21
AU REVOIR, MUCHACHOS
TRASPASABAS LAS NUBES, rodeado de ángeles inmaculados que te alzaban hacia una luz. Abajo quedó el cielo. La luminosidad ya no te cegaba. Fábregas, sentado sobre un esponjoso cúmulo, tocaba la guitarra.
—Ya has conquistado la gloria, Bête —dijo.
—¿Qué es la gloria, mi sargento?
Toqueteó las cuerdas, y respondió:
—Contemplar el cielo desde arriba.
Dirigiste la vista hacia la Tierra. La torre de la Catedral de Estrasburgo se alzaba sobre el fango cubierto de cadáveres. De repente, entre ellas, surgió el rostro sanguinario de Adolf Hitler y, a su lado, Rudolf Törni. Te zafaste de los ángeles y te lanzaste contra ellos en picado, como un Stuka, con la bayoneta calada en el Mosin.
—¿Cómo lo ve, doctor? —oíste entonces la voz grave de Campos.
«No ahora, que estoy a punto de acabar con los dos», pediste, pero te esforzaste por abrir los ojos.
—No es mortal, pero no podrá acompañarles. Tendrá que quedarse aquí unas tres sema…
La voz se alejó. El foco de encima de la cama te molestaba y giraste la cabeza. Recostada en la camilla contigua, la enfermera de los ojos verdes y pelo negro llevaba un tubito que sobresalía de su brazo y conducía a una bolsa… Te donaba su sangre. El agotamiento te venció.
TENÍAS SED. Atravesabas con tu Mosin al hombro las extensiones de un enorme serir arenoso de color blanco sucio. El sol achicharraba tus neuronas. Debías encontrarte en un erg del Fezzan porque la Hamada Honra parecía señalarte la pista a Mizda. Caminabas por la tabla rocosa hasta el final. Tus labios cuarteados y secos. Ya no te quedaba agua en la cantimplora: había explotado por la noche con el frío. Entraste en tierra podrida, era un fech-fech. El gris verdoso te indicó que seguías el pasaje correcto a Uigh-El-Kebir. Un mar de dunas cambiantes. Comenzó la meseta negruzca que precede a los djebels. Estabas solo en Umn-El-Araneb. Tenías cada vez más sed.
—¡Agua! —gritaste.
—Tranquilo —contestó una voz suave—, es el efecto de la anestesia.
La enfermera de los ojos verdes, de pie a tu lado, te tomaba el pulso acariciándote la mano.
—Tus compañeros regresaron con su batallón. Están combatiendo a los nazis en el norte de París —dijo en un francés musical.
Hiciste amago de incorporarte. Un fuerte tirón en el vientre te lo impidió.
—Son los puntos. No podrás moverte hasta que cicatricen.
—¿Qué han dicho los médicos?
—Que aún no te ha llegado la hora —respondió, y añadió una sonrisa maliciosa—. Además, aún tienes que llegar a Estrasburgo y matar a un Obersturmführer.
—¿Cómo… sabes eso?
—Cher, hablas mucho en sueños.
Sin dejar de sonreír, se encaminó hacia la puerta.
—Espera. Me pareció que me donabas sangre.
—Es lo mínimo que podía hacer con un héroe de la liberación al que confundí con un nazi. —Y un guiño del ojo derecho acompañó su sonrisa.
—¿Cómo te llamas? —le preguntaste.
—Sophie.
—Yo, Nico.
—Ya lo sabía, cher —comentó abriendo la puerta, que un instante después se cerraba dejándote a solas con tus dolores y tu sed.
OLIVOS, MILLARES DE DÁTILES, viñedos y trigo se agazapaban tras las palmeras, pozos rodeados por muretes de cascajos o troncos de datileras seccionados. Al fondo, dos lagos salados. Alrededor, un gran mar blanco de arena. Es Koufra. El juramento de Leclerc retumbó entre los djebels y se alzó por encima del macizo de Tibesti: «No nos detendremos hasta que la bandera de la Francia Libre ondee en París, Metz y Estrasburgo».
—¿Qué tal estás, hijo?
Era la voz del teniente Granell. El olor a yodo impregnaba la habitación. Abriste los ojos despacio. Sus ojeras y gesto abatido mostraban lo evidente: llevaba noches sin dormir combatiendo a la Wehrmacht.
—¿Han liberado todos los barrios, mi teniente?
—Ya está todo.
Bajaste los párpados y los apretaste con fuerza. París liberado. El teniente arrimó una silla a la cama y se sentó, para proseguir:
—Detrás de nosotros entraron más españoles enrolados en la Spanish Company Number One del ejército británico. Luego llegó la IV División de Infantería norteamericana y entre todos hemos conseguido expulsar a los nazis hacia la frontera.
—¿Cuántos muertos?
—Cuarenta y cinco en toda la División.
—¿Espa…?
—Ninguno. Sólo tres heridos: Elías, Cortés y tú.
—¿Qué tal se encuentran?
—Elías, muy grave —musitó, y se pasó la mano por la frente antes de añadir—: Lo han instalado en la última planta. Espero que el apoyo de su madre y hermana le ayuden a salir adelante. Cortés ya está fuera de peligro.
—A ver qué tal está nuestro héroe… —la voz cantarina de Sophie se interrumpió al distinguir al teniente—. Lo siento, pero debe salir. Los doctores van a examinarlo.
—Ya me voy —dijo Granell, poniéndose en pie.
—Mi teniente —le atajaste—, ¿cuándo saldremos para Estrasburgo?
Apoyó una mano sobre tu hombro y respondió:
—Pronto, hijo. Muy pronto.
Dos hombres con batas blancas y sendas carpetas entraron en la habitación. El teniente se despidió y, antes de llegar a la puerta, te dijo:
—Ah, pude contactar con tu madre en Orán. Ya le expliqué que te encontrabas bien, pero insistió en venir. Sospecho que si ha conseguido pasaje en algún buque, en una semana llegará a París.
Por algún motivo que en aquel momento no comprendiste, su comentario te molestó. Pero no tuviste tiempo de detenerte a pensar en ello: te habían quitado los vendajes y un médico te palpaba el vientre.
—Lo principal es evitar la infección —alegó antes de partir.
Entonces sentiste los dedos de Sophie extendiendo yodo sobre tu vientre. Su contacto te relajaba y cerraste los ojos. Imaginabas la suave piel de su cuerpo. Y, mientras tú te sentías en el cielo, te colocó nuevos vendajes.
—Vaya, qué pena no haber sido yo quien recibiera tus balas.
El cumplido era de Fábregas, que irrumpió en la habitación con grandes zancadas.
Sophie se sonrojó, pero continuó con su tarea en silencio.
—¿Qué tal los muchachos, mi sargento?
—Como jabatos. Estamos acampados en el Prado de Catelan, en el bosque de Boulogne. Se han incorporado los heridos en Écouché: Montoya, Sánchez y tu amigo Fermín Pujol.
—¿Sabe cuándo partiremos?
Se giró hacia el ventanal y, dándote la espalda, respondió:
—Tengo la extraña sensación de que los liberadores hemos sido llamados a ser los represores.
—No le entiendo —contestaste, resoplando para tus adentros a causa de aquella manía suya por los acertijos.
—La mayoría de la Resistencia es de ideología comunista y, para evitar que tomen el poder en París, creo que nos tendrán acantonados hasta que De Gaulle sea capaz de controlar la situación.
Entonces silbó una musiquilla. Sólo un par de compases, en realidad, pero bastaron. De inmediato evocaste la letra: «Negras tormentas agitan los aires / nubes oscuras nos impiden ver…».
—Perdone —interrumpió Sophie—, pero no puede estar aquí. Dentro de poco traerán el almuerzo y…
—No se preocupe, me voy ahora —dijo, para acercarse hacia ti y despedirse—: Mañana vengo otro rato. Ah, me olvidaba —agregó, dejando un periódico encima de la mesita—: Aquí tienes algo más sobre nosotros.
Era The New York Times.
—No entiendo el inglés, mi sargento.
—No importa, ya lo he traducido yo. Lo verás a lapicero sobre cada reglón.
—¿Quién lo escribió?
—Charles C. Wertenbaker, uno de los reporteros que recogimos en Antony.
—Por favor… —insistió Sophie.
—Me echan, Bête. Mañana vuelvo.
La puerta se cerró al mismo tiempo que Sophie te preguntaba:
—¿Por qué te llaman Bête?
—Es mi nombre de guerra.
—He visto que ese sargento lleva dos aretes en su oreja, como tú. ¿Significan algo?
—España y África. Las batallas a las que hemos sobrevivido.
Un breve silencio que te obligó a girar la cabeza. Sophie leía el The New York Times.
—Sois héroes mundiales.
—¿Me lo lees, por favor?
Sonrió y se sentó en el borde de la cama. A continuación comenzó a leer:
—«Emprendimos la marcha hacia París y al llegar a Antony fuimos detenidos por un escuadrón de republicanos españoles… —Cerraste los ojos y recordaste el convoy de reporteros— … Aquellos aguerridos muchachos de la II República española consideraron peligroso nuestro avance… —Robert Capa trepando por el “Teruel”. El rostro redondo de Hemingway cruzado por su bigote cuidado. La voz pausada de Shumamn—. Sus tanques llevan pintados nombres tan sugestivos como “Ebro”, “Guadalajara”, “Brunete”… y enarbolan la bandera republicana. —El rebufo de los Half-Track ocupó por un momento el lugar de la voz de Sophie—… alcanzamos los arrabales de París, siempre precedidos por los republicanos españoles, aclamados con un indescriptible delirio por la población…».
Apretaste los párpados con fuerza. Sophie te besó en la frente, y te dejó a solas con tus fantasmas bajo un cielo que no era el tuyo. Creo que lloraste.
AQUELLO NO ERA UN HOSPITAL militar ni de campaña. Era el Saint-Louis: lo mismo curaban una infección de orina que extraían una bala en el vientre, pero también se había apoderado de él la lógica de la guerra. No se atendía según la gravedad de las lesiones, eran las posibilidades de sobrevivir las que marcaban la prioridad. La triage, lo llamaban. Por eso te habían intervenido tan deprisa: el impacto había sido limpio, sin desgarros. Extraer la bala, cortar un trozo de intestino y esperar que el organismo de un joven reaccionase constituía una apuesta casi segura.
—Voy a pedir que los echen del hospital —oíste gritar a una enfermera en el pasillo.
Su fastidio se mezcló con las carcajadas de dos hombres, que sonaron cada vez más cerca de tu cuarto. Eran Gitano y el pequeño Turuta.
—Buf, cómo se enfadan estas por un cachete en el culo.
—En el bosque de Boulogne son más amables —acompañó Turuta.
—¿Qué tal te encuentras? —preguntó Gitano, arrimándose a la cama.
Te narraron con detalle los combates con la Wehrmacht en los barrios periféricos, la nueva reestructuración de La Nueve con los ascensos de Valero, Gualda, Castillo y tu amigo Fermín Pujol. A continuación, Turuta añadió:
—Están preparando la invasión de España. Le han puesto un nombre curioso: «Operación Reconquista».
—¿Cómo es eso? —preguntaste intrigado.
—Son republicanos españoles de las fuerzas del Maquis que se están concentrando en el sur de Francia para abrir una brecha por los Pirineos en España. Voy a desertar de la II División y me voy a unir a ellos.
Maldijiste una vez más aquella inoportuna bala te había relegado al estado de una piedra. Hasta para mear necesitabas tubos.
—Las francesas no son como las escocesas —continuó Gitano—. Pocas dicen: «No, baby». En el campamento nos asaltan. Hasta nos cosen los botones y nos lavan los uniformes. Se meten en las tiendas y los oficiales las tienen que expulsar, pero de nada sirve. Regresan de nuevo, al atardecer, al…
La puerta se abrió de par en par.
—Son estos —interrumpió un enfermera gruesa, con cofia y bata blanca, escoltada por un gendarme.
—Acompáñenme a la salida —exigió el guardia.
Gitano y Turuta se encogieron de hombros.
—Cuando te recuperes, ya sabes dónde estamos: en el bosque o en el calabozo.
LAS PESADILLAS DESAPARECIERON a la cuarta noche, pero todo el día tumbado en la cama provocaba que contases los segundos de la vigilia y que el roce con las sábanas te plagara de heridas los codos y los tobillos. Esperabas, de un momento a otro, alzar los párpados y contemplar a tu madre sentada a tu lado, velando tus dolores. «No debió preocuparla», recriminabas sin embargo para tus adentros al teniente.
—Hola, muchacho.
No necesitaste alzar la cabeza para reconocer a vuestro maño preferido, el sargento jefe Martín Bernal, Larita II. Le sonreíste a modo de saludo, y continuó:
—Ya me han dicho que en unas semanas estarás como nuevo.
—Pero no creo que me den el alta cuando La Nueve inicie la…
—Ni te preocupes, muchacho. Te esperaremos a las puertas de Estrasburgo.
Después se sentó en el borde de la cama y te fue enseñando fotografías que le había sacado el tal Robert Capa sobre el «Teruel». Aún recordarás aquellas fotos en blanco y negro que resaltaban los surcos profundos de su rostro, como si fuera la cáscara de una nuez.
Disfrutaba mostrando sus retratos. Los tenía de todos los tamaños y en todas las poses. Era como si estuviese confeccionando un álbum para la posteridad. Después te relató su aventura en España, cómo el golpe de Estado de Franco había truncado su carrera de torero.
—No sabes lo difícil que era para un aragonés coger la alternativa. No se lo perdonaré jamás —dijo, y a continuación comenzó a mostrarte otras imágenes en las que se le veía con el traje de luces y montera en diferentes plazas de toros.
Las visitas de Larita II te distraían.
—Los nazis están atorados —contaba en su particular lenguaje—: No llenan de público las plazas, los silbidos sustituyen a los aplausos y los pañuelos. Nada más hay que verlos, se sienten cortos de cuello. En fin, habrá que hincarles la garrocha y cortarles la coleta de una vez.
Aquella mañana también apareció Campos a visitarte:
—Recupérate. Quiero entrar contigo en Estrasburgo y ayudarte a capturar a ese nazi.
Al almuerzo acudieron Gitano y Turuta, seguidos por la enfermera gruesa y el gendarme. Y por la tarde, el prusiano teniente coronel Puzt y Dronne, vuestro capitán, realizaron la visita protocolaria a todos los heridos.
—Cabo primero Bête, necesitamos muchachos como usted para liberar Europa y luego España —animó Puzt. Quién sabe cuántas veces habría repetido aquella fórmula ese día.
Al anochecer, alegando que ya te encontrabas fuera de peligro, te alejaron de los tubos y de la soledad de esa primera habitación, y te trasladaron a una sala con otros diez soldados. Aquello ya se parecía más al hospital de campaña de África.
Tus compañeros eran un soldado polaco y otros norteamericanos y franceses. A cada uno le faltaba algo: una pierna, un brazo, una mano o un ojo. Pero a todos, sus familias. Ninguno de ellos se incorporaría de nuevo al frente. En cuanto se recuperasen, se les entregaría una medalla y se les embarcaría de regreso a casa.
Los muchachos iban todos los días. Fábregas incluso llevó en cierta ocasión su guitarra y animó un poco las caras lánguidas de los ocupantes de aquella sala gris y roja que apestaba a alcohol, yodo y apósitos. Era curioso contemplar a aquellos soldados de diferentes nacionalidades canturreando el Ay, Carmela. Todos la conocían. Los exbrigadistas internacionales la habían extendido por el mundo y convertido en vuestra divisa de presentación en cualquier rincón de la Tierra.
Poco a poco, ayudado por Sophie, comenzaste a salir en silla de ruedas al enorme jardín de la parte trasera del hospital. Después desterraste el artilugio y volviste a andar. Lo hacías despacio, encorvado por la tirantez que te producían las suturas en el vientre. A veces cogías las muletas, para poder caminar erguido sin resentirte.
Sophie siempre te acompañaba y te hablaba de sus padres, de sus hermanos, de la ocupación, de sus inicios como enfermera voluntaria en los primeros meses de la guerra… Mencionó un tío suyo enrolado en las Brigadas Internacionales, muerto en tierras de España.
Te pareció que empleaba más tiempo contigo que con cualquier otro paciente. En cuanto tenía un hueco libre se acercaba a charlar, salíais al jardín y os sentabais en la hierba con la espalda pegada a un viejo manzano. Siempre te preguntaste por qué lo hacía, pero ella te lo aclaró una tarde bajo la sombra del árbol, sonriendo a medias:
—Eres la primera persona que lleva mi sangre. ¿Cómo no seguirle el rastro a una parte de mí?
No tenías motivos para dudar de sus palabras. Además: ¿quién eras tú para confesarle que te estabas enamorando de ella? Nadie. Un simple soldado apátrida con un pasado que a nadie interesaba, pero sin presente ni futuro.
EL 7 DE SEPTIEMBRE, muchos muchachos pasaron a despedirse. Al alba emprenderían la salida hacia Metz y Estrasburgo. Los últimos objetivos del juramento de Leclerc en Koufra.
La visita que más te extrañó fue la de tus juerguistas amigos: Gitano y Turuta. Curiosamente aquel día no fueron seguidos de inmediato por la enfermera gruesa y el gendarme. Pensaste que por ser su último día habían extremado el cuidado en su comportamiento en el hospital.
—Hoy te traemos una sorpresa —dijo Gitano, y tú te pusiste en guardia: cualquier cosa era posible con aquellos dos—. ¡Tachan!
De repente, apareció Turuta con una caja de chocolatinas.
—Para el soldado más goloso de la II División —manifestó Turuta, depositando la caja en la mesita de noche.
—Sois unos cabroncetes, pero gracias.
Intentaste incorporarte, cuando Gitano añadió:
—Espera, Ardura —añadió una sonrisa y prosiguió—: Encontramos a un bombón en el campamento preguntando por ti, y te lo hemos traído.
Luego Turuta se perdió hacia el pasillo. Al minuto, Gitano anunció:
—La compañía de teatro Gitano y Turuta presenta la obra: El bombón español. ¡Tachán!
Turuta entró acompañado de una mujer y se dirigieron hacia ti por el pasillo formado por las dos hileras de camas. Con la distancia no la reconociste. Habían transcurrido más de cinco años y era la última persona que esperabas encontrar en un hospital de París. Al llegar a tu altura, se quitó la pañoleta del pelo y, cuando en un giro de cabeza soltó aquellos largos y negros cabellos, traspasaste de un golpe la puerta que separa el olvido de la memoria.
—¡Anita!
Y entraron la enfermera gruesa y el gendarme.
ESPERABAS ANSIOSO EL AMANECER del 8 de septiembre. Llevabas toda la noche aferrado a las muletas en la terraza del hospital para no perderte la partida de los compañeros y repasando el encuentro con Ana. Te contó su huida de España por los Pirineos, la odisea en el campo de refugiados de Argelès-sur-Mer, su evasión y la inclusión en las filas del Maquis. También tu narró la toma de la cárcel de Nîmes, la liberación de Foix, la rendición de la columna alemana del coronel Nietzsche y los preparativos para invadir España.
—No quieren mujeres —respondió con pesar ante tu pregunta de por qué no se había unido a la «Operación Reconquista».
Mientras evocabas el encuentro, el sol fue tiñendo de amarillo las cúpulas de los árboles y de los edificios, y cuando su manto se extendió por las calles vacías de París, distinguiste el humo y la polvareda de los cuatro mil doscientos vehículos blindados de la II División rumbo al este.
En ese instante, un nudo se apretó alrededor de tu garganta.
—He visto que no has dormido en la cama —era la voz de Sophie a tu espalda—. Hasta he tenido que preguntar por ti a… —Al ver que no le contestabas, preguntó—: ¿Pero qué haces aquí?
Sin apartar la vista del horizonte, le respondiste:
—No podía conciliar el sueño. Tenía que decir adiós a los muchachos.
De repente, Sophie te rodeó con sus brazos. Allí quedasteis los dos, su mejilla apoyada contra tu espalda, muy lejos de los Sherman y Half-Track que, en formación de combate, se dirigían directos a Estrasburgo.