26: Ciudad Santa

26

CIUDAD SANTA

ERA LA UNA Y MEDIA DE LA NOCHE del 12 de abril. La temperatura había descendido cuarenta grados, el viento silbaba arrastrando partículas de arena que ametrallaban vuestros cuerpos y el medio círculo lunar lucía detrás de la esvástica negra colocada en la torre más alta de la Gran Mezquita de Kairuan.

El grupo del capitán Geoffroy, compuesto por musulmanes argelinos y franceses de la metrópoli, además de vosotros, se adentró en las calles de la ciudad santa. Caminabais pegados a las paredes con la bayoneta calada en el fusil, más dos granadas y un puñal en el cinturón. Estaba prohibido disparar. Aquello era un golpe de mano con hojas de metal.

La ciudad de la aureola legendaria a las puertas del desierto, punto de encuentro de caravanas y mercaderes, de fieles y de sueños, de calles de arena y casas de barro, sintió pasar por sus callejuelas centenarias las botas de la vanguardia de Leclerc. Ibais pegados a las paredes de adobe y bordeabais con cuidado las esquinas.

Nadie en sus calles, sólo el silencio del desierto roto por el taconeo de los alemanes en sus rondas de vigilancia nocturna.

Vuestra misión: reducir a los centinelas, tomar posiciones clandestinas y esperar el alba. Entonces, junto con los primeros rayos del sol, el grueso de la Fuerza L entraría por todos los puntos cardinales, menos por el norte, para permitirles una vía de escape e impedir que se atrincherasen.

Con subfusiles en ristre, dos soldados de la Wehrmacht paseaban delante de las puertas de la Gran Mezquita. Se detuvieron un minuto a encender un cigarro. Fue suficiente.

Dos argelinos saltaron sobre uno y le rebanaron el cuello con sus gumías. El adjudant-chef saltó sobre el otro y le seccionó la garganta de un tajo seco; sangre fría y pulso de hierro: parecía un indio navajo cortando cabelleras. Miraste su rostro. Ni una mueca en su jeta impasible.

¿Qué esperabas? ¿Una lágrima? ¡Cojones! Era Campos, el mencey guanche, el gigante de los ojos negros, mandíbula cuadrada, voz ronca, zarpas de oso y el odio al fascismo en sus venas.

Retirasteis los cuerpos de la calle y forzasteis la cerradura de una de las seis puertas de acceso al patio de la Gran Mezquita.

—Con ellos, Bête —te ordenó Campos.

Seguiste a los soldados argelinos al interior. De inmediato, pegasteis vuestras espaldas a las paredes y avanzasteis hacia el portón de acceso al alminar. Lo abristeis sin estruendo. Al penetrar en el torreón, se descalzaron y, con un gesto, te ordenaron que te quedases vigilando. Ellos ascendieron por las escaleras de piedra como gatos con la gumía en los dientes. Al minuto, escuchaste un chasquido de dedos: era la señal. Ascendiste a lo alto del minarete saltando de tres en tres los escalones. Un alemán yacía en el suelo con varias puñaladas en la espalda y la tráquea abierta.

Quedaste en la cúpula del alminar acompañado de un soldado argelino que vigilaba la puerta de acceso; el otro regresó para unirse al grupo de Geoffroy.

Con la lente del prismático del Mosin oteaste los alrededores. En aquel balcón te habías convertido en el nuevo muecín, pero con una diferencia: no ibas a realizar las cinco llamadas diarias a la oración.

Distinguiste cómo la compañía se dividía en tres secciones que ocupaban las callejuelas del centro. Pegado a las tres puertas de la mezquita de Jama Tieta Bibane había un Panzer. La sección de Fábregas lo asaltó, sacando a sus tripulantes por la torreta con navajas de muelle y cuchillos curvos de empuñaduras de hueso rozando sus cuellos. Después los perdiste de vista en la oscura santidad de Kairuan.

Las horas de vigilancia transcurrieron con lentitud, pero no te importaba: el desierto te había entrenado. En él no hay prisa para nada y si sobra algo es el tiempo.

En aquellos momentos de silencio y espera, recordaste algo ocurrido días atrás.

Después de que el general neozelandés informase indiscretamente a Leclerc de que la bandera de la Francia Libre no ondearía en Túnez, el Patrón se volvió loco. Trazó sobre el mapa una línea recta desde Ksar Rhilane al puerto de la capital. Y le seguisteis.

Avanzasteis con la cordillera montañosa del Atlas a vuestra izquierda y las fuerzas norteamericanas al otro lado. Primero seguisteis el rebufo de la división del general Freyberg. Llegasteis con ellos a Djebel Outid y, al ver a Leclerc, el neozelandés, desconcertado, le preguntó:

—¿Usted no tenía que quedarse en Ksar Rhilane?

—Suelo templar el hierro cuando está incandescente —respondió el Patrón.

—Pero Montgomery le ordenó…

—Yo no obedezco órdenes estúpidas.

Recuerdas que, entonces, el general neozelandés sonrió. Tuviste la impresión de que Montgomery no le caía simpático a ninguno o que se había establecido una amistad a simple vista.

Después de este encuentro, les superasteis por su derecha, pues los neozelandeses avanzaban a la velocidad de los Sherman.

Cuatro días más tarde arribasteis a Gabès. Corristeis como demonios. ¿Qué era un centenar de kilómetros en los arenales cuando habíais recorrido miles? Además, Leclerc tenía prisa e ideó su método de combate: maniobrar, atacar, destruir, desarmar al enemigo sin hacerlo prisionero y seguir avanzando sin recoger ni enterrar a nuestros muertos. Para ello se creó una escuadra de mutilados que realizaban esta operación en la retaguardia.

El 8 de abril adelantasteis por la izquierda al VIII Ejército Británico que seguía la ruta al este de la costa: Gabès, Staf, Mahdia… No se percataron de vuestra presencia o el general Montgomery hubiese ordenado deteneros bajo amenaza de consejo de guerra. Y al día siguiente entrasteis en Mezzouna.

Aquella forma de avanzar, el siempre adelante, te entusiasmaba. Leclerc había transformado los trescientos sesenta grados sobre los cuales se desarrollaba una guerra en uno solo: el frente. Ya únicamente os restaban ciento sesenta kilómetros hasta el Mediterráneo. Cada día que pasaba más cerca te encontrabas del campo de concentración de Natzweiler-Struthof y de matar al Obersturmführer Rudolf Törni.

El viento cesó y quedaron pocas estrellas. Tu pensamiento regresó al presente. De un momento a otro, el sol iluminaría del color de la sangre la ciudad santa. Llegó precedido de una brisa que jugaba con la arena formando un caleidoscopio vivo de filigranas cambiantes que danzaban sobre los caminos y hasta en el interior del enorme patio de la Gran Mezquita. Al fondo, la polvareda. En la ciudad, los disparos. La Columna Leclerc había llegado.

Habíais sorprendido al batallón alemán que defendía la ciudad. Los combates se daban calle por calle, esquina por esquina, casa por casa, ya fuese con ráfagas de subfusiles o a bayoneta calada. La artillería permaneció muda y los Stuka no comparecieron.

Por tu parte, desde el balcón del minarete sólo te viste obligado a matar a dos soldados de la Wehrmacht que esperaban agazapados en una esquina la llegada de los vuestros. Ya no sentías nada al matar. Te estabas transformando, cada día te volvías más insensible, igual a los tiempos que os tocaban vivir. «La inocencia arrugada», lo habría bautizado cualquier poeta.

Vuestro botín: siete Panzer Tiger ardiendo, veinte muertos, treinta heridos, doscientos prisioneros desarmados y dejados a su suerte en la boca del desierto, granadas de mano, subfusiles, pistolas, cañones anticarro y miles de litros de combustible. En vuestras filas contabilizasteis un muerto y una docena de heridos. Quitasteis todas las banderas con la cruz gamada e izasteis las de la Francia Libre.

Fin de la batalla, y la imagen que se repetiría meses más tarde a lo largo de vuestro recorrido por Europa: Fábregas sentado en el suelo con la espalda apoyada en una pared, su subfusil con el cañón aún humeante reposando en la arena, encendiendo un cigarro. Era el culmen de un orgasmo. Sólo le faltaba la guitarra.

Puestos de guardia en la ciudad, cena arrebatada a la Wehrmacht, seis horas de sueño y salida hacia Túnez.

—El puerto de Le Goulette será el Dunkerque nazi —adelantó Fábregas.

Al día siguiente abandonasteis Kairuan y, viendo alejarse el macizo de Zaghouan a vuestro costado, avanzasteis hacia el norte escoltados a la izquierda por la división blindada neozelandesa y el VIII Ejército Británico a vuestra derecha. Atrás quedó la ciudad santa de los suníes y sus edificios sagrados. Sólo tuviste un instante antes de partir para embobarte con el enorme patio de la Gran Mezquita y el mármol, el granito y el pórfido de las paredes en la sala de oración. «No entres», te ordenó Fábregas. «A los no creyentes nos está prohibido el paso. Así no enfurecemos a los habitantes de Kairuan y nos verán como Aliados».

Marchabais todo lo rápido que es posible para los seres humanos en pistas sólo indicadas para obstinados camellos. La Columna Leclerc no se detenía ante nada. Ibais dejando atrás aldeas que habían crecido alrededor de pozos, nómadas que sacaban agua con ocres para calmar su sed o la de su ganado, tiendas abiertas por los cuatro costados con niños y mujeres de atuendos diversos y bellos colores que pincelaban el amarillento paisaje, tuareg con porte y andares mayestáticos; todos, con su parsimonia habitual ajenos a batallas de extranjeros invasores de su horizonte, honor y grandes arenales, os miraban de forma abierta e indisimulada.

Los exiliados españoles seguíais encuadrados en la compañía del capitán Geoffroy.

—Sabéis, el capitán tuvo un homónimo que fue líder de los Templarios allá por el siglo XIV. Cuentan que durante tres años hasta custodió el Santo Sudario —os dijo Fábregas, sin desaprovechar ocasión para instruirnos—. Geoffroy de Charny se llamaba.

Vuestra forma de ataque seguía siendo la misma: asaltos nocturnos a bayoneta calada y ocupación de las aldeas o ciudades por el grueso de la Fuerza L al amanecer. El 25 de abril ocupasteis Susse y, al ritmo de marcha de camellos por las dunas sin descansar jamás, seguisteis hacia las colinas que bordean Túnez.

—¡A galopar, /a galopar —canturreaba Fábregas— /hasta enterrarlos en la mar!

Al amanecer del día 7 de mayo os encontrabais a las puertas de la ciudad.

—¿Qué cojones hace aquí Leclerc? —rumoreaban que había gritado un desencajado Montgomery.

Fuera como fuese, el caso es que el inglés os asignó como fuerza de apoyo el batallón 501.º de carros de combate. Aquellos boinas negras se iban a convertir, sin que lo sospecharais, en vuestros compañeros más allá de África, en el mismo corazón de Europa: París. Eran soldados y mandos franceses con conductores españoles, argentinos, chilenos y algún uruguayo. Eso hizo que simpatizarais con ellos de inmediato.

Túnez se encontraba sitiado. Sólo les quedaba la línea ocupada por la 5.ª División Panzer desde el puerto de Le Goulette al de Bizerta y las aguas del Mediterráneo para emprender la huida. A vuestra derecha, el impresionante despliegue de la fuerza inglesa. Por la izquierda, se aproximaban los yanquis.

Os llegaron noticias de que además de los españoles enrolados en la Legión Extranjera de la brigada del general Koenig, en la que se encontraba tu hermano, había muchos más en un nuevo ejército que tomaba las cotas de acceso al puerto de Bizerta al este de Túnez: el Corp Franc d’Afrique. Decían de ellos que eran seis mil y habían conquistado la cota 84 permitiendo el paso de los tanques de Patton y Bradley hacia las posiciones alemanas. Los ingleses y norteamericanos los calificaban como muy primitivos, pues avanzaban con asnos famélicos o mulos, con alforjas cargadas de granadas de mortero ligero y minas, a través de matorrales y lomas indiferentes a los disparos desde los nidos de ametralladoras y búnkeres de la Wehrmacht. Eran una especie de Tercios de Flandes compuestos por franceses y españoles que suplían su falta de armamento moderno con una importante dosis de entusiasmo y habilidad. De lo que oíste sobre ellos, una cosa te llamó la atención: marchaban siguiendo el ritmo de los acordes de Chant du Dèpart y el Himno de Riego.

También os contaron sobre la masacre sufrida por el Corp Franc d’Afrique. Al parecer, los cuerpos de cientos de soldados pertenecientes a sus batallones de asalto se encontraban diseminados por las laderas de las colinas que circundan Bizerta. La mayoría pertenecían a las compañías españolas. Dijeron que la división blindada del general Bradley había accedido al puerto gracias al coraje demostrado por aquellos primitivos combatientes al enfrentarse a cuerpo descubierto con nidos de ametralladoras, búnkeres y posiciones defensivas anticarro. «Ahí tiene su camino despejado hacia Bizerta», le habría dicho el capitán Miguel Buiza al general Ornar Bradley. Este, según comentaron, contempló la ladera de la cota 84 plagada de hombres mutilados por la metralla, saludó militarmente a Buiza, y, con un nudo en la garganta, sólo puedo articular una palabra: «Gracias».

No hubo defensa numantina de la capital de Túnez. La Wehrmacht ya no poseía destructores en el Mediterráneo, la RAF los había aniquilado. Tampoco llegaron refuerzos desde Sicilia y el estruendo de los Stuka jamás compareció. Soldados alemanes huían hacia Italia, abandonando armamento y uniformes, en simples embarcaciones de fortuna o botes de pescadores. Aún así, algún cañón del 88 de los nuevos Tiger alemanes consiguió diezmar más de una sección aliada. Pero os daba igual: la raza superior había caído y, lo más importante, la baraka, su aureola de imbatibilidad, había desaparecido de la faz de la Tierra. Comenzaban a sentir el miedo.

La 5.ª División Panzer se rindió sin ofrecer gran resistencia antes de ponerse el sol. A los dos días, el general Von Vaerst se entregaba a las fuerzas norteamericanas comandadas por Ornar Bradley. Después, el jefe accidental del Afrika Korps, el Generaloberst Von Arnim, capituló, y a las veinticuatro horas los italianos de Giovanni Messe se rindieron al neozelandés Freyberg. Habíais derrotado al Eje en el norte de África, casi un cuarto de millón de prisioneros constituyó la prueba.

Las fuerzas de infantería aliadas fueron ocupando y asentándose en las callejuelas de Túnez. La Fuerza L les acompañó. Entrasteis en dos filas con las espaldas pegadas a las paredes y vigilando los tejados y balcones de hermosos ornamentos maltratados por las balas. Os llegaba una gran variedad de olores que envolvían al de la pólvora, desde el nauseabundo de las cloacas abiertas por impactos de metralla hasta los de las flores de bellos jardines. Se produjeron algunos disparos aislados, posiblemente de francotiradores protegiendo la retirada. El despliegue en la capital se completó en dos horas y a la Wehrmacht sólo le quedaron las aguas o los campos de prisioneros.

Habían transcurrido casi cuatro años desde que arribasteis al puerto de Orán, aquel abril de 1939. Compañías de Trabajo, la Legión Extrajera de Vichy, la deserción e ingreso en las fuerzas de la Francia Libre y miles de kilómetros por el desierto: Koufra, el Fezzan, Trípoli, el box de Ksar Rhilane y Túnez. Todo ese periplo desfiló por tu mente sin que desapareciera la imagen de tus manos en torno al cuello del Obersturmführer Rudolf Törni.

De aquella exitosa campaña hubo algo que te marcó tanto como la capitulación del Afrika Korps. Era el atardecer de primer día de ocupación. Túnez era vuestro y los soldados paseabais relajados por las calles de los zocos. Fábregas fumaba un cigarro sentado en una piedra plana, apoyando la espalda en una pared de adobe de El Kumach, adornada con coloridos pañuelos y velos de los comerciantes instalados en los alrededores. La perla que brillaba en el lóbulo de la oreja del sargento te indicó su paso por El Birka, el zoco de los joyeros.

—Cada vez más cerca de tu Obersturmführer, ¿eh, Bête?

—Sí, mi sargento, cada vez más.

Te sentaste a su lado y encendiste un cigarro mientras observabais en silencio a los soldados ingleses y norteamericanos regateando con los vendedores locales, que mentían en un inglés de saldo sobre el precio de los productos. El chófer de un jeep, con un oficial yanqui a su lado, aporreó el claxon con insistencia pidiendo paso a la marabunta armada. Con desgana le abrieron un camino y el vehículo se perdió por las callejuelas de El Kumach dejando tras de sí un remolino de arena.

—Otro Cabo de Hornos superado. Cuando quieras te coloco el segundo arete —dijo, antes de arrojar la colilla.

—Sólo quiero entrar en Europa cuanto antes.

Te miró sorprendido y preguntó:

—¿No te has enterado?

—¿De qué, mi sargento?

—Han disuelto la Fuerza L.

La Fuerza L había sido disuelta en aras a la creación de supuestas divisiones blindadas de la Francia Combatiente equipadas con armamento norteamericano. Los rumores crecían y parecían tener visos de realidad pues a Leclerc le habían concedido otra estrella y si un general de caballería posee ya tres, necesita concretar su sueño: el mando de una división. Pero de momento todo había quedado en habladurías.

Las fuerzas aliadas acamparon a las afueras de Túnez y todos los días disfrutabais de unas horas de permiso para entrar en la ciudad. El alto mando inglés había prohibido a sus soldados frecuentar los barrios de prostitutas. Al parecer, tenían un grave problema con las enfermedades venéreas: la mitad de sus tropas las padecían. Al escuchar esa orden, no pudiste evitar el recuerdo del mes que sufriste en la Línea Mareth a fuerza de azufre e inyecciones de bismuto por culpa de la compañera puta y por haberte dejado convencer por Gitano. Te preguntaste qué sería de él.

El día 20 de mayo amaneció despejado y con la luna llena aún en el cielo. De los seis grados centígrados de la noche pasasteis a los cuarenta al mediodía, la hora en la que estaba previsto el desfile de todas las unidades que habían derrotado al Afrika Korps por las avenidas Maréchal Galliémi y Jules Ferry. La Fuerza L destinó una compañía del Regimiento de Tiradores Senegaleses del Tchad para el desfile. Ni Fábregas ni Campos se ofrecieron voluntarios, odiaban los desfiles, las marchas y las fanfarrias militares. Sólo querían entrar en Europa y enfrentarse a los nazis, y lo demás carecía de importancia para ellos. Se quedaron en el campamento; Campos, lanzando cuchillos desde veinte metros sobre el tronco de un olivo, en tanto que Fábregas encharcaba lagartijas a escupitajos mientras tocaba la guitarra. Tú les habías secundado en la decisión, pero eso no impidió que aquella mañana te encontrases entre la multitud aplaudiendo.

La grímpola del VIII Ejército inglés abrió el desfile; la siguió la del II Ejército norteamericano y detrás, el resto. Contemplaste con orgullo el estandarte de vuestro regimiento exhibido en las bayonetas de los fusileros de Tibesti que marchaban al frente. «Regimiento de Tiradores Senegaleses del Tchad», se leía. Debajo, la Cruz de Lorena bordada, simulando un ancla con su maroma, y los bordes del banderín adornados con flecos color oro.

La muchedumbre agrupada en los laterales de las avenidas lanzaba gritos de entusiasmo. Mujeres sin velos y con hijos harapientos de ojos picaros formaban la primera fila de espectadores. Detrás, los hombres con turbantes o sin ellos, pero con gumías que se adivinaban en sus cinturones. Y muchos soldados que, como tú, no participaban en el desfile por no haber sido elegidos o por no haberse presentado voluntarios. Aquello era un caos infinito de alegría, olores, colores y cánticos.

Enormes aplausos y vítores, que provenían desde tu derecha y a lo lejos, se fueron aproximando. Algo los provocaba, sin que alcanzases a distinguirlo ni te imaginases de qué se trataba. Al minuto, todo se reveló: el estandarte de la 13.ª Semibrigada de la Legión Extranjera encaraba la avenida de Jules Ferry bajo la leyenda Legio Patria Nostra. Detrás, los quepis blancos, los fajines azules, las charreteras con los colores de la Legión Suiza de 1855, sus pliegues en las camisas, la granada de las siete llamas, el distintivo de Bir-Hakeim al comienzo del hombro y el atuendo de los Gastadores de la Gran Armée. Sus colores, el rojo y el verde, al ritmo de ochenta y ocho pasos por minuto: Le Boudin.

La multitud se volvió loca ante aquella exhibición. Escrutaste los rostros de los legionarios buscando el de tu hermano. Allí estaba, al frente de una sección.

—¡Fran! —gritaste, y alzaste los brazos—. ¡Fran, soy Nico!

Ni aminoró la marcha ni su rostro se apartó del cielo, pero una ligera sonrisa te indicó que te había oído. Creíste que pudo verte por el rabillo del ojo.

«Tengo que ir a su encuentro», te dijiste. Pero era imposible caminar entre la población tunecina agrupada en las avenidas, decidiste esperar al final del cortejo para dirigirte hasta el lugar en el que estuviese acantonada la Legión.

Sólo quedaba una unidad en la retaguardia del desfile y era la que lo cerraba: el Corp Franc d’Afrique. Sabías que la mayoría eran españoles, por lo que tu mirada se clavó en todos sus rostros.

—¡Teniente Granell! —exclamaste como un loco en cuanto lo distinguiste.

No te oyó. Te abriste paso a codazos entre los espectadores y saltaste en medio de la avenida. Corriste hasta ponerte a su altura y tus pies cogieron el ritmo de marcha para desfilar a su lado. Al mirarte parecía extrañado. Seguramente se preguntó quién era aquel espontáneo.

—¡Cojones, Ardura! —gritó al reconocerte, y, después de dedicarte una sonrisa, añadió—: ¡No se le ocurra perder el paso!

—Descuide, mi teniente. Ciento veinte pasos por segundo: ese es mi ritmo.

Al ver que tú no eras expulsado por las fuerzas que marchaban, la multitud se fue incorporando al desfile, intentando marcar el compás en la retaguardia. Fue entonces cuando las voces de los soldados del Corp Franc d’Afrique entonaron Chant du Dèpart ante los aplausos del gentío. Al cesar, comenzó el Himno de Riego. Sorprendido, te giraste.

—Es la 9.ª compañía, la del capitán Buiza. Nos llaman L’Etrangère —te informó Granell.

Al terminar el desfile, los hombres se dispersaron en dirección a los bares y cantinas de Túnez. Era el día de la victoria y sólo se permitía la diversión. Americanos, ingleses, franceses gaullistas y antiguos petainistas, senegaleses, cameruneses, tropas indígenas con sus chéchias rojas se entremezclaban en garitos nauseabundos que destilaban un apestoso olor a vino agrio y donde se jugaba a los naipes con la pistola o el puñal sobre la mesa.

Entre ellos se distinguían árabes temerosos de que les reconocieran sus vecinos, rapaces que buscaban una propina por cualquier recado o información y chulos de mirada penetrante que acariciaban el mango de la navaja situada en su fajín mientras vigilaban sus posesiones de carne: gordas de pechos enormes encajados con dificultad en sostenes del tamaño de tiendas de campaña; flacas de ojos saltones recién salidas de algún nicho; morenas con estrafalarias pelucas rubias semejantes a estropajos y rubias maquilladas como excéntricos arlequines.

—Hijo, vayamos hasta un sitio tranquilo —recomendó Granell—. Tenemos mucho de qué hablar.

En las paseo hacia el puerto de La Goulette entrasteis a un bar donde se concentraban pescadores ajenos a desfiles y guerras. Os sentasteis y pedisteis algo de comer. El menú, un combinado de carne de oveja con verduras y té frío, no era gran cosa, pero la comparación con el rancho de todos los días lo convertía en un manjar.

El teniente te contó con detalle la creación del Corp Franc d’Afrique con españoles de las Compañías de Trabajo y de franceses de la Legión de Pétain y de su inminente disolución para integrarse en una de las dos divisiones que se iban a crear.

—Es casi seguro que a tu general Leclerc lo pongan al mando de una de ellas.

También te detalló las batallas en las que se vieron envueltos desde finales de 1942 y de los caídos en ellas. Te habló de la conspiración contra los dictadores de Argelia en la que participó junto a Joseph Puzt y Miguel Buiza. Y añadió lo más importante: tu madre.

—Se encuentra bien. Está en el barrio de Badel Oued en…

Sobre un trozo de papel dibujó un croquis de la barriada, señalando con una equis el lugar de la vivienda, por si te era posible ir a visitarla. Y lo que añadió a continuación te dejó sin aliento:

—Ah, allí te encontrarás a tu amigo Gitano.

«¿Qué hace ese traidor en casa de mi madre?», te preguntaste, rechinando los dientes, pero nada dijiste.

Os despedisteis antes del anochecer para dirigiros a vuestros respectivos campamentos. Por tu parte, tenías que pasar por el asentamiento de la 13.ª Semibrigada para abrazar a Fran y contarle las buenas noticias de vuestra madre.

No tuviste ni que adentrarte en las posiciones de la Legión Extranjera: a la entrada, te esperaba tu hermano. Os abrazasteis.

—Fui hasta el fortín del Regimiento del Tchad y me informaron de que no habías regresado —te dijo.

Os introdujisteis en su cuartel y te llevó hasta una gran carpa que hacía las veces de cantina. Una vez dentro, te llamaron la atención unas mujeres soldado, acodadas en la barra. Tu expresión no pasó inadvertida para Fran, y te explicó:

—Son las spearettes, enfermeras paracaidistas. También pertenecen a la Legión. Una de ellas, la adjudant Susan Travers, salvó la vida del general Koenig en Bir-Hakeim.

Volver a encontrarte con Fran después de vuestra estancia en Trípoli fue una de tus mayores alegrías. Pero la principal llegó después, cuando le hubiste contado que vuestra madre se encontraba bien y enseñado el croquis de la barriada dibujado por Granell.

—Casi siete años sin verla —murmuró. Y miró al cielo para añadir—: Mañana consigo un jeep y vamos hasta Orán.

—¿Podrás hacerlo?

—Ser oficial tiene sus ventajas. —Y sonrió.