20: De Provenza a Ucrania

20

DE PROVENZA A UCRANIA

UN JEEP ATRAVESÓ, alzando un velo de polvo a su rebufo, las calles arenosas de Argelès-sur-Mer, la pequeña ciudad situada a treinta y cinco kilómetros de la frontera con España y amamantada por las aguas del Mediterráneo. Llevaba dos ocupantes: el conductor, un soldado de las tropas argelinas con chechia granate y gumía al cinto; y el copitolo, un teniente de la Legión Extranjera con gesto ceñudo y el brazo en cabestrillo, que en su hombrera lucía el distintivo azul de héroe de Bir-Hakeim. El coche se dirigió hacia la playa del norte y, al llegar, se adentró unos metros en su inmenso arenal. Y se detuvo.

—Su playa, mi teniente.

El sol golpeaba la chapa del vehículo y, entre el viaje sin paradas desde Saint-Tropez —más de trescientos kilómetros— y el intenso calor, el motor rugía como un animal herido. El soldado argelino se bajó apresuradamente y alzó el capó. El vapor de agua sumó fuego al infierno.

El oficial legionario abrió la puerta con el pie y descendió. Una mueca de dolor precedió a que llevase su mano derecha al costado. Los vendajes también circundaban su pecho. Ajeno a la pesadumbre del soldado por el motor y a las punzadas en las costillas, avanzó por la playa. Su mirada se perdió, no en el paisaje de rocas y olas suaves que morían sin batalla en las arenas. No. La mente del teniente Toro Ardura había regresado al pasado. Hasta daba la impresión de haber desembarcado del Más Allá al puerto de partida: la huida de España.

Las arenas aún conservaban trozos de alambradas, de maderas y retales de trapos negros semienterrados. Los restos de un naufragio: el campo de refugiados españoles en 1939. A su mente acudieron el tifus, la disentería y la sarna, el hambre calmada con pan y legumbres cocinadas con agua salada, la sed disimulada con el líquido barroso extraído de los agujeros en la arena, las tiendas cubiertas de lonetas agujereadas, los inestables barracones y la brutalidad de los gendarmes y soldados senegaleses o marroquíes. Cinco años. Ya no quedaba nada ni nadie. Ni Ana.

Extrajo de su bolsillo la foto de su prometida, la misma que le había acompañado el lustro sangriento que tocaba a su fin. Sus ojos se fijaron en aquel rostro que le sonreía y luego los alzó, dirigiéndolos a lo que ya no se ve, pero existe detrás de cada uno de nosotros: los recuerdos. Por eso se encontraba allí, buscando una pista que le condujese a su actual paradero. Ni siquiera se atrevía a pensar que la hubiese perdido para siempre.

—Mi teniente —le llamó el soldado—, me acerco hasta el pueblo. Quiero localizar a alguien que me ayude con el radiador.

El oficial asintió, pero su mente seguía fija en las etapas de la guerra: el ingreso en la Legión Extranjera como salida ante aquel horror; Dunkerque, símbolo de la humillación; Libreville, Siria, Líbano y Egipto fueron las etapas de la particular guerra civil entre franceses; Bir-Hakeim, espacio en la gesta; luego, la derrota del Afrika Korps, la campaña en Italia y el desembarco en Provenza.

Flexionó las piernas y, en cuclillas, recogió un puñado de arena, que se diseminó entre sus dedos. En esa posición, extrajo del bolsillo de su camisa un Lucky Strike. Dio una calada profunda y regresó a la ruta por Italia: Sessa, Castelforte, Ausonia, Esperia y la cruenta batalla de Pontecorvo. Muertos y más muertos. Sangre, siempre sangre.

Hasta la cabeza de puente en Anzio la abrió su unidad: la 13.ª Semibrigada de la Legión. Aunque las playas y puertos ofrecieron menos resistencia que Normandía, la Wehrmacht y los italianos no habían regalado las posiciones. Hubo que conquistarlas a bayoneta calada, cuerpo a cuerpo, como espadachines del Renacimiento. Después, el camino hacia Roma quedó expedito, pero el honor de declararla Città Aperta correspondió al general Mark Clark y al ejército norteamericano. Por eso los destinaron a Provenza, para abrir un nuevo frente a los nazis. Y desde el 15 de agosto, día del desembarco, llevaban sin descansar hasta aquella mañana en el arenal cuando la Wehrmacht había emprendido la retirada desde los puertos del Mediterráneo hacia Lyon.

Se irguió y caminó por la interminable playa. El calor tentaba a un baño, pero ignoraba qué efecto tendría el agua salada sobre sus heridas y apósitos. Siguió andando. Había llegado al final y se sentó de nuevo, en un peñasco que ofrecía la ladera de la montaña sobre las aguas.

Niños jugando en la arena, ajenos a guerras y muertes, con un balón construido de telas atadas. Sonrió. Aquello era un síntoma de que Francia recobraba la alegría. Restaba liberarla hasta en el último rincón y comenzar la tarea en España.

También acudieron a su mente, como espectros que flotaban en la ligera bruma sobre las aguas sumisas del Mediterráneo, los compañeros enterrados en la travesía mortal. Hasta se le presentó la imagen del comandante Miguel Buiza, desplomado antes de la entrada en Saint-Tropez. Se encontraba agotado, exhausto, casi muerto y sin energías. Había cumplido cincuenta años y llevaba ocho en guerra, un tiempo excesivo hasta para un héroe homérico como él. Buiza hubo de ser evacuado a un hospital en Orán y, tal vez, se perdería la oportunidad de ver a sus inhóspitos españoles —sus hijos, como él los llamaba— desfilando a los pies de la Catedral de Estrasburgo.

El soldado argelino arribó con el jeep. El teniente consultó el reloj: habían transcurrido tres horas. El conductor descendió del vehículo y se dirigió al encuentro con su oficial. Un gesto de extrañeza cruzó el rostro de Fran, parecía que el hombre de la chechia granate portaba un periódico en sus manos.

Era el momento de poner fin al asueto y esperar a que las heridas provocadas por la metralla en la toma del puerto de Marsella se cicatrizasen para regresar al frente y seguir el avance hacia Estrasburgo. No. Estrasburgo, no. En esos momentos le interesaba más la próxima parada: Lyon. Había averiguado a través de los servicios secretos ingleses que el asesino de vuestra hermana, el Obersturmführer Rudolf Törni, se encontraba en esa ciudad como lugarteniente del jefe local de la Gestapo, Klaus Barbie, a cuya cabeza De Gaulle había puesto precio. «Mataré dos pájaros de un mismo viaje», pensó tu hermano, y apretó los dientes y los puños. Los tendones de sus antebrazos y la mandíbula se dibujaron poderosos.

El soldado argelino había llegado a su altura.

—¿Y ese periódico, Mognazni?

—Lo encontré en el pueblo. Es de hace unos días —dijo, y, tendiéndoselo, continuó—, pero creo que le interesa, mi teniente.

Toro Ardura lo recogió y, leyendo el titular, exclamó:

—Ah, la liberación de París

—Siga leyendo, mi teniente. Fíjese quiénes fueron los primeros en entrar.

—«… Republicanos españoles en Half-Track y blindados con los sugerentes nombres de…».

El rostro de Granell con el quepis ladeado ilustraba el texto en el periódico. Fran continuó la lectura. Después, pasó la página, echó un rápido vistazo a las fotos, distinguiendo a Campos y a Fábregas. Pero sus ojos se clavaron en una en especial: De Gaulle y Rol-Tanguy, que avanzaban hacia el interior de Notre Dame, eran protegidos por unos soldados que formaban la barrera. Aquel soldado, ese rostro…

—Cabrón de crío. Es Nico, y está en París.

SIN QUE FRAN LO SOSPECHASE, a sólo setenta kilómetros de las playas de Argelès-sur-Mer, al oeste, en los alrededores de la pequeña población de Prades, los exiliados republicanos de la 158.ª División de partisanos se citaron para festejar la liberación, no sólo del Mediodía, a la que ellos había contribuido, sino también la de París, y prepararse para el desfile ante el general De Gaulle dos días más tarde por las avenidas de Toulouse.

Banderas de Francia, cruzadas con la Cruz de Lorena, y de la II República española adornaban los balcones del pueblo. En la plaza, sobre un templete, la banda musical del pueblo tocaba pasodobles y algún vals. Las guirnaldas, farolillos y banderines colgaban por doquier. En los laterales, bajo los soportales, habían instalado largas mesas, formadas con tablones sobre caballetes, repletas de botellas de vino y viandas que los vecinos aportaron para la fiesta.

—Cris, te mueves como un robot —dijo una sonriente Mimy Romaguera.

—Es la primera vez en mi vida que bailo —respondió Cristino García Granda, mirando hacia sus pies como buscando el ritmo.

—Eso es mentira —corrigió José Vitini, que había llegado con su pareja al lado de los otros—. Somos expertos en danzar entre las balas.

Los cuatro soltaron una carcajada, y Mimy añadió:

—Déjate llevar.

Mientras las parejas se movían —o lo intentaban— al ritmo de la música, grupos de niños les imitaban con un trozo de pan, queso o tortilla española en la boca.

A la puerta del ayuntamiento, al lado opuesto a la banda municipal, alguien hacía sonar un organillo y un chotis encandilaba a tres parejas de ancianos.

Al cabo de media hora, la música cesó. Los músicos se concedieron un descanso para mojar el gaznate. El público despejó despacio la plaza, dirigiéndose a los soportales para el brindis anunciado. Un señor pequeño y regordete subió al escenario y, golpeando con un tenedor sobre una botella, gritó:

Attention! Attention! —Esperó a que la plaza se sumiese en el silencio y alzó el vaso. Después vociferó—: ¡Por la liberación de Francia!

El regordete era Maurice, alcalde del pueblo, que pese a su reducido tamaño, poseía una voz digna de un titán. El público acompañó el gesto del regidor alzando los vasos de vino y clamando al unísono:

—¡Por la liberación!

—¡Por la liberación de España! —añadió Maurice.

Los aplausos y vivas celebraron esas palabras.

—No quería dejar pasar este momento sin… —continuó el alcalde.

—Este ya está preparando la campaña electoral —bromeó Vitini.

Mientras el alcalde continuaba con su improvisado discurso, al grupo se unió Ana Tejada. Llevaba un hatillo en la mano y pañoleta negra sobre la cabeza. Extrañado, Vitini le preguntó:

—¿Piensas marcharte?

—Sí —respondió Ana.

—¿Adónde? —intervino Cristino.

Extrajo del bolso de sus sayas un papel y lo desplegó: era una página de periódico. Les señaló una fotografía, y dijo:

—He reconocido a Nico, el hermano de Fran. Por eso he de llegar a París antes de que su división salga hacia Alsacia. Quiero preguntarle si sabe algo de él.

—No le has olvidado. ¿Eh, muchacha? —preguntó Vitini con una sonrisa.

Ella negó con la cabeza. Se abrazó a él con fuerza. Cristino se arrimó a los dos y pasó sus brazos por encima. Mimy Romaguera guardó silencio, pero la alegría la inundó. Veía alejarse a una posible rival. Ella era una hija del exilio económico previo a la II República y había nacido en Francia. Nunca había sido un combatiente, pero se había enamorado de Cristino y vio en Ana un peligro para su relación. «Al enemigo que huye, puente de plata». Eso debió pensar Mimy cuando se acercó al grupo y añadió una lágrima al abrazo.

—¿Qué haréis vosotros? —preguntó Ana, secándose los ojos.

—Entrar con el Maquis en España, aunque a Cristino no le gusta mucho —atajó Vitini.

—No es que me disguste —intervino el teniente coronel—. Es que lo considero un error tal y como se plantea. Tenemos la experiencia en el Ródano del Maquis de Vercors, cuatro mil guerrilleros aniquilados por la Wehrmacht. La guerrilla no puede actuar como fuerza de infantería, es otra cosa…

Su voz se apagó ante una salva de aplausos que acompañaban a la voz del orador.

—… No quiero terminar sin… —continuaba diciendo el alcalde desde el escenario—. Demos entre todos una ovación a nuestro héroe, que pasará a la historia como el libertador de los departamentos de Gard, Lodère y Ardeche: el teniente coronel Cristino García Granda.

La plaza estalló en vítores, y Maurice volvió a gritar:

—Si salgo elegido cuando se convoquen elecciones, una calle llevará su nombre. —Guardó silencio paseando la mirada entre el público. Al descubrir a quien buscaba, le señaló con el brazo extendido y añadió—: Cristino, sube al escenario.

Los aplausos atronaron. Cristino abrazó con fuerza a Ana, y se despidió:

—Salud.

—Suerte en España —respondió Ana con la vista en Vitini y en Cristino.

Cargó el hatillo al hombro y se alejó.

Cristino tendió la mano a Mimy Romaguera para que le acompañara al escenario. Ella aceptó.

ANTE EL AVANCE DE LOS ALIADOS desde Normandía hacia el este y de Provenza al norte, las fuerzas de la Wehrmacht y las Waffen-SS se replegaban hacia el Ródano y Estrasburgo. Los primeros en llegar fueron los miembros de la policía nazi, la Gestapo. Y con ellos, Rudolf Törni y Klaus Barbie arribaron al campo de concentración de Natzweiler-Struthof, a más de mil kilómetros de la costa mediterránea, para entregar las últimas instrucciones a los guardianes:

—En previsión de que los Aliados lleguen hasta aquí —exponía Klaus Barbie a una docena de mandos de las Waffen-SS en el barracón de oficiales—, no han de encontrar a nadie, así no los podrán liberar. Los iremos evacuando al campo de concentración de Dachau según la importancia que tengan para nosotros. Primero irán los jóvenes y adultos sanos, que son los que más nos interesan para las minas y fábricas. Después, las mujeres sanas. Así hasta llegar a los lisiados y los niños. Usted —dijo, señalando a la Untersturmführer Berta Ruf—, al mando de la sección femenina de las Waffen-SS, será la encargada de la evacuación del último convoy…

Mientras tanto, en el exterior, arribaba un nuevo cargamento de partisanos detenidos en la operación «Noche en la Niebla». Les ordenaron descender de los camiones y los formaron en una columna de cuatro filas. Después, a golpes de culata, los exhortaron a caminar hacia el barracón número 13.

Pierre, el prisionero al que le faltaban las dos piernas, observaba sobre su tabla con ruedas de madera la escena repetida tantas veces en las últimas semanas. Pero en aquella ocasión ocurrió algo extraño. Los prisioneros iban sacando de sus bolsos trozos o pelotas de papel y los arrojaban al suelo, sin que los nazis se percatasen de ello. Todo el trayecto quedó sembrado. Apoyó sus manos en el suelo embarrado y empujó. La tabla se desplazó con dificultad. Llegó hasta la primera bola y la recogió. Era la página de un periódico. «Ils sont arrivés!», leyó, bajo la foto de un teniente al que no conocía.

—¡Gracias, compañeros! —exclamó con la mirada clavada en el barracón 13.ª y los ojos húmedos.

Como poseído por una droga estimulante, recogió todos los fragmentos que encontraba y los guardó entre su cuerpo y la tabla. Cuando no quedó ninguno, se dirigió hacia el barracón de los niños.

—¡Venid aquí! —les ordenó.

Una docena de mozalbetes esmirriados y con las cabezas rapadas le rodearon. Entonces volteó su cuerpo, mostrando lo que ocultaba, y añadió:

—Cogedlos y leedlos.

Los niños se abalanzaron sobre las hojas y las desplegaron. Estaban plagadas de fotos de alemanes detenidos y soldados aliados posando sobre Sherman y Half-Track.

—¡El soldado de las chocolatinas! —gritó entusiasmado de Eli desde el interior del grupo.

—Sí, Eli —dijo Pierre con una sonrisa—. Ya han llegado los soldados de las chocolatinas…

—No, Pierre —corrigió Eli.

El niño se acercó con un trozo de papel al inválido y se lo mostró. Señaló a un soldado con un Sten en las manos ubicado detrás De Gaulle en la puerta principal de Notre Dame, y afirmó rotundo:

—Este es el verdadero soldado de las chocolatinas.

El hombre le miró sorprendido. Él había difundido aquella leyenda para animar a los niños a seguir manteniendo la esperanza. Siempre creyó que había sido una invención de Hod, la madre de Eli.

—Rápido —ordenó Pierre—, enseñad las hojas a todos los prisioneros.

Los niños salieron en desbandada con las hojas encerradas en sus pequeños puños apretados. Pierre, sonriente, se dirigió a la puerta del barracón. Quería ver el rostro de los prisioneros al leer aquellas páginas. Silbaba mientras las ruedas de la tabla rodaban por el piso. Al llegar al exterior, se detuvo. ¡Cómo le hubiese apetecido un cigarro! Pero ese anhelo se borró en cuanto distinguió a los mandos nazis saliendo del barracón.

A cincuenta metros de Pierre, Klaus Barbie daba las últimas instrucciones a Rudolf Törni:

—Usted diríjase hacia los Alpes, a Berchtesgaden. Se queda en el Nido de Águila con las juventudes hitlerianas.

—¿Cree que perderemos la guerra?

—No. El Führer tiene un arma secreta que desplegará cuando lo considere oportuno. Ahora lo importante es atrincherarse. Así que, suerte en Berchtesgaden.

—¿Y usted, mi Hauptsturmführer?

—No se preocupe por mí, sé cuidarme…

Interrumpió la frase al oír la algarabía desde los batallones de presos. Extrañados, cruzaron sus miradas. Un niño corrió a su lado. Törni le puso la zancadilla y Eli estampó su cara en el barro. Su puño se abrió y dejó ver el papel. El Obersturmführer se agachó y lo recogió.

—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó Törni dándole un puntapié.

—¡Se lo di yo! —gritó Pierre, acercándose deprisa sobre su tabla.

Törni desenfundó la Luger P-08, apuntó al inválido y disparó. La bala le atravesó la cabeza.

EN EL FRENTE RUSO, después de la infernal batalla de Kursk, donde dioses y humanos contemplaron el mayor despliegue bélico jamás conocido en la historia militar de la humanidad, con millones de soldados y miles y miles de carros de combate, aviones y piezas de artillería, los soviéticos habían lanzado otros dos contraataques: en Dniéper y Bragatión. El resultado había sido el repliegue alemán hasta las fronteras de Checoslovaquia, Rumanía, Hungría y Polonia. El Ejército Rojo prácticamente había liberado los últimos territorios de la URSS, aunque la línea que separaba las primeras posiciones de fuego se encontrase desplegada desde Odessa a Riga. Eran miles de kilómetros plagados de soldados, carros T-34 y KV-1, así como de cientos de miles de piezas de artillería que batían los cielos cuando los cazas soviéticos solicitaban un descanso.

Aquel amanecer del 1 de septiembre de 1944, la posición soviética más cercana a la frontera alemana era el punto de cruce entre Bielorrusia, Ucrania, Polonia, Rumanía y Checoslovaquia: un lugar oculto en la parte más occidental de la Meseta de Valdài, varios kilómetros al este de Przemaysi.

El regimiento acorazado de Julia Natalinova, recién ascendida a teniente coronel, con cientos de carros T-34, KV-1, T-26 lanzallamas, el superpesado T-35 y hasta los camiones norteamericanos Studebaker, era la punta de lanza para penetrar en Alemania en cuanto le fuese ordenado. De momento, se habían detenido para evitar aislarse del resto de cuerpos de ejércitos y, además, para abastecerse de combustible por la línea establecida desde el interior de Siberia y esperar el resultado de los enfrentamientos con la Wehrmacht y las Divisiones Panzer Waffen-SS en las fronteras de los países vecinos.

Tu padre ajustaba las cadenas del T-34 de mando, el «Kirov», cuando se repitió la escena de cada mañana desde que se estabilizaron en ese frente: un furgón con el distintivo del extinto Socorro Rojo Internacional arribaba a las posiciones para depositar montones de periódicos del Pravda y, en ocasiones, también el correo. El conductor del furgón dejaba un ejemplar a tu padre con aquellas palabras:

—El periódico de la jefa.

Esa era una de sus misiones: pasarle la correspondencia y la prensa a Julia Natalinova. Las otras se ceñían a mantener en perfecto estado el «Kirov» y conducirlo en combate. Eso, y ser el amante de la teniente coronel.

Mientras se dirigía al puesto de mando, como apenas sabía leer unas pocas palabras en ruso, se limitó a ojear las fotografías. Entre las imágenes de Stalin y algunos jerarcas del PCUS, habían dedicado una página a la liberación de París. Cuando subía las escaleras hasta el despacho de Julia, balbuceó:

—Es… Nico.

Su rostro empalideció y pegó su espalda a la pared. Descendió despacio y se sentó en uno de los escalones. Después, quedó inmóvil con la vista fija en la fotografía del Pravda.

—Parece que ha visto un fantasma —dijo en español el teniente Ibárruri.

—A la orden, mi…

—No se levante —ordenó, colocándole la mano en el hombro—. ¿Qué le ha llamado tanto la atención?

—Mi hijo. —Y señaló tu retrato—. Está en París.

El teniente cogió el periódico y leyó:

«… Republicanos españoles enrolados en la II División Blindada de la Francia Libre han entrado en París…».

Miró a tu padre y añadió:

—Mi enhorabuena personal, pero creo hablar en nombre del resto de republicanos españoles.

Al comprobar que tu padre no cambiaba de expresión, volvió a preguntarle:

—¿Qué le preocupa?

—Lo creía muerto… y es posible que él piense lo mismo sobre mí…

Se levantó y se dirigió a la ventana. Las suaves colinas de la meseta se extendían en el horizonte sin presentar un final. Le sorprendió la belleza de aquel amanecer. Las luces del alba habían provocado que todo se llenase de fantasmas saliendo de sus tumbas, de sus fosas comunes, de los pozos de las minas. Eran los mismos que habían viajado con él desde las tierras de España.

—Escríbale —propuso el teniente.

Tu padre apartó la vista de los extensos campos y, frunciendo el ceño, inquirió extrañado:

—¿Escribirle? ¿Cómo va a atravesar una carta dos mil kilómetros de territorio alemán?

—Hay formas. Inténtelo.

—¿Usted cree que aún vive Miguel Strogoff? —preguntó tu padre con una sonrisa.

—Hable con la jefa —dijo el teniente, y le devolvió el guiño para añadir—: Ella puede conseguirlo.