los alborotaba. El capitán Dronne, con la pipa en la mano, observaba con gesto preocupado las idas y venidas de las aves.

—No me gusta nada —mascullaba.

Desplegó un plano de la zona sobre la mesa de la tienda de mando de La Nueve. Su índice dibujó líneas imaginarias desde los poblados de Ménarmont y Xafférvillers. Frunció el ceño y llamó a Campos.

—Los pájaros revolotean en exceso sobre esta zona —le dijo, mientras su dedo la señalaba sobre el papel—. Envíe un pelotón de reconocimiento y tenga preparada a toda la sección. Me da en la nariz que tenemos una vanguardia nazi pisándonos los talones.

El adjudant-chef se dirigió a la base de la 3.ª sección. Al comprobar que la tripulación del «Santander» habíais sido los más madrugadores y ya teníais repleto de combustible el Half-Track, ordenó al sargento jefe:

—Fábregas, adelántate en dirección Xafférvillers. Creemos que los alemanes realizan una maniobra de penetración en nuestras líneas.

—¿Y vosotros?

—Salimos de inmediato en vuestro apoyo, en cuanto llenemos los depósitos.

Ajustasteis las granadas a las trinchas, introdujisteis el cargador en el Sten y ascendisteis al blindado. Quince, ese fue el número de soldados que integró el pelotón que se lanzaba al mando de Fábregas en aquella operación de reconocimiento hacia el poblado.

La mañana se había presentado fría aunque luciese el sol. El viento daba vergajos en vuestro rostro mientras las cadenas del semioruga avanzaban sobre los pastizales y senderos embarrados. No se distinguían movimientos de tropas ni en lontananza.

—Nada —exclamó Fábregas desde la torreta del Half-Track, al tiempo que bajaba los prismáticos. Después añadió—: El capitán se ha despertado muy susceptible.

Las primeras huertas y cuadras de Xafférvillers se presentaron ante vosotros. Dos vacas pastaban indiferentes a las batallas.

—Creo que allí hay campesinos —dijo el sargento jefe, indicando la ruta a Gitano—. Vamos a preguntarles si han visto algo extraño.

Seguíais tensos sobre el vehículo, con la mirada cubriendo los trescientos sesenta grados. A lo lejos, a vuestro rebufo, se distinguía el avance de los otros tres Half-Track de la sección que se acercaban a vuestro encuentro.

A unos cien metros, entre dos majadas, una docena de labriegos removían la tierra con azadas. Se encontraban de espaldas a vosotros y daba la impresión de que no se habían percatado de vuestra presencia.

—Mi sargento —llamó Gitano, señalando el pastizal encharcado y lleno de surcos que nos separaba de aquellos hombres—, no puedo meter el vehículo por ahí.

—Lo sé. Déjelo aquí y espérennos —dijo, y dirigió su mirada al soldado Vázquez para ordenarle—: Acompáñeme.

Ambos saltaron del «Santander» y se dirigieron al encuentro con aquellos lugareños. Avanzaron con el fusil en bandolera por los surcos que tenían menos agua.

—¡Eh, ustedes! —gritó Fábregas, sin que ninguno de los doce se voltease.

—Es extraño —exclamó Gitano a tu lado—, le hemos oído hasta nosotros y tenemos el viento en contra.

Las palabras de tu compañero provocaron que saltasen tus alarmas.

—Dirigid las ametralladoras hacia ellos —ordenaste.

Apenas quedaban cincuenta metros para que Vázquez y Fábregas alcanzasen a los campesinos, cuando de pronto estos se voltearon exhibiendo subfusiles y abrieron fuego. La realidad se desveló: eran un comando de Waffen-SS disfrazado de labriegos.

Los cuerpos de vuestros compañeros se retorcieron ante la andanada de balas. Fábregas se derrumbó.