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EJÉRCITO SECRETO
ERAN LAS VEINTE HORAS. El toque de queda tronó en las callejuelas más recónditas de París. La prohibición de transitar se debía cumplir hasta las cinco de la mañana, o una bala te convertiría en aspirante a la eternidad. Habían comenzado las horas salvajes de la noche, con las ventanas cerradas, los cerrojos echados, las gargantas secas, los estómagos rugiendo y el oído al acecho.
Las calles se vaciaron y sólo retumbaba sobre los adoquines un sonido regular: el taconeo de las botas de la Wehrmacht en su disciplinado patrullaje. Sólo el eco en el asfalto se atrevía a bramar, contestándoles: «Esta no es vuestra tierra, invasores». Cada hora, una rabiosa patrulla alemana ascendía por las calles; las botas anunciaban su presencia desde muy lejos: al doblar las esquinas, las luces se apagaban y todos callaban. El miedo hostil se agarraba a las tripas de los vecinos, obligándolas a agazaparse. La ciudad entera era una prisión, con su aburrimiento lacerante, la suciedad en celdas y galerías, la promiscuidad asquerosa y nunca revelada, que se sumaban a una tímida alegría cuando, por medios inverosímiles, se engañaba a los carceleros.
Las luces de las viviendas se apagaron. Salvo por alguna farola, superviviente a bombardeos y metralla, la oscuridad cubrió la ciudad. La calle René Corbin no fue una excepción. Un gato la recorrió veloz antes de saltar sobre el cubo de basura provocando su vuelco. Una rata salió del recipiente y emprendió una loca carrera hacia la alcantarilla. Los movimientos de todos —animales y contenedor— emitieron una algazara que precedió al eco, seguido del fuego y del trueno de los fusiles de dos soldados chleuhs, como los nombraban los parisinos, o fritz, como preferían llamarse ellos. De nuevo el estruendo y el eco. La cabeza del felino, inmóvil, sangraba a un metro del cuerpo que aún agitaba las patas. Al verlo, los componentes de la milicia sonrieron, colocaron sus armas al hombro y continuaron la ronda. Ninguna persiana se alzó. Ninguna luz se encendió. Ninguna persona se asomó.
Nadie sospechaba que en una de las viviendas de esa calle envuelta en tinieblas y batahola, quince hombres conspiraban contra la ocupación alemana. Presidía la reunión Jean Moulin, alias Rex, que hacía unas semanas había arribado desde Londres, donde Charles de Gaulle le había impuesto la medalla de la Orden de la Liberación. Aunque el sempiterno borsalino descansaba en la mesa alargada, aún mantenía la bufanda ocultando su cicatriz.
El humo de los cigarros y de la pipa de Rex envolvía sus rostros y la tenue luz apenas alcanzaba a delimitar sus facciones. Eran voces en la niebla, que meditaban con la memoria y la determinación a punto. Tres botellas de burdeos reposaban vacías rodeadas de quince copas semillenas. Los cinco ceniceros, repletos.
Mientras cada uno exponía la posición de la organización a la que representaban, Molin tomaba notas y observaba los gestos de sus acompañantes: el inquieto Eugène Claudius, de los Franco-Tiradores y Partisanos, encendía un cigarro con otro; Claude Bourdet, de Combat, giraba la copa mientras escuchaba; el representante del Front National, Pierre Villon, se mesaba los cabellos antes de intervenir; los sindicalistas, Louis y Gaston, de la CGT y CFTC, cuchicheaban entre ellos si algo no les agradaba; los delegados del PCF y del SFIO, Mercier y Le Troquer, eran muy pausados en sus razonamientos; Coquoin, de Ceux de la Libération, paseaba su lengua por el labio inferior; Boinet, de Ceux de la Résistance, se mantenía recostado en la silla sin tocar la mesa; Charles y Pascal, de Libération, del Nord y Sud respectivamente, refunfuñaban por el humo del tabaco; y Simon, de Organisation Civile et Militaires, era el más vehemente en su discurso. Los únicos a los que Rex no escrutaba eran Meunier y Chambeiron, sus ayudantes desde la constitución del órgano de dirección de la Resistencia.
Terminada la ronda de intervenciones, Jean Moulin alzó el papel, en el que había tomado notas, un palmo de la mesa y señaló pausado:
—Señores, a modo de conclusiones provisionales, los puntos en los que estamos todos de acuerdo son: primero, la invasión alemana de la zona no ocupada de Vichy, como represalia al desembarco aliado en el norte de África, posibilita un nuevo escenario en el que se nos unirían fuerzas de la derecha democrática. Por ello, en la próxima reunión invitaremos a los democratacristianos, a la Alianza Democrática y a la conservadora Federación Republicana; segundo, si se derrota a los alemanes en África, Franco verá desvanecerse sus aspiraciones de participar en el reparto del Magreb, por lo que se verá forzado a retirar a la División Azul de suelo soviético; tercero, la Royal Air Force seguirá lanzando armamento sobre las zonas que se le indiquen para fortalecer al Maquis; cuarto…
—Perdón —interrumpió Eugène Claudius, el inquieto jefe partisano—, pienso que en el punto tercero ha de constar nuestra opinión.
Moulin dio una calada a la pipa, volteó la hoja y añadió:
—Lo había dejado para el final, pero lo leeré ahora: «La representación de los Franco-Tiradores y Partisanos estima que la forma de actuar del general François Fluet en Vercors es errada. Opinan que la guerrilla no se puede estructurar como el ejército, y que es un suicidio constituir un contingente en el Ródano con cuatro mil guerrilleros organizados como si fuesen soldados…».
La voz del partisano le interrumpió:
—Que nuestra forma de actuar ha de ser la del ataque y repliegue, como go…
—Como gotas de mercurio —atajó Moulin violentado—. Ya estaba anotado, señor Claudius. ¿Algo más?
El otro negó con la cabeza.
—Sigamos —dijo Moulin mirando de nuevo el papel—. Cuarto, la fusión de la Francia Libre con la Resistencia y el Comité Francés del general Giraud pasan a denominarse la «Francia Combatiente», con dos ejércitos: el que combate en África y el de la metrópoli, es decir, nosotros. Adoptaremos sin ambages el nombre de Ejército Secreto. —Guardó silencio, posó la hoja y se dirigió al jefe partisano—: Llegados aquí, es preciso que su organización se posicione.
—Nuestra postura es la misma de siempre —dijo, y aplastó el cigarro en el cenicero de latón—: Golpear juntos, pero caminar separados.
—Quiere decir que…
—Que seguiremos combatiendo a Hitler y Mussolini con todas nuestras fuerzas, pero no nos fusionaremos en la estructura de la Francia Combatiente. Seguiremos manteniendo nuestra independencia.
—¿Cuál es la postura de los guerrilleros españoles? —preguntó un Rex visiblemente molesto.
—El XIV Cuerpo Guerrillero se ha transformado en la AGE, Agrupación de Guerrilleros Españoles, en la que han integrado a todas las tendencias políticas del exilio español.
—¿Cuál es su fuerza?
—En estos momentos tienen cuatro brigadas en la región de Languedoc. Unos dos mil quinientos guerrilleros.
—¿Cómo se coordinan con ustedes?
—A través del Comité Militar de la Zona Sur que constituimos a finales del año pasado.
Moulin asintió. Paseó la mirada por los rostros de sus compañeros y cerró la reunión con aquellas palabras:
—La próxima, en este mismo lugar el 27 de mayo, a la que se sumarán las organizaciones democratacristianas. A partir de ahora es prioritario que se alerte a las bases de que los nazis han lanzado contra nosotros la operación Und Nebel de Nacht.
—«Noche en la niebla» —rezongó el jefe partisano—. ¡Hasta emplean eufemismos para decir que nos quieren exterminar!
Los asistentes apenas habían levantado sus traseros de las sillas, cuando Rex intervino de nuevo:
—Ah, señores, mi nombre en clave desde hoy es «Max».
A MÁS DE DOSCIENTOS KILÓMETROS de París y a menos de cincuenta de Estrasburgo, los presos de Natzweiler-Struthof contemplaron con estupor la llegada de camiones repletos de partisanos. Era el resultado de la operación Und Nebel de Nacht, lanzada por el III Reich contra la resistencia interior, el Ejército Secreto, para amedrentarlos. No habría prisión para ellos. Aquellos resistentes no serían integrados en los batallones de trabajo en las fábricas subterráneas de armas, en las canteras de granito rojo ni en las minas, irían directamente al horno crematorio o a la cámara de gas. De ahí que su destino fuese un barracón independiente del resto: el 13.º. Pero a los pobladores del Kanzentrationslager la mañana aún les depararía otra sorpresa.
Los nazis habían ordenado formar a todos los judíos del campo principal y de los ochenta y cuatro subcampos en tres bloques: hombres, mujeres y niños, eludiendo al resto de presos de doce nacionalidades distintas.
El comandante en jefe del Konzentrationslager, Josef Kramer, paseaba delante de ellos con el bucle del mango de su fusta enrollado en la mano derecha. La lengüeta de cuero, al extremo de la fusta, golpeaba rítmicamente la palma abierta de su otra mano. En paralelo, caminaba el Obersturmführer Rudolf Törni con una carpeta bajo el brazo. Detrás desfilaba una escuadra de soldados armados.
—¿Cuántos le quedan? —preguntó el comandante a Törni.
—Tres: dos hombres y una mujer.
—¿Edades de los hombres?
—Han de tener… —Abrió el cartapacio, ojeó un papel y respondió—: Cuarenta, uno de ellos; y el otro…, cincuenta y cinco.
La mirada de Josef Kramer se clavó en los rostros de los prisioneros de la primera fila. Meneó la cabeza y se dirigió hacia la segunda. De repente se detuvo ante el hombre que ocupaba el quinto puesto.
—¿Cuántos años tiene? —le preguntó señalándole con la fusta.
—Cuarenta y cinco —respondió el recluso.
El comandante de campo prosiguió su paseo y, en la tercera fila, se detuvo ante otro. Le señaló, repitió la pregunta y obtuvo la respuesta deseada:
—Cuarenta.
De inmediato Josef Kramer indicó a los soldados, con un giro de la fusta, que se lo llevaran. Dos Waffen-SS empujaron al preso a culatazos sacándolo de la formación. El comandante de campo, seguido de Rudolf Törni, prosiguió su caminata formulando idéntica pregunta, hasta que escuchó «cincuenta y cinco». Entonces la operación se repitió con aquel hombre.
—¿Edad de la mujer?
—Treinta y uno —contestó el Obersturmführer sin consultar el papel.
Encabezado por Kramer, el séquito se encaminó hacia la formación de las prisioneras. En el trayecto, le preguntó a Törni:
—¿Con esta ya termina Hirt la colección?
—A sí es. Los ochenta y seis que pidió.
El ritual se reanudó ante las mujeres. Al llegar a una de la cuarta fila, la sempiterna pregunta obtuvo su respuesta:
—Veintidós.
—Puag, están muy envejecidas —escupió Kramer.
En la quinta fila un «veintisiete» y un «veintitrés» le obligaron a reanudar la marcha. Por fin, al llegar a la sexta columna de la octava fila, escucharon: «Treinta y uno».
Al gesto de satisfacción de Kramer le sucedió el giro de fusta, y los soldados, con un toque de la culata en el costado, obligaron a la mujer a acompañarlos. En ese momento, un niño salió corriendo hacia la elegida, gritando:
—¡Mamá! ¡Mamá!
—¡Regresa, Eli! —gritó ella, volteándose.
Dos soldados se colocaron en la retaguardia del séquito con la intención de bloquear la llegada del mozalbete. El niño los eludió en una veloz carrera, llegó hasta su madre y se abrazó a ella.
—Por favor, regresa y espera al soldado de las chocolatinas —le dijo ella al oído, casi al mismo tiempo que un culatazo en la cabeza derrumbaba al crío.
Los soldados se alejaron con la prisionera. El comandante de campo y el Obersturmführer se quedaron de pie, encendiendo sendos cigarros al lado del cuerpo inconsciente del muchacho tendido en el barrizal, de cuya sien manaba un hilito de sangre.
—¿A quién le dijo su madre que tenía que esperar? —preguntó Kramer dando una calada.
—A un soldado de chocolate, creo que dijo —respondió Törni, después de expulsar el humo del cigarro.
Con una mueca de desprecio dirigida al niño, Josef Kramer se encaminó hacia los barracones de oficiales, murmurando:
—Eso es lo que son: soldados de chocolate.
UNA SEMANA MÁS TARDE, en Lyon, concretamente en el interior de las murallas del fuerte Montluc, el Obersturmführer Rudolf Törni caminaba erguido, con su gorra bajo el brazo y a paso de desfile por los pasillos de las mazmorras del sótano. Intuía los ojos de los reclusos pegados a las mirillas, y el hedor de heces mezclado con la humedad que supuraba por los muros provocó su mueca de desagrado. Luego, al observar el orín chorrear desde el interior de las celdas hacia el pasillo, tragó saliva.
Los gritos provenían del final del corredor de paredes de granito:
—¿Quién es Rex?
La voz de Kraus Barbie retumbó en los calabozos, sin obtener respuesta.
—¿Quién es Rex? —repitió.
Törni, al oír por segunda vez la misma pregunta, sonrió. A veces sospechaba que a su jefe le agradaba la falta de respuesta de los detenidos, para poder golpearles repetidamente. Aunque un límite impuesto por la reacción de algunos le desagradaba: la pérdida del conocimiento o la muerte, que evitaban el dolor, le ofendía.
—Heil Hitler! —saludó Törni, desde el marco de la puerta.
Su jefe, Klaus, se giró despacio hacia él:
—¿Qué tal por Natzweiler-Struthof?
—Estupendamente. Josef Kramer, el nuevo comandante del campo, colaboró de forma ejemplar.
Klaus Barbie hizo un gesto con la cabeza que de inmediato fue comprendido por los otros dos miembros de la Gestapo que le acompañaban, y empujaron al prisionero fuera de la sala. La nariz del recluso manaba un hilo de sangre que goteó el piso e indicó el recorrido a su celda. Indiferente, Klaus se dirigió al lavabo y abrió el grifo, se enjabonó las manos con parsimonia y se las enjuagó. Después de secarlas, se bajó las mangas de la camisa y las abotonó.
—¿El doctor August Hirt completó su colección?
—Sí —respondió orgulloso Törni—. Dice que la va a instalar en los bajos de Instituto Anatómico Forense de Estrasburgo.
—Me alegro —dijo Klaus colocándose la guerrera—. Así podremos centrarnos en la Und Nebel de Nacht.
—¿Qué se ha podido averiguar?
—Poca cosa, sólo que al antiguo jefe de lo que llaman el Ejército Secreto se le conocía por Rex; y al actual, por Max. Desconocemos si se trata de la misma persona o son dos distintas.
—Nos lo dirán, de una forma u otra.
—¿Qué noticias trae del frente?
—Nuestras fuerzas son invencibles.
—¿Qué hay de los rumores de que los Aliados habían acorralado a Rommel?
—Falsos.
Klaus miró desconcertado hacia su lugarteniente y preguntó:
—¿Tiene noticias actuales del Afrika Korps?
—Sí. Al parecer, en el paso de Kasserine han diezmado a los norteamericanos.