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PARÍS ES EL MUNDO
NADA MÁS OÍR AQUELLAS palabras le arrancaste el salvoconducto y corriste como un desesperado hasta alcanzar al «Kanguro».
—Arriba, chaval —gritó Blesa, tendiéndote la mano.
Desde el jeep de cabeza, Fran te vio trepar y alzó el brazo a modo de saludo. Quedaba poco para que otra vez la familia estuviese junta. Tu padre regresó a tu mente y también Lucía. Y el Obersturmführer.
En aquellos trescientos kilómetros hasta París, por senderos que ya parecían conocer de memoria, intimaste con los ocupantes del M-3. Los cinco habían combatido en el Ebro y allí habían conocido a Campos, Fábregas y Bullosa. El valenciano Rosalent, el conductor, permaneció en silencio todo el trayecto: el camino era su misión. García, un murciano con mejillas coloradas, ejercía de encargado de la ametralladora. Blesa, Mariño, Ros y Fluet eran la inusual escuadra de infantería.
—Campos es un fenómeno —manifestó Blesa—. No sé cómo consiguió este Half-Track ni cómo logra que seamos invisibles para los jefes franceses.
«Tal vez no sois tan invisibles», pensaste, pero no dijiste nada.
Como aquel era el último cargamento antes de la invasión, habían llenado la caja del «Kanguro» hasta casi el nivel de la chapa de protección, por lo que os veíais obligados a viajar con los pies sobre el armamento y casi todo el cuerpo fuera. Si alguien os hubiese visto en ese momento, seguro que os hubiera creído muy valientes por viajar sin la protección del blindaje antifusiles.
Mientras reflexionabas sobre la curiosa forma de transportar vuestra inusual carga, cada fusil envuelto en un saco de cuerda y todos tapados por una lona, el «Kanguro» frenó bruscamente.
—¡Lo que faltaba! —exclamó Mariño—. Los yanquis aquí.
En sentido contrario al vuestro, una columna de seis jeeps cargados de soldados os cerraba el avance. Según llegaron a vuestra altura, distinguiste las estrellas en dos de ellos.
—Son generales. Estamos jodidos —murmuraste.
—Nos van a tomar por desertores —dijo Mariño.
—Lo importante es que no revisen el cargamento —sentenció Blesa, saltando del blindado y dirigiéndose a ellos.
Cómo echasteis en falta en aquel momento a Fábregas y su inglés fluido. Desde la caja del blindado veíais gesticular a Blesa y a Fran ante los generales. Varios soldados con sus fusiles los rodearon. Otro grupo se dirigió a vosotros y comenzó a gritaros y a gesticular para que descendierais del vehículo. Saltasteis con los brazos en alto. De repente, un oficial de tez muy morena preguntó:
—¿Españoles?
Os quedasteis atónitos mirándole. Hablaba castellano, pero canturreando las sílabas. Se cuadró ante los galones de capitán de tu hermano, quien le explicó que erais soldados de la II División y que os habíais perdido.
—Okay, okay —dijo aquel oficial.
De inmediato desplegó un mapa sobre el capó del jeep de Fran y comenzó a mostraros el itinerario correcto para reagruparos con vuestra división. Blesa, entre los dos, asentía. Al cabo de unos minutos vino hacia vosotros y os exhortó a que subierais al «Kanguro». Rosalent lo puso en marcha y pasasteis al lado de la columna norteamericana saludando a los generales que respondieron con una inclinación de cabeza.
—Buf, menos mal que apareció ese teniente cubano —suspiró Blesa.
El resto del viaje se realizó sin más sobresaltos hasta Nangis. Antes de entrar en el pueblo, Rosalent giró hacia la derecha, en dirección a un pequeño bosque. Las ambulancias Dodge de las rochambelles no os acompañaron y emprendieron el rumbo hacia París. En Nangis os esperaban doce coches, un furgón y casi una veintena de hombres y mujeres. Os colocasteis en cadena y todos los fusiles del Half-Track se trasladaron a los autos en menos de una hora. En cuanto un maletero se completaba, el turismo salía escopetado por una carretera que bordeaba París hacia el sur.
Cuando la docena de automóviles hubo marchado, quedaron en el lugar dos hombres y seis mujeres junto al furgón:
—Guiad a los soldaditos a París —les pidió Blesa—. Van a ver a sus novias.
Os despedisteis de la tripulación del «Kanguro» que regresaba al frente de Lorena. El soldado argelino situó el jeep detrás del furgón y los dos vehículos emprendieron el camino hacia la capital de Francia.
Tú ibas en la parte trasera con las mujeres, que además de sonreírte te machacaban a preguntas: «¿Cuándo la conociste?»; «¿es española?»; «¿os vais a casar?»…
En menos de una hora, el conductor del furgón te dejó a las puertas del Saint-Louis. Te despediste de todos, y las mujeres te atiborraron a besos. Mientras Fran y el argelino te esperaban en el jeep, entraste al hospital en busca de Sophie.
—En el jardín, con los pacientes —te informó un celador.
Aquello era terruño conocido, por lo que te lanzaste en una veloz carrera. Se encontraba de espaldas empujando una silla de ruedas.
—Sophie —llamaste.
Se giró y, al verte, se dirigió deprisa a tu encuentro. Apenas un mes sin veros y ya os echabais de menos. Os abrazasteis y os besasteis ante las miradas de los pacientes y enfermeras. Un aplauso os rescató del ensimismamiento. Sophie se sonrojó, agachó el rostro y dijo:
—Vayamos adentro.
—Espero que ese muchacho sea más serio que sus amigos.
Aquellas palabras te obligaron a mirar hacia la fuente de la voz: era la enfermera gruesa que acudía con el gendarme en busca de Gitano y Turuta. Sonreíste.
Después llegó París para vosotros y para Fran y Ana. Nunca olvidarás el encuentro entre los dos: se miraban y remiraban, se acariciaban la cara y los cabellos y se besaban una y otra vez. Así hasta que se perdieron por las calles de la ciudad.
La Torre Eiffel, la Basílica del Sacre Coeur, Los Inválidos, el Panteón, el barrio de Montmartre, el Barrio Latino, el Louvre… El París que no habías llegado a conocer se presentaba ante ti. La metrópoli, inviolada en su interior, había abandonado su gesto tenso, hosco y despectivo porque ya no se encontraba bajo la bota nazi y había abierto sus barreras interiores para revelaros que nunca se consideró vencida pese a la ocupación.
Luego visitaste las zonas de la ciudad que ya conocías: los muelles del Sena, el Hôtel de Ville, el Arco del Triunfo, los Campos Elíseos y Notre Dame. El gris verdoso de la Wehrmacht y el negro de los chleuhs habían sido reemplazados por ricos colores. Incluso habían regresado las gaviotas al Pont de la Tournelle: los puentes que separaban dos mundos, dos planetas, se habían disuelto.
Pintores y músicos ambulantes plagaban sus avenidas y jardines. Los vagabundos parecían dejar atrás su carne borracha de vino adulterado, hambre, cansancio o aburrimiento. El ir y venir de la gente sugería que la guerra había terminado y el cielo era más claro que en las trincheras de Lorena. La ciudad ya no era una charca inmunda cargada de maleficios, fango, colores turbios para transformarse en mujer, con sus deseos, aversiones, impulsos y decoro. Y tú recorrías la urbe con la cara de Sophie pegada a tu hombro.
Las horas en que las chicas trabajaban, Fran y tú acompañabais a vuestra madre. Era la mujer más feliz del mundo viéndoos a los dos y teniéndoos a su lado. Intentabais que la sombra de Lucía y vuestro padre no se presentasen, ya que tu madre no podía contener los sollozos. Pero un día, la presencia del soldado argelino os recordó que el permiso se había terminado y el frente os esperaba de nuevo.
En ese instante quisiste que Sophie tuviera un recuerdo eterno de esos días inolvidables en vuestras vidas. Por eso, el último atardecer, que se negaba a morir y el viento portaba balbuceos de hojarasca en el Barrio Latino, entraste con ella en una de sus tiendas y le regalaste el vestido más bello. Era verde, de seda. La envidia de un París incapaz de pagarse ni un pañuelo de esa fibra, pues toda se empleaba en los paracaídas, y menos de color verde, el tinte de los trajes de la guerra. Y cerrasteis el día abrazados en los peldaños de Montmartre contemplando el París que nunca duerme aunque el sol se tornase rojizo en el horizonte.
Hoy, transcurridos muchos años desde que terminó la II Guerra Mundial, la cinematografía y la novelística se han saturado de historias de amor y de desamor entre soldados y enfermeras. Por esa razón, tal vez vuestro enamoramiento, queridos Nico y Sophie, pueda parecer tópico, pero eso no demostrará más que su ignorancia respecto de aquella época. El vuestro fue un momento histórico convulso, en el que los mejores muchachos se encontraban en el frente, ya fuese enrolados en las unidades militares regulares o en la Resistencia, y nuestras chicas sobresalientes se unían a las spearettes, a las rochambelles, a las marinettes o en cualquier compañía de enfermeras voluntarias con destino en hospitales de campaña diseminados a lo largo de las trincheras. Las salas grises llenas de combatientes heridos se parecían poco a nuestras redes sociales; sin embargo, algún punto de contacto hay entre aquellos sitios que olían a yodo y los actuales espacios de ocio. Hasta los generales encontraron refugio en los labios de aquellas muchachas, pese a que la historia oficial lo haya silenciado. Si hay dudas, que mi generación y las venideras se lo pregunte a Eisenhower y a la spearette Kay Summershay o al mariscal Koenig y a la adjudant-chef Susan Travers. En fin, si algo ha de sobrevivir de aquella etapa sangrienta, que sean las historias de pasión entre soldados y enfermeras.
Aunque todo fuese así, nunca imaginasteis que lo que en esos momentos os rodeaba iba a dar un giro sangriento.