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KRASNYJ BOR: INFIERNO EN LA NIEVE
ATRÁS QUEDARON LA PLACIDEZ Y EL DESHIELO de las riberas del Voljov y regresaron las nieves y el frente sangriento. La orden de que la División Azul se trasladase a reforzar el cerco de Leningrado había llegado casi al mismo tiempo que la sustitución de Muñoz Grandes por otro general, Esteban Infantes. La misión se concretó en situarse en Vyriza y reponer las bajas de la 121.ª División de la Wehrmacht, sustituyendo a sus soldados en una cadena de búnkeres a lo largo de diecisiete kilómetros desde Alexandrovka a Krasnyj Bor.
En realidad, aquella posición no era más que una laguna pantanosa, vega de las caudalosas aguas del Slavianka y el Ishora en su desembocadura en el Neva, en el tramo de ferrocarril desde Leningrado a Moscú. La coronaba un impenetrable bosque al que rodeaban aldeas que iban siendo ocupadas por los dieciocho mil soldados españoles de la División Azul.
El asalto a Leningrado se retrasaba sin que se conocieran las razones. Decían que la Luftwaffe no daba tregua a la ciudad, bombardeándola todas las noches. La Wehrmacht, en cambio, no era capaz de abrir ni una rendija. Tal vez, se rumoreaba, esa ineficacia se debía a que el cerco a Stalingrado había sido roto y el ejército nazi se encontraba desbordado. Incluso llegaban noticias de su capitulación ante el Ejército Rojo y de la detención del primer mariscal alemán.
A un tercio de los divisionarios azules se les ordenó abandonar las aldeas y trasladarse a la primera línea de fuego, a los arrabales de Leningrado. Aquellos seis mil soldados iban a reforzar a los alemanes y a contener el avance de cuatro divisiones de infantería soviética y de dos regimientos de carros T-34 y KV-1; en total, cuarenta y cuatro mil soldados soviéticos.
Los rusos habían lanzado una descomunal ofensiva para penetrar por cuatro puntos a la vez a lo largo de la línea del ferrocarril.
El frío de febrero inmovilizaba los cuerpos que intentaban calentarse a golpe de tragos de coñac. La tensión se marcaba en los rostros de los divisionarios y las conversaciones en aquellos parapetos eran tan banales como su propia existencia.
—Camarada Ricardo —dijo Marino dentro del búnker, sin apartar la vista del frente—, ¿no te espera ninguna moza cuando regreses a España?
—Sí —respondió con una sonrisa—. Mis padres me prepararon el matrimonio con una prima segunda, hija de un conde, a la que sólo he visto dos veces.
—Por eso el brigada se enroló en la División Azul: para escapar del matrimonio.
La broma del cabo provocó el estallido de carcajadas en el interior de la fortificación.
—¿Era guapa, mi brigada? —inquirió el cabo.
—Bah —exclamó Ricardo dando un trago a la botella—. Sus tierras sí que son guapas.
Regresaron las risas, los tragos y el tarareo de una canción:
Cuando Falange
con rumbo a Rusia partió,
una chavala
triste y llorosa quedó…
—Aunque a mí me gustan más las alemanas rubias de largas piernas —cortó el camarada Ricardo.
Marino puntualizó:
—Vaya disgusto que les darías a tus padres si te presentaras con una teutona…
—Tetona —añadió el cabo, y los carcajeos dejaron paso a otro cántico:
Yo seré entonces tan feliz
que no sabré
más que decir:
—Mi amori Lili Marlen
El único que no participaba de la chanza era tu padre, que seguía apuntando hacia los campos nevados con la ametralladora MG-34. Sólo ocupaban su mente las palabras de Julia Natalinova la víspera de la salida hacia el cerco de Leningrado: «Han traído prisioneros a quince partisanos de Ucrania. Entre ellos hay dos españoles». «Lo sé, pero la fuga se hará con prudencia cuando regresemos», había respondido Antonio Ardura. «¿Y si no volvierais vivos?», preguntó descorazonada. Entonces, tu padre remató: «Es un riesgo que hay que correr».
La madrugada asomó malva y, en segundos, enrojeció. Cientos de piezas de artillería del 124 y del 203 escupieron fuego y metralla uniéndose a cañones del 187 sobre el frente de diecisiete kilómetros. El hospital de Rakkelevo, en el que la División Azul había instalado su Estado Mayor, desapareció envuelto en llamas que alcanzaron a los trineos y a las ambulancias. La cadencia de disparo alcanzó los diez segundos por arma. Así durante dos horas. Al terminar, la nieve había desaparecido y, en la ladera, profundos cráteres negruzcos humeantes ocupaban su lugar. Al fuego artillero lo relevaron las bombas desde la aviación soviética. Escuadrillas de Sturmovicks aniquilaban todo lo que se movía bajo su vuelo.
Si ese fue el ritmo mortífero de las armas soviéticas, el de muertos entre los divisionarios rondaba los cien a la hora. Dos mil doscientos nada más durante el primer día.
La infantería soviética se preparaba para el asalto final. Los divisionarios fortificaron con sacos de arena, maderas, piedras y tierra los cráteres provocados por el estallido de los proyectiles de la artillería rusa en las colinas nevadas.
Antes del atardecer, los soviéticos habían atravesado el frente por tres puntos. Su intención era alcanzar Putrolovo y el río Ishora para girar a la derecha y envolver a los españoles. Si esa maniobra resultaba exitosa, avanzarían hacia el este y el cerco quedaría roto.
Sólo quedaba una brecha por penetrar en los kilómetros de búnkeres: la que defendía la unidad a la que pertenecía tu padre. Si antes había sido la artillería y luego la aviación, los francotiradores rusos se encargaron de sustituirlas con igual éxito. Más de cien muertos provocaron las balas invisibles de los snipers fantasmas.
A duras penas pudieron reagrupar a los divisionarios supervivientes de otros regimientos para que sumasen sus fuerzas en un solo punto. La defensa era sangrienta a la espera de los refuerzos de la 4.ª División SS Volkspolizei. Pero no llegaban.
Casi no había sitio en las trincheras, búnkeres y casamatas para que los soldados se movieran con agilidad. Los muertos y heridos se lo impedían. De repente se oyó desde las posiciones sitiadas el grito del capitán Huidobro:
—¡Si hemos de morir, lo haremos como españoles!
Algunos treparon sobre los T-34 y les colocaron cargas en sus cadenas; otros se lanzaron con las bombas pegadas a sus cuerpos, estallando carro y hombre a la vez. Eran enjambres de avispas revoloteando alrededor de osos.
Una granada surcó los cielos.
—¡Al suelo! —exclamó tu padre saltando sobre Ricardo para protegerle.
Entonces, algo derribó a Marino. Tu padre corrió hacia él. Había perdido el ojo izquierdo. Y la sangre no se detenía.
—¡Sanitario! —gritó Antonio, abrazando a su compañero.
AL DÍA SIGUIENTE, a primera hora de la mañana, Radio Moscú emitió la noticia:
«El cerco establecido por los voluntarios españoles, enrolados en las filas del III Reich, ha sido roto. Se ha tomado Krasnyj Bor. El Ejército Rojo ha aniquilado a la División Azul…».
Tres horas más tarde, la BBC la repetía:
«Si hace unas semanas les informábamos de la ruptura del cerco a Stalingrado, hoy hemos de añadir otra buena noticia: el sitio a Leningrado ha sido roto en Krasnyj Bor, y la División Azul española ha sido arrasada…».
Al anochecer, el gobierno de Franco envió un telegrama a Hitler en los siguientes términos:
«Solicitamos información sobre los voluntarios españoles de la División Azul que combaten en las filas del III Reich».
La contestación del Führer no se hizo esperar:
«… defendido más allá del valor la línea desde Alexandrovka a Krasnyj Bor. Han sufrido 4000 muertos por 12 000 soviéticos. Pero han contenido el avance soviético cediendo sólo tres kilómetros».
TRES SEMANAS DESPUÉS, lejos de las trincheras de la primera línea de fuego, los soldados heridos de la División Azul eran repatriados y sustituidos por un nuevo reemplazo. Marino se encontraba entre ellos.
Caminaba, con un parche en el ojo y un brazo en cabestrillo, al lado de tu padre hacia uno de los camiones.
—Esta vez, ya no podré ayudarte.
—No te preocupes, compañero —dijo Antonio Ardura—. La evasión de los partisanos la prepararé yo solo.
—Me gustaría unirme a nuestros paisanos en Ucrania y…
—Olvídate, regresa a España. Te has ganado la libertad.
—¿Y qué se hace con la libertad en un país en el que no la hay?
No obtuvo respuesta de tu padre, pues el brigada, el camarada Ricardo, llegó hasta ellos gritando de alegría con un papel en la mano.
—Escuchen todos ustedes —dijo a los heridos—. Este es el comunicado sobre nosotros dirigido al pueblo de Alemania por el Alto Mando de la Wehrmacht. —Dirigió la vista hacia el papel y leyó en voz alta—: «… Cuando vean por las calles un combatiente moreno, desaliñado, con el gorro ladeado y un cigarro en la boca, ¡cuádrense! Es un héroe español…».
Tu padre meneó la cabeza y Marino no pudo menos que sonreír antes de comentar:
—Ya ves, compañero. Los fascistas, en vez de libertad, nos conceden la heroicidad.
Ambos se despidieron con un abrazo. Después Marino ascendió a la caja del camión, y, dirigiéndose a Ricardo, le deseó:
—Mi brigada, suerte con las teutonas…
Los soldados heridos, desde las cajas de los vehículos, celebraron la broma en medio del bramido de los motores en la salida del convoy. Alguien, desde un camión, canturreó:
¿Era guapa, mi brigada?
Ay, aquella alemana…
Ricardo se mostraba orgulloso por haber inspirado una canción a los soldados. Cuando se perdieron de vista, pasó el brazo por encima del hombro de tu padre y, con satisfacción, le informó:
—Sabes, abuelo, al general Infantes le han concedido la Cruz de Caballero, y la Cruz de Hierro de Primera Clase ha sido para dos mil doscientos de los nuestros.
—¿Cuántas a título póstumo?
—Ya estás con lo de siempre… —se quejó Ricardo.
—Responde, camarada.
El brigada tragó saliva antes de confesar:
—Dos mil ciento cincuenta y siete.
A FALTA DE SIETE DÍAS para la llegada de la primavera, la noche se había cerrado sobre los campamentos de la División Azul. Sólo los centinelas se mantenían despiertos en los blocaos y en las fortificaciones elevadas, atentos al menor ruido y a la mínima luz. Eludirlos era tarea fácil para Antonio Ardura, él se había encontrado cientos de noches en ese destino y conocía a la perfección los puntos oscuros por los que hasta un elefante sigiloso pasaría inadvertido.
Atravesando el bosque por caminos embarrados y saltando torrentes incontrolables del deshielo inopinado de marzo, llegó hasta las alambradas del campo de prisioneros. La operación había sido estudiada al milímetro con la mayor Julia Natalinova y los dos partisanos españoles encerrados antes de la salida a Krasnyj Bor. Lo único que le dolía a tu padre era la ausencia de su compañero Marino.
Había elegido la torreta de vigilancia más alejada del resto; cualquier anomalía en ella tardaría más tiempo en ser descubierta. El soldado de la Wehrmacht paseaba por la plataforma rodeado de tres focos, dos enfocados al exterior y el tercero al interior, que movía con cierta periodicidad.
Tu padre llegó hasta el matorral más próximo a la torre. Extrajo la Luger P-08 y le enroscó el silenciador HUB-L3. Enfocó el punto de mira hacia el centinela y esperó a que detuviese el paseo un instante. En ese momento vació su cargador sobre él. Siete disparos. El soldado se retorció en la torreta y cayó sin percatarse del sitio desde donde llegaban los disparos y sin alertar a nadie. Ardura se apresuró a encender tres veces el mechero. A partir de ahí, sólo dispondría de dos minutos hasta que alguien notase la inmovilidad de los focos y enviaran a un supervisor para comprobar lo que pasaba.
Pegados a la alambrada y entre las sombras, aparecieron los partisanos; entre ellos los dos españoles y quince soldados soviéticos capitaneados por Julia Natalinova. Reptando, sortearon la valla por una zanja abierta en la tierra y disimulada con matojos. Al llegar a la altura de tu padre, este repartió subfusiles entre todos. Tenían que darse prisa, las alarmas saltarían y patrullas alemanas con perros saldrían en su búsqueda. Emprendieron una veloz huida hacia el río.
Despistar a los canes era lo primero. Por eso rociaron de amoniaco y pimienta parte del sendero y, fusiles en alto, atravesaron las aguas heladas del Voljov. Antonio quedó el último, protegiéndolos, hasta comprobar que todos lo superaban con vida. Cuando se disponía a cruzarlo, una voz le detuvo:
—No me habías engañado, abuelo. —Ardura giró la cabeza y vio al camarada Ricardo apuntándole con un arma.
—¿Vas a matarme?
—Sí no ordenas que regresen los prisioneros, lo haré.
—Voy a darme la vuelta y a cruzar el río. Puedes disparar cuando quieras.
El brigada alzó la pistola y apuntó.
Tu padre sonrió y tarareó:
Puente de los franceses,
puente de los franceses…
Se giró y, despacio, fue introduciéndose en las aguas.