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COMUNICADO DE FRANCIA
LA NOTICIA DE LA TOMA de Koufra por fuerzas de la Francia Libre llegó de inmediato al número 4 de Carlton Gardens. Era la única alegría que recibía el general Charles de Gaulle desde la anexión del África Ecuatorial Francesa a la Cruz de Lorena. Los Panzer de Rommel tenían en jaque a Koenig y a sus aliados ingleses y el desembarco en Rabat, encabezado por el propio De Gaulle, había resultado un absoluto fracaso. Leclerc parecía ser el único que aportaba satisfacciones al líder francés en el exilio.
«Koufra», se repetía para sí el general, «Mussolini afirmó que el oasis y su fuerte eran uno de los baluartes más valiosos del poderío africano de Italia. Ahora pertenecen a la Francia Libre.».
—Capitán —llamó De Gaulle a su secretario—, vamos a redactar un comunicado a Francia.
El fiel y grueso Delau se apresuró a introducir una hoja en el rodillo de la máquina.
—Cuando usted quiera, mi general —dijo, apoyando los dedos encima del teclado.
—A toda Francia —dictó, y se detuvo un instante para dar una calada—. El invicto coronel Leclerc, después de anexionar el África Ecuatorial a la Francia Libre, ha tomado la inexpugnable fortificación italiana de Koufra y camina imparable hacia el norte de Libia. Hoy es un día grande para todos los franceses libres que…
La satisfacción también se dejó ver en el rostro de Delau, que, sin dejar de escribir, apretó los dientes y lagrimeó. Al terminar, extrajo el papel y se lo tendió a De Gaulle con una sonrisa.
—¿Qué quiere hacer con la nota, mi general? —preguntó.
De Gaulle leyó la hoja y se la devolvió. Después, depositó sus gafas encima de la mesa de escritorio y respondió:
—Ordene hacer miles, millones de copias. Que un avión aliado sobrevuele territorio francés y las lance sobre los rincones más inhóspitos de nuestra patria. Quiero que nuestros compatriotas sepan que, hace casi un año, cuando lancé en la BBC aquella proclama, sabía que el día de hoy llegaría. La estamos cumpliendo.
—Así se hará.
Antes de salir, Delau fue detenido en el despacho por la voz de De Gaulle:
—Capitán, cambie la nota.
—¿No le gusta cómo ha quedado, mi general?
—No es eso, Delau. Sólo ha de corregir el rango de Leclerc. Desde hoy es general de brigada.
UNA MUJER ALTA Y DELGADA había salido de la aldea de Warlus montada en una bicicleta Gazelle. Los meses de hambre, desde la ocupación alemana, y las pedaladas todos los días desde el castillo al pueblecito, por aquellos senderos que bordeaban las suaves lomas de la llanura picarda, le habían conferido un toque juvenil que alejaba de ella cualquier señal de ser madre de seis muchachos. Su enjuto rostro aún conservaba la altivez de la aristocracia gala.
No traspasó la puerta principal del castillo de los Hauteclocque, ya que el ala central había sido requisada por el alto mando alemán que ocupaba la Picardía. Se dirigió a la otrora casa de la servidumbre.
Iba a cumplir treinta y ocho años dentro de poco, pero sabía que nunca había tenido un cumpleaños más triste: su marido en paradero desconocido, el castillo familiar ocupado por los nazis, la Francia de sus amores partida en tres, y seis niños que alimentar.
Entró en la cocina; todos sus hijos esperaban ya su llegada sentados alrededor de la mesa. Pero como cada día, en Warlus apenas había conseguido comida.
Cinco chiquillos se abalanzaron a besarla; el mayor se quedó rezagado. Percatándose, la mujer se extrañó:
—¿Ocurre algo, Philippe?
—Esta mañana un avión arrojó papeles. Uno de ellos cayó en el gallinero. —Y el muchacho lo extendió hacia su madre.
Esta lo ojeó. Una frase le retuvo los ojos: «… el importante puesto de Koufra ha capitulado ante las tropas de la Francia Libre, al mando del general Leclerc…».
La mujer dirigió la mirada hacia el portarretratos con la fotografía de su marido uniformado de capitán de caballería. Lo recogió y besó el cristal. Nunca le habían hablado de ese general Leclerc y no tenía idea de quién podía ser.
La última imagen de su marido, al despedirse de ella, regresó con fuerza, sin que supiera por qué. Aún lo recordaba, en el dormitorio, con los niños durmiendo en la habitación contigua: «¡Valor, Therese! La espera será larga…».
Luego, el capitán Philippe de Hauteclocque partió rumbo a Lisboa en una bicicleta igual a la de Therese, para llegar a la embajada de Londres y unirse a las fuerzas de la Francia Libre.
La mujer leyó en voz alta el contenido de la octavilla a los seis niños, y añadió:
—También vuestro padre se comportaría como lo hace este general.
UN AVIÓN INGLÉS sobrevoló Hèrault, el paraje que a nuestros dos nuevos protagonistas les recordaba su Asturias natal. Aunque sus montañas no fueran tan altas, ni el Mediterráneo se asemejase al Cantábrico, aquellas tierras les habían acogido primero como refugiados y luego como mano de obra barata para sus fábricas y minas. Ambos no habían cumplido aún los veintisiete años, pero ya eran viejos. Viejos luchadores contra el fascismo, contra la barbarie. Hombres de tierra vieja, pero espléndida. Las heridas de una revolución fracasada y de una guerra civil perdida cubrían sus cuerpos y permanecían tatuadas a fuego lento en sus almas agnósticas. Nadie les podía enseñar nada de la muerte, del ocaso de los seres vivos ante la bestia fascista. Eran dos revolucionarios que se alimentaban de la energía de los puños cerrados por la rabia contenida. Y su vigor provenía de los espíritus que construyeron un mundo destruyendo las entrañas de la tierra allá en las minas de su tierra natal, a golpe de cincel y cartuchos de dinamita.
El avión lanzó miles de octavillas, que inundaron el pueblo.
Cristino García Granda alzó los ojos al cielo, cubriéndolos con la mano. El sol incidió sobre su rostro enjuto y acentuó aún más las arrugas incipientes que habían surgido en poco tiempo.
—¡Qué extraño! Lleva bandera inglesa.
—Han arrojado esto —dijo José Vitini, otro miliciano que había combatido en el Frente Norte. Y le entregó un papel a Cristino.
Los dos leyeron el escrito en silencio. La lluvia de marzo hizo su tímida aparición.
—Así que es cierto. La Francia Libre está combatiendo a los nazis y a los fascistas.
—Y por lo que se ve, están ganando —apostilló Vitini.
—Luego… —Cristino guardó silencio, se ajustó la boina, tirando de ella hacia sus ojos, y comenzó a liar un cigarro.
—¿En qué piensas?
—En nuestros chicos. Si esto es cierto, entonces es verdad lo que nos dijeron, que contra Rommel y los italianos están luchando los Quintos del Biberón y los del Chupete. —Deslizó el papel sobre la lengua y añadió—: Ellos nunca se dieron por vencidos.
—¿Qué te preocupa? —preguntó extrañado Vitini.
—Que nos equivocamos con ellos. Creímos que habían perdido el juicio cuando se unieron a la Legión Extranjera o a los Batallones de Marcha. Hasta los llamamos «carne de cañón de la burguesía» cuando combatieron en Noruega o en Dunkerque.
—Estaba el pacto germano soviético… —aclaró Vitini.
—Sí, tal vez fue eso. —Gastó dos cerillas, pero consiguió encender el cigarro. Después añadió—: El caso es que confundimos…
—Lo que llevamos repitiendo hasta la saciedad a los burócratas del Partido: a la diplomacia soviética le importa una mierda la lucha de clases —cortó Vitini.
La mirada de Cristino regresó al texto de la octavilla.
El cigarro se consumía entre sus dedos y el humo rodeaba la hoja.
—Te veo muy pensativo —intervino de nuevo Vitini.
—«Salvemos el pellejo, o no quedará ni uno para reemprender el combate en mejores condiciones», defendimos al salir de España. Pero creo que este papel lo cambia todo.
—No te entiendo.
Cristino dio una calada, meneó la cabeza y dijo desalentado:
—Que las cosas han cambiado mucho desde el Musel…
«El Musel»: el puerto de Gijón, en Asturias. Y a la mente de Cristino llegó el Nordeste con dos ráfagas de aquel puerto: la primera, cuando estalló la Guerra Civil y él se encontraba en el carguero Luis Adaro en Cádiz, lo secuestró y ordenó el rumbo a la ciudad asturiana para unir sus fuerzas a las de sus paisanos; la segunda, cuando fueron derrotados y embarcaron rumbo a tierra aún leal a la II República.
—¿Qué propones? —preguntó un extrañado Vitini.
—Creo, compañero, que es el momento para que los veteranos aportemos lo que aprendimos. Tal vez nos sentimos cansados de…
—Yo no me siento cansado —afirmó Vitini.
—Tampoco yo. Era una forma de hablar —Cristino frunció el entrecejo y permaneció un instante callado. Arrojó con fuerza el cigarro, apretó los puños y agregó—: Debemos organizar a los compatriotas y unirnos a la Resistencia. A lo mejor, a la tercera va la vencida.
Vitini resopló, asintiendo, y preguntó:
—¿Bajo qué bandera combatiremos?
—Si es necesario —respondió Cristino—, bajo ninguna.
Y la fina lluvia que caía aquel día de marzo fue el maná que alimentó a aquellos dos espíritus curtidos en la guerra permanente contra el fascismo y amamantados en las montañas y valles de Asturias desde la Revolución de 1934.
EN EL CAMPO DE REFUGIADOS de Argelès-sur-Mer, sito en la región francesa de Languedoc-Rosellón, los gendarmes y las tropas coloniales, cumpliendo órdenes del gobierno de Vichy, empujaban a golpe de culatazos a los brigadistas internacionales y refugiados republicanos hacia las cajas de camiones. La instrucción no dejaba lugar a dudas: deportarlos a los campos de Marruecos, Argelia y Túnez.
—¿Qué les pasa a nuestros hombres?
Era el grito de angustia de Ana Tejada, la novia de tu hermano, quien, desde la alambrada del campo de Argelès que separaba hombres y mujeres, les exhortaba a rebelarse.
Más mujeres se le unieron, y todas a una sacudieron la valla. Los gendarmes y soldados marroquíes o senegaleses dispararon varias veces al aire. Nada las amilanaba.
—¡Luchad! ¡Resistid!
Las voces de cientos de mujeres llegaban a los brigadistas, que apenas tenían fuerzas para arrastrar las piernas.
Las alambradas del campo comenzaron a ceder. De repente, un avión sobrevoló el campo sembrando de octavillas los alrededores.
Se produjo el silencio. Todos quedaron inmóviles mirando el vuelo rasante de un avión inglés, que en vez de bombas arrojaba papeles. Los soldados y gendarmes recogieron algunos; las mujeres del interior los imitaron.
—«… el invicto general Leclerc…» —leyó en voz alta Ana, y gritó—: ¡Esbirros de Hitler y Mussolini, tenéis los días contados!
Al oírla, las demás mujeres redoblaron sus esfuerzos contra el cerco. Los soldados y gendarmes, estupefactos ante lo que habían leído, las contemplaban.
La valla cedió.
La multitud, encabezada por Ana, se lanzó contra los custodios armados. Con las uñas, con los dientes se batieron. Los soldados las agarraban por los pelos para tirarlas al suelo y arrastrarlas. Ellas se aferraban a sus piernas, les mordían y les hacían perder el equilibrio.
Un disparo. Otro.
Unas y otros detuvieron su frenético accionar y enmudecieron. Los rostros desconcertados se giraron a los lados, tratando de identificar de dónde habían provenido las detonaciones.
El capitán de campo, con el cañón aún humeante de la pistola dirigida al cielo, se adelantó entonces unos pasos.
—Suficiente —gritó—. Hoy no habrá traslados a los campos de África.
Pírrica, pero victoria al fin, para los exiliados. Tal vez el presagio de los nuevos tiempos.
LEJOS DE ALLÍ, en la sede del gobierno de Vichy, el mariscal Pétain paseaba nervioso por su despacho enroscando con la derecha aún más su denso bigote. Consultó el reloj: las doce en punto. El ministro ya tenía que estar en la puerta del despacho, pensó.
—El Excelentísimo Señor Ministro de Guerra —anunció el ujier.
—Pase, pase, Bridoux —exigió Pétain—. Dígame qué sabemos.
—Los italianos han confirmado que el fuerte El Taj, defendido por el coronel Leo, capituló ayer a las nueve de la noche. Han asegurado que se rindieron a los hombres del general Leclerc.
—Luego, ¿esto es cierto? —preguntó el mariscal blandiendo la octavilla.
—Totalmente.
Pétain se dirigió al ventanal, separó las cortinas, la luz del sol entró y dibujó su silueta en el suelo, con los grandes entorchados sobresaliendo de sus hombros.
—¿Qué sabemos de ese general Leclerc? —preguntó Pétain.
—Sólo que, como coronel, anexionó toda el África Ecuatorial Francesa a la causa gaullista.
—¿Qué saben nuestros aliados?
—Ni los alemanes ni los italianos conocen más que nosotros.
La mirada del mariscal se había perdido en el cielo y, sin volverse, ordenó al ministro:
—Ponga en actividad a todos nuestros agentes del Deuxième Bureau. No escatime en gastos. Tenemos que conocer cuanto antes la verdadera identidad de Leclerc.