23: Derrota norteamericana

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DERROTA NORTEAMERICANA

EL INEXPERTO EJÉRCITO NORTEAMERICANO se había enfrentado, el martes 16 de febrero, a su primera gran vergüenza: la derrota en el paso de Kasserine. Rommel había lanzado al Afrika Korps por sorpresa a través de las vaguadas de la cordillera del Atlas con el objetivo de apoderarse de los depósitos yanquis de Tébesa. El Estado Mayor aliado no esperaba esa maniobra casi suicida, pues siempre sospechó que los alemanes se retirarían al interior de Túnez para reducir sus líneas de abastecimiento de combustible.

La Wehrmacht sólo tuvo dos mil bajas frente a las diez mil norteamericanas, pero entre ellas había una muy significativa. Tal vez careciera de importancia a los ojos de observadores extraños, pero no para Rommel y ciertos militares del ejército alemán que comenzaban a cuestionar a Hitler.

Al teniente coronel Claus Von Stauffenberg, héroe de Alemania con la Cruz de Hierro de Primera Clase, la metralla de los aviones de la RAF le había saltado el ojo izquierdo, amputado la mano derecha y dos dedos de la izquierda. «No me evacuen. Llévenme ante Rommel», había gritado a los enfermeros.

—Mariscal —gritó, tendido en la camilla—, usted puede detener esto. Hay que matar a Hitler.

Antes de que prosiguiera, un gesto violento de Rommel indicó al médico que trasportase al teniente coronel al vehículo que lo trasladaría a Berlín.

Apenas hubieron retirado la camilla, el general Von Vaerst preguntó al mariscal:

—¿Por qué habrá dicho eso?

—No le dé importancia, general. La cercanía de la muerte le hace delirar.

«Hay que matar a Hitler», había repetido el teniente coronel. Rommel evocó la conversación mantenida con él la noche anterior, cuando Von Stauffenberg le aseguró: «He visto lo que hacen los Waffen-SS y la Gestapo en la retaguardia. No son soldados, son asesinos. Están encerrando a los prisioneros en campos de concentración sin respetar la Convención de Ginebra. Los exterminan en cámaras de gas. Hasta han asesinado compatriotas». Y había concluido con aquella rotunda apelación: «Mariscal, hay que matar a Hitler. Es la única forma de terminar con esta locura. Y usted es la persona adecuada para ponerse al frente de una Alemania que pida la paz».

Ni Rommel ni el propio Claus Von Stauffenberg sospecharon en aquel momento que meses más tarde serían dos de los protagonistas del atentado contra Hitler, que pasaría a la historia como Operación Valquiria y que los condenó a muerte, a uno por actor principal y al otro por omisión. Pero esa es una historia que nos interesa a medias en esta narración sobre la épica de los republicanos españoles, por lo que es mejor que nos centremos en el efecto que provocó en el otro bando el fracaso en Kasserine.

LA DERROTA NORTEAMERICANA tuvo otra consecuencia, pero esta en las filas aliadas. El general Eisenhower había llamado a George Patton con carácter de urgencia. No le recibió sentado, sino paseando inquieto por su despacho.

—Un desastre, George —repetía—. Un tercio del II Cuerpo de Ejército ha sido eliminado.

—Me han dicho que la forma de luchar de los Panzer, con sus torretas dirigidas a la derecha y disparando, les pilló por sorpresa. Al parecer, Rommel empleó la técnica naval de la Y.

—No, no es eso. El problema es el propio general Fredendall. No está capacitado para mandar a los soldados.

—¿Lo dices por lo del hotel…?

—Que se instalara en el Gran Hotel de Orán a cuerpo de rey es lo de menos. También ordenó a sus ingenieros que le blindasen un Cadillac. ¿No lo ves, George? Fredendall es un general que no asume los riesgos personales del combate. Eso provoca desmotivación en sus hombres. Bradley me dijo cabreado que era una vergüenza para los soldados estadounidenses.

—¿Y qué piensas hacer?

—Relevarlo del mando.

—¿Ya tienes sustituto?

—Sí. Vas a ser tú.

Patton sonrió. Sacó un puro de su guerrera, lo encendió y, después de expulsar el humo, apostilló:

—Que Dios se apiade de Rommel… porque yo no lo haré.