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DE DUNKERQUE A NARVIK
ARRASTRABAIS LOS PIES por los arenales bajo el sol de África, pensando que os encontrabais allí porque Satán se había quedado sin plazas vacantes en el infierno y os obligaba mientras tanto a vagar por la Tierra. Pero os equivocabais, las llamas del averno se quedaban cortas ante la muerte y el fuego que precedía al avance del ejército alemán a miles kilómetros al norte, en el cerco al puerto de Dunkerque. Y los soldados aliados, entre los que se encontraba alguien muy querido para ti, lo sufrían de esta manera:
El aullido escalofriante de la caída en picado de los Stuka, los Junker Ju 87B, y sus bombardeos se habían convertido en la siniestra sinfonía que ambientó la caída de Calais y la evasión desesperada por Dunkerque. La Operación Dinamo, planificada para rescatar tres ejércitos mecanizados belgas, el 1.º y 7.º de los franceses y la Fuerza Expedicionaria inglesa, se había puesto en marcha con el objetivo de salvarles del avance imparable de los Panzer y de la Luftwaffe desde las fronteras de Holanda, Bélgica y Luxemburgo.
De las playas habían zarpado, con soldados franceses, belgas e ingleses las últimas pequeñas embarcaciones: yates de cabina, lanchas de salvamento, pesqueros, jábegas, jabeques y hasta barcas de recreo. Su destino se encontraba en los buques de guerra, transbordadores, mercantes y gabarras holandesas que por escasez de fondo no podían acercarse.
Era 2 de junio. La evacuación llegaba a su fin; el mar seguía en calma, pero la niebla había desaparecido de los cielos. Las tropas aliadas volvían a ser blanco de la Luftwaffe, sin que la artillería alemana hubiese cesado su castigo contra el frente defensivo de la Fuerza Expedicionaria Inglesa y del I Ejército Francés.
—¿Dónde cojones está la RAF? —gritó el sargento Fran Ardura, tu hermano, disparando inútilmente su fusil, desde la cubierta de la embarcación, contra tres Stuka que remontaban el vuelo con la dificultad de 4G.
—Ahí viene otra escuadra —alertó el cabo Gómez, un vallisoletano enrolado en la Legión Extranjera después de la diáspora por la frontera francesa.
—¡Todos al agua! —ordenó el sargento.
El pelotón de legionarios dejó los cascos y fusiles en la minúscula embarcación y se zambulló en el mar. La barriga del yate les sirvió de blocao.
Peor suerte corrieron los tres muchachos del colectivo «Exploradores del Mar», quienes, ilusionados por salvar a sus compatriotas, habían zarpado de Inglaterra formado parte de las trescientas tripulaciones que, a bordo de reducidos navíos, se sumaban espontáneamente a los buques de guerra en la gran evacuación.
—¡Mierda! —gritó tu hermano, golpeando la quilla del yate—. Eran unos críos, no tendrían más de quince años.
—Otra puta escuadrilla —anunció Gómez—. Y aún quedan siete.
El pelotón de Fran pertenecía a los restos diezmados del 11.º Batallón de Marcha de la Legión Extranjera que había combatido a la Wehrmacht en la cruz de Francia con Bélgica y Luxemburgo, el lugar más mortífero: el punto exacto donde la ofensiva de los blindados comandados por Gerd Von Rundstedt habían roto la línea defensiva aliada. Bajo el fuego de las ametralladoras de los Stuka, a tu hermano sólo un axioma le ocupaba la mente: daba igual la parte del mundo en la que se pelease contra el fascismo —España, Italia o Alemania—; el enfrentamiento sólo podía conducir a la aniquilación de un bando. No servían los pactos.
La RAF había llegado. Diez escuadras de Havilland Mosquito nublaron los cielos. Los Ju 87B ya no les dispararían. La docena de soldados comenzó a nadar hacia el buque de guerra que les esperaba a casi una milla de la costa.
Cuando se ha combatido en una Guerra Civil contra cuatro ejércitos —el de Franco, Hitler, Mussolini y Salazar— y las tripas y la sangre de los compañeros, amigos y familiares rompen la armonía de los paisajes, una milla a nado bajo la metralla es un juego de niños.
—¡Recuerden el Ebro! —gritaba Fran a cada brazada para motivar a sus hombres.
Había que alcanzar el último destructor, asirse al único punto que podría refugiarlos de la metralla de los Stuka.
La Operación Dinamo estaba retrasándose en exceso y los nazis no les daban tregua. Fran conservaba en su memoria el listado de los buques de guerra destruidos: en la víspera habían hundido el Foudroyant, el Basilik, el Havant y el Keithrse; el día anterior, el Sirocco; el 30 de mayo, el Bourrasque; el 29, el Grafton, el Grenade, el Wakeful. No, nada quedaba a salvo del picado de los Junker.
—¡Cómo en Madrid, compañeros! —animó el cabo, sustituyendo al sargento.
Alcanzar el buque de guerra bajo la metralla nazi se convirtió en un pasatiempo para soldados cincelados en los campos de batalla de España, en las Compañías de Trabajadores Extranjeros y en la Legión Extranjera, aunque en su trayectoria debieran ir esquivando barcos zozobrados y apartando restos flotantes, además de cientos de cadáveres que la marea arrastraba hacia la orilla.
Una gran red de cuerda cubría a estribor el lateral del barco para facilitar el ascenso. Los doce republicanos españoles del 11.º Batallón de Marcha ascendieron sin dudarlo ni tropezar.
—Son ágiles como gatos —aseveró un mando de la Royal Navy.
—¿Falta alguno? —preguntó Fran a sus hombres.
—No. Estamos todos —contestó Gómez.
El buque elevó anclas y zarpó. Se alejaban de aquellas aguas teñidas de rojo y negro, del fuego y el humo de los bombardeos y del olor a cuerpos quemados que transportaban las olas. El sargento oyó gritar a un oficial de la Royal Navy:
—Por la Ruta X.
«La más peligrosa y alejada al noroeste», pensó Fran. «Contiene demasiados bajíos y minas no retiradas».
Los marinos ingleses cubrieron con mantas los cuerpos de los soldados rescatados y les ofrecieron tazas de sopa o té calientes.
—¿Entiende mi idioma? —preguntó Fran al marino que le tendió el bol.
El soldado sonrió antes de asentir.
—¿Es el último barco de rescate?
Un nuevo gesto afirmativo le contestó.
—¿Cuántos se han salvado?
Antes de recibir respuesta, tuvo tiempo de dar un largo trago a la sopa.
El marinero tomó asiento al lado de tu hermano y con una navaja rayó la plancha de hierro que les servía de sillón. Se leía nítido el número 350 000.
—¿Había españoles entre ellos?
La navaja se estampó otra vez sobre el metal. Y un cinco fue seguido de dos ceros.
Dicen que en las guerras el ruido envuelve el fuego y la desesperación, pero es peor el silencio. «Quinientos», había asegurado el marino. Fran miró hacia sus hombres que apuraban el caldo. Nadie dijo nada, pero seguramente todos pensaban lo mismo: los otros miles de españoles habían quedado defendiendo la parte este del puerto de Dunkerque para que el resto pudiera salvarse. Si los cálculos no les fallaban, sesenta mil soldados no habían sido evacuados, entre ellos varios miles de republicanos enrolados en las Compañías de Trabajo, que ofrecían su vida defendiendo las posiciones de Brey-les-Dones para amparar la de los demás. Comprendieron que las guerras provocan muertos, pero es por estos por los que se sigue luchando.
Fran introdujo la mano en el bolso de la guerrera y extrajo su ligera cartera. Estaba empapada. Sacó dos fotografías que aireó, esperando que la ligera brisa las secase. Una era de vuestra familia, muchos años antes, cuando la bestia del fascismo no la había separado. Vuestro padre y madre, tú, Nico, y vuestra hermana Lucía le mirabais desde el papel húmedo.
El otro retrato era de su novia, Ana Tejada. De ella sabía que se encontraba en el campo para refugiados de Argelès. Y él seguiría allí si no se hubiese enrolado en la Legión Extranjera.
A su mente llegó la huida por los Pirineos desde Barcelona cuando entró la Caballería Mora. El recibimiento a puntapiés y golpes de los gendarmes. La elección: regreso a España, Compañías de Trabajo o la Legión Extranjera. Pero él no había dudado; era un militar, uno de los tenientes de la última promoción de la II República: sólo sabía combatir. Prefirió los riesgos del soldado en campaña a la condición de refugiado en campos de arena, y así fue como la Legión Extranjera lo abrazó. Lo que llegó después fue lo de siempre: la locura de la guerra.
Es difícil analizar los pasos y errores de una guerra cuando se es parte de ella, pero los elementales conocimientos de Fran le decían que el fallo del Ejército francés radicaba en la confianza ciega en su Línea Maginot y en suponer que los Panzer nunca atacarían por la zona de Sedán, en la que situaron al endeble 9.º Ejército al mando del general Henri Giraud.
El resto fue demencia, sangre y muerte. Rommel entró como un rayo y los MkI y MkII, los Mathilda, no pudieron hacer frente al avance imparable de los carros de combate de la Wehrmacht. Huyeron en desbandada, sin volar puentes ni crear otros obstáculos a los blindados alemanes, salvo algún Mathilda averiado o destruido en las carreteras que ejerció de barricada.
Las baterías antiaéreas del buque de guerra deshilacharon los recuerdos. Una escuadra de Stuka caía en picado sobre cubierta.
—¡Todos a refugio! —gritó alguien en inglés.
De repente la ráfaga de un Stuka aniquiló a los tres tiradores de la ametralladora antiaérea más próxima al pelotón de legionarios. La última salva hirió de muerte a dos soldados del pelotón de españoles, que se retorcieron en la cubierta con los vientres abiertos por la metralla.
—¡Sanitario! —llamó Fran.
—Evacúen a los heridos. Y todos a cubierto —ordenó un mando de la Royal Navy.
Tu hermano, el sargento Toro Ardura, como le llamaban sus hombres por su cuello enorme, no obedeció. Él no estaba en esa guerra para esconderse: con dos repliegues en su vida, España y Dunkerque, había cubierto su cupo. Tal vez, sin conocerlo, había llegado a la misma conclusion que Winston Churchill: «No se ganan las guerras con retiradas». «Ni una más», se dijo, lanzándose sobre la antiaérea sin tiradores. Empuñó el arma, la dirigió a los cielos y, abriendo fuego sobre los Ju 87B, gritó a sus hombres:
—¡Compañeros, a las antiaéreas! ¡Esta vez no pasarán!
LEJOS DE LAS AGUAS DEL PUERTO de Dunkerque en las que se hallaba Fran y más lejos aún de los grandes arenales de Argelia en los que te encontrabas tú, concretamente en los fiordos noruegos, se estaba librando una batalla que también os afectaba.
En ella, para evitar ser avistados por las tropas nazis de la cumbre, los legionarios avanzaron pegados a la vertical de la pared del valle excavado por el glaciar. Aunque se encontraban en la zona de ablación, el frío extremo les congelaba las manos y el rostro. Metro a metro se adelantaban entre disparos que provenían de la cota que se habían propuesto asaltar, la 220, para anular las cuatro ametralladoras que impedían el paso hacia Narvik.
Un torrente de agua helada les salió al encuentro. No lo dudaron; alzaron sus fusiles y, con el agua a la cintura, lo atravesaron. Las balas silbaban e impactaban en las rocas o se perdían en las tierras nevadas de la ladera.
Ya sólo quedaban treinta y nueve legionarios en aquella avanzadilla para preparar el asalto final. Anulando el fuego nazi, sabían que el puerto de Narvik quedaría abierto al paso de las fuerzas aliadas.
Colocaron los fusiles a sus espaldas y comenzaron el ascenso sin cuerdas ni ganchos, sólo con sus dedos y sus botas adhiriéndose a las rocas como arañas. Por momentos, se pasaban sus armas de unos a otros para avanzar mejor. El aliento envolvía sus rostros y no caldeaba un amanecer en el que las estrellas, la luna y el sol colgaban del cielo en armonía. Ensordecidos por los impactos y con los ojos rojos, seguían ascendiendo.
La artillería había anulado un nido de tiradores, pero aún quedaban tres. Los morteros ligeros no acertaban en el blanco y se convertían en un peligro amigo. Por otro lado, las infalibles balas nazis provocaban la caída hacia el vacío, bajo las estrellas del norte, de algún legionario.
El teniente Maurin veía ascender a sus hombres. No habían cubierto ni cien metros entre las piedras y ya sólo le quedaban veinte con vida: diez franceses, dos polacos, un sueco y siete españoles. Estos encabezaban la fila hacia la cumbre. Necesitaban encontrarse más cerca del nido, por lo que sus granadas explotaban sin atinar. Una nueva carga de artillería había anulado otra base de ametralladoras. Sólo quedaban dos.
Maurin ya daba por perdida la toma de la 220. Las balas se topaban contra el cuerpo de sus soldados, que se despeñaban montaña abajo. «Sólo quince», pensó. «No llegaremos». Los tres primeros eran exiliados españoles, soldados de un ejército que ansiaba la revancha.
El último tramo de cumbre era menos escarpado; los legionarios conseguían avanzar sin necesidad de clavar los dedos entre los riscos y así liberaron las manos para empuñar el fusil o lanzar una granada. Al mismo tiempo, se volvían más visibles para el enemigo.
Cincuenta metros hasta la base de ametralladoras. Los tres legionarios de vanguardia, protegidos por una roca, se miraron. No pronunciaron palabra. No la necesitaban: habían vivido aquella situación en miles de cotas en España. Pedro, en Valencia. Espallargas, en el Ebro. Gayoso, en Andalucía. Si se lanzaban los tres a la vez, alguno sobreviviría para anular el fuego enemigo.
Nada más les quedaba el alma de la guerra: la iniciativa.
Abandonaron la protección y se abalanzaron.
Contaban con cinco segundos, y lo sabían. Pedro cayó. La sangre le brotó por el abdomen y la cabeza. La nieve se tiñó de carmesí. Dos segundos. Las piernas de Espallargas se plagaron de balas; aún así, siguió avanzando: le impulsaba la imagen de su mujer fusilada en España. Se derrumbó, y hubo más rojo en el blanco. Gayoso asaltó el último nido a bayoneta calada. Sólo quedaba con vida un capitán de la Wehrmacht, que alzó los brazos. El legionario dudó. Su dedo en el gatillo le gritó que había que disparar; sus músculos, que había que clavar la bayoneta en el corazón; su mente, en cambio, que él era un soldado, no un asesino. Y aceptó al oficial nazi como prisionero.
La cota 220 había sido tomada. En sus riscos yacían setenta y seis legionarios y dieciséis eran republicanos españoles. La 13.ª Semibrigada de la Legión Extranjera podía seguir avanzando hacia el puerto de Narvik.
DÍAS DESPUÉS DE LA HUMILLANTE desbandada en Dunkerque y de la heroica conquista de Narvik, el recién ascendido a general Antoine Béthouard, herido de bala y reposando en un improvisado hospital de campaña en medio de las nieves, no daba crédito al contenido del cable que había recibido de la metrópolis, en el que se le ordenaba el regreso inmediato de la 1.ª División Ligera.
—Imposible —se repetía—. Debo estar delirando.
Arrugó el papel, que quedó encerrado en su puño, y lo acercó hasta el vendaje de la cabeza. Apretó los dientes y no pudo evitar que su mente se trasladase al 28 de mayo. Ese día había ordenado el asalto frontal a Narvik, y los batallones de la 13.ª Semibrigada lo habían conquistado dejando los cadáveres de cientos de sus legionarios sobre nieves y prados.
Él, el general Béthouard, criado bajo los parámetros de la vieja Legión Extranjera, guerreando como un soldado más, había cumplido: el importante puerto de Narvik pertenecía a los Aliados. Había arrebatado el abastecimiento de millones de toneladas de hierro a la Alemania nazi y el punto de control del Atlántico Norte y del Ártico de las manos de Hitler. A lo que había que añadir siete destructores y un submarino U-62 de la Armada alemana hundidos, algo más de cien mil marineros alemanes muertos.
¿Qué habían hecho los generales de los grandes entorchados en Francia? Nada. Dejarse envolver en una bolsa en Dunkerque, perder miles de soldados y material y permitir que los Panzer invadieran la patria.
Él y sus hombres habían completado la misión. Narvik capituló y la 1.ª División Ligera siguió persiguiendo a los nazis entre la nieve y los densos bosques, bajo un sol que nunca se escondía y facilitaba a los Stuka un ataque continuo.
—Y hoy, 7 de junio —clamó el general—, cuando tenemos a los nazis a seis kilómetros de la frontera noruega, se nos ordena replegarnos. —Se incorporó y exclamó—: ¡No es justo, Monclar!
El teniente coronel Raoul Magrin-Vernerey, alias Monclar, jefe de la 13.ª Semibrigada de la Legión Extranjera, de pie ante la cama del general, ajustó sus gafas. Los músculos de su mandíbula se marcaron poderosos en su seco y moreno rostro.
—Un día más, mi general, y expulsamos definitivamente a los alemanes de Noruega —respondió.
—No nos lo dan. ¡Maldita sea! No nos lo dan.
—¿Ordeno la evacuación, mi general?
Antoine Béthouard no le prestó atención. Permanecía sentado en la cama con el papel en la mano y farfullando contra un interlocutor inexistente:
—¿Qué se creían? ¿Qué esto era la guerra del 14? Trincheras tras trincheras. Una guerra de posiciones a la antigua usanza. Nuestros generales se creían napoleones. No lo entendieron. Ahora es una guerra de maniobras —alzó la voz—, de maniobras, coronel. Los jóvenes generales de mi promoción, como De Gaulle, lo hemos repetido hasta la saciedad sin que nos hicieran caso: «Es el momento de unidades combinadas de todas las armas, en las que un grupo bien preparado es más eficaz que un regimiento…».
Monclar se mantuvo inmóvil ante la descarga de adrenalina del general. No quería interrumpirle; sabía que la orden de retirada le había herido más al general que la metralla enemiga. Atrás quedaban los muertos del terrible asalto a la cota 220, los de la toma de Bjerkvik y Meby, los del asedio a Narvik y los de la cota 457, la persecución de los nazis a través de la nieve, con túneles hundidos, vías de ferrocarril voladas, depósitos, casas, puentes dinamitados. Los cuerpos de cientos de combatientes escandinavos, franceses y españoles cubrían los fiordos de Noruega.
El general calló un instante, miró al teniente coronel y le dijo:
—Cumplamos la orden, Monclar. Evacué la 1.ª División con rumbo a Francia.
—¿Algún detalle en especial, mi general?
—Que embarquen primero los cazadores alpinos de la 27.ª, después el material pesado de la artillería y los carros Hotchkiss. El resto de unidades que vayan después.
—¿Y la 13.ª, mi general?
Béthouard tragó saliva.
Le resultaba difícil volver a destinar a aquellos héroes al lugar más peligroso, pero no quedaba más remedio:
—Que la 13.ª ejerza de fuerza de demolición —contestó—. Que vuelen todos los metros de vías férreas posibles. Y cuando lleguen a puerto, que el 1.º Batallón y el de Ultramar aborden en primer término…
De repente, el general guardó silencio, como si repasara sus palabras. Por lo que el teniente coronel intervino:
—¿El 2.º batallón, mi general?
—Que sea el último en abandonar Noruega y cubra la retirada del resto.
—El batallón de las batallas —murmuró el otro.
—¿Cómo dice, Monclar?
—Pensaba que vuelve a dejar el sino de todos en manos de los republicanos españoles.
—Lo sé, Monclar. Pero si alguien tiene que morir en estos fiordos, que sean ellos. En realidad, ya dejaron sus almas en España.