24: Ksar Rhilane

24

KSAR RHILANE

NALUT FUE LA ÚLTIMA CIUDAD LIBIA que visteis; era el alba del 2 de marzo, y os adentrasteis en territorio tunecino. Vuestro destino se encontraba cerca: Ksar Rhilane.

Nunca se te olvidaría aquel trayecto a orillas del Gran Erg Oriental. Aquellas monstruosas dunas rojizas que se movían como habitadas por espíritus. Cada vez que mirabais a los flancos de la pista, el desierto había mudado su fisonomía. En aquel achicharradero, sólo podíais caminar de día, pues en la oscuridad no hubieseis visto las dunas cambiando de ubicación, en un cambalache mortal que os hubiese engullido.

«Un espíritu de iniciativa y gran camaradería, nuestra camaradería de siempre, son los secretos para derrotar al Afrika Korps». La arenga de Leclerc al salir de Trípoli te hizo sospechar que lo que os quedaba por delante ya no eran fuertes italianos sino la repetición de Bir-Hakeim.

Siete días constituyeron vuestro descanso en Trípoli, pero los aprovechaste paseando con Fran y hablando de lo ocurrido desde la última vez que os visteis en España. Te contó la huida a Francia junto a su novia, Ana Tejada, atravesando los Pirineos cuando cayó Barcelona, lo de su internamiento en aquel improvisado campo de refugiados de Argelès-sur-Mer. Se lamentó de que Ana hubiese quedado allí, pues los franceses sólo facilitaban la salida a los hombres que se uniesen a la Legión Extranjera o en los Regimientos de Marcha de Voluntarios Extranjeros. Luego vino Dunkerque, Inglaterra, Trentham-Park y los cuatrocientos españoles que no se enrolaron con ellos porque seguían las consignas del Kominterm; su ingreso en las fuerzas de la Francia Libre y la 13.ª Semibrigada.

—Demasiadas desgracias para creer en Dios —dijo, y escupió.

Por tu parte, le narraste vuestra odisea en el Stanbrook, lo del campo de internamiento de Carnot, lo de las Compañías de Trabajo para exiliados; también le hablaste con dolor de Gitano y con devoción del teniente Granell y de vuestra madre, y le describiste en detalle el asesinato de vuestra hermana.

—No importa dónde ni cuánto se esconda, Nico —te aseguró el último día, sentados en las rocas de un acantilado cercano a Trípoli—. Ganemos o perdamos esta guerra, buscaremos a Rudolf Törni en Estrasburgo, en Berlín o en el último rincón del universo. La bala que le vuele los sesos o el cuchillo que le rebane el cuello no debe de ser anónimo. Ha de saber que pertenece a uno de nosotros.

Colocó la mano en tu cabeza rapada y con su pulgar siguió la ruta de la trazada de bala que te dibujó el miembro de la Gestapo. Los ojos del pétreo teniente Toro Ardura se habían humedecido.

Cambiaste de conversación para evitar que aquel invierno las olas del Mediterráneo fueran testigos de vuestro llanto. Le hablaste de los españoles enrolados con Leclerc desde Camerún o Gabón. A Fábregas y Campos ya los conocía de su internamiento en las líneas de la Argelia de Vichy.

Él te comentó sobre los que lucharon en Bir-Hakeim: el oficial Izquierdo, los jefes del equipo antitanques, José Artero y Marco Nadal, del legionario Iniesta y de muchos otros que nunca llegaste a conocer.

Antes de despediros le preguntaste sobre la expresión hacer Camerone, tan popular en la Legión Extranjera. Sonrió.

—Parece ser que una de las primeras misiones que se le encomendaron a la Legión Extranjera fue la defensa del pueblo de Camarón de Tejada en México, allá por el año 1863 —comenzó a explicar—. Un ejército de más de dos mil soldados rodeó a los legionarios, que, aún siendo sólo sesenta y dos, se batieron hasta la muerte provocando cientos de bajas al enemigo. Pero que eso no te desvele; tarde o temprano tendremos nuestro propio Camarón.

Luego te habló de la recién creada 1.ª División Francesa al mando del general Larminat en la que habían incluido a la 13.ª y de que, si derrotabais a Rommel, se embarcaría hacia Sicilia.

—Vaya división de mierda. Tienen prohibido el alcohol, las broncas, los naipes y las salidas nocturnas. No sé si los tres mil españoles enrolados nos acostumbraremos a esas normas. Es igual a una orden monacal con Laminat de sumo sacerdote —apostilló, y soltó una carcajada.

Aquella semana con él fue un plazo muy corto después de tanto tiempo, pero suficiente para comprender dónde estabais y cuál era vuestra misión en la vida: luchar hasta la muerte por la libertad y buscar a Törni en cualquier estercolero. Entonces, matarlo.

Dejaste de evocar el encuentro con Fran cuando el viento azotó con su gélido latigazo y la oscuridad cayó sobre vosotros dejando a la Polar como única guía. Estabais entrando en el oasis de Ksar Rhilane, sin sospechar que los arenales y pedregales que lo circundaban verían más muertos que Camarón de Tejada.

«En esta guerra, todos tendremos nuestro Camarón», te había dicho Fran. Las palabras de tu hermano acudieron a tu cabeza en cuanto contemplaste la inmensa hondonada ubicada a cientos de kilómetros del mar y por debajo de su nivel, y te preguntaste si aquel pedregal inmerso en arenales alrededor del oasis a los pies de las montañas de Matmata y del Gran Erg Oriental sería vuestro Bir-Hakeim.

Las patrullas de reconocimiento habían llegado el 22 de febrero. Inspeccionaron los alrededores y la fortaleza romana, el Ksar, como la llamaban los árabes. Antes de penetrar en su oasis, revisaron una a una las precarias construcciones de madera, paja o chapas metálicas que se elevaban cercadas de bidones oxidados desocupados de lluvia. Sólo encontraron varias familias nómadas que se sustentaban a duras penas con la explotación de la palma, la cría de cabras y ovejas en medio de un vergel alimentado por chorros de agua caliente que formaban pequeños lagos. Los soldados argelinos les hicieron comprender que se acercaba una tormenta de fuego y muerte y que debían abandonar sus tiendas de fortuna. Las desalojaron, recomendándoles el rumbo al sur o al este, a las tierras del Gran Erg Oriental, por donde no sufrirían la metralla de las piezas artilleras.

El grueso de la Fuerza L con un grupo inglés de artillería pesada, cedido por Montgomery, bajo el mando del comandante Clark, no arribó a Ksar Rhilane hasta el anochecer del 2 de marzo.

Leclerc oteó el terreno y de un plumazo se decidió:

—Orienten las piezas de artillería hacia el macizo de Matmata.

Os pusisteis manos a la obra de inmediato: era el único terreno que soportaría el peso de los Panzer. Si ese era el camino previsible para los carros de combate, los arenales rojizos del este sólo podrían ser la ruta del asalto a bayoneta calada de los soldados de élite de la infantería de la Wehrmacht, los temibles Blitzkriegs.

Comenzasteis a fortificar aquellos cincuenta kilómetros cuadrados. Cavasteis trincheras y minasteis los alrededores para convertirlos en infranqueables. Hasta construisteis refugios y depósitos secretos para el almacenamiento de grandes cantidades de combustible. Trabajasteis como animales de día y de noche. Hoyas, zanjas, trampas, búnkeres y muros de piedra nacían por doquier. Nadie ni nada podía llegar a Ksar Rhilane sin volar por los aires o recibir un balazo en la frente.

El pedregal arenoso, en el que sólo crecían matojos y zarzamoras, se fue convirtiendo en tres días en un box inexpugnable: campos con minas antitanque y saltarinas, trincheras, parapetos de pedruscos y sacos de arena, cánones orientados a zonas de suelo firme, camiones enterrados con víveres y municiones, ametralladoras sobre suaves colinas y hoyas por doquier con patrullas antiblindados. Incluso aprovechasteis los limes de piedras y el Ksar romano para protegeros.

—Este es el tesoro que hay que defender —dijo Fábregas, cogiendo una mora aún rojiza—. Los nazis las comerán a montones en cuanto se enfrenten a nosotros.

La carcajada de los soldados españoles debió oírla hasta Rommel, pero a ti tuvieron que explicarte la broma. Los más veteranos, algunos jornaleros en los campos andaluces, se deshicieron en detalles grotescos sobre las propiedades astringentes de esos frutos.

Durante tres días, nada más sonar el toque de diana, se os permitió bañaros en las aguas calientes. Era la mejor medicina contra el frío nocturno y una excelente vacuna ante el brusco cambio de temperatura.

El día 5 de marzo todo cambió: la RAF avisó al Estado Mayor de la Fuerza L de que sesenta Panzer y cien camiones con soldados se acercaban a vuestra posición. Rommel había lanzado la vanguardia de la 90.ª División Panzer contra vosotros. Y ya alcanzabais a distinguir la nube de polvo con los prismáticos.

Había llegado el momento de respaldar con hechos la contestación de Leclerc a Montgomery cuando este le sugirió: «Intentarán una maniobra de uña para entrar por nuestra retaguardia. Su posición es la más débil, le sugiero que retroceda ochenta kilómetros al sur. Y resista lo que pueda hasta que llegue el general Fregberg con su división blindada». «No pasarán», respondió rotundo Leclerc repitiendo la arenga republicana en la defensa de Madrid.

Desplegados en abanico, como rayos desde el sol, treinta Stuka en vuelo rasante ametrallaron y bombardearon todo lo que se movía en el box. Después se elevaron con elegancia, como si desfilaran, luciendo sus esvásticas negras en los costados. Cuando los perdisteis de vista, un chirrido agudo os machacó los tímpanos.

—Bête, ¿no querías saber para qué sirve el oído musical en la guerra?

En la trinchera, desde tu agazapada posición, miraste perplejo a un sonriente Fábregas.

Al notar tu desconcierto, continuó:

—Cuando oigas el estridente sonido de un Stuka, no te preocupes, no va a disparar.

Las sirenas de los treinta aviones os ensordecían mientras caían en picado sobre vosotros. De repente, el chirrido cesó.

—Ahora es lo peligroso —te explicó—. Abren las compuertas: arrojan las bombas —entonces gritó a la sección—: ¡A cubierto!

Segundos más tarde, Ksar Rhilane se convirtió en un queso lleno de cráteres. A continuación, una unidad de infantería motorizada nazi asaltó vuestras primeras alambradas, y las cadenas de los Panzer retumbaron en el erial.

La orden del coronel Dio se oyó por encima de la batahola:

—¡Fuego!

Las piezas de la artillería inglesa del comandante Clark crearon un paraguas de metralla sobre Ksar Rhilane y los morteros medios alejaron a los alemanes de la zona protegida por alambres. El estruendo se prolongó durante dos horas antes de que el coronel ordenara el alto el fuego.

Los Havilland Mosquito de la RAF habían llegado en vuestra ayuda, convirtiéndose en la razón del cese del fuego artillero. Se dirigieron directos al avance de la 90.ª División y a sus carros, provocando su detención en zonas protegidas por la vertical de barrancos.

Seis blindados os sorprendieron por el sur; habían abierto brecha en los campos minados atravesando la barrera artillera y avanzaban imparables. Pero les quedaba superar las hoyas individuales, el verdadero orgullo de Leclerc. De ellas se alzaron antitanquistas con cañones Bohler del 47 y dispararon al de vanguardia y al de retaguardia. Los otros cuatro se vieron desconcertados en medio de un atasco de chatarra. Botellas de gasolina, disparos del 47 a los que se unieron los del 75 en los laterales de los blindados alemanes y minas en sus vientres convirtieron aquella sección de Panzer en vacíos esqueletos de metal.

La letra y la música de la muerte se repitieron al día siguiente. El comandante inglés, obligado por Montgomery a apoyaros con la artillería, no daba crédito a lo que contemplaba: soldados que, tras cuarenta y ocho horas enterrados, saltaban sobre los Panzer como jinetes domando potros salvajes, colocándoles cargas en el vientre o arrojándoles botellas incendiarias; gargantas alemanas abiertas por el filo de machetes empuñados por fantasmas en noches ciegas; asaltos inopinados de vuestros musulmanes argelinos sobre las trincheras del Eje a bayoneta calada invocando a Alá, ya que sentían que los nazis habían perdido la baraka, el halo de la imbatibilidad. Erais un ejército de hormigas que se alimentaba del acero de un enorme insecto nazi.

—Jamás contemplé temeridad más insensata —opinó el comandante Clark ante el general Leclerc, durante un receso en la batalla, refiriéndose a vuestra forma de saltar sobre los Panzer.

—Pues tápese los ojos —le contestó con desdén.

Y es que Leclerc probablemente sospechó cuál era la distancia más corta a la que el jefe artillero había visto a un soldado de la Wehrmacht: en la lente de sus prismáticos.

Todo se repitió hasta el día 10, que amaneció con un ataque masivo: artillería pesada, aviones en vuelo rasante ametrallándolo todo, una unidad móvil nazi que asaltaba vuestras trincheras y los Panzer avanzando en el horizonte.

Te preguntabas cuánto resistiríais cuando oíste una voz.

—Cabo, acérquese.

El requerimiento te llegó del adjudant-chef, al disponerte a salir de la hoya. No bien llegaste a su altura, completó la orden:

—Intérnese en las posiciones enemigas, sin miedo. Si le descubren le tomarán por un desertor…

—¿Qué he de hacer? —preguntaste desorientado.

—Localice el puesto de mando alemán y le vuela la cabeza al general nazi que dirige esto.

«El límite: lugar a partir del cual Campos quiere que seamos invencibles». La evocación de las palabras de Fábregas lubricó tus tendones mientras ajustabas el bípode en la mochila junto a los binoculares de seis aumentos y una cantimplora con cinco litros de agua. Revisaste el Mosin y la munición, y saliste de vuestra línea defensiva en dirección norte a cumplir la orden.

Apenas te hubiste alejado trescientos metros, un ataque por el este de las unidades motorizas alemanas hizo detener tu avance. El grupo de guerreros de Tibesti se lanzó sobre ellos a bayoneta calada, demostrándoles lo que significaba la superioridad de la raza aria frente a gigantes de dos metros: nada. El contacto con las hojas de metal en el cuerpo a cuerpo te produjo escalofríos.

Miraste hacia delante. Tenías una misión que cumplir.

Avanzaste despacio, de piedra en piedra, de montículo en montículo, de duna en duna hasta las dos en punto de la tarde, cuando cincuenta aviones Mosquito nublaron de nuevo el cielo. A partir de ahí, aprovechando la cobertura aérea, comenzaste a correr.

Pero aquello se prolongó sólo una hora. Desde ese momento te ocultaste, pues un centenar de Stuka Junker convirtió Ksar Rhilane en la charca en la que depositaron un diluvio de hierro y fuego.

Llegaste a las posiciones alemanas. No había alambradas. «En ningún momento han previsto la defensa. O atacan o retroceden», te dijiste. En vanguardia, había soldados nazis entre las piedras con prismáticos en forma de doble antena. Debías tener cuidado para no delatar tu posición. Viste Panzer ocultos en los entrantes de Matmata, camiones para transportar unos tres mil soldados y tal vez casi las mismas piezas de artillería que vosotros. Nada de eso importaba en aquellos instantes: la batalla se libraba en los cielos.

Tenías que darte prisa, pues el ulular del viento y las primeras estrellas te indicaban que anochecería enseguida. Desde atrás de la cresta sable de una duna escrutaste las posiciones nazis con los prismáticos. Al fondo, en retaguardia, te pareció distinguir sobre un collado una tienda de lona con soldados alrededor de lo que parecía una mesa. O mucho te equivocabas o aquel era el puesto de mando nazi. Continuaste avanzando hacia él por el flanco derecho de su despliegue, sin arrimarte a menos de quinientos metros y manteniéndote oculto entre dunas y piedras.

Allí se encontraba aquel general, sobre la torreta de un Panzer, a unos mil metros. Su gorra de plato lo distinguía de la tropa y a la vez lo delataba. Contemplaba el desenvolvimiento de sus tropas con un telescopio de diez aumentos apoyado sobre el blindado. Para ti, su cabeza tenía el tamaño de un garbanzo. Con todo, si seguía inmóvil observando la batalla, no habría problemas.

El viento silbó con fuerza, no podías disparar hasta que se calmase. Por fin, el aire se detuvo. El general permanecía impasible ante la lente. Era el momento.

Objetivo en el punto de mira. Vaciaste los pulmones. Buscaste los latidos…

Detuviste el disparo.

Algo había llamado la atención del general nazi y se había retirado del telescopio para cedérselo a uno de sus jefes. La intriga te carcomió. Dirigiste tus binoculares hacia el punto de su atención: ocho Panzer ardían en el pedregal, una sección de soldados de la Fuerza L saltaba de sus hoyas chorreando arena como si fueran espectros llegados del reino de Plutón y cuatro soldados trepaban sobre el único Panzer indemne, tratando de abrirle la escotilla y abrasarlo a base de botellas de combustible. Nada que tú no conocieras o no estuvieses preparado para imitar. A lo mejor Fábregas había acertado de nuevo y los hombres y la naturaleza fueran superiores a las máquinas.

Te volviste hacia el general. Gesticulaba enérgico, dando órdenes. Los soldados del puesto de mano se dirigieron deprisa hacia sus vehículos y emprendieron la retirada hacia el norte. El jefe alemán se mantuvo en su posición, como para ser el último en evacuarla, tal como el capitán de un barco que naufraga. Panzer y camiones con la mayoría de los soldados siguieron la misma ruta que sus superiores.

Apuntaste de nuevo. Sólo lo necesitabas un segundo inmóvil y la tapa de sus sesos acompañarte a los blindados esparcidos por el arenal de Ksar Rhilane. Las ametralladoras MG 151 de una escuadrilla de Messerschmitt BT 109 cayendo en picado les sirvieron de cobertura, y el impacto de su metralla de himno marcial en la retirada. La Fuerza L había aguantado el envite del Afrika Korps.

«Un segundo, sólo uno», te repetías. El general regresó a sus prismáticos. Lo situaste en el punto de mira.

Soltaste el aire. Tus latidos. Toc, toc, disparaste…

Fallaste.

Se había movido en el último instante y la bala impacto en la pared rocosa de atrás.

Con calma, dirigió sus binoculares hacia tu posición. Os distinguisteis. Llevó la punta de los dedos a su gorra y te saludó con marcialidad. Correspondiste. Ambos sabíais que no habría otro disparo: los tiradores de élite nunca lo repiten. Si se falla el primero, el segundo no tiene sentido, la presa está alertada.

Su vehículo arrancó y se incorporó a la cola del desfile hacia el norte de los restos de la otrora invencible 90.ª División Panzer. Tal vez se dirigía a preparar su atrincheramiento en Djebel Outid, pensaste.

La noche había caído sobre Ksar Rhilane cuando atravesaste vuestras posiciones defensivas. El viento transportaba el olor de aceite quemado, de gasolina y pólvora abrasadas y de restos humanos calcinados. La arena rojiza se había tiznado de negro y carmesí. El paisaje estaba surcado por cráteres en los que yacían cuerpos vuestros o alemanes; el color de su piel los diferenciaba, pero la sangre era igual en todos.

Te dirigiste hacia las trincharas de los compatriotas. Suplicaste que nadie de los vuestros hubiese caído.

Soldados griegos del Batallón Sagrado evacuaban heridos. Distinguiste cómo cargaban en un vehículo a vuestro capitán Dronne con heridas en el vientre, posiblemente de las MG de los Messerschmitt. Antes de llegar a tu sección te cruzaste con el puesto de mano de la Fuerza L. Leclerc, apoyado en su bastón, como si te esperase, te preguntó:

—Cabo, ¿mató a Rommel?

—Ro…

Quedaste estupefacto. Parecía que las arenas de Ksar Rhilane fueran a tragarte. Habías tenido al Zorro del Desierto en tu punto de mira y habías fallado. Por tu expresión, Leclerc debió aventurar lo ocurrido y, obviándote, se dirigió hacia el telegrafista.

—Mensaje a Montgomery.

—Cuando quiera, mi general.

—Enemigo se retira al norte. Stop. Han perdido 70 carros y 10 cañones. Stop. Nuestras bajas son mínimas. Stop. No pasaron. Stop.

Te encaminaste hacia vuestras trincheras.

¿Había sido Ksar Ghilane vuestro Bir-Hakeim o aquello acababa de empezar? La pregunta sin respuesta se perdió contigo entre los cadáveres propios y ajenos. Y tu piel comprendió el significado de hacer Camerone de la 13.ª Semibrigada: morir combatiendo, sin dar un paso atrás, mientras quedase con vida uno de los vuestros.

La «Columna Leclerc» enterró a sus muertos a los pies del limes romano sin llantos ni cruces ni flores sobre sus tumbas. Sólo unos versos de Federico García Lorca recitados por Fábregas. Al terminar, dirigió la mirada hacia los cadáveres alemanes tendidos en los cráteres provocados por sus propios obuses y, como si hablase con los muertos, remató:

—Empieza el llanto / de la guitarra. / Es inútil callarla.

No había ningún español entre los fallecidos. La mayoría habían sido senegaleses del grupo de Tibesti, caídos en el cuerpo a cuerpo con soldados de la Wehrmacht. Entre los heridos, el más significativo para vosotros era Raymond Dronne, el Capitán.

Ksar Rhilane había sido vuestra prueba de fuego contra el Afrika Korps y la habíais superado con éxito. Los extenuantes entrenamientos en el desierto, la fusión de los hombres con la naturaleza, la camaradería entre las razas alrededor de las fogatas nocturnas y… la letra y música de vuestras canciones habían resultado eficaces.

Puede sonar extraño contar esto décadas más tarde, pero cuando quedasteis a solas en vuestra posición carbonizada por los bombardeos de los Stuka y las almas de vuestros muertos corrían en busca de la gloria bajo las arenas de Túnez, comenzasteis a reconstruir las posiciones defensivas del box a golpe de cánticos. Las filas galas entonaban La Marsellesa, pero la que más jolgorio despertaba era Chant du Dèpart.

—Me gusta —comentó Fábregas al escucharles—. Da la impresión de que quieren revivir la Revolución francesa.

El Himno de Riego y el Ay, Carmela tomaban el relevo desde las filas españolas. Los senegaleses y cameruneses salmodiaban letras guerreras de sus tribus y hasta se tiznaban el rostro con líneas y símbolos de significado desconocido para ti. Los argelinos canturrearon alguna copla beduina y los griegos del coronel Gigantes tatareaban algo ininteligible, mientras los ingleses del comandante artillero Clark asistían mudos al recital ofrecido por los soldados de la multirracial Fuerza L.

El tercer día de la retirada de los Panzer hacia las posiciones de Djebel Outid amaneció con el sol expandiéndose, en la linde del desierto con el cielo, como un huevo estrellado. A su luz le acompañaba una nube de polvo y el rugido metálico de las cadenas de blindados.

Os pusisteis tensos, dispuestos a regresar a las trincheras y a las hoyas, pero la orden del general no llegó. Y es que Leclerc sabía que eran fuerzas aliadas.

Ante vosotros desfiló la división blindada neozelandesa, la del teniente general Freyberg. Llegaba de Libia con orden de destruir las defensas alemanas en las montañas centrales de Túnez. Leclerc contemplaba de pie, apoyado en su bastón y cubriéndose de polvo, el paso de cientos de Sherman y Half-Track con casi veinte mil soldados. La mueca de su rostro reflejaba que lo que más ambicionaba en su carrera militar era una división blindada a sus órdenes.

El jeep de mando del teniente general se detuvo a la altura de Leclerc mientras que los carros de combate continuaron su ruta hacia el noroeste. Freyberg descendió del vehículo y se dirigió al Patrón. Era más alto y fornido que Leclerc, y un bigote insignificante cruzaba su tez morena.

—Le traslado nuestra admiración por haber contenido el avance del Afrika Korps —saludó a vuestro general.

A ellos se unió corriendo el comandante inglés Clark y, después de cuadrarse ante los generales, solicitó a Freyberg:

—Mi general, le ruego que me releve por otro jefe artillero. Yo no puedo seguir en la Fuerza L. Son seres que parecen no temer la ira de Dios.

El neozelandés, extrañado, interrogó con su mirada a Leclerc, pero sólo recibió por respuesta un encogimiento de hombros y una sonrisa.

Antes de despedirse y sustituir al comandante Clark, el teniente general miró la bandera de la Francia Libre que ondeaba en la torre del Ksar, y se lamentó:

—Es una pena que su enseña no pueda lucir sobre Túnez cuando lo ocupemos.

—¿Por qué dice eso? —preguntó desconcertado Leclerc.

—¿No lo sabe?

—¿Qué he de saber? —inquirió el Patrón con impaciencia.

—Montgomery se enfadó con su compatriota Koenig, porque desobedeció una orden en Himeinat y…

—¿Qué ocurrió?

—Monty ordenó atacar de frente la posición, pero al llegar a ella, las fuerzas de la 13.ª se encontraron con una columna Panzer. Y Koenig, en vez de atacar, construyó un box para impedir el avance.

—Hizo Camerone.

—Perdón.

—Que mi compañero se sintió en inferioridad de condiciones y prefirió adoptar la forma de lucha en la que son invencibles.

—Ya, entiendo. Pero al inglés no le gustó. De ahí que destinase a Koenig a la Línea Mareth como fuerza de reserva. Por eso, la bandera de la Francia Libre no ondeará en Túnez.

Aquellas palabras se debieron clavar en el cerebro del Patrón como un obús del 105 sobre un suelo de arcilla. Leclerc agachó la cabeza, el humo de su cigarro golpeó sus ojos. El neozelandés, por su gesto, debió comprender que, sin proponérselo, le había asestado una puñalada. La conciencia debió carcomerle sobre la oportunidad perdida de haber callado, porque prefirió despedirse:

—Gracias de nuevo por haber contenido a Rommel. Teniéndole a usted en Ksar Rhilane, estamos seguros de que el Afrika Korps no intentará maniobras envolventes por el sur.

El Patrón alzó la cabeza, y Freyberg debió sentir el mismo escalofrío de todos los que visteis el rostro de Leclerc. Sus facciones se habían ocultado detrás de la bruma del cigarro y, en su lugar, una máscara macilenta sonreía.

Cuando el teniente general y la división blindada neozelandesa se perdieron de vista y sólo intuíais la nube de polvo a su rebufo, se oyó el grito de Leclerc:

—Levanten la posición. Salimos hacia Túnez.